Continuacion del anterior.
Amalia permanecia parada aun junto á la mesa, cuande Daniel, despues de haberse retirado Cuitiño, entró á la sala riéndose como un muchacho, dirigiéndose á su prima á quien abrazó con el cariño de un hermano.
— Perdóname, mi Amalia, la dijo, son herejías políticas y morales que tengo que cometer á cada paso en esta época de comedia universal, en que yo hago uno de sus mas extraordinarios papeles. Pobre gente! Ellos tienen toda la fuerza del bruto, pero yo tengo la inteligencia del hombre. Ahora ya están extraviados, mi Amalia; y sobre todo ya están en anarquía; Cuitiño ya no le hará caso á Doña María Josefa sobre este asunto, y la vieja vase á enojar con Cuitiño.
— ¿Pero dónde está Eduardo?
— Perfectamente seguro.
— ¿Pero van á ir á su casa?
— Por supuesto que irán.
— ¿Tiene papeles?
— Ningunos.
— ¿Pero tú y yo, cómo quedamos?
— Mal.
— ¿Mal?
— Mal, malísimamente estamos ya desde esta tarde. Pero ¿qué hemos de hacer, sino esperar lo sucesos y buscar en ellos mismos los medios de salvarmos de cualquier peligro?
— ¿Pero bien, cuando veré á Eduardo?
— Dentro de algunos dias.
— ¡De algunos dias! Pero ¿no hemos quedado en que mañana nos volveríamos á ver?
— Sí, pero no habíamos quedado en que Cuitiño nos visitase esta noche.
— No importa, si él no viene aquí, yo quiero ir donde él esté.
— Despacio. Nada puedo prometerte ni negarte. Todo dependerá de os resultados que tenga la visita del diablo que hemos tenido esta tarde. No creas que la vieja queda satisfecha con lo que le ha sucedido á Cuitiño; al contrario, va á irritarse mas é incomodarnos á todos. Hay una cosa, sin embargo, que me tranquiliza.
— ¿Y cuál, Daniel?
— Que á estas horas tienen mucho en que pensar Rosas y todos sus amigos.
— ¿Y qué hay? ¡acaba por Dios!
— Nada, una friolera, mi querida Amalia, dijo Daniel alisando los cabellos sobre la frente de su prima, sentada al lado suyo junto á la chimenea.
— ¿Pero qué hay? Estás insufrible.
— Gracias.
— Lo mereces. Te estás riendo.
— Es que estoy contento.
— ¿Contento?
— Sí.
— ¿Y tienes valor de decírmelo?
— Sí.
— ¿Pero contento de qué? ¿De que todos estemos sobre un volcan?
— No: estoy contento..... óyeme bien lo que voy á decirte.
— Te oigo.
— Bien; pero ántes, Luisa, dí al criado de Eduardo que ya que no está su amo, yo tomaré por él una taza de té.
— Te lo repito, estás insufrible, dijo Amalia, despues de haber salido Luisa.
— Ya lo sé; pero te decia que estaba contento, y quedé en explicarte el porqué,¿no es así?
— No sé, dijo Amalia con un gesto de mal humor.
— Pues bien: estoy contento, primero porque Eduardo está escondido en una buena casa; y segundo, porque Lavalle está á la vista y paciencia de todo el mundo en la buena villa de San Pedro.
— ¡Ya! exclamó Amalia radiantes sus ojos de alegría, y tomando entre las suyas la mano de su primo.
— Sí, ya. Ya ha pisado la provincia de Buenos Aires el ejército libertador. Está á treinta leguas solamente del tirano, y me parece que este es un asunto bien importante para no llamar la atencion de nuestro Restaurador.
— ¡Ah! pero vamos á estar libres entónces! exclamó Amalia sacudiendo la mano de su primo.
— ¡Quién sabe, hija mia, quién sabe! eso dependerá del modo como se opere.
— ¡Oh, Dios mio! ¡Pensar que dentro de pocos dias ya no hay peligros para Eduardo!¿Es verdad, Daniel, que dentro de tres dias puede estar Lavalle en Buenos Aires?
— No, no tan pronto. Pero puede estarlo dentro de ocho, dentro de seis. Pero puede tambien no estarlo nunca, Amalia mia.
— ¡Oh, no por Dios!
— Sí, Amalia, sí. Si se aprovecha la impresion de este momento, y la ciudad es invadida por cualquier punto de ella, Rosas no sale á la campaña á ponerse al frente de las pocas fuerzas que lo sostienen. No, si la ciudad es atacada, Rosas se embarca y huye. Pero si el general Lavalle se demora en operaciones en la campaña, entónces la suerte puede serle adversa. ¿Quieres oir unos fragamentos de la órden del ejército?
— Sí, sí, exclamó Amalia llena de entusiasmo
Daniel sacó un papel de su cartera y leyó:
«Cuartel general en San Pedro.
»El ejército va á decidir en estos dias la suerte de todos los pueblos de la República, va á resolver el gran problema de la libertad de veinte pueblos, cuyas ansiosas miradas se dirigen á las lanzas de sus bravos soldados.
»El general en jefe exhorta á todos los jefes, oficiales y soldados del ejército, para que se penetren de la importante y gloriosa mision que están llamados á cumplir en su patria...
»Señores jefes, oficiales y soldados del ejército libertador, en estos dias se va á decidir la suerte de la República. Dentro de poco nos veremos bendecidos por seiscientos mil argentinos, y cubiertos de gloria, ó moriremos en los cadalsos del tirano, ó arrastraremos una vida infeliz en países extranjeros, miéntras la rabia del déspota se satisface con nuestros padres, esposas é hijos. Elegid, mis bravos compañeros. Média hora de coraje es bastante para la gloria y felicidad de la República.
»En la próxima batalla el enemigo nos presentará probablemente un ejército numeroso. Es preciso no sorprenderse.
Si el general en jefe manda atacar, la victoria es segura. Para ello es preciso que los libertadores despleguen todo su coraje. Que la caballería cargue con ímpetu á estrellarse contra el enemigo, el cual no resistirá. Las legiones que el general en jefe señale, es preciso que se reunan luego que el enemigo haya dado la espalda; las demas perseguirán.
»El general en jefe tiene una gran confianza en su ejército.
»Juan Lavalle.»
— ¡Sublime, sublime! exclamó la entusiasta Amalia, luego que Daniel hubo acabado de leer la órden del ejército.
— Sí, mi Amalia; yo he encontrado siempre que todas las proclamas y órdenes de ejército se parecen mucho, y que son sublimes; pero lo que yo deseo ver siempre, es la sublimidad de las acciones: será sublime la empresa del general Lavalle si él viene á estrellar sus escuadrones sobre las calles de Buenos Aires.
— Pero vendrá.
— Dios lo quiera.
— Y,díme,¿cómo tienes, imprudente, este papel en tu bolsillo?
— Lo acabo de recibir en la misma casa donde he dejado á Eduardo.
— ¿Pero qué casa es esa?
— Oh, nada ménos que la de un empleado.
— ¡Dios mio! ¿En la casa de un empleado de Rosas has puesto á Eduardo?
— No, señora: en la casa de un empleado mio.
— ¿Tuyo?
— Sí..... pero silencio..... un caballo ha parado á la puerta..... Pedro, gritó Daniel saliendo al zaguan.
— ¿Señor? contestó el fiel veterano de la independencia.
— Hay gente en la puerta.
— ¿Abro, señor?
— Sí; llaman ya; abra usted, y Daniel volvió á sentarse al lado de su prima.
Amalia empalideció.
— Daniel, tranquilo, fiado en sí mismo como siempre, esperó la nueva ocurrencia que parecia venir á complicar la situacion de sus amigos y de él propio; porque á esas horas, cerca ya de las doce de la noche, nadie podia venir á aquella casa, sino haciendo relacion á los sucesos que lo preocupaban.
El fiel Pedro entró á la sala con una carta en la mano
— Un soldado trae esta carta para la señora, dijo.
— ¿Viene solo? preguntó Daniel.
— Solo.
— ¿Ha mirado usted al fondo del camino?
— No hay nadie.
— Bien, vuelva usted y observe.
— Ábrela, dijo Amalia entregando la carta á su primo.
— ¡Ah! exclamó Daniel despues de abrirla. Mira esta firma es de un gran personaje, conocido tuyo.
— ¡Mariño! exclamó Amalia, poniéndose colorada como el carmin.
— Sí, Mariño,¿debo leerla aun?
— Lee, lee.
Daniel leyó:
«Señora:
»Acabo de saber que se halla usted complicada en un asunto muy desagradable y peligroso hasta cierto punto para su tranquilidad. Las autoridades tienen aviso que ha ocultado usted en su casa, largo tiempo, á un enemigo del gobierno, perseguido por la justicia.
»Se sabe que esa persona ya no está en casa de usted; pero como es de suponer que sepa usted su paradero, no tengo dificultad en creer que va usted á ser el objeto de muy serios requerimientos de la autoridad.
»En tan difícil situacion, yo no dudo que tendrá usted necesidad de un amigo; y como en mi posicion yo tengo algunos amigos de valor, me apresuro á ofrecer á usted mis servicios, en la entera confianza de que una vez que sean aceptados, ya no correrá usted ningun peligro.
»Para conseguir esto último, bastará que deposite usted en mí su confianza, dignándose decirme, á qué horas me concederá usted mañana el honor de pasar á combinar con usted lo que debemos hacer en el caso presente. Advirtiendo á usted, que su carta, como mi visita y las que en adelante le hiciere, serán cubiertas por el mayor misterio....»
— ¡Eh! basta, basta! exclamó Amalia haciendo accion de arrebatar la carta.
— No, no, espera. Hay algo mas.
Daniel continuó:
«Hace tiempo que motivos muy poderosos, que su talento habrá comprendido quizá, me han hecho buscar, pero en vano, la ocasion que hoy se me presenta de poder prestar á usted mis servicios con la mas profunda sumision y respeto, y con la amistad con que saluda á usted su afmo. S. Q. B. S. P.
»Nicolas Mariño.»
— No hay mas, dijo Daniel mirando á su prima con la expresion mas burlona que puede estamparse en la fisonomía humana.
— ¡Pero es lo que sobra para decir que ese hombre es un insolente! exclamó Amalia.
— Así será. Pero como toda carta requiere una respuesta, será bueno saber qué se contesta á este hombre.
— ¿Qué se contesta? Á ver, dáme esa carta.
— No.
— Oh, dámela.
— ¿Y bien, para qué?
— Para contestarle con los pedazos de ella.
— ¡Bah!
— ¡Oh, Dios mio, insultada tambien! ¡Pedirme cartas y visitas en secreto! exclamó Amalia cubriéndose los ojos con sus lindas manos.
Daniel se levantó, pasó al gabinete contiguo á la sala, y algunos minutos despues volvió al lado de Amalia y la dijo:
— Esto es lo que tenemos que hacer; oye:
«Señor:
»Autorizado por mi prima, la señora Doña Amalia Sáenz de Olabarrieta, para responder á su carta, me complazco en decir á usted, que todos sus temores relativos á la seguridad de mi prima deben dejar de alarmarlo en adelante, porque ella está ajena á todo cuanto se le atribuye; y perfectamente tranquila en la justicia de su Excelencia el Señor Gobernador, á quien yo tendré el honor de hacer presente mañana todo cuanto ha ocurrido esta noche, sin ocultarle cosa alguna, en el caso de que se lleve adelante esta desagradable ocurrencia.
«Con este motivo saluda á usted respetuosamente, etc.»
— Pero esa carta.....
— Esta carta lo dejará sin dormir el resto de esta noche, temblando de que vaya mañana á parar á manos de Rosas; y para evitarlo, trabajará mañana por que no se toque mas este negocio. Y es de este modo que hago que nuestros propios enemigos se conviertan en nuestros mejores servidores.
— Oh, bien, sí. Manda esa carta.
Daniel cerró el billete, y lo hizo llegar al soldado que esperaba á la puerta.
Média hora despues, Daniel se recostaba sin desvestirse en el aposento de Eduardo; y Amalia oraba de rodillas delante de su crucifijo de oro incrustado en ébano, y rogaba al Dios de las bondades eternas por la seguridad de los que amaba y por la libertad de su patria.
fin del tomo primero.