Pasaron varias horas hasta que llegaron a Asharoken; el cielo ya empezaba a perder luminosidad. Kira esperaba que pudieran terminar el rescate rápidamente y acampar en algún sitio más alejado de la costa. Asharoken era más un vecindario que una ciudad, conectado al resto de la isla por una red continua de calles, casas y edificios, pero Kira comprendió al instante por qué las incursiones previas habían evitado ese sitio durante tanto tiempo: era un istmo angosto que se extendía desde la isla hacia el norte, con un estrecho a un lado y una bahía al otro. Si una costa ya ponía nerviosa a la gente, dos eran demasiado.
La carreta se detuvo frente a una pequeña clínica veterinaria.
–Jayden, no dijiste que era una clínica para perros –protestó Marcus–. ¿Qué vamos a encontrar aquí?
–Si lo supiera, lo habría recogido yo mismo cuando estuve aquí, hace dos días –respondió Jayden, mientras bajaba de la carreta–. Los soldados que vinieron antes marcaron medicamentos y una máquina de rayos X; vayan a hacer su trabajo.
Marcus bajó de un salto, y tanto él como Jayden levantaron una mano para ayudar a Kira. Con aire travieso, ella tomó las dos manos y sonrió para sí misma, mientras la ayudaban a descender con gestos hoscos.
–Sparks, Brown, entren primero –ladró Jayden, y la mitad de los soldados empezaron a bajar de la carreta uno tras otro, llevando con ellos uno de los generadores–. Patterson, tú y tu equipo aseguren el área, vigílenla y escolten a los paramédicos al siguiente sitio. Parece que desde ayer anduvo alguien por aquí y no quiero sorpresas.
–¿Alguien anduvo por aquí? –preguntó Kira–. ¿Cómo lo sabes?
–Porque tengo ojos, cerebro y un corte de pelo nuevecito –respondió Jayden–. Probablemente sea solo alguna rata, pero no quiero correr riesgos en la maldita Costa Norte. Si encuentran algo bueno ahí adentro, chicos, prepárenlo para el transporte y lo recogeremos a la vuelta. Yo llevaré a mi equipo al norte, al sitio tres; Patterson, quiero informes cada quince minutos –subió a la parte trasera del vehículo y gritó a la conductora–: ¡Vámonos!
La carreta arrancó con una sacudida y se encaminó al norte. Kira se colgó su maletín al hombro y miró alrededor. Asharoken estaba cubierto de kudzu, como la mayoría de las ciudades pequeñas, pero el mar del estrecho de Long Island lamía suavemente la costa y el cielo estaba despejado y sereno.
–Linda ciudad.
–Ojos arriba –ordenó Patterson. Los demás soldados se esparcieron en abanico y formaron lentamente un perímetro en torno de la clínica, mientras Sparks y Brown se acercaban al edificio derruido con sus fusiles de asalto a la altura de su línea de visión.
A Kira le fascinaba verlos moverse, sus cuerpos girando, elevándose e inclinándose para mantener esa línea de visión sólida como una roca; casi parecía como si el fusil caminara sobre rieles invisibles, mientras el soldado se movía libremente a su alrededor.
El frente de la clínica había sido principalmente de vidrio; ahora estaba destrozado y cubierto de kudzu. En una columna central de cemento habían pintado la marca anaranjada brillante de un equipo de rescate. Kira había hecho suficientes incursiones como para reconocer la mayoría de las marcas, y esta era la que conocía mejor: “Parcialmente catalogado, regresar con paramédicos”.
Sparks y Brown se cubrieron impecablemente entre sí al entrar, eligiendo el camino entre los escombros y la vegetación. Patterson subió al techo con cuidado, manteniéndose en los bordes, donde era más seguro pisar, y montó guardia desde arriba.
Mientras ellos aseguraban el edificio, Kira y Marcus probaron el generador. Era un aparato pesado con dos ruedas en un extremo; la parte de abajo contenía una batería enorme y una manivela, mientras que la de arriba tenía un panel solar pequeño y una bobina tras otra de cables y conectores. En todas las incursiones había paramédicos para cuidar a los soldados, pero cuando las incursiones preliminares marcaban algún equipo médico, traían esos generadores para que los paramédicos pudieran enchufarlo, probarlo y ver si valía la pena llevarlo. La isla ya estaba abarrotada de cosas; no tenía sentido llenar East Meadow de porquerías recuperadas que ni siquiera servirían.
La calle estaba repleta de automóviles estacionados, con la carrocería oxidada, los neumáticos desinflados y las ventanillas rotas por años de descuido y exposición a la intemperie. En uno de ellos había un esqueleto en el asiento del conductor, con una sonrisa horrible: una víctima del RM que había intentado ir a alguna parte para huir del fin del mundo. Kira se preguntó adónde habría querido llegar. Ni siquiera había logrado salir de su casa.
Dos minutos después, Brown volvió a abrir la puerta y les hizo señas para que entraran.
–Todo está bien, pero miren dónde pisan. Parece que unos perros salvajes están usando este lugar como guarida.
–Qué chicos tan leales. Habrán querido mucho a su veterinario –dijo Marcus con una sonrisa burlona.
Kira asintió.
–Vamos a encenderlo.
Marcus inclinó el generador sobre sus ruedas y lo ingresó lentamente, pero Kira observó que Brown se había colocado la máscara, así que se detuvo a preparar la suya: un pañuelo doblado al que le aplicaba cinco gotitas de mentol. Los cadáveres que hubieran quedado allí se habrían descompuesto años atrás, como el esqueleto del auto, pero seguramente una jauría de perros habría traído más carroña, sin mencionar el olor a almizcle, orina, heces y quién sabía qué más. Luego se ató el pañuelo de manera que le cubriera la nariz y la boca. Al entrar vio a Marcus haciendo una arcada y buscando su propia máscara en el bolsillo.
–Deberías prestar más atención –le dijo, tranquila, al pasar junto a él rumbo a la habitación trasera–. Lo único que yo huelo es el aroma fresco de la menta.
La sala médica estaba bien equipada, como si nadie se hubiera llevado nada aún, sin embargo era evidente que alguien la había revisado últimamente, pues había huellas y marcas en la gruesa capa de polvo. Probablemente los soldados de la incursión preliminar, pensó, aunque nunca he visto que un soldado revise los medicamentos.
Kira se puso a organizar el espacio sobre la mesa y designó un área para lo que servía y otra para lo que se destruiría. En el entrenamiento de rescate era lo primero que aprendían los residentes: qué medicamentos podían durar todavía, y cuáles llevaban demasiado tiempo vencidos para poder usarlos sin peligro. Ingresar sustancias vencidas a East Meadow era aún peor que llevar máquinas rotas, no porque ocuparan espacio sino porque eran peligrosas. Los paramédicos eran los cuidadores de toda la raza humana; lo último que necesitaban era que alguien tomara píldoras que no debía o que una enorme provisión de medicamentos descartados llegara a la reserva de agua. Era más seguro y más fácil clasificarlos allí; hasta habían aprendido a trabajar con medicamentos para animales, precisamente por esa razón: un antibiótico para perros era, al fin y al cabo, un antibiótico, y al no tener grandes plantas de producción, los isleños se veían obligados a tomarlos. Kira ya estaba clasificando con eficiencia el contenido de los armarios cuando entró Marcus, con la máscara puesta.
–Este lugar huele como una cripta.
–Es una cripta.
–Y lo peor no son los animales –dijo Marcus–, aunque juro que aquí debe de haber toda una civilización perruna para que apeste tanto –abrió otro armario y empezó a arrojar medicamentos a las pilas que había hecho Kira; sabía exactamente cuál era cuál sin necesidad de mirar–. No –prosiguió–, lo peor es el polvo. Saquemos lo que saquemos de este lugar, me llevaré medio kilo de polvo en los pulmones.
–Te ayudará a templar el carácter –respondió Kira, riendo y burlándose de la enfermera Hardy–. Yo ya llevo nueve mil millones de rescates, residente, y hay que aprender a sobrellevarlo. Respirar polvo de cadáveres hace bien: activa los riñones.
–Hacer rescates no solo hace bien –repuso Marcus, haciendo una imitación exacta del senador Hobb–: es esencial para la supervivencia de toda la humanidad. ¡Piensa en el papel que tendrás en la gloriosa nueva página de la historia!
Kira lanzó una carcajada. Hobb siempre estaba hablando de la “nueva página de la historia”. Como si lo único que tuvieran que hacer fuera seguir escribiendo y el libro no fuera a acabarse jamás.
–Las generaciones futuras recordarán con reverencia a los gigantes que salvaron a nuestra raza –prosiguió Marcus–, a quienes vencieron a los Parciales y curaron el RM para siempre. A quienes salvaron la vida de innumerables niños y... –su discurso se desvaneció, pues de pronto se sintió incómodo en aquella habitación, y siguieron trabajando en silencio. Al cabo de un rato, Marcus volvió a hablar:
–Creo que se están poniendo más nerviosos de lo que dejan ver –hizo una pausa–. No lo mencionaron en la asamblea, pero realmente están pensando en volver a bajar la edad de embarazo.
Kira se detuvo con la mano en el aire y lo miró rápidamente.
–¿Lo dices en serio?
–Sí. Me encontré con Isolde cuando iba a casa a cambiarme. Dice que en el Senado hay un nuevo movimiento que impulsa la estadística por sobre la investigación; dicen que no necesitamos buscar una cura, sino que basta con tener suficientes niños para alcanzar el porcentaje de inmunidad.
Kira se volvió hacia él.
–Ya hemos alcanzado el porcentaje de inmunidad; 0.04 por ciento significa que uno de cada dos mil quinientos niños será inmune, y ya duplicamos esa cantidad.
–Sé que es una tontería –dijo Marcus–, pero los médicos los están apoyando. Sea como sea, tener más bebés les sirve: tendrán más oportunidades de investigar.
Ella volvió nuevamente a su trabajo en el armario.
–Una reducción más y llegaríamos a los diecisiete años. Isolde tiene diecisiete años, ¿qué va a hacer? No está lista para embarazarse.
–Buscarán un donante...
–Esto no es un servicio de citas –lo interrumpió Kira, en tono áspero–; es un programa de reproducción. Por lo que sabemos, podrían estar poniendo drogas para estimular la fertilidad en el suministro de agua; de hecho, no me sorprendería que así fuera –sacó las cajas del armario con furia y empezó a colocarlas bruscamente en la pila de medicamentos para conservar o a arrojarlas con fuerza a la basura–. Olvídate del amor, olvídate de la libertad, olvídate de elegir; solo hazte embarazar y salva al maldito mundo.
–No son diecisiete años –dijo Marcus, en voz baja. Se detuvo, con la mirada fija en la pared. Kira sintió que se le hacía un nudo en el estómago al presentir lo que iba a decir–. Isolde dice que en el Senado hay un referéndum para bajar la edad de embarazo a dieciséis años.
Ella se quedó helada, demasiado conmocionada para hablar. La edad de embarazo no era una restricción sino una norma: todas las mujeres de cierta edad estaban obligadas, por ley, a embarazarse lo antes posible y con la mayor frecuencia permitida.
Sé desde hace dos años que esto iba a suceder, pensó Kira, desde que promulgaron la ley. Dos años para prepararme psicológicamente, pero aun así... pensaba que tenía más tiempo. Siguen bajando la edad. No estoy en absoluto lista para esto.
–Es una idiotez –dijo Marcus–. Es estúpido e injusto, lo sé... solo puedo imaginar lo que sientes. Me parece una idea terrible y espero que la descarten lo antes posible.
–Gracias.
–Pero ¿y si no lo hacen?
Kira tosió, cerrando los ojos con fuerza.
–No empieces con eso ahora, Marcus.
–Solo digo que deberíamos... pensarlo –dijo rápidamente–, en caso de que la ley entre en vigor. Si no lo decides tú, ellos...
–Dije que no ahora –repuso Kira–. No es el momento ni el lugar. Esto no se parece nada a las circunstancias en que quiero tener esta conversación.
–No me refiero solo al sexo –dijo Marcus–. Hablo de matrimonio –dio un paso hacia ella, se detuvo y miró hacia el techo–; planeamos esto desde los trece años, Kira: íbamos a hacer la residencia juntos, trabajar juntos en el hospital y casarnos... Era también tu plan...
–Bueno, pues ya no lo es –se apresuró a responder–. No estoy lista para tomar esta clase de decisiones, ¿entiendes? No estoy lista ahora, y menos lo estaba a los trece años –se volvió hacia el armario, maldijo por lo bajo y luego se dirigió a la puerta–. Necesito aire.
Afuera, se quitó la máscara y aspiró larga y profundamente. Lo peor de todo es que entiendo muy bien por qué lo hacen.
Hacia el norte, los árboles se iluminaron de pronto con un brillante resplandor anaranjado, seguido un segundo después por un estruendo ensordecedor. Kira sintió que la onda expansiva la atravesaba, retorciéndole las tripas. Apenas había tenido tiempo de procesar la imagen y el sonido de la explosión cuando recuperó el oído y escuchó gritar a los soldados.