28
Una bolsa de guisantes congelados. Creedme, es el mejor remedio para los golpes. Yo siempre tenía una a mano en casa. Ahora, una bien hermosa cubría parte de mi cara, mientras rememoraba lo que había ocurrido.
Cuando pude recuperarme del golpe, salí a la calle. No había ni rastro de él. Pero, ¿qué él? ¿Rocco? ¿Dominicus? Volví a casa, todo lo dolorida, magullada y confusa que merecía la situación. Tenía tanto dolor como preguntas sin respuesta. ¿Era mi cliente? ¿No lo era? Si lo era, si se trataba de la misma persona... ¿de qué coño iba todo?
Mi nariz ya no era un pepino, ahora se parecía a un melón de agua. ¿Mi cabeza? Una caja de resonancia. ¿Capacidad de razonar? Bajo mínimos, si no ausente por completo. Coloqué en su sitio una silla que había caído durante el forcejeo. Miré a mi alrededor. Mira qué bonito: ahora tenía un agujero feísimo en la pared que no hacía juego con nada. A tomar por saco la excelencia decorativa made in Ikea, joder. Se me escapó un sollozo, seguido de un par más. Me llevé una mano a los ojos. Lloré. Era lo menos que podía hacer. Nunca me habían puesto un arma apuntando directamente a mi cabeza, al menos como lo había hecho él. Era increíble: cinco años como policía y apenas había tenido ocasionales golpes, cortes y magulladuras, y ahora, en el transcurso de uno solo como detective, ya me habían dado por todos los lados, balazo incluido. Por la cabeza me pasó, como una exhalación, todo lo que podría haber salido mal. «Pero no ha sido así, Cate —me dije—. Estás viva.» Ese pensamiento, vaya, logró reconfortarme. Tomé aire y exhalé hondo un par de veces. Me sequé las lágrimas. Sobre la mesa seguía la extraña cuchilla. Presioné con suavidad el paquete de guisantes contra mi nariz. Me sentía exhausta y el dolor volvía a mapear todo mi cuerpo. La adrenalina que había estado fluyendo por él se había evaporado y ahora me dejaba indefensa ante el dolor y el agotamiento. La cabeza parecía a punto de estallarme. Sentía las piernas como si fuesen de gelatina. «Has estado a punto de que te vuelen la cabeza», pensé, con una extraña calma. Miré mi pistola sobre la mesa. Había logrado mantenerla aferrada pese al codazo y, para mi fortuna, mi atacante solo pensaba en huir. Inspiré hondo varias veces, intentando dominar los temblores que me agitaban. Pasaban de las siete de la mañana. Llamé al móvil de Geppo. Los dedos que marcaron las teclas temblaban. Seguía sin dar señal. Me dejé caer en el sofá. Volví a llorar. Los temblores me sacudían como el viento lo hacía con la ropa puesta a secar. Me obligué a serenarme tras unos minutos de autocompasión, esta vez más que justificada. Después respiré hondo. Cogí mi móvil, me encasqueté el arma a la cintura y fui al despacho. Conecté el ordenador. Redacté un largo texto detallando todo lo que había ocurrido, desde que Dominicus Nan había entrado en mi despacho hacía ocho días hasta que Quienquiera Que Fuese había salido de mi casa minutos antes dejando atrás una nariz melonera y un agujero de bala en mi pared. Lo puse todo, suceso de Terracota y mis hipótesis al respecto incluido. Lo guardé en una carpeta con el nombre de «Geppo». Adjunté en ella toda la documentación que tenía sobre el falso Dominicus. Abrí el programa de correo, buscando nuevos mensajes relativos a la consulta. Quería que la información estuviese lo más actualizada posible. Vi que había uno de Chiara, diciéndome que no se habían encontrado huellas en el coche robado del profesor fuera de sus legítimos propietarios. También había recibido varios respondiendo a mi petición de búsqueda por hospitales y centros de salud. Todos con resultado negativo. Las asociaciones de gemelos seguían el mismo camino.
Salvo una. El mensaje había entrado la tarde anterior:
Estimada Catherine S.:
No sé si esto es una tomadura de pelo de la que usted es víctima o partícipe, pero sepa que su foto es un montaje. Soy diseñador gráfico y entiendo de esto. Le envío el link donde puede hallar la habitación que aparece en la foto. Pertenece al fondo de archivo de una web proveedora de imágenes. Las dos personas que salen (en realidad, todo indica que se trata de una sola, duplicada) han sido añadidas sobre él. Ignoro si el deterioro de la fotografía ha sido hecho ex profeso o no; de ser así, habría sido una buena maniobra para enmascarar el engaño. A mi entender, esa persona se fotografió en dos poses distintas. Es decir, los que aparecen no son dos hombres distintos, son la misma persona, insertada en otra postura diferente.
No sé cuál era su intención, o si ha tomado o no parte en ella, pero, desde luego, no se trata de una imagen de gemelos. El Photoshop hace milagros, sí.
Atentamente,
Jeremías G.
Secretario ADMU (Asociación Dos Mejor que Uno)
P.D.: por cierto, el título del libro al que señala uno de ellos también ha sido añadido a posteriori sobre la imagen original.
«Estupendo —pensé, gimiendo—. Liémoslo todo un poquito más, venga.» Total, un millar de piezas más sobre las cien previstas no se iban a notar en el puzle, qué coño. Cliqué en el link que me indicaba y me llevó a una web donde el archivo se podía descargar en distintas calidades y precios. Comprobé que, en efecto, era la misma imagen: la salita de lectura, con una estantería llena de libros, el esbozo de un sillón en un lado y una lámpara de pie al otro. Abrí la copia escaneada que obraba en mi poder. Vale, quizás a ojos de experto la maniobra estaba clara como camiseta en lejía, pero yo había sido incapaz de descubrir la manipulación. Evidentemente, el que la imagen estuviese descolorida contribuía a hacer más fácil el engaño. Usé el zoom y la inspeccioné. Me di cuenta de que el dedo no señalaba a la cabeza de uno de ellos, como yo había creído (el que yo había etiquetado como mi cliente), sino al libro que había detrás. El título, supuestamente añadido, era Volveré.
Me eché hacia atrás en la silla, cerrando los ojos. ¿Qué significaba todo eso? ¿Nunca había existido el gemelo? ¿Se trataba de una mentira, desde el principio? Pero, ¿con qué motivo? ¿Qué sacaba mi excliente, o qué buscaba con ello? No tenía sentido, el acudir a mí se había vuelto en su contra. Mis indagaciones me habían llevado hasta Terracota, hasta la agresión al profesor, su participación en la misma. ¿Necesitaba, acaso por alguna enrevesada pirueta psicológica, que su culpabilidad saliera a la luz a través de alguien ajeno? ¿Como el asesino en serie que comete errores a conciencia para que le atrapen? Pero, de nuevo, la misma pregunta: ¿por qué? Además, estaba la delirante posibilidad de que mi excliente y mi agresor fuesen la misma persona. ¿Qué coño era eso? ¿Desdoblamiento de personalidad? ¿Fingimiento? ¿Pensaba acaso el falso Dominicus que podía engañarme haciéndose pasar por otro? Pero ¿por qué razón? ¿No quería que yo supiese que había sido él quien me había agredido el día anterior? ¿Qué era eso, una muestra de arrepentimiento extremo? ¿O no le daba credibilidad al correo de la Asociación y descartaba la falsedad de la fotografía? ¿Y si realmente sí fuesen dos y ambos tuvieran la misma enfermedad? Pero no, no. El lagrimeo del ojo era la clave. Era imposible que en eso también coincidieran. ¿O no tan imposible? ¿Se trataba acaso de alguna distorsión mental en la que un gemelo mimetizaba las características del otro, efectos de una enfermedad incluidos? Había oído hablar de casos de parejas en las que uno de ellos padecía una grave enfermedad y el otro llegaba a reproducir los mismos síntomas sin padecerlos realmente. En los embarazos psicológicos, por ejemplo, las mujeres llegaban a presentar signos de gestación. Había incluso casos en los que se daban falsos positivos realizados en test caseros. Desde luego, si a alguien se le podía retirar la menstruación, expandírsele el abdomen, hinchársele los pechos y que le salieran las dos rayitas de marras en el aparatito, ya no parecía tan imposible que ambos hermanos mimetizaran hecatombe física. Pero ¿qué había detrás de ello? ¿Una relación de amor/odio llevada al extremo? Desde luego, no parecían llevarse bien: cada uno por su lado había mostrado sus «reticencias» con respecto al otro. ¿Y la causa de todo? ¿Qué había detrás de dos hermanos que llevan su relación a la categoría de trastorno? ¿Qué podría haberles pasado para que...?
Oh.
Me detuve en seco, cuando las líneas entre los puntos, tac, tac, tac, cogieron la ruta correcta. Hermanos. Profesor pederasta. «Al fin se hizo justicia.» Cerré los ojos, sintiendo náuseas.
Dominicus Nan había abusado de ellos.
¿Y era esa la razón que había tras todo? Quiero decir, ¿llegar hasta el profesor y descubrirlo? «No», pensé. Carecía de base, la teoría se caía por sí sola. No habría hecho falta contratarme, inventar la amnesia, todo lo demás. Si acaso mi cliente no se atrevía a sacar a la luz el abuso, una simple denuncia anónima habría bastado para hacer saltar la liebre.
Me froté con cuidado el magullado puente de la nariz, agotada. Añadí a la carpeta un nuevo documento con el correo de la Asociación y mis postreras hipótesis. Tal vez Geppo viera alguna luz en todo ello y la comprensión se abriera paso en su cabeza. A él, al menos, no se la habían estropeado recientemente. Anoté unas últimas líneas: averiguar si los hermanos habían pasado por la tutela educativa del profesor y si el cabrón que abusó de su propio hermano había seguido haciéndolo de otros niños aprovechando su posición de docente. Añadí el enlace de la crónica del periódico con el homenaje de su retirada: en ella se mencionaba que el verdadero Dominicus Nan había desarrollado toda su carrera en una única institución educativa, el Liceo Universal de Terracota, un colegio privado que abarcaba todos los niveles educativos, desde educación infantil a posgrado. Comprobé que no me había dejado ningún dato, comprimí la carpeta y se la envié a Geppo. A continuación llamé a su móvil y le dejé un nuevo mensaje. En él le decía que, en cuanto tuviera ocasión, leyera el contenido de la carpeta que le había enviado, y que no me llamara hasta que no lo hubiera hecho de cabo a rabo. No creía tener fuerzas para explicarlo de viva voz.
Apagué la pantalla del ordenador y coloqué los brazos sobre la mesa a modo de almohada, apoyando mi frente en ellos con cuidado. Cerré los ojos. Faltaba poco para que dieran las ocho de la mañana. Tuve la sensación de que habían pasado años desde que me habían puesto una pistola en la cabeza, milenios desde que había estado esperando a Micaela frente a su casa. «Micaela», pensé. El sentimiento me llegó de forma tan sorpresiva como categórica.
Odio.
La odié. Lo hice porque debería estar conmigo, consolándome, cuidando de mí, no tirándose a morenas de pelo corto en la misma cama en la que follábamos. «Hacéis el amor, Cate», me corregí a mí misma, notando el filo de una colleja virtual de Caroline en mi nuca. Pero ¿amor? ¿Qué coño de amor era ese? Me había equivocado de diccionario con lo nuestro, estaba claro, porque en el que yo tenía no había música romántica de fondo, ni palomas blancas volando a cámara lenta. Notas discordantes, gaviotas carroñeras y mucha fragilidad, eso es lo que yo leía en el epígrafe dedicado a «Cate y Micaela» (de profesión, sus follones). Todo parecía conspirar en contra de ese amor. ¿No era suficiente acaso con cargar con la presión de la «peculiaridad» de Micaela, que ahora también encima debía mostrarme conforme con el hecho de que tuviera amigas con derecho a restregón? Gemí en voz baja. Notaba ya la espiral de autocompasión llamando a la puerta con un carro lleno entre los brazos, y me obligué a detenerla. «No son más que especulaciones, Cate, coño. Para ya —me dije—. Y no la odies por no estar aquí, imbécil. ¿Acaso le has dado la oportunidad de hacerlo? ¿Ha podido ella tener la mínima posibilidad de saber nada? Una sola llamada, Cate, una sola en varios días, y fue porque ella dio el paso. ¿Y qué hiciste tú? Te mostraste esquiva, distante. ¿Y si llegó a la conclusión de que a la inteligentísima sabuesa no se le podía importunar durante su trabajo? ¿Y si pensó que tal vez te había molestado? —Redoblé mis gemidos—. Déjalo, o te va a salir disparada por la nariz la única neurona sana que te queda.
Y no la odies, coño.»
Sabía que tenía que hablar con Micaela y cuanto antes, pero primero debía dejar arreglado lo de los hermanos Dalton. No tuve que esperar mucho. Recibí la llamada de Geppo unos cuarenta minutos después. Parecía alterado, aunque comedido.
—Uno, me paso toda la noche encabronado con una operación y, cuando salgo, me encuentro en mi correo la madre de todos los líos. Dos, ya me parecía a mí muy sospechoso tu hombrecito sin huellas dactilares. Tres, ¿cómo estás? Y, cuatro, haz el favor de venir para acá inmediatamente, cabeza de chorlito de las narices. ¿Necesitas que vaya a recogerte?
Le dije que no. Cogí mi bandolera. En ella ya estaba metida la bolsa con la cuchilla. Aunque no tenía demasiadas expectativas en cuanto al hallazgo de huellas en la misma, la verdad. Gemelo Dos había usado guantes en todo momento y Gemelo Uno no tenía. Eso, claro, en caso de ser dos personas distintas.
Conduje hasta la calle Pizco. Geppo soltó un confortador «Coño, Cate, menuda birria estás hecha» y me encasquetó a un agente para que me acompañara al hospital.
—Y ni se te ocurra rechistar —me advirtió.
Allí me atendieron y elaboraron un parte de lesiones. Casi tres horas después regresé a la comisaría. Geppo me hizo sentar frente a su mesa. Me alargó un vaso de café y un sándwich de máquina.
—Come —me ordenó.
Obedecí como una buena niña. Me sentía más que exhausta. Mi cuerpo era un conjunto de dolor y cansancio en diferentes categorías e intensidad. A partir de ese momento mi consulta dejaba de serlo oficialmente y pasaba a convertirse en un caso policial.
Geppo y yo tuvimos una larga, extensa, conversación. Me cayó una pelotera de las buenas por lo del segundo ataque. Cuando terminó de sermonearme, ya más tranquilo, me dijo que emitiría una orden de búsqueda de los gemelos (si es que se trataba de dos personas diferentes, claro). No obstante, la descripción era válida, fuese cual fuese el caso. Otra cosa era que a esas alturas no hubiesen abandonado ya la ciudad.
El caso de los hipotéticos abusos era otro cantar. Me dijo que no podían abrir una investigación por una sospecha extraída con calzador de un asunto que parecía sacado de la mente calenturienta de un guionista venido a menos.
—Mira, puedo iniciar la búsqueda de tu agresor —me dijo—, pero ya veremos qué se puede hacer con el otro caso. No podemos entrar a saco en algo así. Estas cosas son delicadas y no se puede ir por ahí señalando a nadie por una mera sospecha. —Cuando intenté protestar, él me atajó con un gesto—. Y, en todo caso, carecemos de una identidad real, Cate; podríamos no relacionar nunca a tu cliente con el profesor.
—Si de verdad son gemelos —conjeturé—, solo hay que buscar un curso donde coincidieran con él dos chicos con esa característica.
—Eso es aire, Cate. Partiendo de la hipótesis de que sean dos, pudo ocurrir que a uno de ellos no le gustase seguir estudiando, y ahí se acabaría la baza. Latín empieza a estudiarse en bachillerato, al menos en la época de la que estamos hablando. Si solo uno de ellos llegó a esa fase, y sin una identidad verificable, será imposible dar con él. Y también hay que tener en cuenta que tu profesor trabajaba en una institución privada. No tengo que explicarte que suelen mostrarse de lo más reticentes a la hora de dar información. Más si cabe si está en juego su buen nombre. Y, como te he dicho, sin denuncia por medio no sé de qué modo podríamos entrarles. —Pareció apiadarse de mi desaliento, porque suavizó el tono—. Cate, coño, ¿tú crees que es posible que durante décadas se cometieran abusos a niños y que no haya ni una sola denuncia al respecto?
Le miré, cansada. Por toda respuesta alargué la mano, giré la pantalla de su ordenador hacia mí y me hice con el teclado. Entré en Internet, abrí la página del buscador e ingresé las palabras «abusos iglesia católica» en la casilla. Le di a buscar y, cuando salieron los cerca de tres millones de resultados aproximados, volví a girar la pantalla hacia él. Geppo resopló, asintiendo.
—Vale, lo pillo. —Me miró en silencio, supongo que sopesando las posibilidades. Al cabo de unos segundos se inclinó hacia mí—. Mira, esto es lo que vamos a hacer. Tengo un colega en Terracota. Voy a llamarle. Le diré que tenemos una información anónima acerca de posibles casos de abusos infantiles en el Liceo Universal, en el periodo de tiempo en el que estuvo allí tu profesor. Él será el que decida qué hacer, ¿de acuerdo? Si no da pábulo a la información, se acabó. ¿Estás conforme? —Negué con la cabeza—. Cabeza de chorlito —masculló—. Pues no hay más, Cate —dijo, dando una palmada sobre la mesa.
—Quizás pueda convencer a Florián, el hermano, para que cuente lo que le pasó.
—¿Qué conseguirías con ello? Los hechos ocurrieron hace décadas.
—No se trata de que se le juzgue por ello en concreto. Solo suelta esa liebre en ese colegio, a ver hasta dónde llega.
—No sé, Cate.
—Pues entonces lo investigaré yo —decidí, tozuda.
Él resopló, contrariado, y me miró con fijeza mientras tamborileaba con los dedos sobre la mesa.
—Estás dispuesta a ir hasta el fondo del asunto, ¿verdad? Y entonces te atizarán otra vez o te pondrán una pistola en la cabeza y Alice me castrará por permitir que te lo hicieran. Eres un grano en el culo, joder —dijo con exasperación.
—Es lo correcto, Geppo.
—Lo sé, coño, lo sé —gruñó, masajeándose la cara—. Vale. Tú intenta conseguir ese testimonio del tal Florián y a ver hasta dónde llegamos, ¿vale?
—Vale.
Suspiró, mirándome y cabeceando.
—Joder, espero que para el cumpleaños la hinchazón haya desaparecido o los mocosos van a alucinar cuando te vean —murmuró—. Estoy por ponerte protección. No sabemos si ese tío querrá hacerte una tercera visita.
—No hará falta, Geppo.
—¿Porque llevarás cuidado y tomarás precauciones? —ironizó, repitiendo lo que yo misma había dicho el día anterior en el hospital.
—Venga, dame una respiro, ¿quieres? Vale, me han pillado un par de veces con la guardia baja, pero no habrá una tercera.
Me miró, nada convencido.
—Como tú digas —concedió, dejándolo pasar—. Por cierto, ya sabemos qué es el arma blanca que trajiste. Es una cuchilla de media luna, una herramienta que se utiliza para realizar trabajos de guarnicionería. Tu misterioso cliente trabaja con caballos, ¿no? —Asentí—. Bueno, una conexión más. Esas cosas se usan, por ejemplo, para arreglar sillas de montar —ladeó la cabeza—. La mala noticia es que no hay huellas. Dijiste que llevaba guantes, ¿verdad?
—De todas formas, no tiene —apunté.
—Pero puede que el hermano, de existir, sí.
—O los guantes estaban ocultando, precisamente, esa peculiaridad física —repliqué.
—Ya. —Me miró, curvando los labios—. Oye, Cate, ¿tú no puedes meterte en líos normalitos?
—Mira que lo intento, pero...
La estancia en la comisaría se alargó una eternidad. Había que ocuparse de los trámites de la denuncia y Geppo solo me dejó ir cuando le juré que activaría el ojo de mi nuca. Eran las dos de la tarde cuando regresé a casa. Estaba en un estado más allá del mero cansancio físico. Me sentía como papilla para bebés, regurgitada dos veces. Me dolía todo, con la cabeza ocupando los primeros puestos del ranking de molestias. Me tomé un paracetamol y me dejé caer con cuidado en la cama. Me dormí. No soñé. Fue como caer lentamente en una habitación desnuda, blanca como la nieve. Como convertirse en pluma en un día sin viento. Podría haberme quedado en ese estado para siempre, pero desperté con un sobresalto, alertada por el sonido de un claxon en la calle. Miré el reloj. Eran cerca de las seis de la tarde. Joder, últimamente no hacía más que dormir a deshoras y como un tronco. Me levanté, molida por dentro y por fuera. Notaba un persistente pitido en mi oído derecho, fruto del estruendo del disparo, pero en el hospital me habían dicho que no había nada perforado y que con el tiempo se me pasaría. Fui al baño y me miré en el espejo. Tenía la nariz hinchada y una leve sombra violácea empezaba a instalarse bajo mis ojos. Como no había entrado en coma, supuse que la reparación de los daños en mi cabeza progresaba adecuadamente.
«¿Y los de tu corazón, immmmBécil?» El fantasmal tono de reproche de la voz de Caroline reverberó en mi interior. Sabía que eso sería lo que me diría si me presentase en el Powanda con cara de lechuga apaleada, llorándole mis cuitas. Antes, claro, me pondría un buen plato de comida delante. Tal vez, hasta patatas fritas. Pensar en Caroline prendió una chispa dentro de mí. Mi boca se curvó en una mueca, al tiempo que mi frente se fruncía. Miré al reflejo de mis ojos en el espejo.
—Acabas de caer en la cuenta, ¿verdad? —musité con aspereza.
Sí, vale, estaba hablando conmigo misma y sabía que eso tal vez podría ser considerado un síntoma de que, realmente, mi cabeza no progresaba todo lo adecuadamente deseable. Pero me acababa de dar cuenta de que Caroline no me había acribillado a mensajes y llamadas, como solía hacer cuando pasaban un par de días sin tener noticias mías (la pobre mujer siempre estaba proyectando apocalípticos escenarios de servidora abrasándose en el infierno de la autocompasión alcoholizada), porque ya me había encargado yo de mantenerla en una zona de confortable seguridad durante mis días de pesquisas en Peñasco. Es decir, que sí había tenido la consideración de tener a Caroline al tanto con un par de llamadas, pero no así a Micaela. ¿Por qué?
Habría podido escurrir el bulto alegando que estaba acostumbrada a la dinámica de llanera solitaria del último año, pero el miramiento con Caroline echaba por tierra esa excusa. Y la de que estaba demasiado ocupada con la consulta seguía, huelga decirlo, el mismo camino, amén de que tampoco era cierto. Había tenido infinidad de ocasiones en las que podría haber llamado a Micaela sin que por ello el olfato de la gran detective Gatito Desvalido se hubiese visto entorpecido.
«¿Entonces, qué, Cate de las narices ¿Por qué? ¿Qué coño te ha hecho Micaela para castigarla de ese modo? Ha sido feo, muy feo. Reconócelo. ¿Cómo crees que podría haber asumido ella tu actitud? ¿De qué modo le habrá hecho sentirse?»
—Como una puta —dije, con la voz agarrotada por la tristeza.
Me llevé una mano a los ojos. ¿A qué conclusión, si no, llegaría yo misma? «Sí, claro, follar, follamos de maravilla, querida, pero dejémonos de esas tonterías de pareja, de estar pendiente la una de la otra, de preocuparse. ¿Para qué? Lo importante es que me comas el coño, ¿no? Y eso, lo sabemos muy bien las dos, lo haces de maravilla.»
—Mierda —gruñí.
No habría estado bien golpearme la cabeza contra la fría piedra del lavabo, así que me dejé de actos melodramáticos que, de todas formas, no llevaban a ningún lado (salvo a Urgencias, claro, o a un consecuente nivel comatoso). Agaché la cabeza, derrotada por mi peor enemigo: yo, Catherine Simone Maynes.
No podía demorar por más tiempo el hablar con ella. Sin embargo, tenía el áspero recordatorio de la última vez que había decidido hacerle una visita. Intenté apartar de mi pensamiento a la morena de pelo corto, aunque sabía que lo que sentía confirmaba un aspecto negativo de mí (¡otro más!) que había estado rondándome desde el instante en que sellé mi precario compromiso con Micaela, y del cual ya me había advertido Caroline: era celosa. ¡Celosa, coño! Otra astillita más bajo la uña. ¿Qué había sido de la Cate Maynes de antaño? ¿La equilibrada, juiciosa, estable Cate? ¿La que sabía que no hay más dueña de una misma que una misma? ¿Eso era yo ahora, una insegura posesiva que se creía con derecho a entrometerse en la libertad de Micaela?
—No vayas por ahí, Cate, por favor —musité—. Ya tienes demasiadas piedras en el camino.
No quería ser celosa, no quería sentirme así. Le había dicho a Micaela que deseaba intentarlo y ella no había accedido hasta no poner todas las cartas sobre la mesa. Vi la jugada y acepté, carta de prostitución incluida. Ahora no podía partirla en mil pedazos y tirársela a la cara.
Volví al salón. Tenía que ver a Micaela, pero no quería revivir el fiasco sufrido. Quería asegurarme de que no estuviera acompañada. Marqué su número, no sin cierta reserva.
—Micaela —dije, nada más obtuve comunicación al otro lado de la línea.
—Cate. Hola.
Su voz parecía reservada. No quise aventurar por qué. ¿Esperaba mi reacción a su SMS? ¿Tenía presente a la morena de pelo corto? Cerré los ojos e inspiré. «Quieta, Cate, so.»
—¿Estás en casa? —pregunté.
—Sí.
—¿Sola?
Una décima de segundo de ¿vacilación? O quizás solo fuese extrañeza ante mi pregunta.
—Estoy sola, sí.
—¿Puedo ir a verte?
—Por supuesto. —Una pausa—. ¿Estás bien? Te noto cansada —dijo con cautela.
—No es nada. En unos minutos estaré allí. No te molesto, ¿no?
—No, claro que no.
—De acuerdo. Hasta ahora, entonces.
Esa fue toda la conversación. Torpe, insatisfactoria. ¿Había estado Micaela reticente o eran solo figuraciones mías? ¿Por la morena? ¿Tenía a la morena en mente? Joder, ¡¿iba a dejarme por la morena?!
«Oh, coño, Cate, basta —me dije—. Simplemente, ve y habla con ella.»
Fue lo que hice.
Y me dejé el corazón allí, junto a las palabras.