CAPÍTULO III.

Continuacion del anterior.

Por la primera vez de su vida, Daniel sintió cierta timidez en su espíritu, cierto no sé qué de desconfianza en sí mismo al ver entrar á la sala del señor Martigny aquellos dos personajes, cuyos nombres figuraban, uno en todos los grandes acontecimientos ocurridos en la república desde 1821 hasta 1829, y el otro en los sucesos tan serios de la actualidad; el uno como hombre de Estado, el otro como literato; el uno, encarnacion viva del partido unitario; el otro, término medio entre el partido unitario y la nueva generacion que ni era federal, ni unitaria, y á que Daniel pertenecia por su edad y por sus principios.

La tradicion popular por una parte, que siempre agranda los hombres y las cosas á medida que los años pasan; el espiritu de partido por otra parte; la desgracia, en fin, que habia echado por tierra y combatido tantos años ese orgulloso partido creado en el gobierno de Las Héras, organizado en la presidencia; ilustrado y altivo en el congreso, y derrotado, sin ser vencido, entre los escombros del templo constitucional que él supo levantar pero no sostener; todo esto contribuia á que los nombres célebres de ese partido circulasen entre la juventud á que pertenecia Daniel, con una superabundancia de exageraciones que hacia reir á los federales viejos, y que heria la imaginacion de los jóvenes, siempre dispuestos á creer las epopeyas y las historias del pueolo desde que ellas glorifican la patria, y he roifican á los que murieron por ella en el cadalso y en las batallas, ó sufrieron la desgracia santa de la proscripcion, que todo hombre envidia como una gloria, en la edad en que toda desgracia es una corona de poesía para el hombre.

Así los nombres de los viejos emigrados en 1829 en los que figuraban en primer línea los Varelas, los Agüeros, eran los favoritos á la admiracion y al respeto de todos los jóvenes de Buenos Aires, no tanto por lo que habian hecho ya, sino por lo que eran capaces de hacer, segun la opinion popular, llegado el dia de la regeneracion argentina.

La legislacion, la literatura, la política, todo tenia sus representantes legítimos entre los emigrados unitarios; y con el candor característico de su edad, creian los jóvenes que de la boca de aquellos no se desprendia una palabra que no fuese una sentencia, una ley en política, ó en literatura, ó en ciencia, todos deseaban conocer de cerca á esos varones monumentales de la ilustracion argentina, y todos temian, sin embargo, el caso de tener que habérselas con ellos en cualquier asunto que hiciese relacion á los intereses de su país, ó mas bien, todos temian el tener que pronunciar una palabra delante de ellos, tan persuadidos estaban de su indisputable suficiencia. Tales eran las creencias populares de la juventud argentina á la época de nuestra historia.

Daniel, espíritu fuerte é inteligencia altiva, era de los pocos que no se dejaban arrastrar fácilmente de aquel torrente de opinion; sin embargo, mas ó ménos, él estaba seducido como los demas, y no pudo sacudir de su espíritu cierta impresion nueva, avasalladora, puede decirse, al hallarse cara á cara por la primera vez de su vida con el señor Don Julian Agüero, ministro del señor Rivadavia, y el señor Don Florencio Varela, hermano del poeta clásico de ese nombre, y el primer literato del numeroso é ilustrado partido que se llamó unitario.

Daniel miró con una rápida mirada los dos personajes que se le presentaban.

El señor Agüero era un hombre como de setenta años de edad, de una estatura regular, no grueso, pero sí fuerte y musculoso. Su color, blanco en su juventud, estaba morenizado por los años. En su fisonomía dura y encapotada, sus ojos se escondian bajo las salientes, pobladas y canas sejas que los cubrian, y uno de ellos especialmente, por un defecto orgánico, quedaba mas oculto que el otro, bajo su espeso pabellon; de allí, sin embargo, despedian una mirada firme y penetrante de una pupila viva y pequeña. La frente era notablemente alta, sin ninguna arruga, y de la parte posterior de la cabeza venian á juntarse sobre la frente algunos cabellos blancos como la nieve, que cubrian un poco la parte superior completamente calva.

Tal era todo cuanto pudo la primera mirada de Daniel descubrir en la persona del señor Agüero, que entró á la sala del señor de Martigny, caminando un poco inclinado hácia la derecha como era su constumbre, vistiendo una levita color pasa abotonada, corbata y guantes negros, con una pequeño baston en su mano izquierda, que no le servia de apoyo, sino de juguete.

El otro personaje, el señor Varela, se presentó á la mirada de Daniel como el tipo contrario del señor Agüero: alto, delgado, una fisonomía pálida, animada y franca; una boca donde la sonrisa constante revelaba la dulzura del temperamento, al mismo tiempo que la expresion ingenua del semblante respondia por la lealtad de esa sonrisa; ojos pequeños, pero vivísimos é inteligentes; una frente poco alta, pero bien redondeada, poblada de ur cabello oscuro y lacio que caia sobre unas sienes descarnadas, y que mas revelaban las disposiciones del poeta que del político; taies fueron las primeras impresiones que recibió Daniel de la fisonomía del señor Varela, que entró á la sala perfectamente vestido de negro, y cuyo bien acomodado traje no hacia mas elegante, sin embargo, el cuerpo alto y poco airoso que le dió la naturaleza.

— Señores, les dijo el señor Martigny, despues de saludarlos cordialmente, voy á tener el honor de presentaros un antiguo amigo de todos nosotros, y á quien, sin embargo, no habíamos visto nunca.

El señor Agüero y Varela miraron á Daniel.

— Es un compatriota vuestro, dijo el señor Martigny.

Daniel y los recien llegados se hicieron un saludo. El señor Agüero no perdió la gravedad de su fisonomía. El señor Varela, por el contrario, parecia felicitar la llegada de Daniel con su expresiva sonrisa, y dijo:

— ¿Y podremos saber el nombre de este caballero?

— Poco adelantariais con eso, continuó el señor Martigny, pero os daré mucha luz preguntándoos, ¿si no habéis visto nunca una escritura de esta forma?

Y el señor Martigny tomó una carta de su papelera y se la presentó al señor Varela.

— ¡Ah! exclamó este, pasando su mirada vivísima de la carta á la fisonomía de Daniel.

— El señor es nuestro antiguo corresponsal, prosiguió el señor Martigny, que por tanto tiempo hemos admirado y deseado conocer.

El señor Varela dejó la carta y sin hablar una palabra, se fué á Daniel y lo estrechó largo rato contra su pecho. Cuando se separaron estos dos jóvenes, porque Varela tenia apénas treinta y tres años, sus ojos estaban empañados y sus semblantes mas pálidos que de costumbre: cada uno habia creido estrechar la patria contra su corazon.

El señor Agüero apretó fuertemente la mano de Daniel, y fué á sentarse, con su tranquilidad y seriedad habitual, al lado de la chimenea, cerca de la cual tomaron asiento los otros personajes.

— ¿Ha sido usted perseguido? preguntó á Daniel el señor Varela.

— Felizmente no, y mas que nunca estoy garantido actualmente de toda persecucion en Buenos Aires.

— ¿Pero usted ha emigrado? continuó Varela, mirando sorprendido á Daniel, en tanto que el señor Agüero miraba el fuego y se golpeaba la bota con el bastoncito que tenia en la mano.

— No, señor, no he emigrado; he venido á Montevideo por algunas horas solamente.

— ¿Y se vuelve usted?

— Mañana sin falta.

El señor Varela miró á monsieur Martigny, quien comprendió la mirada, y le dijo:

— No comprendéis, señor Varela, y eso es bien natural. Yo os lo explicaré: hace tres dias que recibí una carta de este caballero, anunciándome que hoy llegaria á Montevideo á tener conmigo una conferencia y que se volveria luego: me pedia una seña para hacerse conocer de mí, le mandé la mitad de una carta de visita; ha cumplido exactamente su palabra, hace una hora que estamos juntos, y mañana parte; ved ahí todo. Cuando habéis llegado, no he creido deber ocultaros este suceso porque conozco vuestra circunspeccion, y para daros una prueba del concepto que de ella tengo, os diré que este caballero se llama Daniel Bello. Despues de esta noche todos debemos olvidar este nombre por algun tiempo.

— Señor Bello, dijo Varela, hace mucho tiempo que os admiramos; habéis hecho grandes servicios á nuestro país en la comunicacion continua y segura que sostenéis con los que trabajan por su libertad, pero el interes que me inspiráis me autoriza para deciros, que corréis grandísimo peligro en volver á Buenos Aires despues de haber salido de él, aunque sea por tan pocas horas.

Daniel hizo un gesto, uno de esos movimientos indefinibles de la fisonomía, que equivalen á veces á un discurso elocuente, y en el cual la mirada perspicaz del señor Varela comprendió que el jóven le decia:

— No me cuido de mí, no hablemos de mí.

— Y bien, ¿qué hay? qué hay? ¿Continuán las persecuciones? ¿Ha habido nuevas víctimas? preguntó Varela.

— Sí, señor, respondió Daniel.

— El señor Agüero volvió sus ojos á Daniel, lo miró un instante y los volvió á fijar en el fuego de la chimenea.

— ¿Y son quiénes, Señor Bello?

— Tened la bondad de leer esta lista, dijo Daniel entregando un papel al señor Varela.

Este leyó:

«Nombres de los individuos que han sido presos en la semana anterior.

P. Bernal, M. Sarratea, L. Martínez, S. Molina, S. Maza, Gatazada, C. Codorac, Cornet, Dr. Tagle, F. Elias, S. M. Achabal, F. Pico, R. Lista, S. Raya, M. Pineda, D Pita, S. Álvarez, Viedma, S. Borches, S. M. Pizarro, C. Grimaco, S. Hesse (inglés), Chapeaurouge (hamburgués). Dos sobrinos del difunto Villafañe. Un fraile dominico. Se le llevó amarrado á la cárcel por haber dicho que el guardian de su convento era tan tirano como Rosas.»

— ¿Se dice algo sobre el motivo de esas prisiones? preguntó el señor Agüero, luego que el señor Varela hubo acabado de leer la lista.

— Se habla algo de agio, respondió Daniel, pero el señor Viñáles no era agiotista, continuó.

— ¿Viñáles?

— Sí, señor Varela: el anciano Don Martin Viñáles, antiguo alcade de la hermandad en Lóbos, ha sido fusilado en Buenos Aires el dia 15 del corriente, sin decirse por qué, pero las causas de las prisiones y de ese nuevo crímen las tenéis establecidas en toda mi correspondencia desde el mes de Mayo, porque desde esa fecha, señores, no lo dudéis, ha romenzado para nuestro país la época que alguna vez se llamará del terror; sigue su curso á medida que los acontecimientos políticos siguen el suyo, y dará sus últimos y terribles resultados cuando los sucesos se lo aconsejen á Rosas.

— Luego, ¿está apurado? dijo Varela.

El señor Agüero meneó afirmativamente la cabeza, sin quitar los ojos del fuego, y haciendo circulitos en el aire con su baston.

Aquella afirmativa no se escapó á Daniel, y dijo:

— No, señores, el cuerpo político de su gobierno se siente en mayor espacio, y por eso obra en aquel sentido. He llegado á comprender por vuestros periódicos, que estáis persuadidos que Rosas hará mayor el número de sus víctimas á medida que sea mayor el peligro que le amenace, y debo deciros que estáis equivocados.

El señor Agüero miró á Daniel: la palabra equivocados le sentó mal. El señor Martigny admiraba cada vez mas en Daniel el tono de firme conviccion con que expresaba sus ideas.

— Pero no es concebible que los triunfos irriten á un hombre, dijo el señor Varela.

— Exactamente; pero si á Rosas no le irritan los triunfos, tampoco le irritan los reveses de su fortuna; es inirritable, señor Varela. Su dictadura es reflexiva; sus golpes todos son calculados; no calcula matar á este ó al otro hombre, pero calcula cuando es necesario que corra sangre, y entónces le es indiferente la clase ó el nombre de la víctima. Bajo este sistema recordad su conducta despues de tres años, y hallaréis que durante el peligro jamas exaspera á los oprimidos, que se vale de ellos como de otros tantos elementos de solidificacion, y que luego que se ha libertado del riesgo, descarga sus golpes para que no se ensoberbezcan con el apoyo que le han prestado. Así lo encontraréis ántes y despues de la revolucion del sur, ántes y despues de lo mas crítico de la cuestion francesa; y así lo encontraréis hoy mismo, en que, amagado de un peligro, no hace sino preludiar el golpe formidable que dará si la fortuna lo liberta de él, hiriendo de cuando en cuando alguna cabeza, algun derecho, á medida que de cuando en cuando conquista alguna ventaja en su situacion.

Y á medida que hablaba, decimos nosotros, nuestro Daniel, esa organizacion nerviosa, ese pedernal que, á semejanza del coronel Dorrego, la discusion era el acero que le arrancaba chispas, iba perdiendo la timidez que pocos momentos ántes lo habia descompuesto algo, y entraba á paso de carrera á reconquistar en la discusion la energía de su espíritu y la lucidez de sus ideas.

— Pero sucede lo contrario de lo que decís, señor Bello, dijo Varela con esa sonrisa amable con que hacia olvidar frecuentemente las heridas en el amor propio ajeno, cuando sus ideas triunfaban.

— ¿Lo contrario?

— Me parece que sí: acaba de dar un golpe de autoridad sobre todos esos ciudadanos respetables que han sido presos; acaba de derramar la sangre de un anciano, y eso, ya lo veis, en los momentos en que su ejército ha sufrido un contraste.

El señor Agüero movió afirmativamente la cabeza, y se puso á tocar los fierros de la chimenea con la punta de su baston. Varela, uno de los hombres á quien mas queria, acababa, segun él, de tronchar por su base el discurso de ese jóven que se atrevia á pensar de diferente modo que como pensaba el señor Agüero y el señor Varela; porque, unitarios y federales viejos, todos han sido lo mismo en cuanto á esa ridícula aristocracia con que han querido presentarse siempre ante los jóvenes.

— ¿Conque decís que Rosas ha hecho lo que ha hecho en los momentos de un contraste?

— Claro está, contestó Varela.

— Pues bien: Rosas ha hecho lo que acabáis de saber en la tarde del dia 19, en cuanto á las prisiones, es decir, seis horas despues de haber recibido la noticia del buen suceso de sus armas en el Sauce Grande.

— Pero venís en error, Rosas ha perdido la batalla.

— ¿Conocéis el parte, señor Varela? dijo monsieur Martigny.

— ¿El parte publicado por Rosas?

— Sí.

— Precisamente veníamos á hablar de él. Hace tres horas que lo hemos recibido.

— ¿Y tenéis algun documento que lo desmienta?

— Lea, lea usted, dijo el señor Agüero, volviendo hácia él su cabeza y haciendo una señal al pecho de Varela.

Este sacó en el acto un papel del bolsillo de su levita y dijo dirigiéndose á monsieur Martigny:

— ¿Conocéis el parte?

— Lo acabo de leer.

— Oid entónces si puede haber una demostracion mas acabada de la falsedad de ese documento, en este artículo que se publicará mañana, y que acabamos de recibir en la comision.

Daniel y monsieur Martigny pusieron su espíritu en la mas séria atencion.

El señor Varela leyó:

«Dueño del campo de batalla: Esto solo se dice cuando la batalla es en campo raso y no cuando uno es atacado en su propio campo, como Echagüe confiesa que lo ha sido él. ¿No seria ridículo que el jefe de una plaza asaltada dijera que ha quedado dueño del campo de batalla, dada en la misma plaza? Por segunda vez. Eso recuerda la primera, Don Cristóval. Entónces dijo: Echagüe que habia vencido y que iba en persecucion. Ahora á los noventa y cinco dias, salimos con que está en el Sauce, esto es, á tres leguas de su capital, habiendo de consiguiente retrocedido despues de Don Cristóval; y con que el derrotado y perseguido Lavalle ha ido y lo ha atropellado en sus posiciones. Luego Echagüe mintió al hablar de Don Cristóval. Y si mintió entónces, ¿por qué no ahora?

»Ha vencido, y sin embargo, no sale de sus posiciones ni aun despues de vencer. En efecto, nótese que no dice que va en persecucion, como era natural. Dice solamente que espera acabar con el restodel enemigo. ¿Cómo es esto? ¿Lo quiere mas acabado? Si habla verdad, murieron seiscientos y el resto huye, unos para el norte y otros para Montiel: esto es, la derrota y dispercion no puede ser mas completa. Y no obstante, no se atreve Echagüe á asegurar que los perseguirá, ni se atreve á decir que ha triunfado completamente.

»Segun ese parte, la infantería de Echagüe no ha cargado; pues no hizo sino dejar acercar á la de Lavalle para apro vechar sus tiros, como lo hicieron, y añade, que entónces huyó la de Lavalle. De aquí se deduce primero, que quien cargó fué nuestra infantería. 2.° Que ni aun despues de huir esta, cargó la enemiga, ni se atrevió á salir de sus posiciones. 3.ºQue no hubo entrevero de infanterías y de consiguente no pudo haber mortandad por este motivo.

»Mas si los seiscientos muertos son de caballería, nuevas dificultades. Si seiscientos murieron peleando, del enemigo debe de haber muerto igual número y no el que Echagüe dice; pues en un entrevero no hay la menor razon para que caigan mas de una parte que de otra. La mortandad, en estos casos, es en la fuga y dispersion: mas aquí no ha habido persecucion; al ménos lo dice Echagüe. ¿Cuándo, pues, y cómo murieron esos seiscientos? Y si murieron en las cargas y entreveros, ¿cómo pudieron morir tan pocos de Echagüe? Por lo demas, Echagüe confiesa que el combate de las caballerías fué á retaguardia de él. Atentas sus posiciones, sus zanjones, sus montes, su infantería y cañones, que defienden los pasos, el haber pasado nuestra caballería á retaguardia de él, es una maniobra difícil, sábia y atrevida, que honra al ejército y á su general.

»Ya que Echagüe venció enteramente por el frente con su infantería y artillería, quiere decir que nuestra caballería quedó cortada á su retaguardia: encerrada pues entre la infantería de Echagüe y la costa del Paraná y ademas sableada por la caballería enemiga, no ha debido escapar uno solo; ¿cómo pues huyen para Montiel? ¿Pasaron por el aire?

»Tomó cien fusiles; ¿cómo los ha de tomar cuando segun su parte las infanterías no se han entreverado, ni la suya se ha movido de sus posiciones? Segun esto, armas de caballería ha debido tomar miles; al ménos debió tomar las de los seiscientos muertos. ¿Cómo pues no dice que haya tomado armas de caballería?

»Tampoco dice que haya tomado un solo cañon en la destruccion de la infantería, debió dejar indefensos los cañones: ni caballos, ni carretas, ni nada. Dedúcese pues de esto que Echagüe no se ha movido de su posicion despues del combate. Y si no se movió, si no persiguió, ¿cómo conciliar esto con una victoria?»

Indecible es la sorpresa que causa á Daniel el ver á aquellos dos tan notables personajes empeñados en convencerse y en persuadir á los demas, que el general Lavalle no habia perdido la batalla del Sauce Grande, cuando él sabia, á no poder dudarlo, que el suceso era desgraciadamente cierto, y sobre todo, el verlos empeñados en querer desvanecer un hecho con solo el poder de la argumentacion. Nada de esto era extraño, sin embargo: Daniel no era emigrado; no conocia esa vida de ilusion, de esperanza, de creaciones fantásticas que despotizan las mas altas inteligencias, cuando la fiebre de la libertad las irrita, y cuando viven delirando por el triunfo de una causa en cuyas aras han puesto, con toda la fe de su alma, su felicidad, su reposo, y el presente y el porvenir de su vida. Daniel, ademas, no era unitario, usando esta voz como distintivo del partido rivadavista, y no podia comprender todo el orgullo de los miembros de ese partido que no sirvió sino para perderlos. Pero le faltaba oir mas todavía.

— Esto es poco aun, continuó el señor Varela, oid, señor Martigny, oid, señor Bello, un fragmento de un diario que se lleva prolijamente en el ejército, y que hace pocas horas acabamos de recibir.

El señor Varela leyó:

«Dia 14. Las guerrillas fuertes. El enemigo se movió á una distancia de média legua, y desde las cuatro de la tarde lo seguimos con ánimo de batirlo. El general en jefe, el estado mayor y todas las divisiones de caballería, mantienen sus caballos ensillados, pues todo hace creer que mañana debe darse la batalla. Hemos tenido diez y siete pasados del enemigo.

»Dia 15. Á las tres de la mañana marchó toda nuestra infantería y artillería, situándose á ménos de tiro de cañon de la columna enemiga: ántes de asomar el sol, nuestra artillería rompió el fuego sobre las baterías enemigas, y despues de haberles muerto algunos individuos, fueron obligados á abandonar su primera posicion, volviéndose hácia su retaguardia. Nuestra línea de batalla estaba ya formada, pero este movimiento del enemigo ha hecho que la batalla se demore hasta mañana, pues siempre se mantienen encerrados entre zanjones impasables. Creimos que hoy seria un dia de victoria, lo será mañana.

»Dia 16. El fuego de nuestra artillería de ayer duró mas de média tarde. Hubo una junta de guerra, y resultó que debíamos batirlos hoy en sus mismos atrincheramienlos. Desde anoche lo pasó el ejército con la línea de batalla formada, esperando la aurora, que llegaba demasiado tarde.

»Amaneció por fin, pero el cielo estaba nublado, no se distinguia á distancia de cien pasos. Luego que aclaró un poco, se avivó el fuego de las guerrillas y á eso de las nueve y média de la mañana se replegó cada una á su respectiva línea, y se anunció el combate por un cañoneo de nuestra artillería; la enemiga contestaba con una sostenida energía. Veinte piezas de artillería de ambas partes se contestaban sin interrupcion.

»Llegó el momento de que nuestra caballería cargase, y lo hizo con el mayor denuedo, pero el enemigo estaba guardado por zanjones insuperables. El escuadron Yeruá, el Cuyen, el Maza y otros, atropellaron tres zanjones, de donde casi tenian que salir uno á uno los caballos, y carganen al enemigo lanceándolo por la espalda, como lo hizo el bravo comandante Saavedra, y Baltar que manda el Cuyen.

»El comandante D. Zacarías Álvarez, que mandaba el escuadron Maza, quedó muerto en esta terrible carga, y nuestra caballería tuvo que retrocederá los obstáculos del terreno y al sostenido fuego de artillería é infantería que recibía de atras de los zanjones.

»Nuestra artillería seguia sus fuegos siempre con éxito, pero nada se adelantaba, y el valiente oficial de artillería, Don Jacinto Peña, tuvo la desgracia de que se inutilizase una de las dos piezas de mas alcance.

»Nuestra infantería avanzó á bayoneta calada, pero tuvo tambien que retroceder porque le fué insuperable el obstáculo de las grandes zanjas de que estaba rodeado el enemigo.

»En fin, el fuego duró desde las nueve y média de la mañana hasta mas de las cuatro de la tarde, en cuya hora se dispuso que marchásemos á Punta Gorda, tanto para remediar los daños de la artillería, como para que se nos reuniesen algunos dispersos que se habian separado en las diferentes cargas que se dieron. Nuestro ejército está entero y lleno de entusiasmo, y el enemigo permanece siempre en su escondrijo, donde no ha hecho mas que sostenerse amparado de zanjones, y su caballería ha fugado la mayor parte.

»Tenemos solo el sentimiento de que habrá pasado Echagüe el parte de que ha ganado una batalla, como es de su costumbre, pero no se pasarán muchos dias sin que tenga un desmentido elocuente.

»El valor de todos los individuos del ejército no se puede expresar; era preciso haber estado en el combate.»

— Siguen ahora algunos detalles personales, dijo el señor Varela despues de concluir la lectura del diario.

Un momento de silencio reinó en la sala. Daniel lo interrumpió, diciendo:

— ¿Y bien señor Varela?

— ¿Y bien qué? dijo inmediatamente el señor Agüero haciendo un movimiento de hombros que marcaba bien su disgusto, con un poco de impertinencia.

— Quise decir, señor, respondió Daniel, dominando su fisonomía con su poderosa voluntad para no dar á conocer en ella la impresion que le habia hecho la súbita pregunta del doctor Agüero, y para conservar el aplomo necesario cuando se hablaba con personajes tan distinguidos por su inteligencia, y con quienes todo hacia comprender al jóven que se iba á entrar en una arriesgada polémica, quise decir, señor, que no comprendo la deduccion que se saca de los dos documentos que se acaban de leer.

— Es bien clara, sin embargo, respondió el señor Agüero.

— Puede ser, señor, pero repito que no la comprendo.

— Todo esto, mi querido Bello, dijo el señor Varela, apresurándose á tomar parte en la conversacion, nos hace creer casi positivamente, que la batalla no ha sido ganada, ni por el uno, ni por el otro; esto cuando ménos.

Daniel se mordió los labios.

— Señores, dijo, parándose, poniéndose de espaldas contra a lchimenea, sus manos á la espalda, y paseando sobre todos su mirada tranquila, pero brillante. Señores, la batalla la ha perdido el general Lavalle. Yo no comprendo que importe ménos que un triunfo para el general Echagüe, la retirada de nuestro ejército de las posiciones que ha ocupado por tanto tiempo, en el dia mismo de la batalla. No queramos con argumentaciones destruir los hechos: evitemos el medir los acontecimientos por los deseos que nos animan. Desgraciadamente yo estoy convencido de lo contrario que vosotros; pero convendré, si lo queréis, en que nuestras armas están vencedoras, tanto mejor. ¿Pero creéis como yo que la actualidad reclama la rápida invasion del general Lavalle sobre la provincia de Buenos Aires? Si lo creéis, señores, hé aquí entónces lo único que debe ser hoy en cada hora, en cada instante el móvil privilegiado del pensamiento de todos: pensar el modo de que nuestras armas obtengan un próximo triunfo de esa invasion, sea que ellas pisen la provincia victoriosas, ó derrotadas. Si no sois vosotros, no sé quiénes pueden tener influencia hoy en las resoluciones del general Lavalle, y pues que de esta campaña depende la vida de nuestra patria, yo creo que no perderéis un momento en poner en accion vuestra alta inteligencia, en el sentido que la actualidad lo reclama. Perdonad, señores, que os hable así, pues debéis creer que solo el sentimiento de la patria me da el valor necesario para emitir una opinion delante de vosotros.

El señor Varela estaba encantado, sus ojos y su fisonomía tan dulce y expresiva reflejaban la admiracion y el contentamiento, mas por la animacion y la elocuencia de su jóven compatriota, que por la novedad de sus ideas.

El señor Martigny se estregaba las manos, contento íntimamente.

El señor Agüero habia alzado dos veces su altiva frente para mirar aquel jóven que no era unitario y que osaba emitir tan libremente sus opiniones, marcándole, al parecer, la línea de conducta que le convenia seguir.

— Señor Bello, dijo Varela, el general Lavalle obra en campaña segun sus ideas, segun sus planes militares; ¿qué quiere usted que le digamos nosotros desde aquí?

— ¡Oh! señor, las guerras mas complicadas del mundo, las campañas mas difíciles y peligrosas se han concebido y dirigido muchas veces, desde el fondo de los gabinetes, por hombres que jamas tuvieron en sus manos otra cosa que una pluma, respondió Daniel dudando que la contestacion del señor Varela tuviese alguna reserva que ignoraba y le convenia saber; y no se equivocó.

El señor Varela, en cuya alma no habia sino sinceridad y franqueza, dijo con una expresion de ingenuidad tocante:

— Cierto, mi querido, cierto; pero el general Lavalle obra por sí, por sí únicamente.

Daniel llevó su mano derecha á la frente, y cerrando sus ojos, se estregó dos ó tres veces las sienes.

Varela comprendió profectamente lo que pasaba en aquel momento en el espíritu del jóven, y se apresuró á decirle:

— Cualquiera que sea el plan de campaña del general Lavalle en la provincia de Buenos Aires, su triunfo es infalible: no hallará resistencia, porque todo el mundo volará á su encuentro. El triunfo es nuestro, no lo dudéis; ¿es posible concebir que todo el mundo no se levante contra Rosas, en la campaña y en la ciudad, en el primer momento que tengan el apoyo de nuestro ejército? Vos que llegáis de Buenos Aires, ¿no creéis que el pueblo entero va á reventar entre sus brazos el poder de Rosas, no bien se baya sentido la marcha del general Lavalle?

— No, señor, no lo creo, contestó Daniel con una admirable seguridad.

El señor Agüero alzó la cabeza y miró á Daniel.

El señor Martigny miró á Varela como deciéndole:

— Contestad, señor.

— Pero lo que decís, señor Bello, repondió Varela algo serio, es incompatible con el patriotismo de nuestros compatriotas, y sobre todo con la situacion terrible que pesa sobre ellos, y de que desean libertarse.

— Señor Varela, yo creo que voy á tener el disgusto de dejaros recuerdos desagradables mios, pero prefiero esto á la ligereza de hablar lo que no es cierto; en asuntos tan graves ¿me permitiréis que os diga la verdad aun cuando ella lastime vuestras mas bellas esperanzas?

— Hablad, señor Bello.

— Pues bien, señor, en nuestro Buenos Aires no se moverán los hombres, sino cuando sientan, positivamente hablando, el ruido de las armas libertadoras contra las puertas de sus casas, ó cuando un centenar de hombres decididos, que puede haber quedado aun, vaya de casa en casa sacando por fuerza á los ciudadanos para que contribuyan ala defensa de ellos mismos y de su patria.

— ¡Oh! pero eso es increíble, señor, replicó Varela, miéntras que el señor Agüero hacia violentos círculos con su baston, siendo ya su impaciencia mas poderosa que su sangre fria.

— Es increíble, y sin embargo, es cierto, prosiguió Daniel, pero la explicacion de este fenómeno moral, no la busquéis, señor Varela, no la busque nadie que deseé encontrarla, en el mas ó ménos alto grado de patriotismo, en el mas ó ménos valor, no; ni la organizacion de nuestros compatriotas se ha modificado, ni ha degenerado su espíritu todavía; pero hay otra causa que los tiene quietos bajo la dictadura, y que los hace impotentes para la libertad; ¿sabéis cuál es, señor Varela?

— Proseguid, señor.

— El individualismo; esa es la causa de que os hablo. Veo que el señor Agüero se sonrie, pero es en mí tan profunda la conviccion de lo que os digo, que arrostro tranquilo el reproche de esa sonrisa.

— Usted se equivoca, señor, no es un reproche, dijo el ministro de la presidencia.

— Me lisonjeo de ello, señor Doctor Agüero.

— Proseguid, proseguid, dijo prontamente el nervioso Varela.

— El individualismo, no trepido en repetirlo, esa es la causa de la inaccion de nuestros compatriotas, Rosas no encontró clases, no halló sino individuos cuando estableció su gobierno; aprovechóse de este hecho establecido, y tomó por instrumentos de explotacion en él, la corrupcion individual, la traicion privada, la delacion del doméstico, del débil y del venal, contra el amo, contra el fuerte y contra el bueno. Fundó de este modo el temor y la desconfianza en las clases aparentemente solidarias, y hasta en el recinto mismo de la familia. Un hombre en Buenos Aires desconfía de todos, porque en ninguno tiene confianza; y al andar que han tomado los sucesos en este año, ántes de poco hemos de ver relajados tambien los vínculos de la naturaleza, y que el hermano teme del hermano, y el esposo hasta de las confianzas con la esposa. Se tirará un cañonazo en nuestra fortaleza; se tocará la campana de alarma; se gritará ¡muera Rosas! en la plaza de la Victoria; y cada ciudadano se dejará estar en su casa esperando que su vecino salga el primero para ver si es cierta la novedad que ocurre.

El señor Varela se pasó las manos por la cara.

— ¿Os afligís, señor? prosiguió Daniel despues de un momento de silencio; es natural porque tenéis un corazon muy noble y muy patriota, pero dejemos el corazon y recurramos á la inteligencia solamente: ella nos dice, señor, que cuanto os acabo de referir, no es otra cosa que una consecuencia de causas muy anteriores á Rosas, encarnadas en la sociedad en que hemos nacido, y á las cuales no dieron atencion nuestros primeros médicos politicos. Desviémonos de esto, sin embargo, y decidme si despues de lo que acabáis de oir podremos tener esperanzas de esa cooperacion súbita del pueblo de Buenos Aires, cuando el general Lavalle haya desembarcado en la provincia? Yo ya he tenido el honor de decir mis ideas al señor Martigny á este respecto.

— Repetídmelas, amigo mio, dijo el señor Varela.

— En bien pocas palabras, señor: Si el general Lavalle se distrae en el interior de la provincia, corre un gran riesgo su empresa; si se viene inmediatemente sobre la ciudad, si la ataca si busca el combate á muerte con Rosas en las mismas calles de Buenos Aires, tiene entónces toda la probabilidad del triunfo, primero: porque Rosas no tiene un ejército de línea en la ciudad; segundo: porque la sorpresa y la presencia de los libertadores provocará la reaccion pública desde que cada hombre vea, á no dudarlo, que allí está Lavalle que no tiene para reunirsele el peligro de la delacion y el aislamiento. Y si esta operacion puede ser combinada con un desembarco simultáneo de orientales ó de argentinos emigrados, la probabilidad del triunfo asciende entónces al grado de certidumbre. Ved ahí mis ideas, señor, ved ahí el objeto principal de mi viaje: revelaros la situación de nuestro país, desvaneceros muy bellas esperanzas, dándoos en cambio hechos y seguridades importantes. Ahora yo me vuelvó á mi Buenos Aires á que los sucesos me aconsejen la conducta que yo y algunos pocos amigos debemos seguir en ellos. Quizá no nos volveremos á ver... ¡quién sabe! La vida de nuestra patria está en su momento de crísis: si triunfan nuestras armas, seré el primero, Señor Varela, en daros un abrazo; si son desgraciadas, nos veremos alguna vez en el cielo, dijo Daniel con una sonrisa llena de candor, que no pudo, sin embargo, cubrir la melancolía que bañó en ese momento su semblante.

El señor Varela estaba conmovido.

El señor Agüero, pensativo.

El señor Martigny se levantó y tocando suavemente el hombro de Doniel, le dijo:

— Si la providencia no quiere separar sus ojos de vuestro bello país, vos viviréis mucho tiempo, señor, porque vuestra cabeza le hace falta.

— Sin embargo, temo mucho que Rosas dé con ella, dijo Daniel sonriendo, apretando la mano de monsieur Martigny, y preparándose á retirarse.

— ¿Nos volveremos á ver mañana, á todas horas? dijo el señor Varela tomando la mano de Daniel.

— No, no conviene que nos volvamos á ver: creo poder ser útil todavía, y quiero conservarme. Mañana á las ocho de la noche haré una visita que me falta hacer, y al salir de ella, saldré tambien de Montevideo. Pero nos veremos en Buenos Aires.

— Sí, sí, en Buenos Aires, dijo el señor Varela abrazando fuertemente á Daniel.

Varela lo habia comprendido, pensaba como él, y aquellas dos almas grandes y generosas, parecian querer aunarse para siempre en ese abrazo sincero, dado en medio de la vida, de la desgracia, y de las esperanzas.

— Á Dios, pues, dijo Varela; ¿nuestra correspondencia siempre del mismo modo?

— Siempre. ¡Á Dios, Á Dios, señor Doctor Agüero; hasta Buenos Aires!

— Á Dios, señor Bello, hasta Buenos Aires, repitió el adusto anciano apretando fuertemente la mano de Daniel, que pasó en seguida á la antesala acompañado de monsieur Martigny.

— ¿Pero nosotros nos volveremos á ver? dijo este á Daniel, que tomaba su leviton, su capa de goma y sus pistolas.

— Tampoco, mi querido señor. Sabéis ya todo cuanto hay que saber de Buenos Aires en este momento. Conocéis ya el terreno, desenvolved, pues, vuestra política, segun os lo aconseje vuestra posicion y vuestros nobles deseos. Mi correspondencia será ahora mas prolija que ántes.

— Sí, sí, por dias, si es posible.

— No perderé ocasion. Tengo ahora que pediros un servicio.

— Pedid lo que queráis, amigo mio, dijo con prontitud el señor Martigny.

— Que mañana me mandéis una carta de introduccion para el señor Don Santiago Vasquez.

— La tendréis sin falta. ¿Dónde vais á parar?

— Á la fonda del Vapor, donde tendréis la bondad de darme un criado que me conduzca.

— Al momento.

— Pero es necesario que prevengáis al señor Vasquez, á fin de que me espere solo á las ocho de la noche.

— Bien, lo haré, y así lo hará él tambien. Pedidme mas.

— Un abrazo, señor Martigny, porque no os riáis de lo que voy á deciros: me parece que estoy viendo por última vez en el mundo á las personas con quienes hablo en Montevideo.

— ¡Oh!

— Supersticion, poesía de los veinte y siete años de la vida, quizá.... ¡Á dios, Á Dios, señor Martigny!

Y Daniel pasó al patio donde el distinguido y generoso agente de la Francia, en 1840, dió órden á un criado de conducir hasta la fonda del Vapor al caballero que salia, volviendo él al salon donde lo esperaban, agitados por diversas, pero igualmente fuertes impresiones, los señores Agüero y Varela, despues de la conferencia con aquel jóven que parecia comprenderlo todo, dominarlo todo, y aventurarlo todo.

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