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Dante Fortuna.
Ese resultó ser el nombre real del hombre retraído, enfermo, amnésico y multifunción que entró en mi despacho buscándose a sí mismo y que acabó muriendo, solo, en la habitación de un hospital. Aunque, exactamente, no lo estuvo. Rocco, August, Bella, y hasta tres personalidades más (Émile, Jimbo y Samuel) se encontraban con él en el momento de su muerte, cuatro días después de la paliza.
La respuesta al enigma de su identidad llegó a través de dos vías. Una, por las indagaciones sobre la agresión al que fue su terapeuta. Se encontró un caso que encajaba. Seis años atrás, un especialista del norte del país fue brutalmente agredido por uno de sus pacientes. El psiquiatra quedó hemipléjico y hubo una orden de búsqueda, pero no se logró dar con el agresor. El paciente se llamaba Dante Fortuna y estaba siendo tratado de un diagnóstico de personalidad múltiple. Al parecer, tal y como relató Bella, durante una de las sesiones de hipnosis a las que estaba siendo sometido surgió la personalidad de Rocco y tuvo lugar la agresión.
La segunda vía llegó gracias a la reconstrucción que de su vida se pudo hacer a través de los testimonios aportados por las diferentes personalidades. Estas identidades fueron alternándose durante esos días como si de un desenfrenado carrusel se tratase, en lo que parecía un desesperado intento por parte de los figurantes con frase de hacer su aparición en el escenario antes de que la obra bajase el telón.
De entre ese puñado de identidades, sin embargo, ninguna se identificó como la principal. La doctora Navarro aventuró la hipótesis de que, o bien el yo real había quedado sepultado por sus alternativos, o bien Dante no quiso darse a conocer. Nunca lo sabremos ya.
Sin embargo, pese a ello, o precisamente gracias a ello, se pudo recomponer una fragmentada historia de su vida, ya que fueron esos otros yoes los que dieron testimonio de la misma. Eran retazos de información a veces caótica, otras incompleta, pero que ayudaron a recomponer un relato donde solo se podía adivinar la desventura y la penuria.
Fue Samuel, un chico de catorce años, el que mayor luz arrojó sobre ella. Surgió cuando más debilitado se hallaba el cuerpo que lo albergaba y se identificó como un compañero de pupitre de un niño llamado Dante Fortuna. Este chico fue el que lo contó, el que dio el porqué que tanto perturbaba a la delicada Bella; que hacía de August un hombre tranquilo dedicado a la lectura y la contemplación de jardines; que justificaba la existencia de Émile, un sibarita en todo lo tocante a la comida, así como la de Jimbo, un excéntrico jugador de ajedrez que pasaba las horas muertas retando a otros jugadores en los parques. Y, cómo no, la de Rocco, el airado alter ego que acabó dominando a todos los demás, el yo verdadero incluido.
Samuel contó lo de la familia desestructurada, el padre alcohólico y viudo, la solitaria vida del hijo único. La falta de afecto, protección y atención, que hizo que Dante los buscara con desesperación durante toda su niñez. La persona que se los ofreció: el depredador sexual que se ocultaba tras la fachada del respetable profesor de lenguas muertas. El ciudadano modélico que dirigía en la parroquia las actividades para niños con desarraigo familiar. Que se preocupaba por él, le preguntaba cosas, le escuchaba, le ayudaba a montar mecanos en el sótano de la iglesia.
El que le dio el primer beso y le tocó donde nadie lo había hecho nunca.
Tal vez, el niño de nueve años que empezó a sufrir abusos no lo comprendía. Tal vez, tenía miedo de contarlo. Pero los años pasaron y pronto dejó de parapetarse en la excusa de la ignorancia de la inocencia. Porque sabía que no estaba bien lo que aquel hombre le hacía, pero jamás dijo nada. Ni a su padre, ni a sus profesores, ni a ninguno de los adultos que le rodeaban. No se trató de un caso en el que el entorno no diera crédito a su testimonio, o uno en el que se ocultaron los hechos para evitar el escándalo.
No. Se trataba de un niño deseoso de ser querido. Y Dominicus Nan lo hacía. A su manera. Y Dante lo aceptaba, porque era el único cariño que recibía en su vida. Y lo buscaba. Hubo un momento, durante la relación de abuso, en el que el profesor ya no debía buscar a su víctima. Esta iba voluntariamente a él. Esta actitud es lo que explicaría las reticencias de la personalidad de Bella a revelar su verdadera identidad. Había un avergonzado remordimiento en el subconsciente de Dante por aquello, que personalidades como la de Bella exteriorizaban. Quizás llegó un momento en su vida en el que fue consciente de que debía cortar los abusos, pero ya no podía vivir sin ellos. No el niño solitario y huérfano de madre, no el hijo desatendido por un padre alcohólico, no el chico sin amigos en el colegio.
Fue Rocco. Fue esa personalidad la que lo hizo por él. La que acabó con la espiral de abusos y la que, apenas cumplidos los dieciséis, lo apartó de ella, marchándose de casa. Rocco, que no le perdonó jamás a Dante el haberse mantenido sumiso y conforme a las perversiones, incluso deseoso. El germen de su relación de odio. A Rocco la calle le enseñó a vivir una existencia de guerrilla, como si la vida fuese una constante lucha de supervivencia en la que solo cabía resistir y golpear. Que le enseñó a robar, trapichear, traficar, e hizo de la violencia su moneda de cambio y su válvula de escape.
Después llegaron los ocasionales internamientos en centros de protección de menores. Los intentos de reconducir su vida. Algún que otro tratamiento aislado, incompleto, desacertado. Las fugas. La vuelta a la calle. El veinteañero que daba tumbos de ciudad en ciudad, sobreviviendo con trabajos precarios y mal pagados. El adulto en el que desembocó, curtido en la derrota y la sumisa aceptación de una vida caracterizada por la inestabilidad, el desarraigo y la constante precariedad.
La fortaleza de Rocco. El impenitente fumador que se iba de putas, bebía como un cosaco, reventaba pisos y les obligaba a cambiar de ciudad constantemente. El que acabó cauterizando las yemas de sus propios dedos tras la última vez que le pillaron por el rastro de las huellas.
Toda una vida arrastrándose, que desembocó en el día en que, una fría mañana de noviembre, Dante leyó en el periódico la crónica del homenaje al viejo profesor. Curiosamente, había vuelto a casa: su padre acababa de morir, anciano y solo, y él pensó que tal vez podía establecerse en el viejo hogar familiar.
A partir de la lectura de la noticia, todo sucedió en el transcurso de unas horas frenéticas y violentas. Rocco se hizo con el control, buscó al profesor, acechó su casa y, finalmente, forzó su entrada, encontrándose cara a cara con el hombre que había hecho de su vida un infierno. Dejarlo con vida después de lo que le hizo fue lo que le proporcionó la mayor satisfacción.
Y, después, lo de siempre. La vieja maleta hecha a toda prisa, con apenas unas pertenencias, pero con el fajo de billetes producto de sus trapicheos oculto en ella. Huir, abandonar a toda prisa un lugar. Con la excepción de que esta vez se trataba de su propia casa y de que era la segunda vez en su vida que lo hacía.
Y también la última.
Rocco huyó con el coche robado del profesor (Dante no tenía y Rocco era especialista en improvisar), y estuvo horas dando tumbos, hasta que recaló en Peñasco, donde ya había estado en un par de ocasiones durante su vagabundeo por el país. Aunque no fue exactamente él quien llegó a la ciudad. Fue August, el tranquilo amante de los jardines, el que traspasó la entrada de la pensión nervioso, angustiado y desorientado. August el que dio la identidad del profesor al registrarse. Lo hizo porque no podía dar el de una personalidad imaginaria, porque temía que lo que había hecho Rocco hubiese sido descubierto ya y Dante identificado y puesto en busca y captura. Lo hizo porque lo único que ocupaba de forma obsesiva su pensamiento, martilleándolo sin compasión, era el nombre de Dominicus Nan, Dominicus Nan, Dominicus Nan. Que la propietaria obviara la legalidad y no le pidiera identificarse mediante un documento fue una suerte. Aunque no intervino tanto la fortuna como la previsión. Rocco sabía muy bien qué sitios eran los más adecuados para esconderse, y eso era algo que todos habían aprendido.
August, así, fue el que se encerró en la habitación con el conocimiento de lo que Rocco había hecho. El mismo August que decidió que este había llegado demasiado lejos. Que bajó a recepción y pidió algo con lo que escribir. Que redactó una larga carta al yo real, detallándole lo que había pasado. Que firmó la misma con un angustioso «Ayúdanos».
Pero lo que no podía imaginar August era que su petición de ayuda iba a ser interpretada de un modo terrible por Dante. El yo real «regresó» y leyó el testimonio manuscrito. Y, horrorizado, decidió poner fin a su vida. Dante ya no podía más. Había llegado a su límite. Se había visto abocado a una vida de penurias y soledad. Durante su infancia fue un niño solitario y triste. Los abusos de Dominicus, su aceptación de los mismos, y cómo se sentía al respecto llenaron su vida de angustia. Se odiaba por ello. Cuando Rocco «apareció», cuando el jovenzuelo airado y bravucón surgió (la personalidad alterna más antigua), y acabó con todo; cuando una mañana, contando ya dieciséis años, Dante amaneció lejos de casa, con una mochila por todo equipaje, sintió miedo. Pero también alivio. Alguien había tomado la decisión por él. No regresó. «El otro» acababa de dictar su destino. Porque Dante sabía que le pasaba algo, lo sospechaba desde hacía años. Perdía la noción del tiempo, aparecía en sitios a los que no tenía ni idea de cómo había llegado y encontraba dinero en sus bolsillos que no estaba antes ahí, junto al eterno paquete de cigarrillos. Nunca dijo nada a nadie. Y no solo por temor a que cuestionaran su cordura. Hubo un tiempo durante el que consideró a ese «otro» como un aliado. Su mente elaboró una fantasía en la que este le sacaba de su vida de miseria. Una especie de amigo imaginario que tomaba su cuerpo. Su ilusión no duró mucho. Tal vez se desvaneció la primera vez que regresó en sí con un labio partido y los nudillos magullados. O cuando el tendero del súper de la esquina fue aquella vez a su casa, enfadado, acusándole de haber robado alcohol. Cuando su padre le dio una paliza por ello.
La dinámica se mantuvo durante los primeros años de vida en la calle. El Dante apocado producto de una vida desarraigada era incapaz de sobrevivir en ella. Pero para eso estaba Rocco. Por un lado, le ayudó a sobrevivir; por otro, le condenó a vivir sobreviviendo. Se convirtió en un paria, un vagabundo. Nunca se quedaba mucho tiempo en un mismo sitio, iba de ciudad en ciudad, siempre huyendo con sus escasas pertenencias, siempre como consecuencia de alguno de los líos de Rocco. Después, con el paso de los años, fueron apareciendo el resto de las personalidades. Hasta que llegó a un punto en el que ya no podía más. Su vida era un infierno, un descontrol absoluto. La última vez que acabó en un hospital por los desmanes de Rocco se lo contó todo a un trabajador social. Este le creyó, creyó el testimonio del sin techo que le hablaba de voces extrañas en su cabeza, de cosas que le pasaban y que no tenían explicación. Fue él quien le puso en contacto con un psiquiatra amigo suyo, el cual encontró fascinante el caso y se ofreció a tratarle gratuitamente. Al principio, el terapeuta creyó que se trataba de un caso de esquizofrenia y lo trató como tal. Fue el único periodo de paz que tuvo Dante durante mucho tiempo. Estaba establecido, dormía en un albergue, comía en comedores sociales y sobrevivía haciendo chapuzas. Creyó que la pesadilla había acabado, que el tratamiento con fármacos había «dormido» a los que él llamaba sus «ocupantes». Pero entonces el psiquiatra quiso ampliar la terapia. Estaba entusiasmado con su historia, pensaba que había dado con un caso de TID. Y no se equivocaba. Le dijo que le sometería a sesiones de hipnosis. Fue el final de su breve período de paz. Rocco apareció. Un Rocco muy enfadado. No le gustaba lo que Dante había hecho, que lo anulara con lo que él, años más tarde, llamaría «pastillitas de la felicidad». Su reacción fue terrible. Y lo peor de todo es que Dante fue el horrorizado testigo final de su acto. La personalidad primaria regresó cuando el médico no era ya más que un guiñapo sanguinolento en el suelo. Este recuerdo quedó tan incrustado en su subconsciente que, años más tarde, sería capaz de traspasar la barrera de una amnesia. Su resistencia a seguir una terapia y las reticencias que sentía ante cualquier mención a su supuesto gemelo estaban relacionadas con lo ocurrido. Dante tenía miedo de Rocco, de lo que podía hacer.
Su reacción tras la agresión al psiquiatra fue huir, horrorizado. Más tarde, Rocco se encargaría de deshacerse de todo documento que lo identificara, consciente de que estaría siendo buscado por el ataque. Sin el tratamiento, Rocco tomó las riendas. Se hizo con documentación falsa, volvió a la vida errante. El resto de las personalidades alternas apenas eran un ocasional remanso en el mar de furia que era Rocco. Dante Fortuna, como tal, estaba cada vez más lejos. Se resignó a aceptarlo, a dejarse llevar. A no permanecer más de unas semanas en un mismo sitio. A amanecer en lugares desconocidos, sin saber cómo había llegado hasta allí. Pero en cuanto olía el humo del tabaco en sus ropas (un olor que había llegado a odiar, y cuyo aborrecimiento se convertiría en su subconsciente en una lucecita roja), en cuanto sentía en su boca el regusto mezcla de alcohol y cigarrillos, dejaba de hacerse preguntas. Recogía los pedazos y se resignaba a vivir un día más. Y otro, y otro. A veces lograba malvivir con algún que otro trabajo precario, pero ya se encargaba Rocco de que no durara. No le gustaba trabajar. A él lo que le iba era trapichear, robar, dar palizas, beber, irse de putas. Y del fruto ilícito de sus andanzas sobrevivían ocasionalmente. Siempre tenía lo que él llamaba «fondo de emergencia». El dinero oculto en la chapa de la maleta.
Pero no fue solo por todo ello por lo que Dante decidió quitarse la vida. Sabía que estaba enfermo, y mucho. Desde hacía un tiempo notaba que se le hinchaban la cara y el cuello, le faltaba el aliento y le dolía el tórax. Y, a veces, cuando tosía, escupía sangre. No había que tener una licenciatura en Medicina para saber que no se trataba de nada bueno. Sin embargo, no acudió a ningún médico. Era consciente de que pesaba sobre él una orden de búsqueda por la agresión al psiquiatra y no podía arriesgarse a presentar una identificación falsa. Ya había estado en la cárcel por culpa de los desmanes de Rocco y no quería volver a pasar por algo así. Por todo ello, no buscó ayuda médica, no quiso saber qué tenía. En realidad, fue una especie de suicidio por dejadez. No era algo inédito en su vida. El pensamiento de quitarse la vida había sido una presencia recurrente en ella. Nunca se atrevió. Pero ahora había llegado a su límite. No le quedaban ni fuerzas ni razones para seguir. Era como si la vida hubiese cerrado el círculo. Todo había empezado con el profesor. Todo terminaba con él. No sintió miedo, no sintió pena. Solo se lamentó de la presencia de Rocco en su vida, la persona que, según él, se la había arruinado. Nunca hubo un segundo interlocutor en aquella habitación de pensión, tan solo Dante con los fantasmas de su fracturada mente. Es curioso que, en su lamentación, no señalara al verdadero culpable: el profesor. Pero Bella sabía por qué. Bella sabía lo que pasaba por la cabeza de Dante. Por eso se mostraba reticente a dar su identidad, por temor a que todo saliera a la luz, a que la infamia fuese lo último que el mundo supiera de un hombre llamado Dante Fortuna. Porque Bella sabía que en la mente de este, con el paso de los años, se fue formando una retorcida idea: la certeza de que el profesor fue lo único bueno que le pasó en la vida. Porque fue el único que le dio cariño, que se preocupó por él, que le preguntaba cómo se encontraba, le daba golosinas, le llevaba al cine. Su mente, así, se encargó de reconstruir el pasado bajo un prisma adulterado, llegando a asumir, que, si hubiera seguido junto a Dominicus, si Rocco no le hubiera hecho alejarse de su casa, si años más tarde no hubiera agredido al psiquiatra, acabando con la primera oportunidad de controlar su vida, todo habría sido distinto. Una conclusión viciada, pero la única que le quedaba a alguien cuyas líneas vitales no eran más que una maraña retorcida y errática.
Así, tomó la decisión. Antes de hacerlo se deshizo de toda documentación y quemó la nota manuscrita de August. A continuación, saltó por la ventana.
Tras su fallecimiento, poco más había por hacer. No había nadie que reclamara su cuerpo, así que me ocupé de todo. Pese a lo que había ocurrido, me daba pena. Hice que lo trasladaran a Terracota y lo enterrasen junto a sus padres. Desmemoriado o no, la persona que entró en mi despacho me había hecho partícipe de un último deseo. Que su nombre verdadero figurase en su lápida. Lo hice, tomándome la libertad de añadir el resto de los nombres de sus personalidades alternas (incluido el de Rocco) a continuación del suyo. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, habían formado parte de él durante prácticamente toda su vida. Y con él también se habían ido todos.
Florián me acompañó en el solitario sepelio. Me había puesto en contacto con él, contándoselo todo. Estaba muy afectado. Supongo que pensaba en todas las vidas destruidas por su hermano. En la suya, en la de Dante... y en aquellas que ni siquiera podríamos saber ya.
No hubo justicia. Al menos la que viene establecida en los libros de leyes. Dominicus Nan no pagó por sus crímenes. Curiosamente, tan solo sobrevivió dos días a su víctima. Florián lo halló ahogado por su propio vómito y con una mirada enajenada como último rictus. Yo esperaba que, de existir, ardiera en algún infierno apropiado para ello. No solo era un pederasta, sino que se le podía considerar culpable indirecto de dos muertes, la de Dante y, probablemente, la de su propia esposa. Como dijo Florián, no podía haber error en multiplicar por ocho la dosis de pastillas. Dolores Jean era una respetada profesora, cuya vida había transcurrido por los cauces de la tradición y la rutina. Tal vez, al final de su vida tuvo conocimiento de las andanzas de su marido. Tal vez lo supo siempre. La cuestión es que, probablemente, solo supo ponerles fin de un modo.
Una de las últimas piezas del puzle (el sentido de la oración Dies irae) nos la había proporcionado la personalidad de Samuel. Contó que esas eran las palabras que el profesor pronunciaba mientras cometía sus abusos. Cómo, mientras abusaba de Dante en el sótano de la parroquia, desgranaba la letanía, en una repugnante muestra de dicotomía, entre el pederasta y la parte de su conciencia (lamentablemente, demasiado débil o pequeña) que se horrorizaba ante sus propios actos. La misma letanía que Rocco, años más tarde, recitó una y otra vez mientras aplicaba, también en un sótano, su propio concepto de justicia, fuera de libros y dictámenes sociales. La misma oración que mi excliente escuchó a través del teléfono (y se abrió paso a hachazos en su extraviada memoria) el día que me llamó al despacho, mientras esta era reproducida en el ordenador para ser traducida por Leng. Esa fue la razón del extraño ataque de la que fui, telefónicamente, testigo. La chispa que activó el incendio en su mente. Que le hizo recuperar la memoria y, casi instantáneamente, hacer surgir a Rocco. Rocco, que después se dirigió a mi despacho para recuperar el dinero.
No hubo investigación sobre los abusos: la muerte del profesor cerró esa puerta. Tampoco es que hubiese muchas posibilidades de lo contrario. El amigo de Geppo en Terracota se encontró con un muro de silencio. Yo tampoco pude hacer nada al respecto. Demasiados intereses, demasiadas altas instancias implicadas.
No me extrañó. Si algo he aprendido como policía, detective y persona, es que la justicia solo existe como concepto, no como hecho. Supongo que lo que voy a decir no hace de mí una de esas personas políticamente correctas a las que todo el mundo aspira y cuyo estatus tan de moda está, pero al menos me quedó la agridulce satisfacción de que Dominicus Nan, el abominable pederasta, no murió indemne.
Y de que jamás nadie pondrá flores sobre su tumba.