Preámbulo de un drama.
Despues de la noche del 24 de Mayo en que cerramos la segunda parte de los acontecimientos de esta historia, los asuntos individuales, y los sucesos políticos, de sus personajes, y de su época, hasta los últimos dias de Julio, habian sufrido cambios progresivos.
Con el tiempo, este agente poderoso del trastorno de cuanto hay creado, la poética quinta de Barrácas habia ido, poco á poco, arrojando de su recinto de flores las incertidumbres y las supersticiones, y convirtiéndose en un Eden cuyas puertas, cerradas algun tiempo, se abrieron lentamente, pero al fin se abrieron á los dos ángeles sin alas arrodillados ante ellas.
Solos, entre el misterio y el peligro, entre la naturaleza y la soledad, almas formadas para lo mas sublime y tierno de la poesía y del amor; noble, valiente y generosa la una; tierna, poética y armoniosa la otra, Eduardo y Amalia habian atado para siempre su destino en el mundo con las fibras mas íntimas y sensibles de su corazon; y si la felicidad en la tierra no es un sueño con el cielo, que domina la imaginacion en el tránsito fugitivo de la cuna á la tumba, la felicidad, con todo el esmalte caprichoso con que la engalana la fantasía, habia aletargado el espíritu de los dos jóvenes, y hécholes oir, ver, tocar, en sus raptos de poesía y entusiasmo, todo cuanto la mente concibe que puede encontrarse en la existencia soñada de la felicidad eterna, porque en medio de la ventura, Eduardo habia respetado á Amalia, y Amalia no veia una sombra en el cristal purísimo de su conciencia.
Sin embargo, estaba convenido entre ambos, que Eduardo volveria á la ciudad, debiendo dentro de pocos meses reunirse para siempre. Pero él no estaba perfectamente bueno de su herida en el muslo. Podia caminar sin dificultad, pero conservaba aun gran sensibilidad en la herida, y esto y los ruegos de Daniel habian demorado un poco mas el dia de la separacion, si cabia separacion en quienes debian volverse á ver á cada instante.
Madama Dupasquier y su hija sentian por Amalia el cariño que ella inspiraba á cuantos tenian la felicidad de acercársele y comprenderla; pero el rigoroso invierno de 1840, que había puesto intransitables los caminos, impedia que Madama Dupasquier fuese á Barrácas tan á menudo como lo deseaba.
Por su parte, Daniel, el hombre para quien no habia obstáculos en la naturaleza, ni en los hombres, veia á su prima y á su amigo casi todos los dias; y era en Barrácas y en lo de su Florencia donde su corazon y su carácter podian explayarse tales como la naturaleza los hizo: allí era tierno, alegre, espirituoso, burlon y mordaz á veces; fuera de allí Daniel era el hombre que conocemos en política.
Por último, la señora Doña Agustina Rosas de Mancilla habia repetido su visita á Barrácas cuatro veces, teniendo la indulgencia de aceptar las disculpas de Amalia por no haberla pagado ninguna de sus visitas todavía. Amalia no buscaba esta relacion, la disgustaba al principio, pero últimamente habia conocido que Agustina era una mujer inofensiva, cuya amistad en nada la comprometia, en tanto que Agustina la divertia, al mismo tiempo que la daba ocasion para admirar una obra casi perfecta de la naturaleza, porque el sentimiento de lo bello era el mas desenvuelto en el espíritu de Amalia.
Para el carácter circunspecto de Amalia era una diversion el ver á Agustina revolviéndole las cómodas, sacando y mirando cosa por cosa de cuantas allí habia, y exigiéndole la historia de cada una, desde su fábrica hasta su precio; poniéndose en seguida cuanta capa, cuanto chal, cuanto encaje, cuanto chiche y cuanta alhaja guardaba en sus gavetas la bella tucumana, y pasando luego á mirarse y contornearse en los grandes espejos del tocador; siendo para Amalia una verdadera curiosidad el ver aquella mujer tan linda de fisonomía y de formas, entregada como una niña de ocho años á los placeres mas pueriles y ajenos de su edad, pues que Agustina era tres ó cuatro años mayor que Amalia. Sin embargo, esto la divertia, y sin la mínima violencia la regalaba lo que mas veia que habia llamado su atencion. En cambio de todo esto Agustina habia enviado á Amalia un enorme gallo de porcelana. Pero á los tres dias de habérselo regalado, le escribió pidiéndoselo bajo pretexto de que no se hallaba sin él.
En cuanto á los acontecimientos políticos, hasta el 16 de Julio en que tuvo lugar la batalla del Sauce Grande, no se habia alterado la situacion pública: situacion de expectativa para Rosas, de inaccion en el Entre-Rios, de preparativos lentos en las provincias de Cuyo, de irresolucion en los agentes franceses, de intrigas locales en la República Oriental.
Daniel, entretanto, habia tenido un tristísimo desengaño: el 15 de Junio en que debió tener lugar la segunda reunion de jóvenes en la casa de Doña Marcelina, se encontró con que el número de los asistentes no pasaba de siete. La mayor parte de los que concurrieron á la primera reunion, ya no estaba en Buenos Aires, sino en Montevideo, ó en el ejército libertador.
Daniel sufria mucho por el modo con que sus amigos entendian sus deberes patrios; lo dejaban solo; pero en su aislamiento esa alma de privilegiado temple, léjos de desmayar, parecia cobrar nuevas fuerzas con los reveses, y trabajaba con una febril actividad por precipitar el desborde sangriento de los odios de la Mashorca, contenidos por el dique de una primera señal que les faltaba. Y hé ahí lo que buscaba Daniel: que rompiera la Mashorca por en medio de la voluntad de Rosas, á ver si de esa prematura erupcion resultaba una reaccion del pueblo al sentir el puñal de algunas docenas de bandidos sobre la garganta de tantos inocentes. Pero Daniel no podia con esos lebreles atados con cadena de fierro á la voluntad de su amo, y solo conseguia el ganar en la opinion de ellos el título del mas entusiasta y decidido federal.
Fué en este estado de cosas, y al siguiente dia de recibirse la noticia de la batalla, que Daniel se embarcó para Montevideo, donde tuvieron lugar las entrevistas que se conocen ya. Y es pocos dias despues de su regreso á Buenos Aires que vamos á encontrarnos con él en la encantada quinta de Barrácas, cuyos dos habitantes ignoraban aquella partida, aun cuando Daniel se habia despedido de ellos por tres dias, llegándola á saber solamente cuando los estrechó en sus brazos, libre ya de los peligros que habia corrido, y de cuya penosa incertidumbre quiso libertar á sus amigos ocultándoles su arriesgadísimo viaje. El secreto habia sido revelado á su Florencia solamente, de quien los ruegos, como los de un ángel, habian subido hasta Dios, y acompañado al bien amado de su alma en los momentos en que arriesgaba la vida por su patria.
Eran las cinco de una tarde fria y nebulosa, y al lado de la chimenea, sentado en un pequeño taburete á los piés de Amalia, Eduardo la traducia uno de los mas bellos pasajes del Manfredo de Byron; y Amalia, reclinado su brazo sobre el hombro de Eduardo y rozando con sus rizos de seda su alta y pálida frente, le oia, enajenada, mas por la voz que llegaba hasta su corazon que por los bellos raptos de la imaginacion del poeta; y de cuando en cuando Eduardo levantaba su cabeza á buscar, en los ojos de su Amalia, un raudal mayor de poesía que el que brotaban los pensamientos del águila de los poetas del siglo XIX.
Ella y él representaban allí el cuadro vivo y tocante de la felicidad mas completa: felicidad de ellos, que se escondia en los misterios de su corazon, que á nadie costaba una lágrima en el mundo, y que no dejaba en sus almas el torcedor secreto de los remordimientos, que tan frecuentemente trae consigo esa dicha vulgarizada ó comprada á costa de alguna mala accion entre los hombres.
El mundo se encerraba, para ellos, en ellos solos, y al contemplarlos se hubiera podido decir, que la desgracia tendria compasion de echar una gota de acíbar en la copa purísima de la felicidad que gozaban aquellos dos seres que á nadie habian hecho mal en la vida, y que respondian, amándose, á las leyes de una providencia superior á ellos mismos.
De repente, un coche paró á la puerta, y un minuto despues Madama Dupasquier, su hija y Daniel entraron á la sala.
Amalia y Eduardo habian conocido el coche al traves de las celosías de las ventanas, y como para los que llegaban no habia misterios, Eduardo permaneció al lado de Amalia, lo que solo una vez habia hecho en las visitas de Agustina.
Daniel entró, como entraba siempre, vivo, alegre, cariñoso, porque al lado de su Florencia ó de su prima su corazon sacudia sus penas y su ambiciones de otro género, y daba espandimiento á sus afectos y á su carácter, en lo que él llamaba su vida de familia.
— Café, mi prima, café, porque nos morimos de frio; nos hemos levantado de la mesa para venirlo á tomar contigo; pero ha sido inspiracion mia, no tienes que agradecer la visita ni á la madre ni á la hija, sino á mí, dijo.
— Pides tan poco por el servieio, que bien merecerias no ser pago por no saber conocer la importancia de lo que haces, le contestó Amalia, despues de haber cambiado besos bien sinceros con sus amigas.
— No le crea usted, Amalia, yo he sido quien he dispuesto este paseo, el perezoso se habria dejado estar hasta mañana al lado de la chimenea, dijo madama Dupasquier, señora de cuarenta á cuarenta y dos años, de una fisonomía y de un aire de los mas distinguidos; pero en cuyo semblante habia algo de enfermizo y melancólico, que en la época del terror se descubria muy generalmente en las señoras de distincion que, soterradas en sus casas, y temblando siempre por la suerte de los suyos ó de sus amigos, su salud se alteraba por la excitacion moral en que vivian.
— Está bien, yo diré ménos verdad que madama Dupasquier, pero no hay lógica humana que de ahí deduzca que yo no deba tomar café los viérnes.
— Amalia, yo me empeño porque se lo haga usted servir, dijo la madre de Florencia, de lo contrario no nos va á hablar sino de café toda la tarde.
— Sí, Amalia, déle café, déle cuanto pida á ver si deja de hablar un poco, porque hoy está insufrible, dijo Florencia, á quien Eduardo estaba mostrando los grabados que ilustran las obras completas de lord Byron.
Amalia, entretanto, habia tirado el cordon de la campanilla y ordenado al criado de Eduardo que sirviera café.
— ¿Qué obra es esa, Eduardo? preguntó Daniel.
— La de uno que en ciertas cosas tenia tanto juicio como tú.
— Ah, es Voltaire, porque este buen señor decia, que una taza de café valia mas que un vaso de agua del Hipocrene.
— No, no es Voltaire, dijo Amalia, adivina.
— ¡Ah! entónces es Rousseau, porque el buen ginebrino tenia el exquisito gusto de pararse á respirar el olor del café tostado, donde quiera que lo percibia.
— Ya usted ve, está empeñado en buscar similitudes con los grandes hombres por medio del café, dijo madama Dupasquier.
— Pero no adivina observó Amalia.
— No me doy por vencido.
— ¿Á ver, pues?
— Napoleon, de quien la enfermedad de familia se le agravó á causa de los toneles de café que habia tomado en su vida.
— Nada, nada; no adivinas.
— ¡Vaya! No adivinaré quién es el autor de ese libro, ¿pero á que adivino quién no es el antor?
— ¿Á ver? dijo Florencia desde la ventana á cuya luz estaba viendo los grabados.
— Don Pedro de Angelis, porque este autor no puede parecerse á mí desde que no toma café; toma agua de pozo, la mas indigesta de todas las aguas de este mundo, razon por la cual no ha podido digerir todavía el primer volúmen de sus documentos históricos; ¿acerté?
— Es Byron, loco, es Byron, le dijo Eduardo enseñando á Florencia el retrato de la hija del poeta.
— ¡Ah, Byron! Ese no tomaba café por la razon que era la bebida favorita de Napoleon; porque has de saber, mi Amalia, que Byron no aborrecia á Napoleon, pero tenia celos de su gloria, por cuanto sabia, el taimado inglés, que con él y con Napoleon debian morir las dos grandes glorias de su siglo, y con toda su alma hubiese querido que no muriese mas gloria que la suya. ¿Me parece que he hablado con juicio?
— Por la prima vez esta tarde, contestó Florencia.
— Cosa que no le sucedia con frecuencia al tal poeta; pues si en vez de querer tanto á su mujer, hubiese tenido el juicio de quererla mas cuando ella lo tuvo por loco, no hubiese pasado despues la miserable vida que llevó en este mundo.
— No he entendido, dijo Florencia.
— Ni nadie, agregó Amalia.
— Quise decir, dijo Daniel amacándose en el sillon en que estaba, que si á mí me tuviese mi mujer por loco, por solo la ocurrencia de echar un reloj al fuego en un rapto de delirio poético, y se me escapase, como hizo la mujer de Byron, en vez de escribirla cartas como él hizo, haria......
— ¿Qué? preguntó Florencia con viveza.
— Haria lo que cualquier buen hijo de España, que son los que mejor entienden las materias de hecho; pero ántes, á ver ¿qué harias tú, Eduardo?
— ¡Yo?
— Sí, tú. ¿Si tu mujer se te escapase, y tú la quisieras?
— ¿Qué habia de hacer? Lo que hizo Byron, escribirla, querer traerla al buen sendero de que se habia extraviado en un momento de ilusion.
— ¡Bah! eso no vale nada.
— ¿Y qué harias tú?
— ¿Yo? montar en un coche, y si no habia coche, á caballo, y si no habia caballo, sobre mis propias botas; irme muy tranquilo á la casa donde estaba mi fugitiva, tomarla del brazo muy cariñosamente, y decir á los que allí estuvieran: paso, señores, que esta es mi mujer y me la llevo á mi casa.
— ¿Y si no queria ir, caballero? dijo Florencia.
— Entónces... claro está, entónces me quedaria donde ella estuviese. Toda la dificultad estaria en que me echasen los dueños de casa, pero entónces me salia con mi mujer y asunto concluido. Pero... el café, mis queridas señoras, dijo Daniel levantándose y señalando con su mano el gabinete contiguo á la sala donde acababan de servirlo, y donde entraron todos.
El criado, al servir el café, habia colocado una hermosa lámpara solar en la mesa redonda del gabinete, y cerrado los postigos de la ventana que daba á la calle Larga, pues que ya comenzaba á anochecer.
Sentados al rededor de la mesa, todos se entretenian en ver á Daniel saborear el café como un perfecto conocedor.
— Es una lástima, dijo Madama Dupasquier, que nuestro Daniel no haya hecho un viaje á Constantinopla.
— Es cierto, señora, contestó el jóven, allí se toma el café por docenas de tazas, pero hace poco tiempo que he jurado no hacer mas viajes en mi vida.
— Y especialmente, si para ir á Constantinopla fuera necesario hacer el viaje en una ballenera, dijo Amalia.
— Y pasar média noche con el agua hasta el cuello para volver á su casa, agregó Florencia mirando con ojos de reconvencion á Daniel.
— Y exponerse á ser recibido por algun oficioso guardacosta que lo tome por contrabandista, observó Eduardo.
— ¡Hola! Tambien tú, mi querido? ¡Por supuesto, tú el mas circunspecto de los hombres para hacer viajes, que eres capaz de embarcarte sin que te cueste un alfilerazo!
— En todo caso contaria contigo, respondió Amalia á su primo, mirando tiernamente á Eduardo.
— Por aviso de la providencia, se entiende, que en cuanto á los que habia de recibir de él, tengo mis antecedentes á este respecto.
— Sí, tiene razon Daniel, dijo madama Dupasquier.
— Pero, Daniel, siempre ha sido para nosotros un misterio como apareciste cerca de tu amigo en aquella terrible noche, dijo Amalia.
— ¡Vaya! hoy estoy de buen humor, y te lo diré, hija mia. Es muy sencillo.
Todos se pusieron á escuchar á Daniel que prosiguió:
— El 4 de Mayo á las cinco de la tarde recibí una carta de este caballero, en que me anunciaba que esa noche dejaria Buenos Aires. Entró en la moda, dije para mí; pero como yo tengo algo de adivino empecé á temer alguna desgracía. Fuí á su casa; nada, cerrada la puerta. Fuí á diez ó doce casas de amigos nuestros; nada tampoco. Á las nueve y média de la noche ya no podia estar en casa de esta señora, primera vez de mi vida en que he pecado contra el buen gusto. Me salí, pues, exponiéndome... exponiéndome, etc., esta señorita concluirá mi frase, Me salí, pues, y fuí á dar por las barrancas de la residencia en donde vive cierto escoces amigo mio, que parece ha hecho sociedad con Rosas en cuanto á querer dejarnos sin hombres en Buenos Aires: él llevando unos á Montevideo, y Rosas mandando otros á otra parte. Pero mi escoces dormia como si estuviese en sus montañas, esperando á que viniese á describirle Walter Scott. Esa noche era de asueto para él. ¿Qué hacer entónces? Acudí á la lógica: nadie se embarca sino por el rio; es así que Eduardo va á embarcarse, luego por la costa del rio puedo encontrarlo; y despues de este silogismo que envidiaria el señor Carrigos, que es el mas lógico de nuestros representantes, bajé la barranca y me eché á andar por la costa del rio.
— ¡Y solo! exclamó Florencia empezando á palidecer.
— ¡Vaya! si no, me callo.
— No, no, siga usted, dijo la jóven esforzándose para sonreirse.
— Bien, pues; empecé á andar hácia el Retiro, y al cabo de algunas cuadras, cuando ya me desesperaba la soledad y el silencio, percibí, primero un ruido de armas, me fuí en esa direccion, y á pocos instantes conocí la voz del que buscaba. Despues… despues ya se acabó el cuento, dijo Daniel, viendo que Amalia y Florencia estaban excesivamente pálidas.
Eduardo se disponia á dar un nuevo giro á la conversacion cuando al ruido que se sintió en la puerta de la sala dieron vuelta todos y, al traves del tabique de cristales que separaba el gabinete, vieron entrar á las señoras Doña Agustina Rosas de Mancilla y Doña María Josefa Ezcurra, cuyo coche no se habia sentido rodar en el arenoso camino, distraidos como estaban todos con la narracion de Daniel.
Eduardo, pues, no tuvo tiempo de retirarse á las piezas interiores, como era su costumbre cuando llegaba álguien que no era de las personas presentes.
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