EPÍLOGO
Por casi una semana estuvieron anclados en la rada exterior. El 10 de febrero, al fin, fueron trasbordados al vapor Conflict, que zarparía en pocos minutos hacia la libertad.
Manuelita, apoyada en la baranda de cubierta, miraba hacia la ciudad. Un escalofrío le recorría la espalda. Recordó la masa negra del río que los había llevado, aquella madrugada, hacia la salvación. Y las figuras de Gore y su gente, cada vez más pequeñas a medida que se alejaban de la orilla, hasta que la bruma se los tragó por completo. Y el golpe de los remos contra el agua. Sólo eso les anunciaba que estaban vivos y que no habían caído en el túnel de la muerte.
Vio a su padre y lo llamó con la mano. Rosas se acercó y se paró a su lado, y ella lo rodeó con su brazo. Juntos miraron aquella ciudad en llamas, de la que escapaban sin rumbo fijo y con la zozobra de lo desconocido. Esa Buenos Aires que, al final del cuento, lo había traicionado. El hombre intentaba disimular su inquietud. No quería preocupar a su hija. Estaba solo, todos sus fieles, los leales de la primera hora, quedaban en las calles de su querida ciudad. Él, en cambio, iba resguardado por una soledad insoslayable. Y en su memoria se agolparon una infinidad de recuerdos: las cabalgatas bravías a través del desierto, las eternas luchas con compatriotas y extranjeros, sus hombres. Ya nada quedaba de todo eso.
La espera a bordo prolongó la agonía de los Rosas. Salvo Manuelita, que recibió una noticia que ya no esperaba. Buenos Aires se había visto obligada a llenarse de hombres de otras nacionalidades. El gobierno provisorio había intimado a los agentes diplomáticos extranjeros a desembarcar fuerzas para proteger las vidas y propiedades de sus respectivos connacionales. Así fue que arribaron buques americanos, franceses, sardos, ingleses y suecos, y estacionaron cerca del Centaur. En uno de los tantos intercambios, un oficial de la corbeta sueca Lagerbjelka embarcó por unas horas en el Centaur y le transmitió a la dama que Terrero había sido tomado preso por las fuerzas enemigas y liberado inmediatamente por orden del general Urquiza. Manuelita, al enterarse, suspiró con alivio infinito y prefirió guardar silencio.
El vapor comenzó a moverse. Empezaba el largo viaje que los llevaría a las costas inglesas. A un costado, solo, Juan Bautista observaba los perfiles de su padre y su hermana, uno al lado del otro. Él siempre lejos, nunca en las conversaciones de ellos dos.
—Tatita, digámosle adiós a Buenos Aires; vaya uno a saber cuándo volveremos a verla —susurró Manuelita.
—No veo aquello que no existe —sentenció Juan Manuel de Rosas.