Capítulo treinta y siete

–Esa es la avenida Gardiners –dijo Jayden–. Estamos muy cerca.

¿Hasta dónde creen que llegue el muro?

–No tiene sentido construirlo aquí solamente –respondió Gianna–. Si no, simplemente construirían un fuerte y vigilarían la intersección.

–Como sea –dijo Xochi–, podemos escabullirnos a la mitad de alguna manzana. No pueden tener guardias en toda la longitud.

Los demás estuvieron de acuerdo y siguieron caminando por los patios llenos de maleza de un barrio residencial. Llegaron hasta un lugar que estaba a mitad de camino entre dos intersecciones. Kira echó un vistazo por una cerca cubierta de kudzu, y notó que allí la barricada era más baja: solo automóviles en fila, sin placas de metal ni cajas de refuerzo. No tuvieron tiempo de terminarla. Como para equilibrar las cosas, del otro lado de la calle había un centro comercial con un gran estacionamiento; cualquiera que estuviera observando desde un puesto en una de las intersecciones tendría mucho más tiempo para verlos atravesar el espacio abierto.

–Maldita isla con sus centros comerciales –dijo Kira–. ¿Cómo puede haber tanto terreno abierto?

–Hay matorrales –observó Xochi–, pero probablemente no sean tantos como para ocultarnos hasta el otro lado.

–Miren allá –dijo Gianna, señalando hacia el sur–. El siguiente grupo de soldados está por lo menos a dos cuadras. La brecha entre guardias es bastante grande; cuando oscurezca, tendremos una buena oportunidad.

Kira miró hacia el sur y luego otra vez al norte, calculando la distancia.

–Fíjate si puedes encontrar en la radio qué canal está usando aquel puesto de guardia.

Gianna empezó a girar la perilla: tic, pausa, tic, pausa, buscando una frecuencia activa. Cada vez que oía voces, se detenía a escuchar si daban nombres de calles.

Kira sintió una oleada de alivio cuando la voz de un hombre mencionó la avenida Gardiners.

–Ese es el nuestro –dijo, dando golpecitos en la pared con los dedos–. Sigue monitoreando los tres canales. Montaremos guardia, seguiremos escondidos y esperaremos la noche.

Volvió a espiar por la cerca, calculando las distancias hasta los dos puestos de vigilancia. De noche, si cruzamos agachados, no deberían vernos.

Con cada hora que pasaba, Kira sentía que se le hacían más nudos en el estómago. ¿Qué soy? ¿Por qué estoy aquí... y quién me puso aquí? ¿Tengo la feromona? ¿Tengo algo peor? Cien mil preguntas se arremolinaban en su cabeza, y estaba desesperada por conocer las respuestas. Se obligó a olvidarlas, a pensar en la tarea que habían emprendido, pero eso era peor aún. Al pensar en Madison y Arwen, le costaba contenerse para no echar a correr directamente al hospital. Palpó la jeringa envuelta en su cintura y se propuso tener paciencia.

Cuando al fin oscureció, Farad quitó más tablones de la cerca y abrió un agujero entre el kudzu. Se echaron los equipos al hombro, los sujetaron bien y se dispusieron a salir en fila: Farad, Xochi, Jayden, Gianna, Kira y Marcus.

Kira sujetó firmemente su fusil y tomó aliento lenta y profundamente.

–Mantén la radio encendida –le dijo a Gianna–, lo más bajo que puedas. Si la Red nos ve cruzar, quiero enterarme.

–Hecho –respondió la mujer, con una leve sonrisa.

–Entonces vámonos –dijo Kira–. Manténganse agachados y callados, pero si nos ven, corran.

Farad tomó impulso.

–Preparados... listos... ¡ya!

Se dejó caer boca abajo y se escabulló en silencio entre la maleza hacia la barricada improvisada con automóviles. Los demás lo siguieron, tratando de no hacer ruido. Hubo algunos segundos de silencio desesperado y, de pronto, la radio estalló en exclamaciones, gritos y estática.

–¡Allá! ¡Allá! ¡Al sur de la Veintitrés!

Una bala se estrelló en el asfalto, a menos de treinta centímetros de la mano de Kira.

–Se acabó el sigilo –dijo–. ¡Corran!

Se levantaron de un salto y atravesaron la calle a toda velocidad, saltando por encima de la hilera de autos. Kira apoyó la mano en la ancha cubierta del motor de un coche para tomar impulso; le quemó la piel, aún caliente por todo un día al sol, pero ella saltó por encima con dos pasos rápidos y sonoros, y aterrizó en el suelo más allá. La radio gritaba alertas y Kira sintió ecos de disparos extraños, primero en la radio y luego en la realidad, cuando las detonaciones llegaron por fin a sus oídos. Farad ya estaba del otro lado, corriendo por el estacionamiento hacia una brecha entre los edificios del centro comercial, cuando de pronto Gianna cayó como una piedra y, sobre ella, quedó flotando una especie de densa neblina.

–¡No! –gritó Kira, y estaba tan cerca de Gianna que tropezó con su cuerpo y cayó sobre el asfalto. Intentó levantarse para ayudarla, pero Marcus la sujetó al pasar y la obligó a incorporarse y seguir corriendo.

–¡No te detengas!

–Tenemos que ayudarla.

–¡Está muerta, no te detengas!

Kira logró soltarse y, al dar media vuelta, oyó que una bala impactaba en el suelo, peligrosamente cerca. Gianna yacía boca abajo en un charco de sangre.

–Perdóname –le susurró, y se acercó, no para rescatar a la mujer sino la radio. Esto es demasiado importante como para dejarlo.

Kira sintió que su cuerpo se torcía con un impacto, pero se mantuvo de pie y volvió a correr hacia Marcus y los demás. ¿Dónde me dieron? Se revisó las extremidades mientras avanzaba, tratando de identificar el dolor, pero no le dolía nada. Demasiada adrenalina, dijo la científica en su cabeza, extrañamente serena y analítica. Vas a morir desangrada sin siquiera sentir la bala. Llegó al abrigo del callejón y siguió corriendo mientras Marcus de atrás la maldecía, furioso.

–¡¿Quieres que te maten?!

–Cállate y corre –le dijo Xochi, y los condujo por un portón roto que colgaba tristemente de una sola bisagra oxidada.

Más allá había un patio plagado de maleza y lo atravesaron con dificultad hasta la puerta trasera de una casa desvencijada; estaba rota y la pintura se desprendía en largas tiras desteñidas. A tan poca distancia de la ciudad, las viviendas seguían deshabitadas, y al entrar se dejaron caer en el piso de la sala, junto a un esqueleto. Jayden se volvió con su escopeta para cubrir la puerta.

–Me dieron –dijo Kira, y dejó la radio para palparse, buscando sangre.

Farad tomó la radio, apretó el intercomunicador y ladró:

–Puesto Veintitrés, aquí Patrulla Cuarenta. Estamos aquí, pero la Voz no pasó por las casas. Repito, no pasaron por las casas. ¿Tienen contacto visual? Cambio.

–Negativo, Cuarenta –graznó la radio–. Seguimos buscando. Cambio.

–Entendido, seguiremos buscando también. Cambio y fuera –apagó la radio con un clic y se la arrojó de vuelta a Kira–. Arriesgaste tu idiota vida por esa cosa, así que aprovechémosla.

–¿Qué es Patrulla Cuarenta? –preguntó Xochi.

–Están apostados al norte –respondió Farad– y usan otro canal. Esto nos dará unos diez minutos hasta que se den cuenta. Ahora tenemos que salir de esta casa antes de que nos encuentre una patrulla de verdad.

Incluso antes de que terminara de susurrar, oyeron pasos y voces en el patio. Jayden sujetó su arma, corrió a la puerta trasera y se agazapó detrás de la pared a medio caer.

–Aquí la Red de Defensa de Long Island –gritó Jayden, mientras echaba un vistazo a sus compañeros y les hacía señas de que tomaran sus armas–. Depositen sus armas y ríndanse inmediatamente.

Hubo una breve pausa, y Jayden escuchó con la cabeza ladeada. Al cabo de un momento, una voz respondió:

–¿Son ustedes, Patrulla Cuarenta?

Jayden sonrió con aire travieso.

–Así es. ¿Puesto Veintitrés?

Kira oyó que afuera los hombres maldecían.

–¡No me digas que los perdimos!

Farad se puso la gorra de su uniforme y salió por la puerta trasera con cuidado. Kira observó por un agujerito en la pared derruida.

–Revisamos toda esta zona –dijo–. No pasaron por aquí.

–¿Cómo que no? –preguntó el soldado–. Acabamos de perseguirlos hasta este callejón.

–Tengo hombres en la mitad de estas casas –respondió Farad, señalando con un gesto alrededor–, y ninguno vio nada.

–¿Cómo dejaron que se les escaparan?

–Mire, soldado –dijo Farad–, son ustedes quienes los dejaron cruzar la frontera. Estamos intentando reparar sus errores, no los nuestros. Ahora sepárense. Nosotros revisaremos estas casas y ustedes, aquellas. Y no olviden dejar aquí a alguien que vigile el callejón. Lo último que queremos es que pase más gente por su puesto de vigilancia.

Los soldados mascullaron un poco y Kira los oyó alejarse con pasos pesados y ruidosos hacia la próxima casa. Exhaló y siguió revisándose en busca de una herida de bala. Por fin la encontró: en su mochila. No la habían herido, pero su equipo estaba destruido.

Farad volvió a entrar y lanzó un suave silbido de alivio.

–Salgamos de aquí.

–No puedo creer que haya dado resultado –dijo Xochi.

–No será por mucho tiempo –respondió Jayden–. A la larga van a revisar a Gianna y se darán cuenta de que tiene uniforme de la Red. Tenemos unos sesenta segundos para desaparecer.

Se dirigieron al frente de la casa y de allí se escabulleron hacia el patio de la siguiente, y luego a otro, internándose en East Meadow y alejándose lo más posible del punto de infiltración. A medida que avanzaban, la ciudad se volvía más poblada, las casas estaban mejor cuidadas y, por fin, Kira vio el destello del vidrio en las ventanas. Estoy en casa. Sin embargo, aunque la ciudad se veía familiar, tenía un aspecto diferente: las viviendas estaban ocupadas, pero todas las puertas permanecían cerradas y las ventanas, tapadas con cortinas y hasta con tablas. En una linda noche de verano como aquella, aun después del anochecer, las calles deberían estar llenas de gente conversando, divirtiéndose, pero ahora los pocos transeúntes iban con prisa, ansiosos por ponerse a cubierto y evitando el contacto visual con los demás. Grupos de soldados de la Red y de la policía especial de Mkele patrullaban la ciudad a intervalos regulares.

Kira notó que a algunos de esos ciudadanos asustados los detenían para interrogarlos. Están buscándonos, pensó, pero están castigando a quienes no tienen la culpa.

Llegaron a la autopista y se refugiaron en un comercio en ruinas ubicado frente al hospital, que se había convertido prácticamente en una fortaleza. Había soldados en las puertas, aunque lo más importante era que había un perímetro de guardias alrededor de todo el terreno. La puerta trasera que habían planeado usar probablemente seguía libre, pero sin el jeep de la Red, no podían aproximarse a ella y, menos aún, volver a salir con Madison.

–Esto va a ser interesante –observó Xochi.

–No me digas –respondió Jayden.

Farad se limitó a mover la cabeza.

–Malas noticias –dijo Marcus, y señaló para que se acercaran a la radio.

Se agruparon en torno de él: una voz mezclada con estática gritaba una advertencia urgente: “Repito: la Voz tiene uniformes de la Red de Defensa. Ya están dentro de la ciudad, y puede que estén viniendo más. Ahora es obligatorio verificar la identidad de todos los que encuentren, protocolo código Sigma”. El mensaje se repitió.

–Esto se está poniendo cada vez mejor –comentó Marcus.

–No conozco el protocolo código Sigma –dijo Farad, mientras caminaba, nervioso, de aquí para allá por el edificio en ruinas–. Un poco, sí, pero no lo suficiente. Ahora no podremos engañar a nadie.

Kira se quedó mirando el hospital, tratando de encontrar algo, cualquier cosa que pudiera aprovechar para ingresar.

Soy una delincuente buscada y cada persona en ese edificio me conoce bien. Si entro, lo haré encadenada. Sacudió la cabeza y se obligó a pensar. Soy más fuerte que mis dificultades. Puedo aprovecharlas para mi propio beneficio; puedo usarlas para mis propios fines. No digas “Nunca lo haré”; pregunta: “¿Cómo puedo transformar esta situación en mi favor?”.

Estudió el lugar con más detalle: contó la cantidad de guardias que veía, calculó la cantidad de los que no, y trazó un mapa mental de los pasillos internos para adivinar dónde estaría apostado cada soldado. Contó las ventanas para determinar la ubicación exacta de los buenos puntos de ingreso, y descubrió con consternación que cada uno había sido bloqueado con automóviles o reforzado con placas de metal o tablones de madera. Está muy bien organizado. Pensaron en todo, se adelantaron a cada plan que pudiéramos tener.

Echó un vistazo a los francotiradores apostados en el techo, que tenían una vista inigualable de los terrenos que rodeaban el hospital. Parcial o no, de todos modos podrían matarme de un tiro, por muy rápido que corriera...

Se detuvo de pronto, le llamó la atención un destello de luz de una ventana. Es el cuarto piso; los únicos que usan ese piso son los senadores. ¿Estarán reunidos en este momento? ¿Acaso eso podría servirme de algo?

–Aunque logremos entrar –dijo Jayden–, no sé cómo haríamos para volver a salir; no con Madison. Apenas le permiten levantarse; jamás la dejarían salir del hospital y ni siquiera tenemos el jeep para trasladarla.

–Pero si eres todo un rayito de sol –comentó Marcus. Se puso de pie–. Esto es fantástico: no podemos llegar al hospital, no podemos salir, probablemente ni siquiera logremos salir de East Meadow. Nuestros uniformes ya no nos ayudan. Literalmente, no tenemos nada.

–No es cierto –dijo Kira, mirando hacia el hospital. Decididamente había luz en el cuarto piso–. Me tienen a mí.

–Discúlpame si no me pongo a saltar de alegría –dijo Farad.

–¿Ven aquella luz? –preguntó, señalando las ventanas superiores iluminadas–. Allí están los senadores, y ustedes van a llevarles lo que más quieren en el mundo: a mí.

–No haremos eso –protestó Marcus, enardecido, y los otros tres hicieron lo mismo.

–Sí, lo harán –repuso ella–. Nuestro plan se frustró; no podemos sacar a Madison, pero aún podemos darle la inyección... si logramos entrar. No necesitan que yo esté allí cuando lo hagan, y hablaba en serio cuando dije que estaba dispuesta a dar mi vida por esto. Si Arwen vive, no me importa lo que me haga el Senado.

–No vamos a abandonarte –insistió Xochi.

–Sí lo harán –dijo ella–. Se bajan las viseras de las gorras, marchan hasta la puerta y les dicen que me atraparon cruzando la frontera. Es la historia más creíble que podríamos contar, porque cualquier soldado que esté atento a su radio sabrá que durante todo el día hubo gente intentando cruzar la frontera. Ni siquiera van a pedirles identificación: ¿por qué los espías de la Voz habrían de entregar a uno de los suyos?

–Buena pregunta –dijo Xochi–. No ganaríamos nada.

–Eso les daría entrada al hospital –respondió Kira–. Solo entréguenme a los guardias de adentro; ellos me llevarán ante el Senado, mientras ustedes van a la maternidad.

–No tenemos por qué entregarte –dijo Marcus–. Una vez adentro, podríamos... correr hacia allá.

–Y sonarían todas las alarmas del edificio –le recordó Kira–. Si me entregan, podrán trabajar en paz –tomó la mano de Marcus–. Si esta cura da resultado, la humanidad tiene futuro; es lo único que siempre hemos querido.

–Yo quería tenerlo contigo –respondió Marcus, con la voz quebrada.

–Quizá no me maten enseguida –sugirió, con una sonrisa débil–. Tal vez tengamos suerte.

Marcus rio, con los ojos llenos de lágrimas.

–Sí, nuestra suerte ha sido increíble hasta ahora...

–Tendremos que alertarlos antes –dijo Farad, tomando la radio–, como hicimos con el puesto de vigías. Si nos oyen antes de vernos, tenemos muchas más probabilidades de que nos salga bien.

–No podemos arriesgarnos dos veces con el mismo truco –dijo Jayden–. Estará escuchando alguien que sabe exactamente cuántas patrullas hay y a dónde han sido asignadas. No tardarán en darse cuenta de que estamos mintiendo.

–Pero no podemos presentarnos sin llamar primero –adujo Farad–. Sería muy sospechoso.

Xochi sacó su pistola, le enroscó un silenciador y disparó justo al centro de la radio.

Kira y los demás se apartaron sobresaltados.

–Tema resuelto –dijo Xochi, enfundando el arma–. La perversa terrorista Kira Walker le dio a nuestra radio durante la pelea. Ella es mi mejor amiga en todo el mundo, pero tiene razón. Su plan es lo más práctico y rápido para poder entrar en ese hospital. Así que: quítenle las armas y hagamos esto.

Kira dejó sus armas y se fue despojando de casi todo lo que llevaba. Los hombres del grupo empezaron a ayudarla, resignados a que la decisión estaba tomada. Marcus no estaba conforme, pero tampoco hacía nada por impedirlo. Lo último fue un cinturón extra, donde estaba atada firmemente la jeringa, envuelta y acolchada con camisetas viejas. Kira se lo quitó, lo sostuvo un momento y se lo entregó a Marcus.

–Ocúpate de este asunto –susurró.

–No quiero que hagas esto.

–Yo tampoco –respondió Kira–, pero hay que hacerlo.

Él la miró sin decir nada; luego tomó el cinturón y se lo sujetó cuidadosamente debajo de la camisa. Se cercioró de que quedara cubierto por la ropa; luego se tiznó la cara con tierra para disimular sus rasgos y evitar que las enfermeras lo reconocieran. Quizá. Jayden y Xochi hicieron lo mismo, y Kira deseó que fuera suficiente. Solo tengo que asegurarme de que todos me miren a mí.