Rocío había llegado al pueblo de Blanca con el corazón desbocado, muchas ganas de sexo y una maleta hecha a la carrera.
Todo lo que conocía o había visto u oído del mundo rural se deshizo en cuanto el autobús que daba vueltas por la provincia la dejó en la única parada de aquel lugar desamparado, alejado de todo. Más dejado aún que de la mano de Dios, y todavía más allá del quinto pino. Aunque claro que para alguien de la capital, todo lo que no tuviera metro estaría siempre casi tan alejado como la mismísima Australia.
Por lo que Mauro y Blanca le habían contado, Rocío se imaginaba el típico pueblo castellano moderno, con alguna que otra tiendecita y un par de colegios públicos con cero presupuesto y muchas ganas de hacer excursiones a lugares más poblados, pero no se esperaba esas casas de piedra —algunas reformadas, aunque no demasiadas— y una parada de autobús cuya única señal era un cartel pintado con brocha y pintura azul oscura.
Podría decirse que se había quedado en shock. Era el tipo de pueblo que solo veía en películas y que su mente era incapaz de concebir como una realidad para miles de personas.
Así que esto es a lo que se refieren con la España vaciada...
El siguiente paso de su plan sería encontrar a Blanca. Lo más probable era que no quisiera hablar con ella, que corriera en dirección contraria y le montara un pollo. Y sería normal, puesto que no habían acabado en buenos términos, y Rocío ni siquiera había dejado pasar un tiempo prudencial para que ambas se calmaran y pudieran abrirse a la opción de perdonarse y, quizá, volver a intentarlo.
Y sin embargo, ahí estaba Rocío, asiendo la maleta del mismo modo que Mauro lo había hecho hacía unos meses al llegar a la ciudad: llena de dudas e incertidumbre. Caminó durante unos minutos sin rumbo fijo, fascinada por la quietud de las calles, por la arena que había en la no demasiado alta acera y que hacía que se confundiera con la carretera. Lo único que perturbó el silencio durante su caminata fue un tractor que pasó por una de las calles adyacentes.
—Ay...
Había tropezado con algo.
Con alguien, mejor dicho.
—No me jodas, tía.
Era Blanca.
—Es que ¿cuáles son las posibilidades?
—Mmm, tía, estamos en un puto pueblo. Somos cuatro contados.
Después de encontrarse en la calle, Blanca no había sabido cómo reaccionar. Rocío tampoco. Era inevitable no saber cómo sentirse, contrariadas y llenas de reproches. Pese a todo, su magnetismo era innegable y por eso se habían abrazado y caminado juntas en silencio hasta llegar a uno de los bares del pueblo.
Tampoco había muchas opciones más y los torreznos sabían a culo de mono.
Ahora charlaban, intentando dejar enterrada el hacha de guerra de una vez por todas. Haber vuelto a mirarse a los ojos las había convertido en una versión cutre y desaliñada de los Osos Amorosos, un contraste destacable, ya que Rocío se había sentido más como la novia de Chucky de camino a ese maldito pueblo.
—Ya, pero no sé. No tenía plan, pensaba seguir dando vueltas, llamarte... —dijo Rocío mientras se llevaba una aceituna a la boca.
Blanca bebió de su cerveza y apoyó los codos sobre la mesa. Ahora estaban más cerca y Rocío no pudo evitar mirarle el escote, que debido a la nueva postura de su interlocutora, destacaba notablemente.
—Córtate, anda —le recriminó Blanca. Pero no se movió ni un milímetro e incluso se sonrojó. Seguía estando igual de preciosa que hacía... muy poco tiempo, vaya. Llevaban separadas días, ni siquiera les había dado tiempo a desconectar la una de la otra.
—Perdón. Son mil cosas —se disculpó como pudo Rocío. También se llevó la cerveza a los labios y se bebió media jarra de un trago. Necesitaba un buen chute.
—¿Me has echado de menos? —disparó de repente Blanca, sin miramientos.
Rocío no pensaba abrirse ahí, sabiendo que su conversación sería retransmitida durante días por los cotillas del pueblo de los que Blanca tanto le había hablado. ¿Era normal preocuparse por eso? ¿O a Blanca ya no le importaba nada?
—Sí —respondió finalmente Rocío, tratando de no dejarse en evidencia con un atisbo de sonrisa en sus comisuras.
Era evidente que Blanca ansiaba esa respuesta, porque soltó el aire contenido en sus pulmones y se relajó. Luego, Rocío se fijó en sus ojos, ahora aguados. Siempre le habían fascinado, tan redondos y saltones. Transmitían tantísimo con tan poco.
—No me llores aquí, tía —la cortó Rocío entre risas.
—Es que no sé qué nos ha pasado.
Después de eso, la puerta de la sinceridad quedó abierta. Hablaron, rieron y soñaron juntas de nuevo. Quizá sí era cierto que la ciudad las había vuelto un poco locas, especialmente el tema de no ponerse etiquetas. Terminaron por perdonarse, no sin admitir que ambas habían estado equivocadas y prometiendo que lo intentarían de verdad.
Esta vez sí.
Rocío se alegró de saber que Blanca y ella estaban por fin en la misma página.
—Entonces ¿qué hacemos?
La pregunta vino por parte de la madrileña, que ya notaba el trasero atrapado en la silla antigua y desvencijada del bar. El calor era mortal. Necesitaba huir de ahí hacia un aire acondicionado.
—Vamos a mi casa y me ayudas a hacer la maleta.
—¿Vuelves? —La sorpresa de Rocío era evidente; no esperaba un cambio tan repentino, pues a pesar de todo Blanca parecía bastante segura de su decisión de regresar al pueblo hacía tan solo unos días.
—Claro. Volvemos. Las dos. Y espero que para una larga temporada.
Ambas rieron y brindaron.
El piso que habían alquilado en Madrid no era tan céntrico, pero Vallecas era un barrio emblemático y con mucha historia. Algunas personas dirían que peligroso, y las habían intentado convencer de que era mejor mudarse a otro lugar, pero el lugar que habían encontrado las había enamorado sobremanera.
Empaquetar todas sus pertenencias en cajas, mover sofás y camas había sido una odisea digna de libro. Si no fuera por la ayuda que tuvieron, habrían muerto con el calor de la ciudad en pleno julio.
—Venga, que estoy en doble fila. ¡Marchandooo! —gritó Iker mientras pitaba el claxon.
Los amigos se habían ofrecido a echarles una mano e incluso habían alquilado entre todos una furgoneta. Hicieron una cadena humana para pasarse bolsas, libros y cajas. Para bajar uno de los sofás del salón —que Rocío había adquirido hacía un par de años en El Rastro— y el somier, tuvieron que ayudarse entre todos mientras Iker se desesperaba con los taxistas tratando de pasar por cualquier resquicio libre.
—No me lo puedo creer —había dicho Mauro en un momento dado, mientras descansaba apoyado en la pared—. Es imposible que tuvieras tanta mierda.
—¡Chisss! —le había chistado Rocío llevándose el dedo a los labios—. Nada de mierda, son recuerdos.
—Bueno, un poco cerda sí que eres —atacó Blanca—. ¿Para qué quieres guardar la colección de cromos de Harry Potter y el cáliz de fuego?
—Porque vale una pasta —había respondido Rocío molesta con la mano sobre la cadera.
—¿Y lo vas a vender, acaso? —se atrevió a preguntar Mauro, con voz de repipi, a lo que Rocío respondió fulminándole con la mirada y agarrando el álbum fuertemente contra su pecho.
—Mi tesssorooo.
Todos terminaron por reír y asumir que Rocío era la reencarnación del siglo XXI de Diógenes, y cuando descargaron todo en la acera frente al nuevo piso de sus amigas, pareció que el barrio les diera la bienvenida con un sol esplendoroso, una brisa deliciosa y el cantar de los pájaros.
Blanca cogió a Rocío por la cadera y la besó en los labios.
—Vamos a tener una casa preciosa —le prometió.
Las semanas pasaron. Iker, Gael, Andrés y Mauro no dejaban de hablar del crucero. Habían discutido con ellas en alguna ocasión porque ahora vivían a casi una hora en transporte público y siempre les daba pereza moverse, pero la lasaña casera de Rocío fue lo que los convenció de manera definitiva para pasarse por el piso para una pequeña fiesta de inauguración.
Allí hablaron de planes de futuro... y presente.
—Es que nos vamos enseguida —se quejó Andrés mientras masticaba con tesón la lasaña—, que si no yo venía y os echaba una mano para decorar el salón que lo tenéis... Me voy a callar, nena, que te pones enfurecida.
Rocío le había matado con la mirada, porque sí, el piso no estaba nada mal decorado, pero el salón era probablemente la peor parte de todas: demasiados pósteres frikis y demasiadas tontadas. (Esto lo pensaba Blanca, claro, para ella era ideal).
—Te voy a pedir por Amazon algún libro sobre el minimalismo, a ver si te entra en la cabeza —continuó Andrés.
—Ve, déjelas, es su apartamento —defendió Gael.
—¡Gracias, gracias! ¡Viva Colombia! —gritó Rocío.