19
En efecto, tal y como me había dicho Chiara, la casita de invitados era una monada. Una cabaña de madera prefabricada a una veintena de metros de la construcción principal. Ella y Paola vivían en las afueras de Peñasco, en un chalet de dos plantas que hacía juego en cuestión de monería con el pabellón añadido. Ambas construcciones estaban enclavadas en una parcela de terreno vallado que incluía un jardín de césped inmaculado y árboles de frondosas copas. Subieron un punto en mi admiración particular por ello: yo era incapaz de hacer que nada verde sobreviviera a mis cuidados. Con decir que alcancé mi récord de holocausto vegetal mustiando la última planta que cayó en mis manos (un cactus), creo que lo explico todo.
—Bonita casa —dije, cuando Chiara salió a recibirme.
—Gracias. —Cogió la botella de vino que le ofrecía y ladeó la cabeza con una sonrisa en su rostro—. A ver, en esta casa solo hay una norma: nada de hablar de trabajo, ¿ok? Porque resulta que yo soy policía y Paola dedica parte de su tiempo libre a labores de voluntariado en una asociación para personas en riesgo de exclusión social. Eso son muchas tinieblas, no hace falta que te lo explique. Así, nos consolamos y apoyamos mutuamente, pero no ponemos cadáveres sobre la mesa, ¿vale? —señaló la casa tras ella—. En cuanto traspasemos esa puerta seremos simplemente tres mujeres que van a disfrutar de una cena relajada. Así que, antes de poner el pie en el porche, información de última hora. Mi amigo del depósito me ha pasado un listado con todos los coches que constan como abandonados y sin reclamación. La flauta no ha sonado y no hay ningún Dominicus Nan que figure como propietario y, te advierto, la lista es larga como un día sin pan. Mañana te la enviaré.
—Te estoy muy agradecida por todo, Chiara.
—No hay de qué. ¿Alguna pregunta más antes de entrar en la zona de exclusión?
—Solo una. —Chiara aguardó, expectante—. ¿De verdad es posible hacer una tortilla con nueces?
Se rio, agitando la mano hacia la casa.
—Pasa y lo averiguarás, criatura de poca fe.
El interior era tan acogedor como predecía su exterior. Un entorno hogareño, bien cuidado y equilibrado. Luces cálidas, decoración amable, colores relajantes. Paola era una delicia. Alta como una espiga, de pelo corto y claro y gesto en principio algo melancólico, impugnado casi al mismo tiempo que lo calificabas, porque esa primera impresión quedaba enseguida anulada por su trato, cercano y cálido. Paola te miraba como si solo tú estuvieses en la habitación y le importaran todas y cada una de las palabras que surgieran de tu boca. Me hizo sentirme bien acogida, valiosa y el centro del mundo. Comprendí que esa mujer tenía un talento excepcional y agradecí que lo aplicara a quien más lo necesitaba, no tanto a una borrachuza de vida desmantelada cual servidora como a las personas que debía tratar en su labor como voluntaria. Aun así, con todo su despliegue de amabilidad, lo vi, en el fondo de sus ojos, el eco espectral de ese gesto taciturno de primera impresión que, al contrario que este, no podía ocultar tan bien: el conocimiento de la parte oscura, el dolor por la infamia de la vida. Las tinieblas de las que había hablado Chiara. Lo había visto antes, en la mirada de policías, profesionales de la medicina, trabajadores sociales y voluntarios. Por mucho que te esforzaras en levantar una barrera, en aislarlo de tu vida cotidiana, volvías a casa con ello, con el cadáver abierto en canal o el niño llorando aferrado a los brazos de su madre magullada. Paola lo llevaba dentro, por mucho que fuera capaz de domarlo. Admiré, no obstante, su capacidad para ello. Yo no podía. Llevaba mi interior a flor de piel, adobado en alcohol y salpimentado con kilos y kilos de inestabilidad. El año anterior había sido el peor de mi vida, yendo de coño en botella y (me las) tiro porque así olvido. Había empezado con el instante que cambió mi vida (el segundo en el que alcé mi arma reglamentaria y apunté con ella a Romus) y le habían seguido millones más, llenos de decisiones intempestivas, erróneas o dolorosas. Había creído encontrar el bálsamo en la trampa del olvido y casi me había funcionado, porque había sido capaz de dejar atrás una madre, un proyecto de vida y un futuro que había creído inamovible, sin, en apariencia, saltar en pedazos. Qué tramposa es la vida, porque volvió a engañarme. Primero me dijo que viviría mi tiempo junto a una maravillosa mujer llamada Helena, y me lo quitó. Después, que podría olvidar y continuar como si nada hubiese pasado, porque la poción mágica era poderosa, capaz de anular el dolor, los remordimientos, la necesidad y la angustia. No me advirtió, así, que sus efectos tenían un plazo limitado y que, tras su expiración, las sombras darían un paso adelante. Aun así, me mostró a Micaela, y algo volvió a latir dentro de mí. Pero ese latido activó algo más y Helena (y todo lo que representaba) vino con él. También me trajo de vuelta a mi madre y, con ella, la pesadumbre que sentía por mi ingrato alejamiento. Puso, así, delante de mí, la vida que había vivido y deseado olvidar en el fondo de una botella y en la piel de innumerables mujeres.
Era demasiado. No podía con ello, todavía no. Había funcionado como un ser humano medianamente decente, porque había sido capaz de levantarme del suelo, encontrar nuevos amigos, tener un techo sobre mi cabeza y pagar las facturas. Pero todo eso se me antojaba un espejismo, porque, en realidad, solo había servido para hacerme funcionar en una especie de piloto automático cuya ruta programada se había limitado a sortear las turbulencias.
Pero ahora las montañas se acercaban y debía coger los mandos del avión, por mucho que lo odiara. Había despertado de un largo letargo, mi vida anterior había venido a buscarme, la nueva me ofrecía un nuevo proyecto, tiempo junto a una mujer también maravillosa, y yo lo único que quería era darme la vuelta en la cama y taparme la cabeza con las sábanas. Era una reacción todo lo inmadura que se quisiera, pero ser consciente de ello no hacía que encontrara las ganas de afrontarlo. ¿Por qué no podía domar todo aquello y aislarlo en celdas pequeñas para poder manejarlo mejor y encontrar soluciones? A mi desmantelamiento, a mis dudas, al miedo que sentía por todo ello. Tampoco necesitaba hacerlo de golpe, podía ir poco a poco: restablecer lazos perdidos, afrontar decisiones dolorosas, comprender (desde el sentimiento y no desde el despecho) por qué la mujer que decía amarme me apartó de su lado. Qué quería el cabrón traidor y escurridizo de mi corazón.
Una copa, para empezar.
No podía hacerlo aquí, ya, todo, porque una mujer alta como una espiga pudiera y yo deseara imitarla. Ni ahora, ni mañana ni, sospechaba, en un plazo inmediato. Era todo demasiado intenso, profundo y vital como para empezar en el comedor de unas mujeres a las que acababa de conocer. La poción mágica debería seguir haciendo su trabajo un poco más. Hoy me taparía la cabeza con las sábanas y mañana... mañana sería otro día.
—Espero que no hayas echado en falta un buen filete.
Paola me miraba con amabilidad. Habíamos acabado la cena y pasado al salón a tomar una copa.
—Desde luego que no —dije—. Todo estaba buenísimo.
La conversación durante la cena había transcurrido en una especie de ejercicio de habilidad por parte de Paola. Había llevado la iniciativa todo el tiempo y sabido detectar las señales de desvío en cuanto estas habían aparecido en el camino. Así, había soslayado mi pasado («¿De dónde eres?»), mi presente («¿Estás con alguien?»), y ciertas preguntas que había intuido que me incomodaban, derivando la conversación a través de una satisfactoria convencionalidad plagada de temas de actualidad, cultura y aficiones. Me sorprendió saber que a Chiara le encantaba trabajar con la madera; de hecho tenía un cuarto para ella en una parte de la casa. «Uno lo suficientemente aislado como para que el serrín no llegue hasta la cocina», había acotado Paola, mostrándome, orgullosa, su primera creación. Chiara lo había hecho cuando era la adolescente que bebía los vientos por su entonces profesora: un colgante circular con una margarita tallada, cuyos pétalos abarcaban toda la circunferencia. La enamorada alumna había averiguado que era su flor favorita y grabado en su reverso una leyenda, dejando después su obra a escondidas al alcance de Paola.
—¿«Nada es imsible»? —leí, cuando Paola me lo pasó, quitándoselo del cuello—. ¿Qué significa? —alcé una ceja, sonriendo. Al colgante le faltaba un fragmento: había una cuña en la madera que delataba la pérdida de uno de los pétalos, llevándose con él las letras que faltaban.
Chiara lo cogió de mis manos, alzando una reprobatoria ceja hacia su mujer.
—A Paola se le cayó hace tiempo y no tuvo el buen juicio de traerme el pedacito para restaurarlo.
—No lo encontré, cariño, lo siento —se disculpó la aludida.
—¿Lo llevas desde entonces? —le pregunté.
—Desde que decidí que no era «imsible» —replicó Paola, sonriendo y recuperándolo—. Chiara era una jovencita muy insistente.
—Nada es imposible —dije, pensativa.
Le di vueltas al licor en el vaso. La diferencia de edad y las reticencias de Paola no habían amilanado a Chiara y llevaban media vida juntas. Pensé instantáneamente en Helena. ¿Y si yo hubiera aguantado también? ¿Y si no me hubiera dejado derrotar a las primeras de cambio por su rechazo? ¿Y si me hubiera esforzado más y puesto en su lugar, en el lugar de quien tenía a su hermano vegetando en un hospital por un disparo de su novia? ¿En el de alguien cuya asfixiante familia sometía a la peor de las presiones?
Pero por entonces yo estaba demasiado ofuscada, dolida y rabiosa por lo que había pasado y por el acoso al que me sometían los De Sants. La gota que colmó el vaso fue la decisión de Helena de pedirme un tiempo para estar a solas. Por toda respuesta, mi reacción fue un portazo y mandarlo todo a la mierda.
—¿Y tú, Cate? ¿Tienes alguna afición? —preguntó Chiara.
«Joderme la vida», pensé, saliendo de mis penosos recuerdos. Como eso no lo podía decir (y tampoco lo de ir de coño en botella, si a eso íbamos), me fui por la tangente, alegando que no tenía mucho tiempo para hobbies.
—Pues te iría bien un pasatiempo. Ayuda a relajarte del trabajo.
—Lo pensaré —sonreí para, a continuación, esbozar un gesto de disculpa—. Siento tener que terminar la velada aquí, pero me gustaría dar una vuelta por la ciudad.
Tenía pensado visitar algunos locales que había visto durante mi periplo por el barrio y que, al estar dedicados al ocio nocturno, estaban cerrados. Bien era cierto que, según Morritos, mi cliente al parecer no había abandonado la habitación desde su llegada, pero, según la última encuesta de la ONU, el índice de fiabilidad de dueñas de pensiones de barrios venidos a menos estaba por los suelos y yo acostumbro a tender hacia el oficialismo en esas cuestiones. No sé, quizás estuvo en alguno de ellos antes de ir a la pensión, o tal vez Nan quiso tomarse una última copa antes de despedirse del mundo y quizás, también, Morritos Salchicheros se distrajo un momento persiguiendo huéspedes de cuatro patas y se perdió la salida del huésped de dos.
—¿Tienes pensado quedarte mucho tiempo por aquí? —preguntó Paola.
—Hasta que agote todas las vías —respondí—. No pienso presentarme ante mi cliente sin la certeza de que lo he intentado todo. No soportaría leer la decepción en su mirada.
Huy, a lo mejor eso era romper la condición de tema non grato que había en la casa, pero a Paola no pareció importarle.
—Lleva cuidado con lo de implicarte demasiado, Cate —dijo, y una fugaz intensidad brilló en sus ojos, al tiempo que creí detectar cierta tristeza en su voz—. Puede llevarte a caminos que no quieras recorrer o de los que ya no puedas volver.
Chiara lanzó una inquisitiva mirada a su mujer y sonrió, cabeceando y levantándose, al tiempo que le ofrecía la mano.
—De acuerdo, hora de irse a dormir. Cuando Paola se pone en plan trascendental es señal de que la velada llega a su fin —me miró—. Y tú, lleva cuidado ahí fuera, ¿vale? En el llavero de la entrada encontrarás las llaves de la cabaña. La casita tiene cocina independiente, pero creo recordar que nuestro último invitado acabó con toda la leche de soja, así que, si quieres desayunar mañana, tendrás que pasarte por aquí.
—Gracias. Llevar cuidado, llaves, leche, desayuno. Entendido.
Sonreí, pero la verdad es que lo de la leche (¿soja? ¿Qué variedad de vaca era esa?) no me había sonado especialmente alentador. Con suerte, la oferta de los donuts seguiría vigente en la cafetería frente a la comisaría. Ya les dejaría una notita excusando no compartir con ellas las, a buen seguro, maravillosas propiedades de la soja.
Me despedí y caminé hasta el coche. Antes de subir a él me giré un instante hacia la casa. Vi luces encendidas en la planta superior. Supuse que estaría escenificándose la típica preparación doméstica previa al final de una jornada. Cepillos de dientes en un vaso, pijamas (o no), tal vez un poco de lectura antes de dormir, las luces se apagan y una se abraza a su pareja.
Algo dentro de mí estaba sin control, estaba claro, si se me hacía un nudo en la garganta proyectando una escena así. Yo, la lujuriosa y supuestamente independiente hasta la médula, Catherine Chorlito Maynes.
Entré en el coche. Miré mi bandolera, tirada sobre el asiento del acompañante. Dentro estaba el móvil. Deseé llamar a Micaela.
No lo hice.