—Oye, Mauro, ¿y tú qué tal? ¿Te lo estás pasando bien? Como no le importas una mierda a tus amigos, ni siquiera a Iker... Por eso te lo pregunto.
Se miraba al espejo del baño del camarote intentando tranquilizarse. Era una tarea casi imposible porque le temblaban los hombros. Había llorado mucho. Bastante. Se había sentido muy desplazado por sus amigos, diseminados por la fiesta como si él no importara en absoluto. ¿Andrés? Le había visto hablar con un hombre de unos cuarenta años y luego había desaparecido. ¿Gael? Desde que se había encontrado con Oasis en la pista de baile, Mauro había pasado a un segundo plano. Estaban como en una burbuja, ellos dos solos. ¿Iker? Con la parejita del demonio que no le daba celos, para nada.
Bueno, ¿a quién quería engañar? Era algo que no podía controlar y era horrible.
Lo que su reflejo le devolvía era un chico desesperado. Desesperado y aún incapaz de romper las barreras autoimpuestas. Algunas personas le habían hablado mientras veían el espectáculo o cuando se acercó a la barra para pedir algo. Pero algo en su interior le invitaba a mantener la boca cerrada. Iba por días. En unos se sentía en paz con su cuerpo y con su personalidad y que podía arrasar el mundo, que este estaba a sus pies.
Hoy no era uno de esos. Si es que ¿cómo iba a serlo si no era más que un complemento?
Su fuego interno se había ido apagando conforme avanzaba la noche. Las lágrimas que había sobre su rostro se estaban secando ya, pues llevaba frente al espejo por lo menos una hora, evaluando cada poro de su cara, cada pelo de sus cejas. Todo en él era horrible. Si se había creído que lo que Iker le había confesado era real, es que era idiota. Así de sencillo.
Odiaba volver a estar en el punto de partida, uno que creía haber dejado en Madrid hacía un tiempo. Pero no, ahí volvía a estar, sintiéndose como un idiota una noche más. Vuelta a empezar. ¿E igual todo este drama lo estaban causando las copas? Pues muy bien, poco le importaba. No dejaba de tener una parte de realidad.
Cogió aire para disponerse a salir cuando se empezó a escuchar mucho barullo en el pasillo. Le había sacado de su pozo sin fondo, porque al menos asomarse a cotillear sería una buena distracción, ¿no? Revisó que tenía la tarjeta para entrar en el bolsillo, que todo estuviese medianamente ordenado y se dispuso a salir.
Al abrir la puerta, casi se dio de bruces con un par de chicos que pasaban corriendo.
—Eh, eh, ¡cuidado! —gritó alguien al fondo.
Por la derecha llegaba más gente. Todos borrachos, más claro que el agua. Algunos de ellos llevaban el teléfono con el flash a tope. ¿Estaban grabando? Mauro miró hacia la izquierda, al fondo del pasillo, por donde habían volado aquellos chicos.
—¡Que se pegan!
No supo de dónde procedía aquella voz, pero sintió la necesidad de salir de su habitación y cerrar bien la puerta tras él. Total, no había nada más entretenido que hacer en aquel momento. Además de que aquel trajín de gente no parecía tener fin y temía por su integridad física. Se dejó llevar por la marabunta hasta casi el final del pasillo, por las últimas habitaciones que había, donde dos hombres bien entrados en años se encontraban en el suelo arañándose la cara y cogiéndose fuerte del cuello. Vamos, pegándose de lo lindo.
—Ya te dije que ese es mi chico en España y que yo soy el único en su vida, ¿vale? Que te separes de él —decía uno, el que parecía estar ganando la batalla. Aunque no pareciera demasiado ciclado de gimnasio, se le veía con una furia y fuerza bruta que daba miedo, casi equiparable a un competidor de lucha libre.
El que se encontraba abajo, perdiendo, era incapaz de articular palabra.
—No-no-no lo sabía —tartamudeó a duras penas.
Una chica apareció entre la gente, que se hizo paso empujando con los codos. La mayoría de las personas solo miraban cotilleando o grabando. Mauro estaba bloqueado, aunque tampoco es que fuera a actuar. Solo haría algo así de loco si quienes estuvieran en la refriega fueran sus amigos.
—¿Alguien va a hacer que paren? ¡Por favor! —casi suplicó la chica.
Nadie le hizo caso.
Por fin, las tornas cambiaron. Quien se encontraba abajo terminó por estar arriba y trataba de golpear con el puño al otro hombre en la cara.
—Que. Yo. Le. Conocí. Antes. Gilipollas —decía una y otra vez, marcando con fuerza cada palabra.
Los guardias de seguridad no tardaron mucho más tiempo en aparecer. Los ánimos se calmaron casi al instante, cuando el grupo de gente les hizo hueco. Nadie se iba a manchar las manos, por supuesto, así que fueron desapareciendo por donde habían venido. Mauro, que aún sostenía en la mano la tarjeta de la habitación, no sabía ni qué hacer. Se dio cuenta de que los guardias de seguridad llevaban las mismas chapas que aquel día, cuando habían robado la botella: Aceituno y Rufino.
Pero algo fallaba. No eran las mismas personas que les habían pillado, sino unos hombres mayores de verdad, canosos, de estos que llevan toda la vida encargándose de la seguridad de un barco.
Ostras. Andrés va a tener razón con que había algo raro.
Mauro trató de disimular como pudo y volvió con lentitud a su habitación, aguzando el oído para ver si se enteraba de algún detalle más de la pelea, pero quienes habían sido el centro de atención hacía unos minutos ya no tenían ni fuerzas para hablar. La cara de malhumor de los guardias de seguridad también había hecho que el murmullo generalizado desapareciera.
—Entre estos y lo del otro día... —comentó uno de ellos, Rufino. Llevaba cogido del brazo al hombre pelirrojo, que tenía un ojo morado.
—Y que lo digas. Sigo pensando en quién narices querría robarnos los uniformes —respondió Aceituno con cara de pocos amigos.
La mente de Mauro unió los puntos y le dio la razón definitiva a Andrés. Lo que le hizo pensar que quizá su amigo no estaba tan loco viendo cosas donde no las había y que podría ser que la opinión que tenía sobre Gael y Oasis fuera también acertada.
Era una señal. Debía ir a por él. ¿Dónde narices estaría?