—Esto no tiene ningún puto sentido —se quejó Iker.
Siempre va a ser nuestro defensor.
Mauro lo miraba mientras se mordía el labio sin poder disimularlo. La forma en la que Iker había golpeado la mesa, furioso, después de casi media hora de espera para poder hablar con alguien responsable, había hecho que se le marcaran los músculos y que a su mente volviera la escena de la ducha.
Joder.
Jamás podría superarla.
—Lamentamos la confusión, pero no hay nada que podamos hacer. La organización del Rainbow Sea se encarga de otras cosas y no de cómo los pasajeros gestionan su dinero —afirmó el encargado con una mueca. Parecía repetir las mismas frases todo el rato y, a juzgar por la cantidad de gente que se apelotonaba detrás de los amigos, estaría el resto del día escuchando las mismas quejas.
Menuda cagada tan monumental.
—Que no tiene nada que ver con eso, amore —dijo Andrés poniendo los ojos en blanco, aunque mantuvo las formas, con ese tono de voz de perra mala fría y calculadora que le salía cuando se ponía a discutir—. Que venimos invitados, te lo hemos dicho, rey. ¿Entiendes?
El chico volvió a comprobar algo en el ordenador para verificar de nuevo —y quizá por tercera o cuarta vez— que los amigos no estaban mintiendo. Lo había hecho más para que se callaran un poco que para cerciorarse de verdad.
—¿Quieren conocer su balance? —preguntó al cabo de unos segundos—. Podemos darles tíquets o una tarjeta de puntos. Lo que se pase de ahí deberá correr por su cuenta una vez se realice el check-out del camarote a la salida.
—No entiendo cómo no avisaron de esto —murmuró Gael—. Aunque igual, ni que fuera todo incluido de verdad. El guaro sí que no lo regalan, parce.
—¡Es una vergüenza! —gritó alguien desde la parte de atrás de la fila.
—¡CABRONES! —se animó alguien más.
Se notaba una tensión cada vez más creciente en el ambiente. Quizá la organización tendría que haberlo pensado antes de cabrear a miles de personas en un entorno cerrado, en medio de la nada y con botellas de alcohol en cada esquina. ¿Vivirían una revolución? Mauro se tuvo que aguantar la risa mientras se imaginaba los titulares en las noticias: guerra aderezada con cañones de purpurina.
—Les recomendamos que se pongan en contacto con la empresa o entidad mediante la cual fueron invitados —insistió el encargado.
—Era un sorteo, te lo hemos dicho —dijo Iker, con un tono de voz que no dejaba lugar a dudas: estaba a punto de estallar de una vez por todas—. No tenemos ni idea de si aquí hay alguien de...
—Les pedimos disculpas. No son los primeros en sufrir esta situación pero, como les comentaba, no podemos interceder, puesto que es algo que va por cuenta ajena. Les podemos ofrecer esas tarjetas o los tíquets de papel y en cinco días laborables recibirán las devoluciones de los importes que hayan tenido que abonar por este error. Es lo máximo que podemos hacer en estos momentos, y como favor. O lo toman o lo dejan.
Iker se volvió hacia sus amigos a consultarles con la mirada que estuvieran de acuerdo con aquello y seguir adelante con esa compensación momentánea. Mauro no supo si era una fantasía de su cabeza, pero sintió que los ojos de Iker se posaron más tiempo en los suyos que en los de Andrés o Gael.
Porque claro, ahora mismo, después de cruzar miradas, ¿qué más daba el dinero y que les hubieran timado como a idiotas?
Solo podía pensar en esos brazos, en ese vapor abriéndose paso, en esa corrid...
—Esta es la tuya —le dijo Iker y le puso en la mano una tarjeta de color rosa con estrellitas. Arriba ponía su nombre y apellidos.
—Gra-gracias —titubeó Mauro, como si le hubiera descubierto pensando en lo que no debía ser nombrado.
No cruzaron ninguna palabra más con los recepcionistas ni con el encargado, y se marcharon a tomar el aire. Fuera, el viento era frío, aunque agradable al mismo tiempo, ya que los focos que se utilizaban para iluminar las terrazas generaban demasiado calor tras llevar tantas horas encendidos.
—Nos engañaron como a una travesti paraguaya —bromeó Andrés, haciendo referencia a... algo. Mauro sabía que era una frase conocida. Todavía le faltaban unas buenas lecciones de mamarracheo del colectivo.
Los amigos salieron en busca de un poquito de aire a una de las terrazas. Decidieron visitar la Zona C. Mauro notaba el peso de la tarjeta en el bolsillo, como si fuera una piedra ancestral que poseía un gran poder en su interior, al igual que en las novelas de fantasía.
Ostras. Se le había subido el vino de la comida.
Compórtate, que vas a terminar dando vergüenza.
—Aquí mismo —dijo Andrés, señalando una mesa cerca de una de las piscinas. En aquel instante, Mauro se percató de que había luces en su interior y que el agua las reflejaba, bañándolo todo a su alrededor con destellos de los colores del arcoíris.
—¿En serio les vamos a dar más dinero? —se quejó Gael, aunque mientras hablaba, se estaba sentando en la silla.
Una de las cosas que más le había gustado a Mauro de esa terraza era lo moderna que era. Para pedir solo había que escanear un código QR que se encontraba en la mesa y en cuestión de minutos tendrían frente a ellos sus bebidas. Además, las sillas eran más bien sillones, con cojines y de respaldo curvo, haciendo que fuera difícil escapar de ahí cuando uno llevara más de un par de copas.
—Creo que la otra vez te pediste ese —le señaló Mauro a Andrés, que parecía dudar entre un cóctel llamado Patiño On The Beach o una Margarita Seisdedos.
—Es verdad, que me hizo mucha gracia —se rio Andrés. Se decantó por la primera opción y lo añadió a la cesta virtual.
Cuando llegaron las copas, brindaron y no tardaron demasiado en beberse más de la mitad.
—Ahora debemos tener más cuidado... Con todo eso de que no está incluido y que lo estamos pagando —dijo Iker, chafado.
Mauro pensó que tenía razón. Miró su cóctel, uno llamado Bloody Mary Jane Holland, y no pudo más que sentirse engañado.
—Está de hielos hasta arriba. —Su tono de voz fue casi de enfado.
—No es que estemos en la mejor terraza del crucero... —comentó Andrés, también mirando la diferencia entre líquido y sólido de su cóctel. En su rostro se dibujó una clara expresión de decepción.
Gael fue el único que no se quejó en aquel momento, pues de un rápido sorbo había terminado lo poco que le quedaba a su Mojito Mojamuto, y ahora se apoyaba en el respaldo de la silla de brazos cruzados, escuchando atentamente a sus amigos quejarse.
Sin embargo, cuando Mauro cruzó la mirada con la de Iker, ambos tragaron saliva y asintieron con la cabeza, como poniéndose de acuerdo de forma telepática, como recuperando un poquito —solo un poquito— de su conexión.
—Vale, pues yo propongo algo —lanzó entonces Iker—. Ya que parece que se están riendo de nosotros y que ahora hemos dejado de ser unos invitados maravillosos a ser casi una carga... y que los bares como este son un poco timo... —Iker les hizo un gesto a los amigos de que se acercaran—. Vamos al más caro de todos. Tengo una idea.