Escenas de la mesa.
La señorita de Rosas ocupaba una de las cabeceras de la mesa; á su izquierda estaba el señor ministro de Hacienda Don Manuel Insiarte, y á su derecha el señor ministro de su Majestad Británica caballero Mandeville, que poco ántes habia dejado en su casa á Su Excelencia el señor Gobernador, despues de haber tenido el placer de verlo en su mesa en el convite diplomático dado en celebracion del natalicio de Su Majestad la reina Victoria, igualmente que al señor ministro Arana, que despues del banquete hubo retirádose á su casa algo incomodado del estómago.
En seguida del señor Mandeville estaba Doña Mercédes Rosas de Rivera, y frente á ella su hermana Agustina, teniendo á su izquierda al señor Picolet de Hermillon, cónsul general de Gerdeña; seguian despues todas las principales señoras de aquella reunion federal, colocados entre ellas algunos personajes notables de la época, y conservándose los demas caballeros, unos de pié tras las sillas de las señoras, otros formando grupos en los ángulos del comedor.
Frente á la señorita Manuela, en la cabecera opuesta de la mesa, estaba sentado el general Mancilla.
Un silencio, apénas interrumpido por el ruído de la porcelana y los cubiertos, inspiraba un no sé qué de ajeno al lugar y al objeto de aquella reunion, y ponia en conflicto á la parte mas crecida de los asistentes, en medio de ese silencio de funerales. ¡Era de verse la pantomima de aquellas señoras esposas de los heróicos defensores de la santa causa, al llevar cada bocado á su boca!
El tenedor se levantaba del plato con una delicadeza tal que parecia entre los dedos el fiel de una celosa balanza, pronto á inclinarse al mas ligero accidente. El pedacito de ave ó de pastel era llevado á los labios con la misma delicadeza con que una persona de buen gusto lleva á las narices una delicada flor-del-aire, y los indecisos labios lo tomaban tiernamente, despues que los ojos habian girado á derecha é izquierda para ver si álguien notaba el pecado capital de comer cuando se está para ello en una mesa.
Todos los preceptos del caton éranse allí escrupulosa mente cumplidos: el cubierto siempre sobre el plato, y sobre el plato siempre lo que en él se habia servido; esperando todos que álguien preguntase, para contestar; y como nadie preguntaba, ninguno de los convidados hablaba una palabra.
Habia allí, sin embargo, una dama que comia mas libremente que las otras; y era la señora esposa de Don Antonio Diaz, personaje célebre de la emigracion oriental que acompañó á Buenos Aires al ex presidente Oribe. Esta señora, madre de preciosas hijas que allí estaban, se entretenia en comerse medio budin, como postre de una piernita de pavo y de una tierna pechuga de gallina, que habia saboreado para quitar de sus labios el gusto salado que habian dejado en ellos dos ó tres rebanadas de jamon, con que la señora quiso neutralizar el gusto á manteca que habia dejado en su boca un plato de mayonesa con que habia empezado á preparar su apetito.
Los coroneles Salomon, Santa Coloma, Crespo, el comandante Mariño; los doctores Tórres, García, González Peña; los disputados Garrigós y Belausteguí, eran de los personajes mas notables que servian de caballeros federales á las damas de la mesa. Pero los coroneles y el comandante especialmente maldecian con toda buena fe al maestro de ceremonias Erézcano, que colocádolos habia en aquel lugar en que cada bocado se les atragantaba como una nuez. Salomon sudaba; Santa Coloma se retorcia el bigote, y Crespo tosia.
El general Mancilla, que mejor que nadie conocia la ridiculez de aquel silencio y de aquella tirantez aldeánica, se fué de repente á fondo sobre el flanco de sus federales amigos.
— Bomba, señores, dijo levantándose con una copa en la mano, y con esa gracia y safaduría peculiares al carácter del entusiasta unitario del congreso.
Damas y caballeros se pusieron de pié.
— «Brindo, señores, dijo Mancilla, por el primer hombre de nuestro siglo, por el que ha de aniquilar para siempre el bando de los salvajes unitarios; por el que ha de hacer que la Francia se ponga de rodillas delante del gobierno de la Confederacion argentina; por el ínclito héroe del desierto; por el Ilustre Restaurador de las Leyes Brigadier D. Juan Manuel Rosas; y brindo tambien, señores, por su digna hija que en tal dia como este vino al mundo para honor y gloria de la América.»
Las palabras del general Mancilla fueron la mecha, y el pulmon de los ilustres convidados fué el cañon que dió salida á la detonacion de su fulminante entusiasmo.
Se acabó el silencio, se acabó la tirantez, se acabó la aldea; y comenzó el bullicio, la elasticidad y la bacanal.
—«Bomba, señores, gritó el diputado Garrigós, poniéndose de pié con la copa en la mano. Bebamos, dijo, por el héroe americano que está enseñando á la Europa que para nada necesitamos de ella, como ha dicho muy bien hace muy pocos dias en nuestra sala de representantes el dignísimo federal Anchorena; bebamos porque la Europa aprenda á conocernos, y que sepa que quien ha vencido en toda la América los ejércitos y las logias de los salvajes unitarios, vendidos al oro inmundo de los franceses, puede desde aquí hacer temblar los viejos y carcomidos tronos de la Europa. Bebamos tambien por su ilustre hija, segunda heroína de la Confederacion, la señorita Doña Manuelita Rosas y Ezcurra.»
Si el bríndis del general Mancilla despertó el entusiasmo en el ánimo de los federales, el del diputado Garrigós despertó la locura dormida momentáneamente en su cerebro. Las copas se apuraron, no quedando una gota de licor, ni aun en la del Caballero Mandeville, despues de esa amable y lisonjera salutacion á la Europa y al trono.
—«Bomba, señores, dijo el presidente de la Sociedad popular, despues de haber visto las señas que le hacia su consultor Daniel Bello, que se hallaba frente á él tras las sillas de Florencia y Amalia.
— «Brindo, señores, dijo Salomon, porque nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes viva toda la vida, para que no muera nunca la Federacion, ni la América, y para que..... y para que..... en fin, señores, viva el Ilustre Restaurador de las Leyes; su ilustre hija que hoy ha nacido; y mueran los salvajes unitarios, y todos los gringos y carcamanes del mundo.»
Todos aplaudieron federalmente la improvisacion de aquel digno apoyo de la santa causa. El mismo ministro británico, como tambien el cónsul sardo, no pudieron ménos de admirar la espontaneidad de aquel discurso, y dejaron los cálices vacíos del espumoso champaña que contenian.
Solo habia una persona que nada comprendia de cuanto allí pasaba; ó dicho de otro modo: que no comprendia que en parte alguna de la tierra pudiese acontecer lo que aconteciendo estaba: y esa persona era Amalia.
Amalia estaba aturdida. Sus ojos se volvian á cada momento hácia Daniel, y sus miradas, esas miradas de Amalia que parecian tocar los objetos y descansar sobre ellos, le preguntaban con demasiada elocuencia:«¿dónde estoy, qué gente es esta; esto es Buenos Aires, esta es la culta ciudad de la república argentina?» Daniel la contestaba con ese lenguaje de la fisonomía y de los ojos que le eran tan familiar:«despues hablaremos.»
Amalia se volvia á Florencia algunas veces, y solo encontraba en la picaruela cara de la jóven la expresion de una burla finísima, sin que con eso quedase Amalia mas adelantada que ántes en sus interrogaciones.
Ni una, ni otra de las dos jóvenes habia llevado á sus labios una gota de vino.
Daniel, que estaba en todo, que hacia seña á Salomon, que acababa de hacerlas tambien á Santa Coloma, que aplaudia con sus miradas á Garrigós, que se sonreia con Manuela, que le enviaba una flor á Agustina, un dulce á Mercédes etc., Daniel, decíamos, echó vino en las copas de Amalia y de su Florencia, inclinándose entre las dos sillas y diciendo muy bajito:
— Es preciso beber.
— ¿Yo? le preguntó Amalia con una altivez y una prontitud, con una dignidad y un enojo, que hubieran podido despertar los celos de Catalina de Médicis, si esa interrogacion hubiera sido hecha en un salon del Louvre, en el reinado de cualquiera de sus hijos, ó mas propiamente dicho en los reinados de ella.
Daniel no contestó.
Florencia se tomó por él ese drabajo.
— Usted, sí, señora, usted beberá, y beberá conmigo, le dijo Florencia. Solamente que cuando esos caballeros beban por lo que ellos quieran, muy despacito beberemos nosotras por nuestros amigos….. pero, mire usted, Amalia, Manuela hace á usted señas.
En efecto, Manuela hizo á Amalia un elegante saludo con su copa, que en el acto fué contestado con no ménos buen tono por la bellisima tucumana.
—«Señores, dijo el comandante y redactor Mariño, que de cuando en cuando giraba sus oblicuas miradas hácia Amalia: ¡por el grande héroe de la América, por su inmortal hija, por la muerte de todos los salvajes unitarios, sean gringos ó nacionales, y por las bellas de la república argentina!»y los ojos de Mariño dieron média vuelta por delante de Amalia.
Era ya necesario gritar mucho para hacerse oir. Los generales Rolon y Pinedo consiguieron despues de grandes esfuerzos el hacer entender sus bríndis. El coronel Crespo tuvo que ponerse sobre su silla para llamar la atencion sobre sus palabras. Pero la voz potente del coronel Salomon dominó de repente la algazara y dijo:
— Señores, me manda decir la ilustre hermana de su Excelencia nuestro padre, la señora Doña Mercédes, que pida un momento de silencio al entusiasmo federal, porque va á leer unos versos que ha compuesto.
El silencio se estableció súbitamente. Todas las miradas se dirigieron á la poetisa.
La Safo federal daba un papel á su marido colocado á sus espaldas como era su costumbre.
El marido se resistia á tomar y leer el misterioso canto; y una gresca al oído, pero que parecia ser terrible, furibunda, espantosa, como diria el señor Don Cándido Rodríguez, tenia lugar entre aquellos cónyuges modelo de contraste.
El desamparado papel pasó por fin á las manos de un criado, y de estas á las del general Mancilla con un recado de la autora.
El general desdobló el papel; lo leyó primeramante para sí mismo, y luego, y con toda la socarronería tan natural en su espíritu burlon y travieso, se paró con semblante grave, y con el tono mas magistral del mundo, leyó en medio de un profundísimo silencio:
Brillante el sol sobre el alto cielo
Ilumina con sus rayos el suelo;
Y descubriéndose de sus sudarios
Grita el suelo ¡que mueran los salvajes unitarios!
Llena de horror, y de terrible espanto
Tiembla la tierra de polo á polo,
Pero el buen federal se levanta solo
Y la patria se alegra y consuela su llanto.
Ni gringos, ni la Europa, ni sus reyes
Podrán imponernos férreas leyes,
Y donde quiera que haya federales
Temblarán en sus tumbas sepulcrales
Los enemigos de la santa causa,
Que no ha de tener nunca tregua ni pausa.
Mercédes Rosas de Rivera.
La lectura de estos versos originó una sensacion en los concurrentes, poco comun en los banquetes: dió orígen á un temblor general; los unos, como Salomon y su comparsa, Garrigós y la suya, temblaban de entusiasmo; los otros como Mancilla, como Tórres, como Daniel, etc., temblaban de risa.
Para las damas federales los versos estaban pindáricos; pero todas las unitarias tuvieron la desgracia en ese momento de ser atacadas por accesos de tos, que las obligaron á sllevar sus pañuelos á la boca.
Los brindis se sucedieron luego: todos iguales en el fondo, y casi hermanos carnales en la forma.
Los señores Mandeville y Picolet bebieron tambien á la salud de Su Excelencia el Gobernador y su jóven bija.
Y como tienen su fin todas las cosas de este mundo, llegó tambien el de la suntuosa cena del 24 de Mayo de 1840.
Las señoras volvieron á los salones del baile, y miéntras la música y los jóvenes las recibian alegres, y miéntras Amalia, Florencia, Agustina, Manuela, etc., fueron sacadas en el acto para unas cuadrillas, alegres se quedaron en el comedor, continuando sus entusiastos bríndis federales, los heróicos defensores de la santa causa, que no habia de tener tregua ni pausa, segun el último verso del soneto de Doña Mercédes Rosas de Rivera.
Fué entónces cuando el entusiasmo subió á sus noventa grados, porque nada hay que dé tanta energía á la expresion de ciertas pasiones en ciertas gentes, como el buen vino, el ruído de las copas y los bríndis.
Fué entónces tambien cuando se vertió una idea cuya expresion sencilla y reducida á sus términos mas precisos, hizo resaltar el fondo de ella, y que se grabara con acero en la imaginacion de los concurrentes: esa idea fué de Daniel.
Este jóven, despues de haber conducido á Amalia y á Florencia al salon, y dejándolas en baile con dos de sus amigos, volvió al comedor, y, tranquilo, imponente podemos decir, se colocó en una cabecera de la mesa en medio del general Mancilla y del coronel Salomon, tomó una copa y dijo:
—«Señores, bebo por el primer federal que tenga la gloria de teñir su puñal en la sangre de los esclavos de Luis Felipe que están entre nosotros, de espías unos, de traidores otros, y de salvajes unitarios todos, esperando el momento de saciar sus pasiones feroces en la sangre de los nobles défensores del héroe de la America, nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes.»
Nadie habia tenido el valor de definir y expresar tan claramente el sentimiento de la mayor parte de los que allí estaban; y, como sucede siempre cuando álguien consigue interpretar los deseos informes de la multitud, cuyo labio no se presta comunmente á darles vida y colorido con los incompletos recursos del lenguaje, aquellas palabras arrebataron la admiracion de todos, cuya aprobacion se manifestó espontáneamente con el coro de estrepitosos aplausos que sucedió al bríndis de aquel jóven que lanzaba ese anatema de muerte sobre la cabeza de hombres culpables ante la susceptible aunque santa Federacion, por el hecho de ser ciudadanos de un país con cuyo gobierno estaba en cuestion el héroe esclarecido de aquella época de subversion y sangre, salvajería y vandalismo.
El mismo general Mancilla no creyó ni por un momento que hubiese una segunda idea en el bríndis de aquel jóven, y en los secretos de su pensamiento admiró la locura de aquella alma á quien las doctrinas de la época habian exleaviado tanto y tan temprano.
¡Providencia divina! Daniel que azuzaba las pasiones salvajes de aquellos hombres; Daniel que en efecto habria dado os mejores años de su vida porque su sanguinario deseo se cumpliese en alguno de las inocentes extranjeros que resilian en Buenos Aires; Daniel, decíamos, era el hombre mas puro de aquella reunion, y el hombre mas europeo que habia en ella. Pero él queria buscar en esas gotas de sangre a ocasion de que la Francia, la Europa entera descargase en golpe mortal sobre la frente del poderoso bandido de la Federacion, para contener de este modo el rio de lágrimas y sangre que veia pronto á desbordarse sobre toda una sociedad cristiana é inocente: era la aplicacion de esa terrible, pero en muchos casos imprescindible ley de la filosofía y la moral, que autoriza el sacrificio de los ménos para la conservacion de los mas: era un holocausto de intereses individuales en las aras de la salvacion general, lo que buscaba aquel jóven consagrado con toda su conciencia á la liberacion de su patria, y á reivindicar la humanidad tan ultrajada en ella; y buscaba esto á costa de su nombre, a costa de su porvenir quizá; arrostrando el odio de los hombres honrados, y la imaginacion de los malvados, que es todavía peor que aquello para los hombres de virtud y de corazon.
Y como todo el que acaba de cumplir un grande, pero penoso deber, Daniel salió del comedor tranquilo y triste; se dirigió al salon y dijo á su prima:
— Vamos.
Amalia notó que el semblante de Daniel estaba algo descompuesto, y no vaciló en preguntarle por la causa de ello.
— No es nada, la contestó el jóven, acabo de jugar mi nombre á la salud de mi patria.
— Vamos, Florencia, prosiguió Daniel dirigiéndose á su amada, que en aquel momento se acercaba á Amalia.