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A la hora convenida me dirigí al centro social. La directora me recibió en persona. Era una mujer enjuta y rozando la cincuentena, de paso vivo y pelo teñido de un caoba anaranjado. Me llevó a su despacho, una minúscula estancia atiborrada de libros, manuales y colosales pilas de carpetas que parecían jugársela en precario equilibrio, amontonadas sobre toda área mínimamente plana. Las había incluso en el suelo, apoyadas contra los laterales de la mesa, cuya superficie estaba tan atestada como el resto de la habitación. Parecía el infierno ideado para maniáticos del orden. Pero ella, tras las presentaciones de rigor, echó un breve vistazo a la mesa y localizó una carpeta sin vacilar.

—Dominicus Nan, ¿verdad? —dijo, haciéndose con unas gafas y abriendo el expediente.

Asentí. Volví a contarle con brevedad la naturaleza del caso, mientras ella afirmaba con enérgicos movimientos de cabeza sin levantar la vista de la lectura. Se mordía alternativamente el interior de los carrillos en lo que parecía un tic nervioso. Al cabo de unos instantes me miró, levantando la vista.

—Desde luego, qué pena de hombre.

—¿Qué puede decirme sobre él?

Bufó, mordisqueándose el labio.

—Poca cosa. Nos lo derivaron desde el hospital. Al parecer —señaló una parte del informe—, primero tuvo que pasar por la «lavadora». La policía se resistía a dejarlo marchar —me miró por encima de las gafas—. Supongo que lo sabe, ¿no? ¿Un nombre falso? ¿Sin memoria? ¡Y eso tan llamativo de las huellas dactilares! —Volvió a bufar—. En fin, las reticencias de la policía eran más que justificadas.

—Pero no encontraron nada —observé.

—Y con nada se fue. No pudimos hacer nada por él. En el hospital no podían ocuparse de su caso, así que nos lo enviaron a nosotros. ¿Qué le interesa saber?

—Todo. Su comportamiento, su trato con el resto de los usuarios, si hizo o dijo algo que pudiera dar una pista acerca de su identidad o pasado, cómo se...

—Una semana —me interrumpió ella, ladeando la cabeza.

—¿Perdone?

Alzó el índice.

—Solo estuvo una semana. ¿Cómo pueden creer que podemos ocuparnos de alguien en ese tiempo? —exclamó, echando el aire por la nariz—. Somos un centro de acogida e inserción, pero se están cargando los programas de larga estancia. ¿Ha oído hablar de los recortes presupuestarios? —Sus labios se plegaron en una mueca de enojo—. Cuando la pobreza entra por la puerta, a los pobres los tiran por la ventana. —Frunció el ceño, sobresaltada al darse cuenta de la metáfora que había elegido—. Huy, poco apropiado, ¿no? En fin, ya me entiende. Hay dinero para que los que se libran siempre de la mierda vuelvan a librarse de la ídem, y ya pagarán el pato los de abajo, cómo no. ¿Y en qué se traduce eso? —continuó—. Estamos sobrepasados, desbordados de peticiones. Recibimos de media unos diez nuevos ingresos a la semana, tenemos listas de espera, no podemos llevar a cabo como sería deseable los programas de inserción —alzó las manos, exasperada—. ¡No hablemos ya de aquellos usuarios que precisan algún tipo de tratamiento!

—Como el señor Nan —intervine, tratando de reconducir el tema.

—Como su cliente, sí. Mire, por culpa de la crisis nos hemos transformado en poco más que un lugar de paso. Ya nos parecemos más a un albergue de transeúntes que a un centro de acogida. El señor Nan tuvo, aun así, algo más de suerte. Dada la problemática con la que vino se le alargó la estancia una semana. Podríamos haber hecho mucho por él de haber contado con los medios suficientes. Antes teníamos una magnífica plantilla de psicólogos, trabajadores sociales, terapeutas... —hizo un gesto de hastío—, pero los recortes han ido mermando nuestros recursos poco a poco. Su caso precisaba de una estancia prolongada, pero... —se alzó de hombros con impotencia.

—Entiendo.

—Tampoco lo teníamos fácil, todo hay que decirlo. En un diagnóstico de amnesia, aparte de las terapias a seguir, el apoyo y el entorno familiar son fundamentales. El señor Nan habría necesitado un ambiente rodeado de objetos familiares, fotografías, olores y sonidos. Y, en fin, el contenido de la maleta con la que llegó no es que fuese una base sólida de la que partir, no sé si me entiende.

—Así que...

—Así que solo pudimos ofrecerle una semana aquí. Era un caso desolador, pero casos como el suyo, en mayor o menor medida, nos llegan a docenas. Tuvimos que limitarnos a buscarle algún trabajo que pudiera llevar a cabo, lo cual no fue nada fácil, tanto por el lado de sus capacidades como por el espinoso tema de la carencia de una identificación verificable. —Volvió a bufar—. Al final, echando mano de contactos, pude meterle en un centro hípico en Océano. Paul, el psiquiatra que lo trató, intentó que siguiera una terapia en alguna clínica con programa de voluntariado, pero hay poquísimas y están tan desbordadas como nosotros.

—¿Sabe si podría haber estado previamente en otros lugares de acogida?

Dibujó una mueca con los labios que le hizo parecer un besugo recién pescado.

—Ya lo intenté. Llevé a cabo una pesquisa personal, centrándome en la red de centros de acogida, albergues y servicios sociales. Les envié su fotografía, pero hasta el día de hoy no he obtenido respuesta. No consta en el sistema.

—Entonces, durante esa semana, ¿no hizo ni dijo nada relevante?

—Se mostraba taciturno, asustado, lo cual no es de extrañar, dado su caso. Fue un buen usuario mientras estuvo aquí. Reservado, poco hablador y, aunque no logró estar completamente insertado, sí es cierto que jamás se mostró agresivo. No parecía tener habilidades especiales o al menos no quedaron reveladas a través de los test que le hicimos. No mostraba signos de haber vivido en la calle, no había desnutrición ni deterioro físico, salvando el cáncer de pulmón, claro.

—¿Y algún signo de que tuviera algún tipo de adicción? ¿Drogas?

—No, al menos en fecha reciente. No tenía marcas ni presentó síndrome de abstinencia.

—Cuando hablé con él me llamó la atención su reacción al mencionarle la posibilidad de seguir una terapia. Fue casi idéntica a cuando mencioné a su gemelo. Parecía reacio.

La directora se llevó dos dedos a la boca y se los lamió, pasando a continuación las hojas del informe.

—Hum, sí, creo que hay algo de eso por aquí, anotado por Paul —cabeceó—. Solo pudo tener una sesión con él, una absoluta miseria, como verá. A ver, sí, aquí está. —Siguió unas líneas con un dedo mientras bisbiseaba conforme lo leía—. Sí, al parecer era reticente a ser tratado: se puso nervioso cuando Paul le mencionó la posibilidad, y también reaccionó de forma adversa cuando el hermano salió a colación. —Me miró, como calibrando si me daba la información. Al final, suspirando, continuó—. Paul creía que había algo enterrado en su memoria al respecto, pero no hubo tiempo de sacarlo a la luz. La mayoría de los casos de amnesia se resuelven sin necesidad de tratamiento, ¿sabe?, salvo que exista un trastorno subyacente, ya sea físico o mental. En el caso que nos ocupa, Paul creía que había algo escondido en la psique del señor Nan que podría estar haciendo de barrera para su recuperación.

—¿Algo así como una señal de stop?

—Como una puerta cerrada con un aviso bien grande de No pasar, sí. Quién sabe qué habrá detrás de esa puerta. O bien algo relacionado con la terapia, con su hermano, o ambos a la vez.

—Mi cliente utilizó la expresión «No me caía bien».

Ella ladeó la cabeza.

—Eso puede significar tanto mucho como nada. Viejas rencillas incrustadas en su subconsciente. Malas experiencias —aventuró, alzándose de hombros—. Quién sabe.

—¿Podría hablar con el terapeuta que lo vio? Me gustaría conocer sus impresiones de primera mano.

—Puedo pasarle su número y que él decida. Está en la otra punta del país. Chico listo, aceptó una oferta de la privada e hizo las maletas. Si el señor Nan se hubiese tirado desde esa ventana con un Rolex de oro en la muñeca y un traje de Armani, ya se habría molestado alguien en averiguar quién era o, al menos, en poner todos los medios a su alcance para ello —cabeceó—. ¿Sabe? En su caso, la amnesia le confiere una peculiaridad especial, pero, al final, todo desemboca en lo mismo: personas que se pierden en alguna parte del camino y no saben volver a él, por una u otra circunstancia.

—Ni saben volver, ni nadie les reclama —observé.

Ella asintió.

Eso puede deberse a muchas cosas, pero mire, le voy a decir algo —clavó el índice en la mesa—: Si eres una persona felizmente integrada en la sociedad, con los lazos intactos, y puedes mirar a la cara a tus congéneres, tarde o temprano alguien te echa de menos. Y eso no ha ocurrido en su caso. ¿La razón? —Se alzó de hombros—. Quizás nunca la sepamos, pero la cuestión es que a nadie, durante estos meses, parece haberle importado lo suficiente como para buscarlo, ¿verdad?

—Verdad —asentí.

Se quitó las gafas con un gesto enérgico y cerró el expediente, levantándose, y yo la imité.

—Tenemos que dejarlo aquí. Siento no haberle sido de más ayuda. No sé qué pudo ocurrirle o quién fue para acabar como ha acabado, pero no parecía merecérselo.

Esbocé una sonrisa de circunstancias.

A veces, merecerlo o no, no importa —dije—. Te pasa, sin más.