Blanca se había agarrado tan fuerte a los reposabrazos del avión que todavía le dolían los dedos. Cuando llegaron al aeropuerto de Atenas, lugar en el cual debían esperar un poco más de una hora hasta el siguiente vuelo, Rocío le compró una botella de agua y una bolsa de patatas para recuperar algo de fuerzas. Y en el segundo trayecto, ya el que las conduciría a la isla, Blanca estuvo incluso más nerviosa, pues el avión era más pequeño y, según ella, parecía más una maqueta que un avión de verdad y... seguro que se estrellaba en medio del océano.
—Esto es enano —dijo sorprendida Rocío en cuanto llegaron al aeropuerto de Mikonos.
Y era cierto. Eso sí que era la versión a escala de uno real.
Con las maletas y mochilas bien agarradas, se dispusieron a buscar un transporte que las llevara a su hotel. Eran las ocho y media, demasiado pronto. El sol todavía peleaba por iluminar todo en sus características tonalidades ámbar e inundaba cada resquicio que alcanzaban sus rayos.
Primero querían dejar todo el equipaje en el hotel para luego encontrarse con sus amigos en el puerto. Habían estado mirando y la isla no era demasiado grande, por lo que podrían ir de un lado a otro con total facilidad.
O no.
El primer taxista que pararon —después de esperar unos cuarenta minutos a que la fila fuera acortándose— les dijo que desde el aeropuerto a su hotel eran treinta y cinco euros.
—Ni de coña —le había dicho Blanca a Rocío sin que el conductor se diera cuenta—. No, thank you.
—¿Tocará regatear o qué? Nos ha visto cara de turistas.
El taxista desapareció alzando las cejas. El siguiente que pasó les dijo el mismo precio. Y el siguiente, ya algo mosqueado, hablaba un poco de español.
—Mikonos todo mismo precio, trayecto treinta o treinta y cinco. No Uber, no Lyft, no nada. Mejor taxi. Precio cerrado. Mismo precio toda isla —les había dicho, señalando su teléfono, el cielo y cualquier cosa que pudiera ayudarle a comunicarse.
Rocío y Blanca se miraron sin poder creérselo. Según Google Maps, no había más de diez minutos desde el aeropuerto hasta su hotel. ¿Cómo les iban a cobrar tantísimo? Pero... no parecía haber muchas más opciones, así que finalmente se montaron.
—Mi nombre Demitrius, ¿vosotras, chicas? Poca mujer en esta isla. Solo mi madre —bromeó el conductor, que arrancó con ferocidad y giró sin miramientos para esquivar a un grupo de turistas. Se lo veía calmado, como si fuera su rutina diaria salvarle la vida a los transeúntes intrépidos.
—Lo sabemos, pero venimos a ver a unos amigos —dijo Rocío, que agradeció tanto el aire acondicionado del coche que se empezó a escurrir en el asiento del gusto.
—¿Y si nos rapta? —le dijo entonces Blanca, acercándose—. En mi pueblo quienes llevan furgoneta...
—Tía, no es una furgoneta. O sea, es un coche de siete plazas mazo moderno, los he visto en la tele. Además que ahí está su identificación. —Señaló un cartel con el nombre del conductor y un número de muchas cifras—. No te rayes.
—Do you speak English? —les preguntó Demitrius mirándolas a través del retrovisor mientras giraba en calles muy estrechas de curvas muy angostas.
Blanca terminaría vomitando. Lo sabía. Se aferraba al asiento como buenamente podía, uñas incluidas. Había un traqueteo constante, ya que la carretera carecía de asfalto.
—Uff, very little, my friend. Prefiero Spanish si no te molesta.
Demitrius asintió, sonriente.
—Aquí mucho turista. También mucho... ¿aprovecha? ¿Dice así? —Rocío asintió—. Mucha gente robar, aprovecha turista. Pero yo amigo de gente porque es mejor para mí, dinero todo el rato. Money, money, money, must be funny!
Se volvió para entregarle una tarjeta con su número de teléfono y una foto de él impresa con los pulgares hacia arriba. Ponía «Demitrius Tours Amigos & Friends». Rocío tuvo que contener la risa, pero la verdad es que era un hombre que transmitía bastante ternura.
Desde ahí y hasta que llegaron al hotel, estuvieron charlando sobre la isla y el lugar donde se hospedarían, y luego las ayudó a bajar las maletas. Al despedirse y verse solas en la entrada del recinto, que era literalmente un trozo de la playa cercado, las piernas de Blanca flojearon.
No se podía creer que estuviera allí. Era... era como en las películas.
Miró a Rocío llena de ilusión y se fundieron en un beso que decía muchas cosas, pero sobre todo que no había mejor compañera para vivir algo por primera vez que la persona a la que amas. Y dándose la mano —y batallando con las maletas entre la arena— entraron en el magnífico hotel.