Malta no era el lugar que más ilusión en el mundo le hacía conocer a Andrés, pero buscando imágenes en Google, la verdad es que le había sorprendido su arquitectura. No tendrían demasiado tiempo para explorarla —pues no dejaban de estar en un crucero con una duración limitada para las excursiones— y por lejanía, les tocaba pasar una noche más a bordo del Rainbow Sea. Esperó y deseó que sus amigos pensaran como él: noche tranquila de cena y pelis. O igual, quizá, un poquito de karaoke, que la noche anterior el plan había muerto según había sido propuesto.
Ostras. La noche anterior.
Se giró en la cama para encontrársela vacía. ¿Cuántas noches llevaban de viaje? Ahora mismo estaba medio dormido, así que no estaba seguro de si habían sido tres noches y dos días, pero de lo que sí estaba seguro era de que Gael estaba haciendo una vida por su cuenta.
El desayuno del crucero era maravilloso, y a Andrés le vino el olor de los cruasanes a las fosas nasales a través de la ventana que daba a su miniterraza. Eso hizo que se vistiera con rapidez, no sin antes buscar como un loco un ibuprofeno en la maleta y beberse medio litro de agua embotellada. Le quedaba poca, tendría que comprar más en las máquinas expendedoras. La vendían a precio de oro porque era la única forma de tomarla en aquel barco, aparte de en los restaurantes o bares.
Bajó a desayunar solo. No le apetecía encontrarse con sus amigos, por más que su vena cotilla necesitara conocer los detalles de las noches de cada uno de ellos, pero había tenido una idea para su velada de relax y resaca. Más tarde se lo propondría a los chicos por el chat grupal. Ahora, honestamente, lo que necesitaba era desconectar un poco del todo el ruido de la discoteca que aún parecía reverberar en su mente, y tomar mucho café para centrarse en su verdadera misión para esos días.
Terminar, de una vez por todas, el maldito libro.
Una hora y media después y con tres cafés en el cuerpo, Andrés repasaba las últimas frases que había escrito antes del crucero. Se había sorprendido a sí mismo de la facilidad con la que había logrado plasmar algunas escenas reales o sentimientos. Claro que estaba motivado, porque no solo sentía que aportaba algo diferente —o que, al menos, nunca antes se había leído algo similar—, sino que había una cierta parte de venganza velada en esas páginas.
Pensó en Efrén y también en Lucas, su jefe. No se lo había vuelto a cruzar desde el primer día, cuando le había visto en el puerto de Barcelona, y casi que lo prefería así. Tenía toda la estrategia montada en su cabeza y eso le generaba casi más ansiedad, por llamarlo de alguna manera, que el hecho de terminar el libro como tal. Nada podía cambiar sus planes. Todavía no.
¡Aunque ahora tocaba concentrarse!
Según su escaleta, que era una especie de guion donde dividía la historia por capítulos para no perderse o atascarse debido al síndrome de la página en blanco, en el día de hoy debería enfrentarse a una escena un poco más dura de lo habitual. Sin embargo, notaba la efervescencia de la cafeína en sus venas; incluso el tic nervioso del ojo le invitaba a focalizarse en eso.
El ruido de las teclas fue lo único que se escuchó en esa habitación durante las siguientes horas.
Ojos de infierno. Ese podría haber sido su nombre. Jamás alguien fue tan bello y al mismo tiempo capaz de ocultar la negrura más insólita conocida por el ser humano. Esa crueldad, de experto desgarrador de corazones, había sido la luz al final del túnel, uno en el que concluía como persona. Luz, no. Pero avanzaba en silencio, privado de mi vista, alejándome de quienes me advertían de mi inconsciencia. Las paredes de este túnel estaban llenas de promesas; las podía tocar con mis propias manos, incluso saborearlas, porque lo anhelaba todo tanto que poco importaba que a veces supuraran veneno. Así que, al cruzar el umbral de lo que parecía la puerta a la claridad —por supuesto que había, pero muy al fondo— y cuando di un paso para alcanzarla, no había suelo. Caí. Fue terrible. Un pozo sin fondo. La negrura comenzó a machacarme, ahora por dentro, comiéndome como si fuera un insecto. Me convertí en lo que repudiaba. Gritaba sin poder salir. Notaba mis manos en los barrotes de mi prisión, aunque esta fuera imaginaria. Mis propios límites destrozados por esos ojos de infierno. Él era el ángel caído: había venido a buscarme.
Al terminar aquella parte final del capítulo, se percató de que había escrito más de tres mil palabras sin darse cuenta. Poco a poco, se acercaba a su meta. Y también se fijó en que si seguía a ese ritmo, terminaría el libro mucho antes de lo esperado.
Por lo que volvió a colocar sus dedos sobre las teclas y dejó volar su inspiración.