11
Todavía con el teléfono en la mano y la angustia de saberme poseedora de un órgano cardíaco tan ingrato como volátil, mis cavilaciones se vieron interrumpidas por el sonido del interfono en el despacho. Eso de tener pared con pared vivienda y lugar de trabajo tenía ciertas ventajas, una de ellas la de poder atender enseguida un requerimiento en el segundo, hallándome en la primera. Debía recordar proponerle a mi casero, dueño de ambos inmuebles, la posibilidad de abrir una puerta que los comunicara. No es que fuera perezosa, pero sí partidaria de un óptimo aprovechamiento de los recursos disponibles.
Me asomé a la ventana y vi que era un desconocido con una maleta. Debía de ser el compañero de mi cliente. Había una furgoneta aparcada en la acera con el logo del centro ecuestre. Casi había olvidado que esa tarde me la traerían. La recogí y, subiéndola al despacho, la deposité sobre la mesa. Era una vieja maleta de cuero color tabaco, con dos anchas correas a modo de cierres. En el frontal había atornillada una ancha placa metálica de un dedo de grosor, con la marca del fabricante grabada en ella. Tanto en la chapa como por toda la maleta había muescas y roces, supuse que productos del desgaste. Por su aspecto, era lo suficientemente antigua como para descartar la posibilidad de sacar información de su procedencia. La abrí. El interior estaba forrado con nailon gris veteado con el nombre de la marca. Contemplé lo que parecía una instalación artística de la vida de Dominicus Nan. Apenas media docena de prendas (eso sí, limpias y dobladas con pulcritud), que enseguida constaté que no iban a ser de ninguna ayuda. No había etiquetas que pudieran indicar su procedencia y, examinando el contenido de los bolsillos de pantalones, chaqueta y abrigo, tampoco nada que pudiera dar alguna otra pista: ni tickets, ni resguardos, ni un mísero papel superviviente del que poder sacar algo en concreto. Tanteé los forros, por si había algo escondido, pero tampoco tuve suerte. Me angustió la idea de haber aceptado un imposible con final infeliz. No deseaba ver la mirada moribunda del señor Nan ante mis manos vacías.
Cerré la maleta. La tarde languidecía y yo había quedado con Micaela en el Sappho. Empezaba a creer que era una especie de fanática de la seguridad porque, aun en un lunes como hoy, sin abrir sus puertas al público, había un mazacote de señor con pinta de orangután que guardaba las puertas del reino. Ya había tenido un primer indicio de esa querencia por la seguridad cuando intenté colarme en La Noche y me quedé con un palmo de narices por culpa de la férrea presencia de vigilancia privada. Estaba empezando a exprimirme el cerebro buscando una presentación educada («Hola, soy la que le chupa los deditos de los pies a tu jefa») cuando el señor Masa De Pan De Cien Kilos me franqueó el paso con un educado «Buenas tardes». ¡Mira qué bien, cómo molaba que a una la trataran como a la reina consorte! Cuando entré a la sala principal me detuve en su periferia, embargada por una sensación de extrañeza. Era raro ver vacío y silencioso aquel inmenso espacio, acostumbrada a hacerlo abarrotado, bullicioso y húmedo hasta el delirio («¡Haz deporte. Practica el sapphing!»). Subí las escaleras hasta el despacho de Micaela y entré tras dar un ligero golpe en la puerta. Cómo no, para facilitarme las cosas Micaela estaba arrebatadora, preciosa, perfecta, sublime. Helena dio un paso atrás dentro de mí. No había hecho más que pensar en ella, en Micaela, en las dos. En lo que sentía por cada una de ellas. Podía entender qué ocurría con Helena, no había que ser un lince para ello. Lo nuestro no tuvo tiempo de terminar, solo de romperse de golpe. Como un vaso estrellándose contra el suelo. Los pedazos resultantes fueron una mezcla de rabia, estupor, amor, presiones de su familia y nuestra propia impotencia ante lo que nos estaba pasando. Quedaron muchas cosas por sentir, por experimentar. Todo lo que quedó pendiente entre nosotras, los días que jamás compartiríamos ya. Los proyectos. Los anhelos conjuntos. Hui, trayendo conmigo ese sentimiento, ese amor roto, por mucho que lo sepultara bajo capas de negación y coños empapados.
¿Y Micaela? ¿Lo que sentía por ella? ¿Lo que ya me había reconocido a mí misma como amor? ¿Y por qué mi miedo, ese pavor a reconocerlo ante ella, a decirlo en voz alta? ¿Qué diferencia había entre sentirlo y proclamarlo? ¿Era de verdad tan solo temor a que volvieran a romperme el corazón por entregarlo bajo custodia, o era otra cosa? Sabía que era absurdo: aunque no se lo dijera a ella, yo lo sentía. ¿No quedaría igual de hecho pedazos el cabrón traidor si lo mío con Micaela no funcionaba? ¿De qué estaba hecha mi reserva? ¿No confiaba en ella porque era puta y le adjudicaba inconscientemente una especie de casquivana volatilidad? ¿Se trataba de eso? ¿Así de miserable era yo? ¿Acaso pretendía reservarme la última palabra, en previsión de un fracaso sentimental? ¿Poder decir, sacándole la lengua como una colegiala: «Pero nunca te dije que te quería, jódete», en una estúpida competición para ver quién quedaba por encima de quién?
Acabé harta, sobrepasada y angustiada. De mis líos mentales, de mi inseguridad, de mi redundancia en la autocompasión. Solo tenía clara una cosa: podría haber sido todo lo promiscua que quisiera ese año, pero no me gustaba engañar ni hacer daño de modo consciente. Quería a Micaela, sabía que la quería. Y lo que menos deseaba era que lo que hubiese dentro de mí que se empeñaba en negar ese sentimiento, adoptase el nombre que adoptase, terminara haciéndole daño. Nunca me lo perdonaría.
—Acércate para que te bese.
El imperativo de Micaela, sensual y provocativo, cortó mis pensamientos. Sus labios, su boca, su piel era todo lo que necesitaba. Cerré la puerta del despacho, me acerqué a la mesa, la rodeé y ella alzó la cabeza para que la besara. Lo hice con suavidad. Me separé de ella y toqué su mejilla, recolocando en su sitio las gafas que usaba para leer y que se habían desplazado por el beso.
—Pareces cansada —dije.
—Una agitada comida de sobremesa —replicó, sonriendo.
—Vaya, pensé que tenías más aguante. —Me senté sobre el borde de la mesa de su despacho, sonriendo ante el recuerdo de la maravillosa sesión de sexo de hacía unas horas.
—¿Quieres decir, por la costumbre de mi profesión? —preguntó ella en tono casual.
¡Mierda! Creo que toda la sangre de mi rostro se me fue a un pezón. Me mordí el labio inferior, siendo lastimeramente consciente del campo de minas que venía adosado al paquete de nuestra relación. Micaela me miró frunciendo el ceño, para después sonreír tenuemente.
—No pongas esa cara, Cate. Sé que no te referías a eso.
—No, no lo hacía, de verdad —balbuceé.
—Lo sé, Cate.
—Quiero decir, solo ha sido un comentario que...
—Cate —me cortó ella con suavidad, mirándome con fijeza—. Lo sé.
Asentí en silencio. Quizás era una enrevesada muestra por su parte de un intento de superación. Si podía bromear con ello, tal vez era señal de que la reserva que siempre creía ver en ella en lo relativo al asunto quedaba superada. O puede que fuese un intento dirigido a ambas.
—Vale, de acuerdo. —Desvié la mirada hacia los papeles sobre su mesa—. ¿Mucho papeleo?
Ella seguía observándome.
—Lo que agota es el sentimiento, Cate —dijo con suavidad, haciendo caso omiso a mi descarado intento de desviar la conversación—, cuando sientes algo por la persona con la que te acuestas. Un acto físico, sin ese sentimiento, es solo eso, necesidad y poco más.
Tragué saliva. «Cabrón. Traidor. Escurridizo», pensé. Tenía demasiado cerca la tormenta de mi incertidumbre con respecto a ella y a Helena. «Escurridizo. Traidor. Cabrón.» El orden de los factores no alteraba el producto. Este último pensamiento me hizo ser consciente de que la zozobra regresaba, y con ganas. ¿Era un intento de Micaela por averiguar lo que yo sentía? ¿Debía igualar yo la apuesta? Las palabras bailaron en mis labios («A mí me pasa lo mismo»), pero fui incapaz de pronunciarlas. Me limité a sonreír, a inclinarme sobre ella y besarla con suavidad. «Entiéndelo, Micaela; compréndeme», rogué en silencio.
Cuando el beso terminó, no hallé en su rostro reproche alguno por las palabras no pronunciadas, si acaso las esperaba. Volvió a recolocarse las gafas.
—Termino en diez minutos, si no te importa esperar.
—Claro que no.
—¿Vamos a cenar después? —propuso.
La miré entrecerrando los ojos.
—Pero ¿cenar/cenar o cenar/follar? —pregunté.
—¿Es necesario elegir? —Micaela sonrió juguetonamente, para después añadir—: Cenar, cenar. No sé tú, pero yo estoy hambrienta. Quedé con alguien al mediodía para comer y me distrajo con un aburridísimo plan financiero contable.
—Me lo vas a decir a mí —suspiré, sonriendo—. Me apunto a lo de cenar/cenar..., sin por ello excluir otros menesteres, claro.
Sonrió y se sumergió en los papeles. Yo fui hasta el sillón y me dejé caer en él. A los pocos segundos, Micaela levantó la vista y me miró por encima de las gafas.
—No hace falta que te quedes ahí, puedes bajar y servirte lo que quieras. Suelo tener bebida aquí arriba, pero se me olvidó reponer las botellas.
—Gracias, pero aquí estoy bien.
—Te aburrirás.
—¿De mirarte? Nunca.
Micaela sonrió. ¿Un puntito a mi favor?
—Como quieras —claudicó, regresando a su tarea.
Hice lo que dije. Mirarla. Helena se fue muy, muy lejos. Se hizo chiquitita, un destello apenas hiriente en un abismo de negrura. Pero sabía que solo era una tregua, que con cubrirla con la presencia de Micaela no iba a ser suficiente. «Es ella, ¿no?», le pregunté al traidor, concediendo una tregua a nuestra confrontación. «Dime que es ella, porque... ¡mírala! ¿Acaso has visto alguna vez mujer más hermosa?» Él replicó, irónico: «¿Y eso es todo?». Yo me revolví: «Sabes que no, que hay algo más. ¿Como con Helena?», hincó él el cuchillo.
Lo mandé a la mierda. Era mío, podía hacer con él lo que (y mandarlo adonde) me viniera en gana.
—¿Cate? —La voz de Micaela me sobresaltó. No levantó la vista de los papeles al hablar.
—¿Sí?
—Estás haciendo ruiditos.
—¿Yo?
—Ajá.
—Lo siento. —No podía decirle que acababa de mandar a la mierda a mi corazón, ni mucho menos las razones—. Mejor me voy abajo, no quiero molestarte.
Se quitó las gafas y me miró sonriendo, al tiempo que echaba hacia atrás la silla y se levantaba.
—Ya he terminado. —Vino hacia mí con ese paso felino que me hacía perder la cabeza.
—Qué bien —dije—. ¿Quieres que...?
Se llevó el índice a los labios, indicando que me callara. Llegó hasta mí y se sentó a horcajadas en mi regazo. Rodeé con mis manos su cintura y la acaricié. Ella inclinó la cabeza y me besó. Su boca devoró la mía hasta hacerme sentir magullados los labios. Era como si nunca tuviera bastante. Besaba, mordisqueaba, lamía, acariciaba con la punta de la lengua, con los labios. Y volvía a empezar. Una de sus manos aferró mi nuca y, sin dejar de besarme, metió la otra entre mis muslos. Respingué, con una sonrisa muriendo entre sus besos.
—¿No estabas cansada?
—¿De follarte? —preguntó con suavidad, como si hablara de hacer pastas para el té—. Nunca.
Con un rápido movimiento, metió la mano dentro de mi pantalón. Elevé las caderas para facilitarle el acceso y deslicé mis manos por debajo de su camisa, delineando su columna vertebral con la yema de los dedos. Ella desabrochó mi pantalón y la punta de sus dedos llegó hasta mi sexo.
—¿La cama, Micaela? —pregunté en un jadeo, delirando por su caricia.
—No.
—Vale.
Qué facilona era una, hay que ver. Jadeé de nuevo. Sus caricias me estaban llevando al límite. Me besaba, me tocaba, se retorcía sobre mí. Su piel, su olor, ella. Tenía razón. La carne es solo carne. Esto era otra cosa. Yo, animal sexual, lo sabía. Un nuevo nivel, un estadio superior. ¿Cuántas? ¿Decenas? Y con ninguna había sido así. Lo sabía, lo sabía, en lo más profundo del cabrón traidor. Como lo sabían las terminaciones nerviosas de mi cuerpo, la piel que me quemaba, el reclamo que me urgía a tocarla, saborearla, sentirla. Su dedo acarició mi entrada y yo me retorcí.
—No. Solo... acaríciame —pedí, ahogada por el deseo.
Micaela obedeció y no tardé en correrme. Suspirando, descansé mi cabeza sobre su pecho, que ella acogió, besando mi coronilla. Absorbí el aroma de su piel. Ya era huella en mí, inconfundible, único. Fuese donde fuese, me acompañaría. Busqué su boca. La devoré, pese a que ya notaba mis labios hinchados. Ella gimió. Me coloqué en diagonal en el sillón y la desplacé para que montara sobre mi pierna. Ella se apoyó en el brazo del sillón y empezó a balancearse.
—Eh, espera un poco —dije—. Deja que...
—No hay tiempo —replicó ella con un gruñido, acelerando el movimiento.
Solo pude acariciarla y sus ojos no se apartaron de los míos hasta que se corrió, echando la cabeza hacia atrás. Después se derrumbó sobre mí y yo tracé pequeños círculos con la yema de los dedos en su espalda. Sentía el cosquilleo de su agitada respiración en mi cuello. Micaela se hizo un ovillo entre mis brazos. Alzó la cabeza y tocó con cuidado mis labios.
—¿Vas a tener problemas para explicar esto? —preguntó, delineando lo que pronto sería una pequeña hinchazón.
—Si no me lo preguntan como requisito para la medalla, no.
—Lo siento.
—No me he quejado.
—¿Te apetecía?
—¿Bromeas?
—¿Es un sí?
—Es un sí.
—Me alegro —suspiró.
Volvió a hundir la cara en el hueco de mi cuello. Nos quedamos en una relajante quietud, acariciándonos con pereza.
—Tengo una madre —dije de golpe—. Hoy ha venido a verme. Es de color. Quiero decir, negra.
No levantó la mirada, pero adiviné la sonrisa en su tono.
—Una buena historia después de un buen sexo. Me gusta. Sigue. Tu padre era blanco y sus genes se llevaron el premio.
—No, no exactamente. No sé quién es mi padre. Tampoco es que lo eche de menos. Suzetta era madre, padre, madre otra vez, tía, abuela y vecina puñetera. Toda en una.
—¿Y dónde adquiriste esa ganga?
—Ella me adquirió a mí. Soy adoptada.
Imaginaba que Micaela se estaría preguntando las razones que yo podría tener para empezar una charla así en un momento así, pero si me las hubiera preguntado no habría sabido responderle, porque ni yo misma lo sabía. La ecuación Buen Sexo más Corrida nunca había sido igual, en mí, a Confidencias. Normalmente era:
buen sexo + corrida = +sexo+sexo+sexo+sexo+sexo
O irse cada participante por su lado en busca, o no, de nuevas operaciones aritméticas.
—¿Y hoy te lo ha contado? —preguntó ella.
—No, cariño —sonreí—. Lo sé desde que tengo uso de razón.
—¿Te supuso un problema entonces?
—Sí. Me jodió saber que nunca sería negra.
Ella rio brevemente. Se incorporó y se movió hasta colocarse frente a mí en el sillón. Me miró con curiosidad.
—No conozco muchos casos de niños blancos adoptados por gente de color —dijo.
—Yo tampoco. Pero no conoces a Suzetta. Sería capaz de cambiar las leyes del Universo con tal de salirse con la suya.
—¿Cómo fue?
Le resumí someramente la historia que me había contado en su momento mamá:
—Chica sin recursos y sola ingresa un día en Urgencias por una complicación derivada de un embarazo no deseado, cruzando su destino con una ginecóloga que acaba adoptando al fruto de su desliz.
Evidentemente, no fue tan fácil ni tan simple, pero era un buen resumen. Y, oye, de pequeña la historia me hacía ganar puntos en el patio del colegio, porque le daba mil patadas a la simplona de la semillita y la maceta. Adónde iba a parar.
—¿Y dónde está ahora esa pobre chica? —preguntó Micaela.
Me alcé de hombros.
—Mamá dice que murió en un accidente tiempo después, pero siempre he sospechado que me mintió. No sé, creo que pensó que, para una niña adoptada, pensar que su madre no estuvo en su vida porque el cruel destino se lo impidió era mejor que no hacerlo porque, básicamente, sintió un enorme alivio por haberse librado del gran error de su vida.
—Tú no eres ningún error, Cate. —Micaela acarició la base de mi garganta con el pulgar.
Besé su cabeza, agradeciéndole en silencio sus palabras. No es que me importara demasiado, la verdad. Enervar me enervaría, nuestra relación sería como un encuentro de gatas y perras, pero Suzetta era mi madre, aquí y en la Luna. Ayer y siempre. Yo no era de las que ponían los lazos de sangre en un pedestal. Suzetta era a mamá lo que pelota a redonda.
—Como sea, si la verdad fuera esa, no sé por qué Suzetta no me la cuenta, al menos ahora —dije—. Ya soy mayorcita para asumirlo. Si me dijera que mi madre biológica se libró de mí y siguió su vida tan campante, no haría un drama de ello.
—¿Nunca intentaste averiguar sobre ella? —preguntó Micaela—. ¿Sobre el resto de tu familia biológica? ¿Tu padre?
Torcí el gesto.
—Al parecer, mis abuelos maternos la echaron de casa al quedarse embarazada. No tenía más hermanos, del Señor De Los Espermatozoides nunca se supo, y a mí, qué quieres que te diga, nunca me han entrado unas ganas locas de conocer a un par de desalmados que fueron capaces de dejar a su única hija en la calle en el estado en el que se encontraba. Mi vida no va a cambiar por saber que saqué la nariz de la tía Adrianne o porque tengo ese tic propio de la bisabuela Josephine. Mi madre es quien me crio, a quien me debo, no a una combinación de grupos sanguíneos o parecidos nasales —dije con rotundidad—. La persona que estuvo a mi lado fue Suzetta, y punto.
Noté que Micaela se estremecía entre mis brazos. Cuando habló, su tono parecía apagado.
—Sea como sea, estoy segura de que perderte tuvo que ser horrible para ella. Para una madre... —vaciló—... debe de ser terrible.
Fruncí el ceño, sorprendida por el tono afligido de su voz, y la abracé con más fuerza, agradeciendo su preocupación. La noté tensa y froté su antebrazo con suavidad.
—Eh, vamos, no hace falta que me consueles. Hace mucho tiempo que lo asumí. Tanto si es cierta o no su muerte, tengo claros mis sentimientos. Y si Mamá Número Uno está vivita y coleando por ahí, y Suzetta no quiere contármelo, sé que sus buenas razones tendrá para hacerlo.
Noté que Micaela suspiraba, acogiendo mi renovado abrazo con una fuerza inusitada. Sus dedos se enroscaron en mi muñeca y yo me sentí abrumada por la intensidad de sus emociones, agradecida por su empatía.
No sabía entonces lo equivocada que estaba. No era por mí. No era la historia de la niñita dada en adopción lo que la hacía estremecerse. Me perdí esa miguita de pan, como me perdí todas las demás, malinterpretando sus palabras, sus emociones.
Hasta que fue demasiado tarde.
—Puede que le dé miedo —dijo Micaela, y yo le lancé una mirada interrogadora cuando ella me miró a su vez—. Quizás tema que quieras buscarla —explicó.
—¿Miedo de lo que pueda averiguar? ¿A lo que me encuentre?
—O a perderte.
—¿Perderme? —la miré, desconcertada—. ¿Por qué? ¿Algo así como a quién quiero más, a Mamá Uno o a Mamá Dos?
Ella asintió y yo sonreí, agitando la cabeza.
—No, no pasaría nada de eso. Tanto si encontrara a una mujer maravillosa como a la más vil de las villanas, eso no cambiaría nada de lo que siento por Suzetta. Es a ella a la que recuerdo poniéndome la mano en la frente para saber si tenía fiebre y ella la que me contaba un cuento antes de dormir. También era la que me llevaba recta como un palo, por cierto. Créeme, con Suzetta he tenido madre suficiente para una vida.
—Parece una mujer de carácter —dijo Micaela. Noté que la tensión que la había agarrotado se evaporaba de su cuerpo poco a poco y volvía a acurrucarse entre mis brazos.
—Hasta que acepté que eso podía ser una virtud, créeme, pasó mucho tiempo. —Hice una mueca—. De niña nos llevábamos bien. A ver, me sacaba casi metro y medio y varias decenas de kilos y yo tonta no era. Al crecer, ya sabes, adolescencia, pubertad, rebeldía... chocábamos, pero nunca llegamos a descarrilar.
—¿Y ahora? —preguntó con suavidad.
Fruncí el ceño. «Oh, vaya —entendí de pronto—. Era por esto. Para llegar hasta aquí.» Mi boca no parecía tan escurridiza como mi corazón. Al parecer, sabía lo que se hacía cuando empezó a hablar. Y Micaela, lo supe al mirarla, también. Sabía escuchar, sabía detectar.
—Ahora... —vacilé—... un año, Micaela. Y lo ha traído con ella.
—¿Quieres contármelo? —preguntó ella con la misma suavidad que antes.
Y lo hice. Le conté ese último año, los acontecimientos precedentes. Todo.
Excepto Helena.