Después de una de las noches más raras y con más lagunas de la vida de Mauro, todo parecía volver a su cauce poco a poco. Tras la noche de fiesta se encontraban agotados, pero ¿ir al crucero a dormir unas pocas horas para volver a la isla y pagar una millonada por un taxi? Ni de coña. Así que habían decidido dormir en la playa. No era una idea que, en un primer momento, le hubiera encantado, pero se dejó llevar por la borrachera y porque Iker se lo había pedido con esos ojitos tan tiernos que le ponía a veces.
Se había despertado con arena en el culo, resaca y habiendo dormido solo un par de horas. Sin embargo, la luz del sol le había dado tanta fuerza para despertar que ahora solo podía pensar en continuar disfrutando de Mikonos. Gael acababa de llegar con Oasis. Iban de la mano.
De la mano. Como él e Iker ayer. Y luego, bailando en el otro bar...
Pff. No me acuerdo de casi nada.
—Necesito comer algo o me voy a desmayar —dijo Blanca, mirando alrededor en busca de algún lugar donde encontrar algo que llevarse a la boca.
Las playas y las calas en la isla no eran como en España, donde había un chiringuito cutre casi en cada esquina que te servía o bien comida de mierda a precio de oro o al revés. Al menos, eso es lo que le habían contado a Mauro, que no es que hubiera visitado demasiados lugares turísticos del estilo.
—Vamos a por algo. Me parece que ahí hay algo abierto. —Andrés señaló a unos cientos de metros más adelante y sí, era cierto que entre las sombrillas y tumbonas enterradas en la arena se alzaban un par de casetas con sillas y mesas.
Esperaron a que Gael y Oasis llegaran a donde estaban.
—Joder, me imaginaba otro plan —bromeó Oasis, al ver sus caras de muertos y la ropa arrugada.
—Hemos dormido aquí —respondió Mauro tajante, que de nuevo se arrepentía de haber aceptado la idea al sentir granitos de arena por toda la raja—. Qué asco.
Gael se rio.
—Bueno, vayamos a comer alguito, ¿no?
—Habéis tardado superpoco —les dijo Andrés al tiempo que se levantaba y se estiraba—. Pensaba que tardaríais más.
—No, pues también vinimos sin comer ni nada.
En ese momento, Iker se movió, salpicando arena a los zapatos de la pareja recién llegada. Gael le devolvió el gesto y le llenó la cara de tierra, así que Iker se levantó de un salto con los ojos aún medio cerrados.
—Está zombi —le dijo Gael.
Mientras Iker terminaba de desperezarse —y Mauro trataba de recordar todo lo que había pasado con su amigo durante la noche anterior—, Andrés ya había puesto rumbo al chiringuito.
—¿Qué te compro, Mauro? —le gritó Blanca, que le conocía tan bien que sabía que no iba a caminar todo eso nada más despertarse. Mauro le dijo que lo que fuera y que luego se lo pagaría; Blanca volvió a girarse para continuar con su camino.
—Ustedes no vienen, pues —asumió Gael, que correteó con Oasis hacia el grupo que ya se marchaba.
Y entonces, Iker y él, solos.
Otra vez.
De nuevo.
¿Era el destino queriéndole decir algo?
—Menuda resaca, por Dios —se quejó, llevándose las manos a la cabeza. Luego enfocó a Mauro, que lo miraba sentado todavía en el suelo—. Y bueno, ¿tú qué?
—¿Yo qué de qué?
Iker alzó una ceja.
—Pues que sigues ahí tirado. ¿No quieres ir? —Mauro negó con la cabeza—. Vale, porque yo tampoco tengo fuerzas.
Volvió a sentarse, esta vez más cerca de Mauro, que no decía nada mientras Iker lo observaba. ¿Por qué se estaban retando a un duelo de miradas?
—Todo bien, ¿no? —le preguntó Iker al cabo de un rato.
Solo se escuchaban las olas del mar romper y los neumáticos de algunos coches sobre la gravilla al aparcar a unos metros de allí. Era pronto, pero no tanto como para que la playa estuviera desierta, y los primeros turistas comenzaban a llegar y a llenarla. Poco a poco, la intimidad de la que gozaban desaparecería.
—Sí, todo bien —respondió Mauro, sin saber a qué se refería Iker.
—Bueno, pues entonces vamos a darnos un baño.
Mauro abrió los ojos sorprendido.
—Mmm. Claro. Sin bañador ni nada.
—¿Desde cuándo eso es un problema?
—Iker, sabes que...
Pero Mauro no tuvo tiempo de completar la frase cuando Iker, de repente, estaba desnudo y prácticamente volando hacia el mar. Su ropa tirada por el suelo de cualquier manera y el culo al aire, a la vista de todo el mundo.
Mauro miró hacia todos lados. Había gente y nadie miraba. A nadie le importaba. De hecho, un par de personas iban con el... A ver, volvió a enfocar. Sí, estaba claro que aquello era un pene. Y otro. Y luego otro culo, de un hombre que caminaba por allá, en la lejanía.
Como estuvieran en una playa nudista, Mauro se iba a desmayar.
Iker le hizo gestos desde el agua. Esta le cubría hasta el pecho y toda su piel brillaba con los rayos matutinos del sol estival. Mauro volvió a mirar alrededor y sintió algo distinto, la verdadera sensación de que allí a nadie le importaba nadie. De que no le iban a mirar.
Se acercó caminando por la arena. Fue recogiendo las prendas de Iker para hacer un montoncito. Buscó un par de piedras algo más gordas y las puso encima para evitar que se volaran. Y luego, como si estuviera en un trance extraño... Comenzó a desvestirse.
Sí, se arrepentiría.
Sí, era una puta locura.
Pero...
Pero estaba un poco cansado de sí mismo. De esconderse, de no disfrutar ni dejarse llevar. Sentía una sensación efervescente de alegría en el pecho, persistente desde anoche, sin recordar siquiera con exactitud de dónde procedía. Las llamas de anoche no se habían apagado aún y la ceniza se mantenía caliente en su interior. Solo tenía que avivarlas un poco para prender el fuego, para llenarse de esas ganas de volver a vivir, para dejarse de tonterías y dejarle claro que estaba avanzando.
Tenía que decirle a Iker que lo suyo podía suceder. Que no se cansara de esperar.
Era un mensaje no solo para él, sino para los dos. Para sí mismo. Cuando su camiseta tocó el suelo, se sintió liberado. Luego se avergonzó; el sol le golpeó en la cara en cuanto unas nubes lo liberaron, y aquello lo revitalizó. Iker aplaudía desde el agua. Mauro se quitó los pantalones y los enterró bajo las piedras.
Se miró la tripa. Le tapaba el paquete. Su calzoncillo estaba semienterrado entre la piel, la grasa y todo lo que odiaba. Quitárselo sería demasiado, pero su cuerpo...
Era su cuerpo. Y había una persona a unos metros deseando pasar con él un buen rato sin malos rollos, sin rayadas ni tonterías. Pese a todo, pese a verse así, pese a sus problemas. Estaba ahí, esperándole. Como siempre.
Así que comenzó a caminar paso a paso, temeroso, lleno de miedos. Sentía que con cada uno de ellos, su piel se estiraba y encogía, que rebotaba, que le sudaban los pechos y que los pelos de su estómago se rizaban, haciéndolo aún más horrible de lo que ya era. Pero también, con cada zancada, sentía que caminaba, literalmente, hacia una vía de escape. Como si la salvación a sus problemas comenzara tras una fina línea bajo los pies; al final, no era tan ciego como para no verla. Empezaba a apreciarla, a verla respirar. Estaba ahí, por fin.
Al chapotear con los pies en el agua, Iker saltó, gritó, aplaudió y se rio en voz alta.
—¡Ese es mi Maurito, vamos!
El agua estaba helada. Mauro sonreía. Lo cubrió primero por las rodillas; luego, por el ombligo; después, por el pecho. Estaba frente a Iker. Los dos brillaban, empapados. Los dos resplandecían de felicidad.
Iker lloraba.
Al principio intentó disimularlo, pero Mauro se había dado cuenta. Aun así, no dijo nada. Solo se sonrojó y buscó algún sitio donde mirar para distraerse.
—Este es mi Mauro —volvió a repetir Iker, ahora con la voz rota, ahora lleno de orgullo.
—No es la primera vez que me baño en la playa —dijo Mauro, recordando las veces anteriores, cuando su amigo le había ayudado a superar ese obstáculo.
Sin embargo, su Iker negó con la cabeza. Le cayeron más lágrimas. El agua se movía lenta, como respetando ese momento. Tan solo estaban ellos en medio del mar. Eran ellos y el sol, lágrimas, sal y agua.
—Te estás atreviendo a romper con todo. Has dado un paso de gigante, Maurito. Pasos enormes —dijo Iker, tratando de no llorar demasiado—. No eres el chico que conocí. Ya no.
Mauro tragó saliva. Sintió la arena del mar revoloteando en sus pies y los dedos enterrándose en ella. La fuerza de la marea lo estaba acercando sin quererlo a Iker, como un imán. Lo tenía a muy pocos centímetros. Tenía una gota de agua en la nariz. Estaban muy muy cerca. Una nueva ola. Respiraban el mismo aire. La mano de Iker fue a parar a la cadera de Mauro. La rodeó como si siempre hubiera sido suya, como si le perteneciera de alguna misteriosa manera. Este contuvo la respiración cuando su cuerpo decidió acercarse un poco más, de forma voluntaria. Ya casi se rozaban.
—¿Y eso es malo? —preguntó Mauro—. ¿Es malo que no sea el chico que conociste?
No era momento de preguntarse si estaban errando. Punto y aparte, sí, pero también vivir. Punto y aparte hasta que las cosas quedasen claras.
Antes de contestar, Iker negó con la cabeza. Sonreía henchido de orgullo.
—Eres el chico que siempre quisiste ser y tenías miedo de dejar libre.
Sin decir nada más, Iker acortó la distancia pendiente entre ellos, apretándolo contra sí, y se fundieron en un beso que sabía a ellos y a sol, a lágrimas y a sal y agua.
Pero también a finales que estaban escritos desde un principio y que, por más que se quieran evitar, estaban destinados a ser.