22

 

 

Al final, resultó que el hermano del profesor se mostró muy cooperativo. Llamé al número facilitado por Betty y me presenté como una investigadora de la compañía de seguros del vehículo de su fallecida cuñada. Me inventé que el coche acababa de verse involucrado en un intento de robo con violencia y que a la compañía le urgía descartar cualquier responsabilidad por parte del propietario.

Accedió a recibirme en su casa a pesar de lo intempestivo de la cita, si bien no me aseguraba poder hablar en persona con su hermano, dado su delicado estado de salud. La dirección que me dio me llevó a una vetusta construcción de aspecto tan señorial como decrépito, un anacronismo incrustado entre un moderno edificio de oficinas y un McDonald’s plastificado. El hermano del profesor, Florián, me recibió ataviado con una vistosa bata de seda. Parecía estar cerca de los setenta años y, a modo de saludo, me ofreció una huesuda mano de uñas primorosamente pintadas, rematada por varias pulseras enroscadas en su antebrazo como crías de culebra. El resto de él era tan escuálido y colorista como esa primera muestra: descarnado, con un toque de rímel unas décimas por encima de lo discreto, pelo recogido en una cola alta y la sombra de una barba contra la que los polvos de maquillaje no tenían nada que hacer. Tras el saludo me hizo pasar a un largo pasillo flanqueado por al menos media docena de puertas, todas cerradas. Antes de que llegáramos al final, giró hacia una de ellas, de doble hoja, y me franqueó el paso a una sala de techos altos cuyo suelo estaba cubierto por decenas de alfombras dispuestas como si de un puzle se tratara. Olía a polvo y a humedad. No vi al profesor por ninguna parte, aunque la verdad es que no habría sido fácil distinguirlo del fondo. La estética hogareña daba un pelín de escalofrío: tapices desteñidos que ocupaban cada milímetro de las paredes compitiendo con cuadros de seres que parecía hacer siglos que habían pasado a mejor vida, todo ello aliñado con una iluminación escasa, por no decir casi tétrica. ¿A que me había colado en una novela de terror gótica sin darme cuenta?

Por contraste, Florián se condujo en todo momento con amabilidad y sin signos de planear encerrarme en una mazmorra para devorarme después. Vale, tal vez la decoración no era lo suyo, pero, oye, sobre gustos, ya se sabe.

—¿Un té, joven? Acababa de hacerme uno para mí —ofreció, con una sonrisa.

Había algo en él que me recordaba a Leng. Tal vez, la voz cascada. Sería eso.

—Sí, gracias —acepté.

Cuando mi anfitrión regresó con una bandeja coronada con delicadas tazas de porcelana y tomó asiento, repetí la ficticia historia del coche.

—¿Puede confirmarme que es el coche de su cuñada? —inquirí, dándole los datos del vehículo.

Florián asintió de manera leve con la cabeza, antes de llevarse su taza a los labios y sorber con delicadeza.

—Sí, es ese. Pensaba que había ido a parar al desguace. Cuando llegó la notificación desde Peñasco comunicando su retirada consulté con Dom la posibilidad de ir a recogerlo, pero se puso muy nervioso, casi histérico.

—¿Histérico? ¿Por qué?

—Me dijo que le recordaba demasiado a su mujer y que, por otra parte, estaba ya tan viejo que no merecía la pena conservarlo.

¿Histeria y nervios es la reacción apropiada al recuerdo de un objeto conyugal? No me cuadraba.

—¿Le explicó su hermano cómo pudo llegar el coche hasta allí?

Florián hizo una pequeña pausa antes de responder.

—Me comentó que se lo habían robado tiempo atrás, pero que no quiso poner denuncia.

—¿Por qué?

Se alzó de hombros.

—Lo ignoro. Tal vez por eso precisamente, porque estaba ya tan viejo que ni merecía el esfuerzo del papeleo. —Noté que Florián me observaba, frunciendo el ceño—. Corrígeme si me equivoco, joven, pero Lola falleció hace un año. ¿Eso no exime de cualquier responsabilidad?

—Es lo que tratamos de hacer. La compañía no desea en modo alguno perturbar al señor Nan, pero entienda que puede haber una denuncia por daños por parte de los afectados. El coche fue usado como ariete para reventar un escaparate. La alarma saltó antes de que pudieran llevarse nada, y quien quiera que lo hiciese se dio a la fuga, abandonando el vehículo. Pero alguien tiene que pagar los platos rotos, por así decirlo. El que no exista una denuncia previa que dé constancia del robo del coche puede complicarlo. Sin embargo, una declaración jurada por parte del señor Nan ayudaría —sonreí cortésmente—. ¿Sigue siendo inviable que me entreviste con él?

El ceño en su frente se profundizó.

—¿Cuándo has dicho que se ha producido ese acto delictivo?

—Esta misma mañana, de ahí lo inusual de mi petición en un domingo. La compañía se disculpa por...

—El coche estaba en el desguace municipal —me interrumpió Florián con suavidad.

—Eh... sí, lo estaba.

—Lo robaron entonces de allí. —«Mierda.» Sabía por dónde iba su línea de pensamiento—. La responsabilidad, entonces, sería del Ayuntamiento de la ciudad, ¿no? —concluyó él, con una sonrisa en los labios.

Mierda, el pececito se iba con la puñetera lombriz y dejaba a la pescadora con un palmo de narices. Intenté pensar con rapidez.

—Sí, a priori, sí —dije—, pero los daños causados son cuantiosos y la compañía quiere asegurarse de no dejar ningún cabo suelto. —Esperaba que no se notase que me lo estaba inventando todo sobre la marcha.

—Ya. —Mi interlocutor sorbió su té con una expresión de concentración en su rostro.

—Entonces, ¿sería posible hablar con su hermano?

Florián guardó silencio durante unos segundos, depositó la taza de té sobre la bandeja y después se alisó la bata, antes de mirarme.

—Lo de Lola fue terrible, ¿sabes? —Suspiró.

El giro en la conversación me descolocó, pero una detective jamás deja pasar la oportunidad de obtener información. Está en no sé qué sección del manual.

—¿Terrible?

Florián frunció los labios.

—Verás, joven, te confesaré algo —me miró—. Mi hermano y yo hacía más de medio siglo que no nos tratábamos. Cosas que pasan. —Por el modo de decirlo, por un fugaz destello en su expresión, supe que esas cosas que podrían haber pasado entre ellos no eran tan banales como quería aparentar. Florián suspiró largamente antes de continuar, como estableciendo una zona de exclusión entre sus últimas palabras y las siguientes—. Sin embargo, Lola era una dulzura. Toda una señora, de los pies a la cabeza. Nos veíamos a espaldas de él. Oh, bueno, no era nada programado, ni siquiera intenso. Simplemente, Lola no fingía no verme cuando coincidíamos y tampoco rehuía intercambiar unas palabras conmigo. Toda una señora, repito. —Una pausa para llevarse la taza de nuevo a los labios—. Me dolió su muerte, lo que pasó.

—¿Qué pasó?

—Suicidio.

—Vaya —alcé ambas cejas. «No lo haría saltando desde una ventana, ¿verdad?», pensé.

—Si le preguntaras a Dom, lo negaría, pero no me creo que sobrepasar ocho veces la dosis habitual de pastillas para dormir fuese un despiste de Lola, ¿sabes, joven?

—Entiendo.

Puse cara de circunstancias, mientras en mi interior empezaba a pensar si estarían de algún modo relacionados dos supuestos suicidios que tuvieron lugar con varios meses de diferencia. Todo ello, sin embargo, seguía llevándome al mismo lugar: Dominicus Nan, el profesor, el punto en común. Debía conseguir a toda costa hablar con él.

—No habría sabido del fallecimiento de Lola por él, desde luego —continuó Florián, haciendo un ligero mohín con los labios—. Y, de haberlo hecho, habría repetido lo del «súbito ataque al corazón» que le colaba a todas sus amistades —hizo un gesto reprobatorio—. Lo averigüé por otros conductos, así como la verdadera naturaleza de su muerte.

—¿Ah, sí?

—Sí. Como te he dicho, mi hermano y yo hacía décadas que no nos tratábamos. —Me miró con intensidad y exhaló brevemente por la nariz—. Dime, joven, a ver si tú eres capaz de hallar la respuesta a este enigma: ¿cómo es posible que un hombre que hace más de medio siglo que repudió a su hermano pequeño, que giraba la cabeza cuando se cruzaba con él y había pasado casi toda su vida obviando ante los demás su existencia, dime, cómo es posible entonces que fuese a ese hermano ignorado a quien llamara en mitad de la noche pidiéndole ayuda?

Su mirada, su tono de voz y su lenguaje corporal habían cambiado de forma sutil. Había algo resbaladizo en ello. ¿Amenazante? Me puse en tensión. ¿A que al final acababa en una lóbrega mazmorra? Por su mirada, supe dos cosas: una, que las cosas estaban a punto de ponerse interesantes, y, dos, que hacía muchos minutos que me había pillado. Aun así, intenté fingir.

—No sé si le entiendo.

—Yo creo que sí —me sonrió con amabilidad. ¿O era fingida? ¿Ahora era cuando Quasimodo salía de su escondrijo y me cogía?—. ¿De parte de quién vienes, niña? ¿Ni siquiera es capaz de hacerlo personalmente? Porque, vamos —me escaneó con condescendiente incredulidad—, no estabas allí esa noche, guapa. Está claro que no entras dentro de los cánones de las preferencias de mi querido hermano.

Esta vez, mi confusión no fue nada fingida.

—¿Perdone?

—Oh, muchacha, soy perro viejo, ¿sabes? Deberías mejorar tu método, si me permites el consejo. ¿Una investigación de urgencia por un simple reventón de escaparate? El coche de Lola solo ha sido tu caballo de Troya. Vale, ¿quieres que nos llevemos bien? Dime la verdad. ¿A qué has venido en realidad? Seré viejo, pero no tonto. Llevo una vida rutinaria, en un entorno rutinario. —Hizo una breve pausa, durante la cual pareció examinarme bajo rayos X—. Y lo único que vino a romper esa rutina fue lo que le ocurrió a Dom. —Exhaló con fuerza, dando una ligera palmada—. En fin, ha tardado lo suyo, pero he estado esperando esto desde que lo saqué de ese sótano. —Me miró, alzando una ceja—. Chantaje, ¿no? ¿Cuánto quiere tu amiguito, o quienquiera que sea? Os vais a llevar un chasco, joven, porque la pensión de Dom es una birria y la mía no le anda muy lejos.

Vale, no me estaba enterando de nada y a esas alturas lo mejor sería poner todas las cartas sobre la mesa. Tomé aire.

—De acuerdo, no vengo de parte de ninguna compañía —admití—. Soy detective privada. Le pido disculpas por la artimaña, pero me urgía hablar con su hermano y no estaba muy segura de que este me recibiera si le decía quién era en realidad. ¿Me permite que le cuente una historia?

Florián, por toda respuesta, cogió su taza y se recostó en el respaldo del sofá, acomodándose. Yo hice un resumen de la historia del falso Dominicus Nan y la conexión con el coche de su cuñada. Él aguardó en silencio a que terminara mi exposición y solo hizo una pregunta:

—¿Y si el coche no tiene nada que ver y se trata solo de una casualidad?

—Un 0,029 por mil, Florián —le recordé—. Un nombre muy particular, dos hombres, un coche y dos ciudades que distan varios centenares de kilómetros entre sí. —Alcé las cejas—. Si el coche hubiera aparecido cerca de Terracota, aun así, pero... ¿un trayecto de casi nueve horas? —Cabeceé—. No parece haber sitio para la casualidad.

—Ya —admitió él, frunciendo, pensativo, los labios. El espeso carmín se cuarteó, elevando diminutas púas carmesíes sobre ellos.

—Quizás, si ahora usted me contara su parte... —pedí.

Mi anfitrión asintió, balanceando la cabeza.

—Empezaré por la respuesta al enigma —dijo—. ¿Por qué mi hermano me llamó hace varios meses a las tres de la mañana sollozando como un niño pequeño e implorando mi ayuda? —Hubo un breve destello de ¿satisfacción? en su mirada antes de continuar—. Verás, joven, mi hermano ha sido un experto en fingir toda su vida. Y también un cerdo miserable. —El exabrupto hizo que todos mis sentidos se pusieran en alerta—. Lo era cuando se casó con la ingenua Lola, lo ha sido durante toda su carrera de respetable enseñante y lo fue mientras abusó sexualmente de mí.

No pude evitar exteriorizar mi sobresalto. Sin embargo, Florián mantuvo el mismo tono sereno que había empleado hasta el momento.

—Mi hermano es un pederasta, querida. Un sucio y enorme montón de mierda disfrazado de respetabilidad. —Elevó la mirada al techo un instante, cerrando los ojos—. Siempre agradecí que no pudieran tener hijos —musitó, para después volver a mirarme—. Oh, claro, yo nunca he tenido pruebas más allá de mi propia experiencia, pero Betty es una vecina encantadora. Al poco del suceso, la primera vez que regresé a recoger las cosas de Dom, me invitó a tomar un té. Pude comprobar entonces que era tan encantadora como parlanchina. Me habló de los «chicos perdidos» y de la altruista labor de mi hermano con ellos. —Hizo un mohín arrugando la nariz—. Uniendo esa información con el modo como encontré a mi querido hermano aquella noche me dio una idea de cuáles habían seguido siendo sus preferencias durante estas décadas de alejamiento fraternal.

Así que Florián había llegado a la misma conclusión que yo. Joder con el octogenario.

—Era profesor —musité, sintiendo un escalofrío.

—Sí, pero, como te he dicho, no tengo pruebas, y jamás he oído de una denuncia contra él.

—No es un paso fácil de dar —dije—. Incluso hoy día hay muchos adultos que en su niñez sufrieron abusos y que todavía son incapaces de contar lo que les pasó.

—Lo sé —su mirada se ensombreció—. Yo tenía cuatro años cuando empezó a abusar de mí. Él, quince —elevó una ceja—. Fui un encargo tardío de la cigüeña —suspiró y, cuando volvió a hablar, percibí un leve temblor en sus palabras—. No pude detener aquella pesadilla hasta los dieciocho. Él tenía entonces veintinueve y estaba a punto de casarse con Lola. Ambos seguíamos viviendo aquí, es la casa familiar. Mis padres murieron durante mi adolescencia y quedé a cargo de Dom. —Torció el gesto y sus ojos se nublaron con un velo opaco—. Nunca llegaron a saberlo. No me atreví. —Me miró, pesaroso—. Le tenía miedo a Dom, eran otros tiempos y esas cosas entonces... —dejó la frase en el aire.

—Es comprensible —dije, intentando consolarle—. Era usted muy joven.

Él cogió aire, sacudiendo levemente los hombros, y pareció quitarse de encima el abatimiento. Me miró y esta vez en su mirada había un destello de fuerza.

—La última vez que hablé con mi hermano fue para decirle que, si me volvía a tocar con sus asquerosas manos, le iba a cortar la polla y a hacérsela tragar. No sé de dónde saqué las fuerzas. Había estado sometido a él toda mi vida. No le gustó nada mi amenaza y desde entonces me convirtió en algo así como en un despojo de gaviota al que evitar.

—Fue usted muy valiente.

—Lo sé. —Esbozó una tímida sonrisa—. Ahora, pregúntame, joven: ¿qué me encontré aquella noche en el sótano y por qué mi asquerosísimo hermano solo podía recurrir a mí?

—Ilumíneme, por favor.

—Porque —y a partir de aquí ya continuó con una evidente sonrisa—, cuando te acaban de poner el culo como un túnel de vía ferroviaria y castrado como a un capón listo para el engorde, ¿acudirías acaso a tu grupo de petanca para que te ayudara?

—¿Castrado?

—De forma harto rudimentaria, pero efectiva. No obstante, ni sangrando como un cerdo mi hermano sería capaz de llamar a una ambulancia, no digamos ya de denunciar los hechos. Eso habría sacado a la luz su oscuro secretito.

—¿Cree que los jóvenes que le visitaban...?

—¿Iban allí forzados? —concluyó él. Cabeceó de forma negativa—. No. Eran chaperos. Me encargué de averiguarlo después, haciendo las preguntas pertinentes a las personas adecuadas. Supe así de los recurrentes «encargos» de jovencitos para cierto viejo profesor. Es fácil obtener esa información cuando te mueves por los sitios adecuados, ¿sabes?

Mira, en eso también se parecía a Leng. Ella siempre estaba al tanto de todo lo que pasaba en el patio trasero de Océano.

—¿Por eso decía lo del chantaje? —inquirí—. ¿Creyó que venía de parte de alguno de esos chaperos?

Ahora comprendía las especulaciones de Florián sobre la verdadera naturaleza de mi presencia allí. Un chapero se da cuenta de que su víctima no ha denunciado los hechos ni tiene intención de hacerlo y no hay que ser muy lista para deducir el porqué. Un objetivo fácil para la extorsión.

—Entonces, ¿piensa que fue un chapero quien le hizo eso? Hay mucha rabia en un acto así, ¿no cree? Como si fuese algo personal.

—Es el número del bombo con mayor probabilidad, a mi entender. Desde luego, si alguno lo hizo, la calle está muda al respecto. Por ese lado no averigüé nada. ¿Qué ocurrió esa noche? No lo sé. Algunos de esos mozalbetes serán todo lo imberbes que se quiera pensar, pero llevan la calle en la sangre. Tal vez a alguno de ellos no le gustó una petición concreta de Dom o qué sé yo —elevó los hombros en un gesto de desconocimiento—. Él no me contó nada entonces y tampoco lo ha hecho en todos estos meses. Solo me suplicó que le ayudara y que lo hiciera con discreción. ¡Oh, pobre idiota! —exclamó con suavidad—. Tenía el culo como un socavón de autopista y medio pito colgando. ¿Y quería discreción? —resopló—. Lo único que pude hacer fue llevarle en mi coche al hospital en vez de llamar a una ambulancia para no levantar la liebre entre los vecinos, pero le dije que, en cuanto vieran su estado, como mínimo darían parte a la policía. A Dom esa posibilidad le aterraba. Policía significaba lo contrario a discreción. No pensaba denunciar lo que había pasado, así que me suplicó que hiciera todo lo posible para evitarlo. Le repliqué que solo había una forma de hacerlo y se la conté. No le gustó, pero no tenía otra salida, así que tuvo que hacer de tripas corazón y corroborar la historia con la que atravesamos las puertas. —Exhaló lentamente el aire por la nariz—. No es difícil adivinar a qué conclusión se llega cuando un travesti aparece del brazo con un tío en esas condiciones, ¿no crees? Bendito personal de Urgencias, ¿qué no habrán visto sus ojos? —suspiró—. Aceptaron la historia de la sesión de sexo duro que se había ido de las manos. Y, sin denuncia, y con Dom ratificando la versión, no había nada que hacer —esbozó la sombra de una sonrisa—. ¿Sabes qué es una colostomía, joven? La definición más simple es ano artificial. La castración no fue lo que ocasionó los mayores daños —dijo. No quise ser mal pensada y atribuir una soterrada satisfacción a sus palabras. Cruzó las manos—. Pero, en fin, los daños, digamos, «sociales», pudieron ser contenidos. Nadie se enteró de nada, aunque creo que, en lo referente a la vida social de Dom, no ha supuesto gran diferencia. Lo traje aquí porque mi hermano tenía pánico a quedarse solo en su casa. Desde entonces no ha pisado la calle, se niega a salir. Las visitas de sus amistades se han reducido a cero y su salud, tanto física como mental, ha experimentado un lento pero continuo deterioro desde entonces.

Sabía que mi siguiente pregunta no tenía nada que ver con la consulta, pero estaba intrigada.

—¿Por qué cuida de él? Después de lo que le hizo...

Florián esbozó una sonrisa que me dio escalofríos. Esta iba a juego con la novela de terror gótico de lúgubres mazmorras.

—¿De verdad quieres hacerme esa pregunta, joven? —Volvió a sonreír, esta vez con menor intensidad siniestra, para mi alivio—. Pues verás, mi hermano caga y mea en bolsitas de plástico y yo soy lo suficientemente religioso como para ver en ello la huella de la mano justiciera de Dios. Por otra parte, ya es demasiado tarde para los dos. Él está en el ocaso de su vida y yo le voy detrás. Ninguno ha tenido descendientes, esto se acaba aquí. ¿No te parece poético? —Alzó las manos, señalando la habitación—. Moriremos en el mismo lugar que nos vio nacer. Creo que es el círculo, que se cierra. —Florián agitó la mano, como si las palabras que acababa de pronunciar se hubiesen acumulado como humo delante de él y necesitara despejarlas—. Pero a mí la que me sigue dando pena es Lola, ¿sabes? Creo que fue una ingenua toda su vida o, al menos, hasta que ya no pudo soportarlo.

—¿Qué quiere decir?

—Su suicidio —se alzó de hombros—. ¿Sabía de las andanzas de su marido?, ¿no lo sabía?, ¿las toleró hasta que no pudo más? Son preguntas que jamás tendrán respuesta ya.

—Sí, supongo que así será —repliqué.

«Como así parecen haberse quedado las mías», pensé. La historia era lúgubre, pero no sabía de qué modo conectaba con mi desmemoriado Dominicus Nan. Ni siquiera el hecho de que dos de los integrantes de la misma estuvieran relacionados con un suicidio.

—¿Cree que quien le hizo eso robó también su coche? —pregunté, centrándome en la conexión del vehículo.

—Bueno, pudo mentirme sobre la verdadera fecha de su robo, sí, claro. Bien pudo ser esa misma noche.

—Si se lo llevó la misma persona que le hizo eso —dije—, tal vez sea la razón de que su hermano se pusiera tan nervioso cuando le mencionó el coche.

—Sí, puede ser. Si es así, entendería que no quisiera saber nada de él.

—Ya.

Recapitulé mentalmente lo que tenía hasta ese momento: un hipotético chapero ataca salvajemente a un pederasta y se larga de la ciudad, utilizando para ello el coche robado a su víctima. Este hipotético atacante lo deja abandonado en la misma ciudad en la que un desconocido se registra con el falso nombre de esa víctima, desconocido que acaba precipitándose por la ventana de una pensión.

Hice un gesto de contrariedad.

—No sé si podré sacar algo en claro de todo para el caso de mi cliente —dije, algo desalentada.

Florián dio una ligera palmada.

—Y aquí y ahora llegamos a la verdadera razón de tu presencia en esta humilde morada, joven —proclamó teatralmente.

Asentí, con una sonrisa que esperaba redundara en mis disculpas por mi sibilina actuación.

—Le estaría muy agradecida si pudiera hablar con su hermano —dije—. Creo que es el único modo de sacar algo en claro.

Para mi sorpresa, Florián aceptó de inmediato.

—Está en su habitación. Hace semanas que ni siquiera sale de su cuarto ya. —Se levantó y me hizo un gesto para que le siguiera—. No sé si te servirá de mucha ayuda: su estabilidad mental deja mucho que desear. Se pasa la mayor parte del tiempo balbuceando incoherencias. Básicamente, galimatías en latín.

Sentí una ligera aprensión mientras caminaba por el largo y lóbrego pasillo flanqueado por cuadros de bodegones, payasos y naturalezas muertas. Florián se detuvo delante de una puerta. Cuando la abrió, el tufo a rancio, orina, humedad y algo indefinido, pero igualmente desagradable, me golpeó de lleno.

—Os dejaré a solas.

Se retiró y yo eché una mirada al ocupante de la cama. El Dominicus Nan de la crónica en el periódico ya no existía. Era una sombra de aquel, el restregón en el suelo de una suela manchada de barro. Tumbado en una cama con cabecero de hierro, de la obesidad que hacía gala en la fotografía que acompañaba el artículo del homenaje no quedaba nada, si acaso el crepúsculo de su rastro en los pellejos que colgaban, flácidos, de su cuello. Una barba rala y blanca moteaba sus mejillas, hundidas en el foso de la mandíbula. Los ojos, vencidos en sus cuencas, parecían errar por algún punto indefinido frente a su dueño. Tenía una costra de saliva reseca en las comisuras de los labios. De haber podido escoger, no me habría acercado al espectro que se descomponía en esa cama. Lo que me había contado Florián no levantaba precisamente mis simpatías por él. Sin embargo, era mi única pista. Extraje la fotografía que le había hecho a mi cliente en el despacho y me acerqué. Tras una pequeña introducción durante la cual me presenté y expliqué el motivo de mi visita, se la mostré.

No habló, no dijo nada, pero cuando sus acuosos ojos se fijaron en la imagen, estos lo hicieron por él. Y de un modo muy elocuente. En el lapso de tiempo que medió entre que el profesor se puso a chillar y que Florián entrara como una exhalación alertado por los gritos, me hice una idea de la razón del pánico reflejado en su mirada.

Ahí estaba, el eslabón perdido.