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Tras la visita de su madre, la aguerrida y dura detective Gatito Desvalido tenía tal cacao emocional que amenazaba con beberse la sangre de sus propias venas. No podía acudir a Caroline porque no quería que se pusiera celosa si se enteraba (era una parte que yo le había obviado cuando en su momento le conté mi tragicomedia en tres actos) de que servidora ya tenía madre, del tipo no putativa. ¿Quién me quedaba?

Marqué su número.

—Hola, Leng.

Leng, Lengüecita Maldecap, era el tercero (no necesariamente por ese orden) de mis confidentes penales (llamaba así a quienes tenían el dudoso honor de ser los receptores de mis cuitas) en Océano. Ahora que lo pensaba, tenía muchos de ellos en mi agenda. Es lo que tenemos las borrachuzas de vida desmantelada. Te dan una barra de bar y un compañero de copas y, ¡hala!, se te van la lengua y las promesas de fidelidad eterna detrás, hay que ver. Leng había sido banquero durante muchos años en Océano, actividad que compaginaba con la de transformista en un local gay, hasta que se jubiló de ambas profesiones y se dedicó a morirse de gusto.

—Mi queridísima Catherine Simone —susurró—. ¿En qué andas?

—En complicarme la vida.

—¿Follas en exceso? ¿Es ese el problema?

—Muy graciosa, Leng. No, no es eso.

—¿Y cuál es? —Vacilé. No era fácil—. Niña, tengo chapero negro a las siete —me apremió. Obviamente, para alguien que siempre se estaba muriendo el tiempo era oro—. Me gustaría haber concluido para entonces esta amena conversación, si no te importa.

—Creo que las quiero a las dos.

—¿A qué dos?

—A una mujer de mi pasado y a la de mi presente.

—Entiendo. Un papelón, ¿no?

—¿Esa va a ser tu máxima contribución a mis apuros?

Ella se rio con su cascada voz, concluyendo con una estrepitosa tos cazallera.

—No me seas belicosa, niña, o mami te azotará. A ver, cuenta.

Joder, si tenía chapero a las siete no sabía si me iba a dar tiempo. Le hice un somero resumen. Leng silbó por lo bajo, o creo que respiró, con ella nunca había forma de saberlo.

—Vaya, bonito equipaje, niña.

—Procuro alcanzar la excelencia en todo.

—No va a ser fácil, mi queridísima Catherine —dijo—. Aquí no vale la espada de Salomón.

—Lo sé.

—¿Un trío?

—Tampoco.

—Se me agotan las ideas.

—No sé ni por qué te llamo.

—Porque soy perra vieja, niña. Ah, querida mía —suspiró—, vas a tener que colocarte en el abismo.

—¿Y eso quiere decir...?

—Solo colocándote al final del camino podrás saber quién te habría gustado que te acompañara en él.

—Leng, por favor, te comen la minga más veces de las que soy capaz de contar, ¿y te pones a soltar metáforas? Ahora necesito un poco de realidad pura y dura.

—La vida es pura y dura.

—¿Y eso quiere decir...? —repetí, frustrada. Para ser alguien que se dedicaba a comer pollas como un hambriento platos en un buffet libre, Leng se estaba conduciendo demasiado líricamente para mi gusto.

—Solo tú tienes la respuesta, pequeña saltamontes.

—¡No me jodas, Leng! —protesté.

—¿Utilizas el lenguaje soez para ponerme cachonda o porque estás hecha un lío?

—Lo segundo. Y ya estás cachonda, no me engañas.

—Hermosa criatura —dijo en tono adulador.

—Leng —gimoteé—. ¿No vas a ayudarme, verdad?

Ella suspiró.

—El corazón es un cabrón traidor y escurridizo, niña.

—¿Y...? —le apremié, al ver que no continuaba.

—Y... eso, Catherine. El final del camino. Piensa en ello.

—¿Ya está?

—Para mí, sí. A ti te queda sufrir por el cabrón traidor.

—Te odio, Leng.

—Lo sé. Besos.

Y colgó. Me quedé mirando el teléfono como una idiota. Me senté en el sofá con él todavía en la mano. Tardé un par de minutos en darme cuenta.

Lo había dicho, en voz alta. Quería a Micaela.

El problema era que también, al parecer, quería a Helena.

Cabrón traidor y escurridizo de mierda.