CAPÍTULO
I
Todo parecía anunciar un tiempo de bonanza. A diferencia de los años anteriores, 1844 había transcurrido con una calma fuera de lo común para los porteños, poco acostumbrados a la vida rutinaria sin sobresaltos.
El Restaurador había mantenido un vínculo estrecho con el exiliado general José de San Martín a través de una activa correspondencia. Las consultas y sugerencias habían ido y venido sin cesar desde Buenos Aires a Europa y viceversa. San Martín sentía respeto por Rosas, y así se lo había hecho saber. En su testamento, escrito aquel año, le había legado el sable que lo había acompañado durante la independencia americana. Así lo expresaba:
El sable que me ha acompañado en toda la Guerra de la Independencia de la América del Sud le será entregado al general de la República Argentina Don Juan Manuel de Rosas, como prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla.
Por otro lado, el enemistado ejército oriental comandando por el general Fructuoso Rivera había sido derrotado por una división de la tropa federal, al mando del general Justo José de Urquiza, en la batalla de Puntas del Sauce. Era la primera contienda exitosa de Urquiza sobre Rivera. Pero luego de un año lo derrotaría por completo en la batalla de India Muerta, obligándolo a exiliarse en el Brasil. Un enemigo menos para el gobierno rosista de la Confederación.
En marzo se había logrado un acuerdo con los representantes de la Baring Brothers. Insiarte había vuelto a insistir con la oferta de las Malvinas pero Falconet había preferido rechazarla «por no prometer la cuestión que este gobierno sostiene con el de Su Majestad Británica un pronto y feliz resultado». Los ingleses asumían la propiedad de las islas de antemano. Rosas, algo intranquilo con las posibles retribuciones inglesas, había instado a su ministro a que pusiera a los prestamistas británicos de su lado, costara lo que costase. Cumplidas las órdenes, el ministro de Hacienda había acordado con el delegado inglés que la Confederación volviera a pagar los intereses de la deuda con una quita del ochenta por ciento. Hubo celebración conjunta y Rosas comenzó a devolver el empréstito, con la condición de que el puerto no fuera bloqueado. El préstamo había sido de un millón de libras de las cuales, una vez descontadas las comisiones, habían llegado cincuenta y cuatro mil. Buenos Aires comenzaría a pagar cinco mil pesos mensuales, gesto muy bien visto en Londres.
Muchos de los exiliados que estaban en la orilla oriental habían decidido tomar las armas y ser parte de la milicia defensiva. Esteban Echeverría —que antes de su partida solía frecuentar la casa de Agustinita Ortiz de Rozas— luchó mientras le fue posible. Pero una enfermedad pulmonar lo había resentido hasta postrarlo en cama. Sin embargo, continuaba defendiendo sus ideas con convicción cada vez que tenía la oportunidad. «Es preciso desengañarse. No hay que contar con elemento alguno extraño para derribar a Rosas. La revolución debe salir del país mismo, deben encabezarla los caudillos que se han levantado a su sombra», expresaba el poeta. Pero estas ideas encendidas no se hicieron carne en la ciudad sitiada, como tampoco en Buenos Aires. Rosas ejercía el poder con más firmeza que nunca.
Aquel año, una fuerte tormenta se abatió sobre la ciudad. Como hacía tiempo que no sucedía, las fuerzas de la naturaleza destrozaron algunas de las instalaciones del puerto y arrasaron viviendas del Barrio del Tambor. Muchos negros que allí habitaban se habían quedado sin casa. El gobierno de Rosas, como ningún otro del pasado, reparaba en ellos. El interés había comenzado en tiempos de doña Encarnación y se mantenía a través de la injerencia de Manuelita. Tradicionalmente los domingos la población negra celebraba a lo grande: bailaban y gritaban con absoluta libertad y, de vez en cuando y gracias a un permiso especial del Restaurador, lo hacían en la propia Plaza de la Victoria. Era un espectáculo que también disfrutaba el resto de la gente, aunque a veces lo hacían al resguardo del disimulo. Era una fiesta contemplar el bamboleo sensual de las negras vestidas con muselinas claras, con sus collares y pulseras de colores, sus cabezas envueltas en turbantes, sus escotes generosos y sus brazos al desnudo. Los negros, por su parte, lucían orgullosos sus chalecos punzó, saco y pantalón blancos, y sus infaltables divisas federales.
Desde siempre, Rosas era partidario de la diversión popular, pero en febrero del 44 había tomado la decisión de suprimir la celebración del Carnaval. Decretó que esa fiesta que mezclaba a ricos y pobres, a criados y amos, quedaba prohibida para los habitantes de la ciudad. Quienes no cumplieran la ley sufrirían el castigo de tres años de trabajos públicos y pérdida de empleo. Su argumento era que esa costumbre —con sus noches de borrachera, sus desórdenes y algún que otro episodio de violencia— era inconveniente a los hábitos de un pueblo laborioso e ilustrado; que se deterioraban y ensuciaban los edificios; que se transmitían enfermedades; que las familias sufrían por el extravío de sus hijos, dependientes o domésticos, y unas cuantas excusas más.
Otro de los cambios que había propuesto el Gobernador a fines de mayo había sido la modificación del luto. A diferencia de la costumbre previa, por la que la gente se vestía de negro de la cabeza a los pies cuando guardaba respeto por sus muertos, ordenó que en adelante el luto sería «en los hombres una lazada de gasilla, crespón o cinta negra de dos pulgadas de ancho en el brazo izquierdo, y en las mujeres una pulsera negra de igual ancho en el mismo brazo». Quería que el color volviera a pintar las calles de Buenos Aires y que la oscuridad pasara a formar parte del pasado. Como era de prever, esta novedad trajo resistencias de toda índole. Estaban los que la defendían con ahínco, pero también quienes defenestraban a Rosas como un hombre carente de sentimientos.
Los unitarios habían sumado adeptos que miraban con desconfianza a Rosas. Sin embargo muchas familias respetables defendían a su líder. Arana, Anchorena, Beláustegui, Unzué, Paz, Terrero, Elizalde, Pinedo, Pacheco, Ezcurra, Villegas, Oyuela, Riglos, Oromí, González Moreno, Escalada, Ortiz Basualdo, Sáenz Peña, Lahitte y muchos otros apellidos integraban las filas de los que apoyaban al rosismo.
Pero quien ganó en notoriedad aquel año fue el ministro inglés Mandeville, y no por los lazos que había entablado con la Manuelita, sino por un movimiento político que devino en asunto público. Rivera Indarte, siempre atento a las operaciones periodísticas, se había hecho de once cartas firmadas por Mandeville que ostentaban un tono antirrosista explícito. Sin dudarlo, las había publicado en su diario para que todos los lectores se enteraran de tamaña traición.
El ministro había alimentado el vínculo con Rosas y lo frecuentaba a menudo. Tal había sido la cercanía entre ambos, que el inglés solía aceptar los convites del gobernador con mucho placer. Se contaba que en una oportunidad había pasado toda la tarde en Palermo. Luego del almuerzo, Rosas le había mandado tender una cama debajo de uno de los árboles del inmenso parque. Una vez que el cónsul había sucumbido al sueño, el dueño de casa había ordenado que lo pincharan con un elemento filoso en la pierna y colocado, al mismo tiempo, una serpiente venenosa entre las sábanas, con la boca cosida para evitar el mordisco letal. Al despertarse de un salto, Mandeville casi se deja llevar por el horror. Rosas, que se había mantenido cerca, le tomó la pierna y absorbió él mismo el «veneno» de la herida. En un gesto de valentía inusitada para Mandeville, luego había manoteado el bicho infame. El diplomático permaneció en cama durante dos días al cuidado del dueño de casa. Pasada la convalecencia, Mandeville se había retirado convencido de que Rosas le había salvado la vida.
Asiduo concurrente a las tertulias oficiales y a las más privadas también, gozaba de cierta simpatía por parte del Restaurador, aunque éste a veces desconfiaba de algunas conductas del representante de Gran Bretaña. Lo había confirmado aquella vez en que le había tendido la trampa junto a su edecán. Sin embargo, Rosas no había tomado represalias. Se limitaba a recopilar información. Hasta que sucedió el episodio de las cartas dadas a conocer por Rivera Indarte, que pronto se transformó en la comidilla de la sociedad. Todos aguardaron la respuesta de Mandeville, convencidos de que evitaría poner los pies en la residencia de Palermo de San Benito. Se equivocaron. El inglés concurrió a la quinta como si nada y, tras la media hora de conversación con Rosas, éste, con su desparpajo habitual, lo orinó. Mandeville quedó pasmado.
—Su Excelencia, debo decirle que me siento muy malogrado por su accionar. Es una afrenta para la Gran Bretaña toda —dijo con los ojos desorbitados.
—Mis más sentidas disculpas, mi estimado Mandeville. Sin embargo, es muy conocida la costumbre que prodiga a la vista de cualquiera de rascarse a cada momento las asentaderas, tanto en actos oficiales como privados, y yo nunca le puse reparo, pues consideré que sería fruto de una necesidad —respondió Rosas sin inmutarse.
Entre bravuconadas y bromas por el estilo continuó la relación entre Rosas y Mandeville, aunque sin dejar de lado los lazos diplomáticos, lo que los obligaba a un tire y afloje constante.
Y empezó 1845, con un primer semestre que se anunciaba bastante anodino. Nada parecía anunciar lo que se vendría. Sólo algunos pocos percibían el escalofrío del vendaval que se ceñía sobre ellos.
***
Leandro Antonio Alen había empezado bien temprano con la faena de las cuadras. Desde hacía un tiempo, Rosas lo había convocado a Palermo para que se ocupara de sus animales, y el integrante de la desmembrada Mazorca había aceptado con alegría. Allí se había instalado junto a su mujer y sus dos hijos, Leandro y Marcelina, para poder cumplir al pie de la letra las instrucciones recibidas. Todas las mañanas bien temprano pasaba un buen rato cepillando los caballos favoritos del patrón, el Tordillo y el Pico Blanco.
Alen le rendía pleitesía a Rosas. Sentía una gratitud como si lo hubiera rescatado de las fauces de la muerte. La salud hacía rato que no lo acompañaba pero no se le ocurría faltar a sus tareas. Nada le alcanzaba a la hora de la retribución. En una oportunidad había curado el caballo de andar del gobernador, y éste había recompensado su servicio con mil quinientos pesos. Lleno de asombro ante semejante suma, Alen sólo había aceptado la tercera parte y le había devuelto el resto junto con una carta donde le agradecía y le decía que estaba «suficientemente satisfecho con los quinientos que quedan en mi poder».
A Marcelina le gustaba ayudar a su padre, cada uno con la atención puesta en el animal que cepillaban. De tanto en tanto, el resoplido aletargado de los animales suspendía el silencio que reinaba en las caballerizas. A la jovencita le gustaban los caballos, que desde chica había aprendido a cuidar de la mano de su padre.
Ese día Don Leandro estaba especialmente concentrado en el cepillado, trataba el pelo del animal como si estuviera puliendo una piedra preciosa. A su lado, su hija lo imitaba. De pronto, el crujido de las hojas secas los sacó de la hipnosis y miraron hacia los portones. Allí, en el umbral, se había detenido Rosas.
—Buenos días, Alen. Pero qué bien que ya anda ocupándose de mi tropilla; tenía pensado salir en un rato con la compañía de mi hija. Prepárele el suyo también —recién ahí reparó en la muchacha, que había suspendido lo que hacía para mirarlo—. Y ésta debe ser la suya, ¿no es cierto? No la creía tan grande.
—Buenas, patrón. Ésta es Marcelina, mi hija querida. Quiso asistirme y se lo permití. La saqué buena, y ya mismo le va a preparar el alazán a doña Manuelita —dijo, y le señaló el caballo—. ¡Vamos, niña, a moverse!
—No le grite a la muchachita que me la va a asustar —señaló Rosas con una sonrisa irónica y continuó dirigiéndose a ella—. ¿Así que su padre la reprende? ¿No será una jovencita díscola, no?
—Para nada, Su Excelencia. Yo acato las órdenes que me dan en mi casa, como corresponde —respondió Marcelina, seria.
—Pero qué bien educada esta chica. Lo felicito, Alen, ha hecho un buen trabajo, no se va a arrepentir. Seguramente esta niña lo colmará de alegrías. —Rosas se acercó al caballo que cepillaba Marcelina, y le acarició el cogote.
Envuelta en su capa azul marino hizo su aparición Manuelita, preparada para la cabalgata junto a su padre. Tenía la cara iluminada por una amplia sonrisa, a pesar de que recién clareaba el alba. Podía acostarse a altas horas de la noche luego de un largo festejo, pero siempre se despertaba temprano. Le gustaba madrugar, y apenas abría un ojo, saltaba de la cama y emprendía sus actividades. Cuando el día comenzaba con una cabalgata —en especial si era junto a su padre— su humor se encendía con la promesa de una alegría asegurada.
—Buenos días a todos. Tatita, ¿salimos ya? ¿Está todo listo? —Manuela se zarandeó y la capa la persiguió en el ondeo. —Muchas gracias, Marcelina.
—¿Conoces a la hija de Leandro, entonces? —preguntó Rosas, azorado.
—Ay, Tatita, por supuesto. Conozco a los empleados de Palermo y también a su descendencia. —A diferencia de su padre, Manuelita siempre procuraba afianzar los vínculos. Estaba en todos los detalles, sabía qué criada agrandaba la familia, o cuál de los sirvientes tenía a su padre enfermo. Como su madre y su abuela Agustina, le gustaba cuidar de la gente que tenía a su cargo. Rosas era más frío e indiferente, aunque a veces asombraba con alguna salida generosa. Como había hecho con Alen.
—No me rete, Niña, discúlpeme —bromeó Juan Manuel—. ¿Pero entonces por qué no la convidamos a alguna de las tertulias? La señorita parece despierta y es bonita; puede hacer un buen papel, ¿no es verdad?
Marcelina se ruborizó y su vista se perdió entre la tierra del suelo y sus botinetas negras. Don Leandro miró a los patrones una y otra vez. La idea le había paralizado el corazón. Que su hija formara parte de la corte de la Niña era casi un sueño.
—Gran idea, Tatita; y tú, Marcelina, vente a la caída del sol para la casa; vienen unas amigas y me gustaría presentártelas.
La muchacha sonrió de felicidad pero al instante su cara se ensombreció como si la cubriera un velo. Manuelita captó al vuelo el significado de su expresión.
—Y no te preocupes por nada. A mi casa entra la gente que yo quiero y eso no tiene que ver con oropeles ni nada por el estilo —dijo acercándose a la muchacha para no incomodarla frente a los hombres—. Ven un poco antes, tengo algunos vestidos que no me gusta cómo me quedan y a ti te sentarían muy bien. No acepto un no como respuesta.
Manuelita le apretó el brazo en gesto de amistad. Le gustaba la hija del mazorquero, le parecía franca y honesta.
—Bueno, basta de secreteos y vayamos a lo nuestro, m’hija. Los caballos están preparados y ávidos por salir. Y yo también —dijo Rosas y se dispuso a montar el suyo.
Manuelita lanzó una carcajada y siguió a su padre. Se acomodó sobre la silla, reafirmó el fuste y le guiñó un ojo a Marcelina. Apretaron los ijares de los animales con las botas y salieron al trote. El galpón quedó en silencio. Alen miró a su hija con intensidad, como si quisiera adivinar sus pensamientos.
***
Doña Agustina estaba ansiosa. Desde la cama de su gran recámara digitaba los pasos del gentío que habitaba en su casa y quería que sus órdenes se cumplieran en el acto. Además de la servidumbre, todavía algunos de sus hijos vivían bajo su techo, al igual que sus nietos Enriqueta, Franklin, Carolina y Enrique Bond y Ortiz de Rozas, que habían ido a vivir con su abuela tras la muerte de sus padres, Manuela y el doctor Franklin Bond, tras una tisis fulminante. Al poco tiempo, Enrique también había muerto a causa de la misma enfermedad. Doña Agustina había quedado amargada y resentida por el deceso de su hija, culpaba a su yerno de haberla contagiado. Sin embargo, adoraba a sus nietos y se había transformado en su tutora y curadora. Ellos también veneraban a la abuela. Todo lo rigurosa y por momentos feroz que había sido con sus hijos, era historia vieja a la hora de tratar a sus nietos. Los cuidaba y los amaba con la más tierna y sobredimensionada solicitud. Que hubieran quedado huérfanos le destrozaba el corazón. La matriarca tenía sentimientos.
—¿Mande, doña Agustina? —La cabeza cana del negro Ladislao se asomó por la puerta.
—Pasa, hombre, pasa, te estaba esperando. ¿Qué te detuvo, por el amor de Dios? Hace horas que aguardo —lo retó con impaciencia.
—Pero si recién me avisan —imploró el criado.
—Terminemos con el lloriqueo y tráeme a Montaña, hombre. Vas ya mismo a la casa y lo subes al carruaje. En media hora aquí —y volvió la atención a las cobijas y las almohadas.
Ladislao se dio por despedido y voló a cumplir el pedido. A pesar de los modos, era el criado predilecto de doña Agustina, el que mejor cumplía todo cuanto ella le encomendaba. Mantenían un vínculo muy apreciado por ambos. Ella lo tenía al trote y él lo aceptaba. A veces ensayaba algún gemido de queja que surtía efecto. La dama sólo confiaba en él y casi todos los requerimientos eran destinados a su persona.
A la media hora en punto el escribano Montaña era anunciado en la habitación de doña Agustina. El hombre entró y se detuvo al lado del lecho de la postrada. Con gesto de concentración la miró, a la espera de que le dirigieran la palabra.
—Montaña, quiero hacer mi testamento.
—Bueno, hija.
—Siéntate y escribe.
El escribano se dirigió hacia la mesita redonda estilo imperio, y allí se acomodó. Doña Agustina, mujer de una memoria deslumbrante y con las ideas más que ordenadas para la edad avanzada y los achaques de salud, comenzó a dictarle con una seguridad apabullante.
—Agustinita, eso que dispones no está bien —la interrumpió Montaña.
—¿Por qué?
—Porque lo prohíbe la ley.
—¡Que lo prohíbe la ley! —La señora lanzó una carcajada aterradora. —¿Que yo no puedo hacer con lo mío, con lo que hemos ganado honradamente con mi marido, lo que se me antoje? Escribe nomás, Montaña.
—Pero hija, si no se puede, no será válido. No seas porfiada.
—¿Qué no se puede? Escribe, que tú no eres el del testamento sino yo, y ya verás que sí se puede…
—Pues escribiré y ya verás.
—Ya veremos —dijo la mujer frunciendo la boca.
Montaña siguió tomando nota de lo que le dictaban. Cada tanto la interrumpía pero Agustina levantaba la ceja y lo perforaba con la mirada. El hombre agachaba la cabeza y continuaba.
—Bueno, lee ahora, Montaña.
Y así lo hizo, palabra tras palabra.
—Perfecto, ahora agrega esto: Sé que lo que dispongo en los artículos tales y cuales es contrario a lo que mandan las leyes tales y cuales. Cita tus leyes aquí, mi querido —le sonrió y continuó casi sin tomar aire—. Pero también sé que he criado hijos obedientes y subordinados, que sabrán cumplir mi voluntad después de mis días. Se los ordeno.
En el testamento, Doña Agustina favorecía a sus tres nietos a tal punto que ellos heredaban más que sus propios hijos. Si aquella decisión iniciaba una tormenta entre su descendencia, allá ellos. De cualquier modo, tenía estudiados de memoria a los bueyes con los que araba. Conocía a cada integrante de su familia al dedillo.
—Yo te veo estupenda, Agustinita. Te adelantas demasiado, me parece —dijo Montaña, confiado en su ojo de lince.
—Cállate, zalamero. Mi salud se resiente aunque intente disimularlo. Ya tengo setenta y seis años —dijo, y se acomodó la mañanita con un dejo de coquetería femenina.
—Te dejo dormir, no molesto más y me llevo el papelerío conmigo. Ya sabes que si quieres cambiar algo, estamos a tiempo.
Una vez más Agustina le clavó su mirada depredadora, aquella que había aprendido a usar de jovencita y que nunca le había fallado. Esos ojos azules —que su hijo Juan Manuel había heredado— hablaban con tanta eficacia como siempre, por más arrugas que los rodearan. Los años no habían doblegado su furia y su poder de mando. Con un suspiro de cansancio, dio por terminada la reunión.