Mitología como término, concepto y finalidad ~ Mitología clásica y su configuración visual ~ Sentido y sentidos de la mitología: lectura histórica, físico-astral y alegórico-moral ~ Los dioses paganos en la Antigüedad, Edad Media y Edad Moderna ~ Mitología e historia del arte: el mito en imágenes y sus contextos espacio-temporales ~ Mitología y religión ~ Mitología y poder
Muy diferente valoración ha ofrecido la historia de la cultura sobre el término «mito». Tradicionalmente se considera que responde a un conjunto de historias imaginadas, más o menos fabuladas que pueden remitir a la conciencia de un pueblo o quizá, con un sentido más próximo, a la cuasidivinización de personas en los diferentes campos de la economía, el deporte, la cultura o la política.
Por lo general, se ha considerado el término «mitología» como un tratado sobre fábulas. Su propósito viene a explicamos la ciencia que analiza y estudia los mitos, es decir, los relatos inciertos y fabulados que la tradición, bien por vía oral o escrita, ha recogido incluso considerándolos reales. Sin duda alguna esta visión se presenta del todo incompleta aunque responda, en lo esencial, a la voz (mitología) que encontramos en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua.
Conviene precisar que por «fábula», ya desde Fedro en el siglo I a.C. y hasta nuestros días, entendemos los relatos basados en historias dialogadas entre animales a las que se sucede una moraleja como consecuencia moral. Fue el vocablo «apólogo» la definición más ajustada a lo que hoy se conoce por «fábula», por tanto dentro de una concepción esópica. Pero el término fábula, aplicado a la mitología, pervivirá en el tiempo, será empleado como compendio de leyendas y mitos por eruditos antiguos, es el caso de Higinio, y de otros eruditos más contemporáneos como Chompré, quienes no dudan en proponerlo como título en sus tratados sobre mitología.
Quizá, analizando la denominación «mitología» podamos llegar a conceptos más explícitos y válidos que lleven a comprender el verdadero sentido que por la palabra debemos entender.
El término «mitología» remite a dos contenidos precisos: «colección de mitos» y «narración de los mitos», pues la raíz griega «logos» significa tanto «reunir» como «decir». Homero, en la Odisea, lo recoge en el sentido de «contar un relato» (XII, 450). En consecuencia podemos considerar el concepto como: «contar relatos». Serán los mitógrafos quienes completen su carácter en tres soluciones: reunir, contar y explicar. De ello daremos cuenta seguidamente.
El término, sin duda, puede reservarnos alguna sorpresa, pues si bien Mito responde a un relato —si se quiere fantástico—, el logos ya en Platón puede entenderse como «lo racional», es decir, lo que se puede comprobar y es sujeto de una verdad para la razón del hombre. Ambos vocablos —mito y logos—parecen contradictorios, se presentan incluso como irreconciliables, pues de lo fantástico no se puede dar razón. No obstante, en su relación, podemos encontrar una respuesta esencial y definidora del concepto: Lo fantástico explicado por la razón, es decir, la interpretación.
Aquí radica el «largo coloquio» que, arrancando de tiempos pretéritos, llevará en el campo de la literatura y el arte a dar cuenta de una importante nómina de eruditos y artistas que, en el discurso del tiempo, han justificado su «hacer» en este argumento, en el logos del mito y, por lo mismo, han deseado convertir la fantasía en sujeto puramente racional, viva y real en su Interpretación, en su Explicación. Es el caso de las Venus que Botticcelli presenta tanto en su Nacimiento de Venus (título poco apropiado que conocemos por Vasari ya que el argumento no se ajustaba al decoro requerido; más bien responde a la Llegada de Venus a Chipre) como en la Primavera. La primera está desnuda, se trata de la suprema belleza nacida del semen de Urano fecundado en el mar (Hesíodo, Teog. 190 ss.), la segunda —vestida—es hija de Zeus y Dione (Homero, Il. V, 370 ss.). Ambas tradiciones se dan cita en Platón (Banquete, 181b) y fueron recogidas por el neoplatónico Ficino (De amore, VII), pero alejadas de una concepción literal por cuanto la primera representa la Venus coelestis o amor superior y divino, mientras por la segunda debemos entender a la Venus humanitas o expresión visual de un amor inferior, el sensual.
Por tanto podemos ya precisar el concepto, la definición de nuestro término «mitología» como: una ciencia que cuenta y recoge unos relatos del pasado que superan la condición humana. Pero estos relatos son sujetos de una explicación racional cuyo factor esencial se traduce en la interpretación doctrinal que de ellos se deriva.
Tres son, en consecuencia, las figuras esenciales que se deducen del concepto «mitología»: Los que cuentan (originariamente los poetas encargados de la educación en la antigua Grecia), los que recogen y los que explican (se corresponden con los mitógrafos).
Extensivamente, el concepto de «mito» lleva a considerar el conjunto de relatos que tienen como primer objetivo las historias de los dioses y héroes antiguos que dieron lugar a una especial cosmogonía o visión fabulada del origen del mundo. En un sentido estricto del término, siguiendo a Ruiz de Elvira, precisaremos para un mejor ordenamiento la aplicación que se sucede tanto del mito como de la leyenda:
Mito: Responde a los relatos sobre los dioses o fenómenos de la naturaleza divinizados.
Leyenda: Se aplicará a las narraciones sobre los héroes, es decir, los hijos de un mortal y un dios. Se comportaban como intermediarios entre los hombres y los dioses, aunque estaban sujetos al dolor y la muerte.
Por tanto, entenderemos por el término «mito» el conjunto de los dioses como Júpiter o Venus, y hablaremos de «leyenda» en su aplicación a los héroes como Hércules o Perseo.
Podríamos considerar el propósito, la finalidad última de estos relatos que señalamos por los términos «mito» y «leyenda». Quizá en su literalidad encontremos la respuesta, pues siendo muy variados se concretan en diferentes argumentos sobre el comienzo de las cosas: cosmogonía y teogonía. También hablan del más allá: escatología. Reparan en las potencias abstractas que asolan al hombre, en la organización del mundo, en los usos y costumbres de interés colectivo, en sí, en el discurrir de la vida humana. Por ello la mitología ofrecerá al mundo griego y, posteriormente a la cultura occidental, una singular manera de concebir y explicar su peculiar visión del mundo.
Nuestra civilización occidental debe mucho al mundo clásico por cuanto encierra el germen de todo progreso y comportamiento cultural. Los relatos mitológicos amanecen, influenciados sin duda por Oriente, en los albores del pensamiento heleno. Las civilizaciones del Egeo manifiestas en minoicos o cretenses, micénicos y los propiamente griegos van generando toda una singular cosmogonía de gran trascendencia, como se ha dicho, en el discurso histórico occidental.
Los sucesos de Troya, en el siglo XII a.C., tienen un especial comportamiento. Sin duda suponen la fecha de ordenamiento en la cronología mitológica, pues comportan un punto de referencia en los mitógrafos antiguos. Sabido es que toda fecha en relación a la llamada era cristiana deriva de Dionisio el Exiguo, erudito del siglo VI d.C. Tratados de cronología sobre la mitología se suceden incluso en épocas más recientes, al respecto podemos citar a Escaligero en el siglo XVII y su De emendatione temporum o el escrito de Newton en el siglo XVIII The Cronology of ancient Kingdoms.
Pero estos dioses helenos tuvieron una configuración visual, física, que a diferencia de otras culturas se presenta próxima, humanizada. De igual manera en su concepción espiritual sus dioses se comportan según parámetros humanos, sus actos oscilan entre la virtud y la pasión, de ahí que su teología responda a una medida plenamente en conjunción con el hombre. Su disposición visual, el antropomorfismo de sus dioses, será uno de los trazos más singulares de esta mitología. Marcado distanciamiento presentó el cristianismo en sus orígenes, pues san Agustín llegaba a considerar herético a quien se propusiera representar la figura de Dios en forma humananizada, pues era un Ser de perfecciones y, por lo mismo, opuesto a la dimensión más humana que ofrece el panteón grecorromano.
La mitología griega fue sin duda la base fundamental del comportamiento religioso romano, pero antes de encontrarse ofrecían rutas bien distintas. Los latinos no eran sino un pueblo de origen campesino y con menos refinamiento que el heleno. Así, a medida que toman la influencia griega, irán componiendo su panteón de forma similar, tanto en apariencia física como en sus valores religiosos. Por ello, los dioses propiamente romanos pasarán a un segundo plano. La teogonía griega se presenta más completa que la romana, no extrañará que tanto las fábulas helenas como la plástica que la recrea fueran importadas al floreciente imperio.
En consecuencia de lo dicho, podemos considerar que a través de la mitología griega llegaremos a un acercamiento notable para el conocimiento del desarrollo teológico romano, aunque sin duda trastocado por el paso del tiempo, por las diferentes variaciones que se suceden en la transmisión de la fábula helena, de isla a isla, de escrito a escrito, de su propia manifestación oral.
Podríamos preguntarnos sobre la relación entre mito y religión. La respuesta quizá, por compleja, quede simplemente en la relación que pudo existir entre creencia mitológica y ritual. En este sentido conviene dar cuenta de dos figuras esenciales: el sacerdote encargado del ritual y el poeta, figura esencial en la transmisión del mito por ser el encargado de relatarlo.
Sin duda, el mito no fue, en su génesis, patrimonio de nadie, porque lo fue de todos, supuso la conciencia de un pueblo, una conciencia que explica su propia existencia. Su conservación y difusión, primitivamente oral, estaba encargada a los poetas, aedos o rapsodas que tuvieron como misión esencial educar al pueblo en sus más altos valores espirituales.
Esta fórmula utilizada como difusión del mito explica el gran número de variantes que se manifiestan en los diferentes mitos y leyendas y que podemos justificar en tres razones:
1. Que fueran los poetas los encargados de tal cometido habla de la propia libertad del poeta como «hijo de la Inspiración» y por lo mismo de sus diferentes interpretaciones.
2. La aparición de la escritura alfabética, en el siglo VIII a.C., significó una revolución en la cultura griega. Así, la mitología entra dentro de la literatura y por lo mismo queda sujeta a la crítica. Máxime en una religión tan poco dogmática como la helena.
3. El nacimiento de la filosofía presocrática en el siglo VI a.C. propicia la llegada de un racionalismo que unificará, como hemos precisado, el aparente antagonismo entre mito y logos, entre relato fantástico y razón que se justifica en su interpretación, en la explicación que se sucede de toda fábula.
Siguiendo este último planteamiento y en relación con los poetas, educadores del pueblo, el racionalismo trata de poner freno a esta concepción meramente fabulada del suceso divino. En este sentido lo apreciamos en la República de Platón, quien se opone a estos poetas e incluso propone su expulsión de la ciudad, pues eran un peligro para el Estado ya que relataban viejas historias escandalosas a la luz moral y perturbadoras de la verdadera pedagogía racional. La ciudad debe ser gobernada exclusivamente por sabios y, en consecuencia, los mitos deben ser olvidados pues son inútiles a los ojos de la razón. Posteriormente, en las Leyes, el filósofo se muestra más cauto en sus propuestas y considera que el Estado debe controlar el mito y orientarlo a su mejor aprovechamiento educativo a través de las interpretaciones y explicaciones que de aquél se derivan.
Conviene preguntarnos si estos mitos y leyendas de los que vamos dando cuenta tuvieron en su época un único sentido, una única lectura o si bien fueron plurales. Sobre el particular podemos, siguiendo los tratados de la época, formular algunas lecturas que se sucedieron sobre la propia mitología y que sin duda aclaran suficientemente lo que llevamos dicho sobre su término y su concepto: la interpretación racional de un sujeto fantástico.
Conviene precisar que estas lecturas no se han de considerar de manera excluyente, antes bien, muchas de ellas convergen en diferentes eruditos de época tanto de la Antigüedad como de todo tiempo. Salustio, neoplatónico del siglo I a.C., en su tratado Sobre los dioses y el mundo propuso la división del mito en varios grupos conforme a su lectura:
—Mitos teológicos: Versan sobre la naturaleza de los dioses.
—Mitos físicos: Hablan de la naturaleza o medio en el que se refleja la acción divina.
—Mitos psicológicos: Dan cuenta de la acción del alma en su búsqueda de la divinidad.
—Mitos materiales: Tratan elementos de este mundo.
A nuestro juicio, tres serán las lecturas esenciales en la visión del mito que vamos a destacar y que propone Jean Seznec en su estudio Los dioses de la Antigüedad en la Edad Media y en el Renacimiento (Londres 1940): la lectura histórica, la física o astral y la llamada alegórico-moral.
Esta visión desea responder a una racionalización, es decir, a la historización de la propia fábula. En consecuencia, las narraciones o leyendas tienen un primer precedente o punto de arranque veraz justificado en la propia historia. Los dioses paganos, forjadores del mito, fueron personajes con existencia verdaderamente real y, gracias a su comportamiento singular, fueron elevados a la dignidad o categoría divina.
En el siglo IV a.C., nos encontramos con un mediocre escritor como lo fuera Paléfato, quien, en sus Historias increíbles, aboga por una explicación racionalizada de la mitología. En sus escritos trata de explicar el mito mediante historias reales que, en ocasiones, parecen remitir a meras anécdotas. Veamos el ejemplo de Acteón. Cuentan los mitos que Acteón por observar desnuda a Diana fue castigado a transformarse en ciervo siendo devorado por sus propios perros. Paléfato explica la historia de diferente manera al considerar que lo ocurrido en realidad es que quedó arruinado por su afición incontrolada por la caza. El suceso narrado por Paléfato tendrá una misma lectura y similar sentido en la literatura emblemática del siglo XVII como lo observamos en Solorzano Pereira (fig. 1).
Pero, sin duda, la primera consideración sobre la visión histórica del mito en relación a personajes que realmente existieron se la debemos al siciliano Evemero de Mesene —s. IV a.C. —. Sus teorías dieron lugar al calificativo de esta tradición como evemerismo y fueron muy seguidas y conocidas en el ambiente helenístico en que se gestaron. Evemero en su Inscripción sagrada presenta una pseudohistorización de la mitología o, lo que es lo mismo, considera a los dioses como humanos que por sus méritos gozaron de honores divinos. Vamos a considerar algunos aspectos respecto a esta visión del mito:
Los dioses son hombres divinizados por sus hazañas
Tal afirmación parece asociarse a la época en que Evemero compuso sus escritos, ya que se corresponde con la deificación de los diádocos o sucesores de Alejandro Magno.
El tratado de Evemero, perdido en la actualidad pero traducido al latín por Ennio, responde a un libro de viajes siendo su contenido una narración utópica. Cuenta un viaje por el gran Océano, al parecer el Índico, allí se detuvo en la isla Pancaya y conoció su cultura regida por sacerdotes. En Pancaya encontró la historia de los primeros reyes que no eran otros sino Urano, su hijo Crono y el hijo de éste, Zeus, también pudo consultar la historia de cada uno. Estos monarcas gozaron tras su muerte de un culto divino. Evemero explica, por lo tanto, el origen histórico de las divinidades, de las generaciones divinas griegas. Estas consideraciones se unieron a otras leyendas locales como la que precisaba que el sepulcro de Zeus se localizaba en Creta. Si bien Evemero tuvo muchos continuadores en su época, no le faltaron detractores como Plutarco, quien, en el siglo I d.C. y en sus Moralia, le acusó de haber diseminado el ateísmo por todo el mundo. Uno de los tratados más afamados en la Antigüedad, quizá supuso lo que podríamos denominar «primer manual de física», fue el que escribiera el latino Lucrecio en el siglo II a.C. y que fuera conocido como De rerum natura. Lucrecio se presenta como un impío, como un erudito que utiliza la mitología en sus argumentos para desnudarla de todo contenido. Así, en su comentario leemos:
Y de este modo la religión, dominada a su vez,
a nuestros pies yace...
...La religión muy a menudo engendra
crímenes e impiedades...
No extraña, en consecuencia, que muy posteriormente san Isidoro de Sevilla reviva esta teoría cuando dice que Jano y Saturno fueron reyes del Lacio y los otros dioses fueron hombres que destacaron por su ciencia: Minerva en el arte de la lana, Quirón y Apolo en la medicina, Prometeo por su saber y Mercurio por la música. Tales consideraciones fueron las que motivaron su pervivencia en el tiempo. Esta visión de la fábula gozó de amplia notoriedad y difusión. Cicerón decía: Aquellos que se sienten nacidos para ayudar, defender y salvar a la humanidad, llevarán en su alma un elemento sobrenatural y son promovidos a la inmortalidad.
El evemerismo en la historia
Esta visión de los dioses justificando su existencia en la propia historia motivó en los primeros siglos del cristianismo un análisis por parte de los Padres de la Iglesia. En este sentido no repararon en enfocar su ataque contra el politeísmo pagano siguiendo los criterios de Evemero, pues así podían demostrar que los dioses no eran tales, eran simplemente humanos, «divinizados» por sus méritos. Algo así como los santos cristianos que por sus hazañas y valor en la fe viven eternamente en el cielo.
Isidoro de Sevilla, en el siglo VII, formula este planteamiento al señalar que aquellos dioses eran simplemente hombres en las diferentes edades del mundo y que se sucedieron de forma paralela en el tiempo al pueblo elegido, de ahí que aquellas Sibilas se puedan asociar a los Profetas como se manifiesta en las catedrales francesas medievales y que podemos contemplar tanto en el pavimento de la catedral de Siena, como en las Cámaras Borgia y en la propia capilla Sixtina. En un contexto más próximo podemos reparar en la estatuaria de la catedral de León, donde vemos reflejada en escultura del siglo XIII a la Sibila por excelencia del mundo medieval, Eritrea. También, en la Crónica Provenzal, texto del siglo XIV, se establece una relación entre Adán y Saturno. De igual manera este comportamiento lo podemos apreciar en dibujos que en el siglo XV elaborara Maso Finiguerra. No extraña que Calvino, en el siglo XVI, señale que bajo las huellas de David encontrarás a Pablo, Hércules, Adán o Sócrates. En este sentido el comentario es muy propio del Humanismo, y la llamada Cronica Mundi del alemán Schedel presenta a los personajes bíblicos asociados tanto a los dioses y héroes paganos como a los reyes, sabios y clérigos tanto contemporáneos como de la Antigüedad. Idéntico esquema se manifiesta en el repertorio de medallas o Prompturario editado en por Rouillé en el siglo XVI y traducido al castellano por Juan Martín Cordero.
Evemerismo en la conciencia histórica de los pueblos
Desde época medieval encontramos en Europa una conciencia del origen grecorromano de la cultura occidental. Observamos una tendencia a justificar el fundamento de las etnias, de las monarquías y de los pueblos en los héroes y dioses clásicos. Si Roma presenta sus raíces en el Eneas troyano, Francia lo hace en el también troyano Francus, así lo observamos en textos del siglo XV como en el llamado Mar de las Historias o el denominado Fasciculus Temporum. Por lo que respecta a España, el padre Mariana no duda en considerar a Hércules como el fundador de la dinastía hispana; otros presentan a Héspero. En Italia se habla de Italus, en Bretaña de Bretus y los toscanos dan cuenta de Tuscus.
En este apartado debemos considerar la figura de Dares el Frigio, quien en el siglo I escribiera su De excidio Troiae, texto que influyó en el siglo XII en Benoît de Sainte-Maure y su Roman de Troie. La exposición de Dares se continuó de igual manera por Guido delle Colonne, quien compuso en el siglo XIII su Historia de la destrucción de Troya (traducido al castellano por Pedro López de Ayala).
Los escritos de Dares estuvieron muy presentes en la Edad Media, donde circularon a través de diferentes manuscritos, y también en la Moderna. Es en este tiempo cuando, a imitación de Roma, las naciones como hemos indicado quisieron encontrar su origen en Troya y más concretamente en la figura de Príamo. Así, en el siglo VIII Deacon consideraba a Carlomagno descendiente de Anquises y, como cuenta la historiadora Tanner:
...a mediados del siglo VII la crónica de Frederagius reclamaba la descendencia troyana de los merovingios siguiendo a Dares; los sajones heredan esta descendencia con la coronación en el año 926 en San Pedro de Roma de Otto I, ligado a la dinastía carolingia y merovingia por su matrimonio con Adelaida de Borgoña; la dinastía de los Habsburgo también reclamaba su descendencia troyana desde su primer emperador, Rodolfo I, a finales del siglo XIII.
Y así lo entendió el llamado Renacimiento, ya que consideró a los francos y al propio emperador Maximiliano como descendientes del hijo de Héctor, Francus. Incluso el emperador no duda en considerarse descendiente de Osiris y hermanado con Hércules, pues casó con la princesa de Borgoña, cuyo linaje tuvo su procedencia en el héroe del Peloponeso. La famosa Orden de Toisón que fundara Felipe el Bueno en 1430 fundamenta su origen en Jasón, de ahí su iconografía del Vellocino de Oro que también se asocia con el héroe bíblico Gedeón. Entre estas correspondencias paganas, el pontífice Alejandro VI se relaciona con Isis y en el año 1600 los jesuitas de Avignon consideran a Enrique IV, esposo de María de Médicis, descendiente de Osiris y de Hércules cuyo hijo, Hispalus, dio origen a la casa de Navarra. Con anterioridad, Enrique II en el castillo de Tanlay no dudó en presentarse a modo de Júpiter comandando el Olimpo.
Sin duda esta concepción histórica del mito ha dado como consecuencia algunas definiciones como la formulada por García Gual, quien dice: Mito es un relato tradicional que refiere la actuación memorable y ejemplar de unos personajes extraordinarios en un tiempo prestigioso y lejano.
Dimos cuenta de Salustio, quien en su tratado Sobre los dioses y el mundo establecía una división de los mitos y en ella hablaba de los mitos físicos, aquellos que consideran la naturaleza donde se refleja la acción divina. El precedente de esta relación pudo arrancar de Eratóstenes en el siglo III a.C. cuando asociaba las Constelaciones y el Zodiaco a la fábula, aunque también esta relación de los doce signos del Zodiaco con los doce dioses queda presente en el discípulo de Platón, Eudoxo. Tal identidad se mantiene en la época romana como se deduce de los escritos de Julio Higinio, de quien seguidamente daremos cuenta. Incluso, y a modo de ejemplo, la propia distribución de la semana planetaria, en torno a los dioses Olímpicos, no pudo cambiarse a pesar de los intentos cristianos de denominar los días de la semana como feria prima, feria segunda, etc.
Pero el mundo romano no prodigó la relación astral con los dioses, tan sólo consideraba el planeta Venus. Con el fin del paganismo se tendió a un carácter más esotérico y se miró hacia el mundo bizantino, dando salida, en consecuencia, a las fuerzas astrales con un carácter más supersticioso que científico.
Nace por tanto la consideración planetaria como fuerza viva, como un demiurgo que opera en el universo y que rige el destino humano. Las almas, a la manera humanista, parecen tomar esta influencia en su discurrir hacia la tierra. Las fuerzas planetarias, en muchos casos malignas, influyen en el hombre que debe contrarrestarlas mediante magias y amuletos. Son los dioses quienes suben al cielo y por su poder se les debe temer. Se opera un determinismo en la influencia astral contra el que debe luchar el primer cristianismo.
El conocimiento astral toma fuerza, la visión de los dioses paganos elevados al cielo arraiga fuertemente en las creencias. Incluso, el cristianismo debe aceptar tales aspectos, es por ello que se considera a Cristo como el Sol y se dispone su nacimiento el 25 de diciembre, fecha del cambio solar. Así, dentro del geocentrismo ptolomeico, la Tierra, como centro del Universo, se acompaña de los siete planetas: Luna, Mercurio, Venus, Sol, Marte, Júpiter y Saturno. Sobre estos planetas se localizaba el Empíreo o cielo habitado por Dios y su corte angelical. Tras este cielo se constituye el Primer Móvil, después el Cielo Cristalino o Noveno Cielo o Segundo Móvil.
Los planetas vienen a presentarse como elementos que influyen en la naturaleza del hombre, estableciéndose discusiones al efecto entre quienes proponen un determinismo astral en el espíritu y los que opinan que tan sólo pueden influir en su naturaleza física. Frente a estos planteamientos, en el siglo III, se enfrenta la escuela cristiana de Alejandría. Orígenes señalaba que los astros están sometidos a la fuerza superior de Dios y por lo tanto no determinan, son simplemente un signo que anuncia los designios de Dios. En consecuencia, se extiende la creencia en la fuerza de los astros aunque atenuada por el antideterminismo cristiano. En este sentido podemos proponer variados ejemplos, es el caso del banquero sienés Chigi, quien en su palacio de la Farnesina en Roma mandó elaborar plásticamente su horóscopo. También podemos reparar en la sacristía vieja de San Lorenzo en Florencia, donde se establece la visión planetaria siguiendo al astrónomo Paolo del Pozzo Toscanelli y, de igual manera, lo observamos en el conocido «cielo de Salamanca». Incluso, el propio Cristo gozó de su carta astral como lo apreciamos en la pintura de Morales (Hispanic Society de Nueva York) siguiendo la proposición ilustrada que el astrólogo Gerolamo Cardano hiciera en el año 1554.
La creencia en la fuerza espiritual de los planetas hizo considerarlos como verdaderos demonios. Santo Tomás llega a señalar que las estrellas arrastran al hombre hacia el pecado, y lo hacen porque operan en el sentido físico del hombre, en el apetito, en su concupiscencia.
Se va desarrollando la creencia de que los planetas y las estrellas influyen en el medio físico del hombre y por lo mismo conviene conocerlos. Poco a poco la ciencia va acaparando este conocimiento astral, siendo la astronomía la que va sucediendo a la astrología.
Por lo que respecta a la influencia de los astros en el comportamiento humano, Dante en su Convivio precisa esa correspondencia entre las artes liberales y los astros. En la capilla de los Españoles en Santa María Novella de Florencia se manifiesta tal asociación. De igual manera son muchas las imágenes de los llamados «Hijos de los Planetas», es decir, de carros mitológicos por lo general o disposiciones de los dioses en su correspondencia e influencia en la humanidad como lo apreciamos en el Palacio Ducal de Venecia.
Sobre el particular podemos reparar en el conocido argumento de Durero Melancolía I, donde la visión negativa del Humor Negro, Saturniano, deja de remitir a su tradicional carácter maligno, gracias a los textos de Aristóteles en su Problemata XXX, 1, para significar al hombre saturniano, cultivador por excelencia del espíritu que, por sus inquietudes, está llamado a ser sabio pero no feliz. Similar visión de la melancolía aparece representada por Girolamo Mocetto mediante Saturno acompañado de su guadaña, pero con el gesto característico de la melancolía o bilis negra. La relación y correspondencias macro-microcosmos fue un aspecto esencial en la cultura del Humanismo como propone Wittkower y figura Georg Reich en su Margarita filosófica (Friburgo 1503).
Estas relaciones astro-medio humano se presentan en un sinfín de ejemplos tanto en la literatura como en el arte de la época, pues son variados los almanaques alemanes ilustrados con entalladuras que, como comenta Aby Warburg, tuvieron gran incidencia en las artes europeas de los siglos XV y XVI.
Al respecto podemos dar cuenta de las estampas que en el siglo XV realizara Baccio Baldini siguiendo modelos de Sandro Botticelli, donde los planetas divinizados se unifican con los signos del Zodiaco (espacio de cielo que decían recorría el Sol en un año y dividido en doce constelaciones que son Aries, Tauro, Géminis, Cáncer, Leo, Virgo, Libra, Escorpión, Sagitario, Capricornio, Acuario y Piscis. El Zodiaco parece ser una creación babilónica y representa la rueda de la vida: «zoe»-vida y «diakos»-disco). En estas composiciones de Baldini, los textos que acompañan a las estampas establecen el significado y la incidencia que opera en los llamados «Hijos de los Planetas». A modo de resumen podemos considerar:
La Luna influye en los hombres amantes de la pesca y la navegación en general, también ejerce su fuerza sobre los amantes del juego. Mercurio se asocia con los geómetras y artistas en general incluyendo escultores, pintores y músicos, también con los mercaderes, así lo observamos entre otras representaciones en la pintura de la escuela de Pinturicchio para los Apartamentos Borgia del Vaticano. Venus determina a los ociosos y enamorados. El Sol por su claridad influye en gobernantes, reyes y consejeros. Marte determina lo violento, encarna a los guerreros. Júpiter a los que están llamados a las más altas dignidades en el medio político y cultural, y, finalmente Saturno, a los solitarios, agricultores y hombres determinados tanto por la melancolía como por la maldad a la que este humor dirigía al hombre (fig. 2).
Tales asociaciones se continuaron en el tiempo y, entre otras ediciones, podemos señalar el tratado que, ilustrado, publicara Lorenzo Ferrer en el año 1623 con el título Astronómica curiosa y Jerónimo Cortés en su Lunario de 1606.
El estudio de los astros fue muy común en el conocimiento de la medicina. Por la llamada «melothesia» se entendía un reparto del influjo astral en el hombre, pues cada signo del Zodiaco se manifiesta en una parte del cuerpo, cada planeta en un órgano. Así, nunca se debía operar si la Luna se encontraba en el signo del Zodiaco del que dependía el órgano dañado. Parecelso no dudaba en que eran los astros responsables de un gran número de enfermedades, por ejemplo la sífilis se manifestaba en la conjunción de Saturno y Marte. Observar la huella de los astros en el medio humano fue una representación muy difundida como se deduce de ciertos manuscritos miniados y que encontramos en el llamado Libro de retratos y figuras del cuerpo humano que editara Kerver en 1572.
Como señalamos, el determinismo astral, tanto en el medio físico como espiritual del hombre, no debemos considerarlo como una aportación griega o romana, esta relación se expande por el conocimiento que el mundo árabe adquirió de la cultura oriental. Esta ciencia tuvo su penetración en Europa por Sicilia y España. No extraña, en consecuencia, que sabios en astrología se dieran cita tanto en la corte de Federico II Hohenstaufen como en la de Alfonso X ya en el siglo XIII.
En la corte de Alfonso X apareció un texto árabe, el Chaya, conocido como Picatrix. El tratado supuso un verdadero manual de astrología donde los planetas operan a modo de demonios, razón por la que se han de prevenir actuando contra ellos con súplicas y amuletos o figuras grabadas en piedra. Así se precisa en el Lapidario de Alfonso X, donde se señala que Júpiter conviene sea grabado en una piedra blanca con un personaje sentado levantando sus manos, estando cada una de las cuatro partes de su trono apoyada sobre cuatro figuras aladas, lo que viene a recordar la imagen del tetramorfos en el medio cristiano. Nace al respecto una iconografía fantástica que tiene como fundamento visual tanto el mundo clásico como elementos orientales.
Esta visión del mundo sobre la base de los dioses planetarios la podemos considerar en personajes del siglo XVI como Felipe II, Julio II o León X. Hemos de recordar la sacristía vieja de San Lorenzo de Florencia y su decoración en la cúpula, donde se dispone el cielo tal y como se observó el 9 de julio de 1492, fecha de su consagración. Habrá que esperar a Copérnico, Galileo y Kepler para liberar todo el componente de magia y operar en función de la ciencia para el verdadero conocimiento astral.
Algunos racionalistas, como lo fueron los sofistas hacia el siglo VI a.C., consideraron los mitos como relatos fantásticos propios de un pasado sumido en la ignorancia cuya explicación del universo gozaba de un componente literario propiamente del mundo infantil fundamentado en el engaño. Jenófanes, como se ha precisado, fue el primero en atacar la teología mítica de Homero considerándola como mera patraña de inmoralidades: A los dioses atribuyeron Homero y Hesíodo todo cuanto entre los humanos es objeto de censura y oprobio: robar, cometer adulterios y practicar el mutuo engaño. Muy probablemente, frente a este ataque surgiera la lectura alegórica que tanta importancia alcanzará en épocas posteriores.
Alegoría, como término, responde a «otro hablar», es decir a una expresión metafórica. En consecuencia se señaló que el mito encierra lecciones ocultas bajo apariencias escandalosas que van dirigidas a los iniciados y eruditos. Boccaccio así lo explica en su Genealogía de los dioses paganos: Pues se dice alegoría a partir de «allon» que en latín significa ajeno o diferente, y por ello cuantos sean distintos (se refiere a los mitos) del significado histórico o literal pueden ser llamados con razón alegóricos. Quizá el primer mitógrafo con un sentido alegórico fuera Teágenes de Regio en los comentarios a Homero que realizara en el siglo VI a.C.
León Hebreo en sus Diálogos de Amor, que escribiera a comienzos del siglo XVI, habla de la fábula en sus diferentes sentidos: Los poetas antiguos no pusieron en sus poemas una sola sino muchas intenciones, que llaman «sentidos». En primer lugar, ponen como sentido literal, como corteza exterior, la historia de algunas personas o de sus hechos notables, dignos de recuerdo. Luego, en la misma ficción, como corteza más intrínseca y más cercana a la médula, el sentido moral, útil para la vida activa de los hombres, que aprueba los actos virtuosos y vitupera los vicios. Además de esto, bajo las mismas palabras presuponen algún conocimiento verdadero de las cosas naturales o celestes, astrologales o teologales, y alguna vez los dos o, mejor dicho, los tres sentidos científicos coexisten dentro de la misma fábula, como la médula de fruto dentro de sus cortezas. Estos sentidos medulares se denominan «alegóricos».
La filosofía estoica presenta el mito en su componente edificante, es decir, analizado tras una búsqueda del sentido moral que se desprende de la fábula. Consideran la mitología como una metáfora que lleva a la contemplación de Dios. Dentro de esta concepción alegórica debemos señalar la escuela de Alejandría y en este contexto a Orígenes que viene a interpretar incluso la Biblia bajo unas claves alegóricas. A partir de ahora se considera que el mito, para ser entendido en su totalidad, precisa de una Exégesis, interpretación y explicación, en sí de un logos, que exprese todo el contenido de su forma alegórica.
Otros continuadores de esta concepción del mito fueron Heráclito con sus Alegorías homéricas, Furtunus en su comentario Sobre la naturaleza de los dioses o en Salustio y su De los dioses y el mundo. Hemos de esperar al siglo VI d.C. con Fulgencio para observar un desarrollo muy notable de esta concepción alegórica. A modo de ejemplo, Fulgencio presenta a las Tres Gracias como explicación de la tríada amorosa, Leda y el Cisne como reflejo de la injusticia y el poder, Helena como imagen de la Discordia, y Juno, entre otras divinidades, como la Memoria que lleva el velo para testimonio y recuerdo del pecado.
Precisamos en su momento que en los mitógrafos se aglutinaban en ocasiones estas diferentes visiones del mito. Así, Isidoro de Sevilla en ocasiones se presenta conforme al evemerismo, y también considera el mito en varias lecturas que van desde la literal a la alegórica e incluso anagógica por cuanto puede llevar a la contemplación del propio Dios. La estructuración propuesta por Isidoro se deja ver también en el Convivio de Dante.
El sentido moral del mito presentará a la cultura cristiana contraria a las lecturas de Ovidio, de sus Metamorfosis, pero conforme al sentido de los llamados «Ovidios moralizados» que amanecen ya en el siglo VIII con Teodulfo, obispo de Orleáns, y se desarrollan en múltiples poemas del siglo XIV con una finalidad instructiva; sobre el particular daremos cuenta más adelante.
El Humanismo potencia esta visión del mito por cuanto considera las religiones de manera y modo convergente. Todas disponen el conocimiento de la verdad que se manifiesta con mayor grado en el cristianismo gracias a la Revelación. De ahí que para nada sea extraño visualizar en decoraciones de fachadas religiosas como Santa María de Viana y universidades como la de Oñate todo un imaginario mitológico que, traducido en su alegoría, refuerza el mensaje doctrinal cristiano. Por ello Erasmo considera un mayor acierto traducir y conocer la alegoría que se desprende de la fábula que considerarla en su literalidad.
El mito, la leyenda, se convertirá en argumento alegórico que trata de enseñar un principio moral conforme a la religión cristiana. Los ejemplos son importantes en el mundo neoplatónico que se desarrolla en el siglo XV y XVI. A los argumentos visuales señalados en Botticcelli podemos añadir las pinturas del Correggio para Juana de Piacenza, priora en el monasterio de San Pablo. Entre estas composiciones observamos el castigo de Juno remitiendo a la idea literal del castigo de Júpiter a la diosa por perseguir a Hércules, pero, aplicado en el contexto monacal femenino, no quiere significar otra cosa sino el castigo de Dios a quienes olvidan sus votos. Tal planteamiento se continúa en el siglo XVII donde el mito presenta un comportamiento semántico conforme a la moral cristiana. Un ejemplo lo encontramos en la escultura que Bernini realizara sobre Apolo y Dafne para Urbano VIII, quien reparando en el carácter sensual del conjunto, quiso atenuarlo disponiendo en su pedestal el siguiente texto: Todo el que amando persigue los placeres de la belleza furtiva, a la postre llena sus manos de hojarasca.
El sentido moral alegórico tiene su plasmación en el suceso literario ilustrado. Los Hieroglyphica presentan un sentido de la mitología en relación con significados ocultos y abstractos del pensamiento, es decir, de orden plenamente moral. Herederos de aquellos textos antiguos considerados más allá de su propia Antigüedad serán las Hieroglyphicas del siglo XVI como la de Valeriano, incluso Iconologías como la de Ripa y toda una suerte de literatura visual y semántica conocida como Emblemática que tanto desarrollo tendrá entre los siglos XVI al XVIII, donde, a modo de ejemplo, reparamos en la figura de Paris que comentaremos como reflejo del mal gobernante que antepone los placeres mundanos a su labor de gobierno (fig. 3). La colección Maxwell de la Universidad de Glasgow da buena cuenta de la importancia que estos repertorios ilustrados tuvieron en su tiempo.
Podemos considerar que el mito griego tiene sin duda una importante relación con la cultura tanto oriental como en su antecedente más próximo, la formada en el Egeo. Se conservan algunos nombres de dioses minoicos y micénicos que parecen tener correspondencia con las propuestas helenas. La fábula parece renacer en sus teogonías hacia el siglo XII a.C. en la conocida guerra de Troya. Las formulaciones escritas más antiguas, datadas como sabemos en el siglo VIII a.C., las conocemos de la mano de Homero y Hesíodo, de ahí que el propio Herodoto en sus Historias elaboradas en el siglo I repare en su importancia, pues: Éstos —Hesíodo y Homero—son los que crearon poéticamente una teogonía para los griegos, dando a los dioses sus epítetos, distribuyendo sus honores y competencias e indicando sus figuras. Los poemas de Homero y Hesíodo suponen el término de una tradición oral y justifican el comienzo del «siglo de oro» de la mitología clásica a partir del nacimiento del documento escrito. Posteriormente otros poetas y eruditos irán dando forma al panteón griego estableciendo, eso sí, una visión del mito poco uniforme y muy variable en cuanto a la propia construcción de la leyenda.
Partiendo de la formación y construcción de las leyendas mitológicas en la cultura griega y su posterior difusión en la romana, podemos analizar el comportamiento de la mitología clásica en el discurso histórico.
La Antigüedad pagana no renace en la Italia del siglo XV, sobrevive en la cultura y arte medieval. Los dioses paganos no resucitan, nunca desaparecen de la memoria e imaginación del hombre. Sin duda, el mito sobrevive porque encarna ideas, concepciones abstractas del pensamiento que son recogidas por la literatura y el arte y se manifestarán tanto en la cultura medieval como posteriormente en la moderna.
La decadencia del paganismo tiene una notable incidencia en el comportamiento y desarrollo de la mitología. En este sentido, otra cultura que se traduce como superior, la árabe, va nutriéndose de paganismo tanto heleno como oriental. Su desarrollo geográfico este-oeste se presenta como un espacio difusivo del saber, de ahí que los conocimientos orientales tengan su incidencia en la cultura europea meridional.
La Edad Media fue sin duda más culta de lo que generalmente se ha considerado. Los contenidos de la Antigüedad, quizá de una manera anónima y poco filológica, están presentes una y otra vez en su literatura y su arte. Los personajes de la fábula, en ocasiones disfrazados, operan y se presentan sin una recuperación consciente de su iconografía primigenia. A todo ello se debe añadir, como se ha señalado, la cultura árabe imperante, una cultura que no duda en interpretar y por lo mismo transformar la fábula clásica. La consecuencia no es otra que la manifestación de unos contenidos mitológicos disfrazados y en muchas ocasiones no recuperados de su fuente original.
De lo dicho podemos deducir que en la Europa medieval se presentan dos claras visiones en lo que respecta a la mitología: la septentrional y la meridional.
La tradición física, de la que hemos dado cuenta, estuvo presente en el griego Aratos, erudito del siglo III a.C., en su Poema sobre el Firmamento. Sus textos fueron seguidos en los siglos IX y X e ilustrados por los carolingios en los llamados Aratea (fig. 4). Estas manifestaciones literarias y plásticas presentan un comportamiento bastante ajustado con los textos antiguos de los que derivan.
La cultura árabe, sin duda por sus relaciones con Oriente, disfraza el mito griego. Entre otros ejemplos podemos reparar en la figura de Hércules, a quien no se duda en presentar como si fuera un nuevo Saturno sacado de uno de los cuentos de Las mil y una noches. En el mismo manuscrito que seguimos, conservado en el British Museum, se presenta la figura de Perseo, quien en sus manos dispone máscaras barbudas en lugar de la tradicional cabeza de Medusa.
Esta visión un poco absurda del mito se explica en la propia contaminación de la cultura árabe a través de textos esencialmente babilónicos. Así, volveremos al llamado Chaya o Picatrix, texto que supone una fuente importante de esta novedosa manifestación. Júpiter se refiere mediante la vestimenta de un obispo acompañado de un cáliz por ser figura protectora de los occidentales cristianos. Este comportamiento influye en la plástica, pues lo observamos en el Campanille de Florencia, donde Júpiter queda efigiado conforme a estos presupuestos. En consecuencia, la transmisión del mito se presenta en el sur de Europa bajo el tamiz de una cultura árabe que disfraza notablemente las fuentes literarias del mundo griego.
La mitología disfrazada o confundida en sus planteamientos escritos y visuales, presentada como una creación anónima en el tiempo, se mantiene en el discurso histórico medieval. La gran aportación del Renacimiento la podemos encontrar en el suceso filológico, en la nueva investigación de los textos enfocada en recuperar el saber antiguo y fijar la autoridad de las fuentes. Los hallazgos arqueológicos, tanto plásticos y literarios, suponen un gran fundamento para este cometido del que seguidamente daremos cuenta.
Los dioses paganos, el mito y la leyenda, van adquiriendo su propia identidad iconográfica a finales del siglo XV. Pero los textos medievales no se olvidan. Tras los Aratea, hemos de reparar en el llamado Libellus de Imaginibus Deorum de Albricus, obra atribuida a un monje inglés del siglo XII-XIII que vuelve la mirada a los textos de los antiguos como Fulgencio, Capella o Isidoro de Sevilla. Su tratado, como veremos, se presenta como fuente esencial de los mitógrafos del siglo XIV como Petrarca en su poema Africa o en la Genealogía de los dioses paganos de Boccaccio. Pero el Albricus tiene otras consideraciones de no menor importancia. En este sentido influye en maestros artistas alemanes del siglo XV fundamentando imágenes paganas en sus fuentes. Se da lo que podríamos denominar «la restauración de la iconografía». Un ejemplo lo encontramos en entalladuras del siglo XV sobre Hércules que determinarán la misma composición, ajustada a la Antigüedad, en Durero. En el mismo esquema podemos analizar el Perseo del maestro de Nuremberg, donde la cabeza de Medusa suple de manera definitiva el esquema de máscara barbuda de influencia árabe tal y como la observamos en San Domenico Maggiore en Nápoles. Curioso es notar que fueron los maestros nórdicos los encargados, en muchos casos y fruto de la erudición, de reintegrar y restituir el panteón clásico.
Los textos del Albricus son un precedente medieval para el comportamiento del saber sobre la fábula clásica. Petrarca, como se ha dicho, no duda en seguirlo en su poema Africa y sus textos configuran algunas formas iconográficas como el Marte guerrero en su carro de caballo blanco acompañado de su alabarda y un lobo. El Poeta de Arezzo señala: Estaba presente la imagen furibunda de Marte/ de pie sobre ensangrentados carros:/ más atrás el lobo, detrás las roncas Furias mascullando desgracias;/ llevaba en la cabeza el refulgente yelmo y en las manos el látigo (Africa III, 186-189).
También las imágenes del Tarot que conocemos como el Tarot de Mantegna tienen un comportamiento visual relacionado con los textos de Albricus, así se desprende en la imagen de Venus. Otros ejemplos los encontramos en el Mercurio de un relieve griego que fuera copiado por Ciríaco de Ancona, pues su disposición se manifiesta en el citado Tarot y en el llamado Hércules Gálico de Durero así como en diferentes manuscritos. Tal disposición alada en sus pies y sombrero fue muy común representarla en las casas alemanas de los siglos XV y XVI.
Es en este momento cuando se va recuperando la iconografía clásica en lo referente a la mitología, pero sobre el particular conviene precisar que el Renacimiento, al tener presente la literatura medieval, va revistiendo a sus imágenes de un contenido semántico que fue extraño al mundo clásico. Panofsky define este comportamiento como pseudomorfosis, que explica en los siguientes términos: Algunas figuras renacentistas fueron revestidas de un significado que, a pesar de su aspecto clásico, no había estado presente en sus prototipos clásicos... Debido a sus antecedentes medievales el arte del Renacimiento fue a menudo capaz de traducir a imágenes lo que al arte clásico le hubiera parecido inexpresable. El comentario puede hacerse extensivo al mundo del Barroco.
La arqueología tiene su importancia en esta recomposición del panteón clásico. La obra de Bober y Rubinstein, Renaissance Artists and Antique Sculpture, va dando cuenta de los hallazgos antiguos. El arte gráfico fue fuente esencial de modelos que se difunden por Europa; sobre el particular recordaremos los repertorios antiguos que tanto el editor Antonio Salamanca como su homónimo Antonio Lafreri difundieron en el siglo XVI. Sin duda, en la recuperación de la Antigüedad clásica y su difusión en la Europa del siglo XVI mediante la estampa destaca el citado Antonio Lafreri con la edición del Speculum Romanae magnificientiae, obra profusamente ilustrada a través de estampas que recogen tanto la arquitectura como la escultura de la Roma clásica como ha estudiado Huelsen.
Emile Mâle, al considerar la Iconología de Ripa, no duda en definirla como auténtica «Biblia» para pintores. Sus numerosos textos y citas suponen un repertorio de narraciones que describen imágenes, por lo tanto un claro «banco de datos» para los artistas. En la Iconología son importantes las referencias mitológicas, sus sistemas y modos de representación. Y es que la tradición oral recogida en los textos clásicos, junto con las imágenes del arte griego, forman el claro repertorio que compone lo que llamamos «mitología». En ocasiones presenta gran dificultad descifrar el mensaje literario y es entonces cuando la arqueología, los testimonios plásticos del arte, se convierten en instrumento esencial para su conocimiento.
Que la fábula antigua tuvo una incidencia absoluta en el comportamiento artístico de Occidente desde la Antigüedad hasta nuestros días no admite duda. Pintores, grabadores, escultores, orfebres, arquitectos, etc. han tenido, en sus inspiraciones, la presencia de las leyendas clásicas. Sobre el particular, y a modo de ejemplo, son muchos e importantes los tratadistas que, como el español Palomino en su Museo Pictórico o Escala óptica, dan cuenta de la incidencia de estas narraciones en las artes. Podemos reparar en el francés Chompré, quien en la introducción de su Diccionario de la Fábula no duda en precisar: Su estudio es indispensable a los pintores, escultores y sobre todo a los poetas, y generalmente a todos aquellos cuyo objeto es hermosear la naturaleza y agradar a la imaginación. La mitología es el fondo de sus producciones y de donde sacan sus principales adornos. Es la que hermosea nuestros palacios, nuestras galerías, nuestros techos y nuestros jardines. La fábula es el patrimonio de nuestras artes; es un manantial inagotable de ideas ingeniosas, de imágenes risueñas, de asuntos interesantes, de alegorías, de emblemas, cuyo uso más o menos feliz depende del gusto y del ingenio. Todo se mueve, todo respira en este mundo encantado, en donde los entes intelectuales tienen cuerpos, en donde los entes materiales están animados, en donde los campos, los bosques, los ríos y los elementos tienen sus deidades particulares. Bien sé que son personajes quiméricos; pero los papeles que representan en los poetas antiguos y las frecuentes alusiones de los poetas modernos, casi los han realizado para nosotros. Nuestra vista se ha familiarizado de tal manera con ellos, que nos cuesta trabajo el mirarlos como entes imaginarios. Se está en la persuasión de que su historia es la pintura desfigurada de los acaecimientos de la primera edad, y se quiere hallar en ellos una serie, un enlace y una verosimilitud que no tienen.
La mitología pudo ser, muy probablemente, la fuente fabulada de una teogonía que, bajo un disfraz de leyenda, supuso la base de la creencia religiosa antigua. Roma, sin duda más permisiva y con una conciencia social eminentemente práctica, vio en los dioses heredados un componente más literario que religioso. Pero este discurso puede llevar hacia una reflexión cuyo fundamento no es otro sino cuestionarse la razón de tantas y tantas representaciones del mito, el porqué de este argumento que ha ocupado al artista en todo tiempo.
El mito se explica en sus imágenes, unas imágenes con diferente valor semántico tanto en el espacio como en el tiempo. Las figuraciones clásicas tuvieron un objetivo muy probablemente ritual y nunca en correspondencia con la figuración astral de la época Alto Medieval y la propia de la ya comentada expresión plástica árabe. Todo ello da como resultado una semántica diferente por lo que respecta a su comportamiento en el espacio y el tiempo. Como veremos, la baja Edad Media cristianizada, el propio Humanismo e incluso el Barroco presentan, bajo el prisma de la fe, una visión del mito que se centra en su lectura moral y alegórica correspondiente con el sentir moral cristiano imperante. Y esta concepción fue plenamente aceptada por la Iglesia.
Una consideración importante a este respecto emana de san Agustín: Todas las teologías son convergentes, el cristianismo al operar sobre la base de la verdadera Revelación se presenta como superior. Esto no quiere decir otra cosa sino que la Antigüedad manifestó y conoció una verdad velada, pero, a fin de cuentas, una verdad. Por ello sus esquemas representativos, las ideas elevadas referidas por imágenes, remiten a un criterio plenamente aceptado por la fe.
Así, no extraña la asociación de lo sacro y lo profano bajo un sentido alegórico que el cristianismo desde tiempos medievales desarrollará con fuerza. A modo de ejemplo observamos en varias ediciones del Ovidio moralizado que, junto a la imagen de Dios Padre creador del mundo, se dispone al Prometeo de la fábula acompañado de su fuego y dando vida al hombre. En la Hieroglyphica de Westerhovius (Ámsterdam 1735) el mismo argumento tiene sin duda un mayor desarrollo ya que se presenta el Olimpo en su conjunto, la creación de Adán y Eva, Prometeo dando vida al hombre, Pandora y Epimeteo y la Caída del Hombre, todo ello dentro de un mismo registro. Conviene reparar en el tratado Parvus Mundus de Laurens van Haecht Goidtsenhoven publicado en 1584 en Amberes e ilustrado por Gèrard de Iode. La obra fue muy divulgada en los siglos XVI y XVII, donde los aspectos mitológicos ilustrados quedan asociados a diferentes escritos bíblicos (fig. 5).
A los ejemplos señalados se pueden añadir otros muchos como lo apreciamos en composiciones del siglo XVI. Bigarny no duda en asociar a Cristo con Hércules en el trascoro de la catedral de Burgos, aspecto muy general como se desprende de los relieves en la portada de Santa María de Viana que levantara Juan de Goyaz y, también, en la fachada de San Salvador de Úbeda en Jaén.
Estas asociaciones semánticas transmitidas en imágenes se repiten una y otra vez. La Iglesia va aceptando los citados Ovidios moralizados y aquella erudición mitológica del mundo pagano bajo la explicación alegórica cristiana. De igual manera estas figuras fabuladas se manifiestan en otros centros arquitectónicos como las universidades, así lo apreciamos tanto en Salamanca como en Oñate y Alcalá de Henares, donde Hércules se presenta como un claro prototipo moral. Esta asociación de lo pagano con lo propiamente cristiano es muy común. A modo de ejemplo leemos la justificación que Durero precisa en sus comentarios: Los paganos atribuían la máxima belleza a su falso dios Apolo, de manera que la usaremos para Cristo Nuestro Señor que es el varón más bello; y de la misma forma que representaban a Venus como la mujer más bella le daremos castamente los mismos rasgos a la imagen de la Santa Virgen, madre de Dios.
La Contrarreforma supuso una reflexión ante este comportamiento del Humanismo. El Concilio de Trento consideró estas manifestaciones de la fábula como elementos paganos carentes de una verdadera enseñanza moral y, por lo mismo, sujetos de ser desterrados de la erudición y del pensamiento cristiano por ser claramente incompatibles. Sin duda, tales planteamientos recuerdan los presupuestos ya señalados en la República de Platón. En este sentido los Index de Trento incluso llegan a prohibir los ya citados Ovidios moralizados.
Pero la fábula cuestionada por Trento no deja de ser uno de los recursos más capacitados por la tradición para manifestar contenidos abstractos del pensamiento. Es un comportamiento intelectual alejado de falsas hipocresías como lo fue el recubrimiento de los desnudos en la capilla Sixtina por parte de Volterra.
En este sentido los jesuitas comprendieron con rapidez esta nueva concepción, esta adaptación del mito a la fe en clave alegórica que tanto la Edad Media como la época del Humanismo construyeron. Así fueron vehículo continuador tanto en el fin de siglo como en la nueva centuria, el esplendor del siglo XVII, la era del triunfo de la Iglesia. Tanto los apólogos como la mitología entraron con fuerza en los programas didácticos de la Compañía como recurso retórico e intelectual. También, los nuevos palacios romanos, a través de grandes artistas pintores como los Carracci o Sachi, no dudaron en decorar a partir del argumento profano las bóvedas de las estancias y residencias como la de los Farnese (protectores de la Compañía) y los Barberini. La figura de un Bernini, el pincel de Rubens, serán fiel exponente de una vuelta a los parámetros alegóricos que la Edad Media y el Humanismo confirieron a la fábula.
En la iconografía áulica podemos considerar este aspecto que vamos señalando ya que el poder entendió con rapidez que este lenguaje, traducido en clave alegórica, era un medio propagandístico de singular erudición. Imitar el mundo de la fábula era algo así como volver a los orígenes de mayor esplendor en la humanidad, identificarse con la tradición más gloriosa que había existido en la historia. Alejandro, Hércules o Perseo, por no citar a Júpiter, Minerva o Diana, se convierten en inestimables referentes del poder, en imágenes que explican la grandeza del Príncipe y su dimensión de gobierno. Esta asociación entre el poder y la mitología ocupó a los artistas de todo tiempo, pero se manifiesta en diferentes formas, pues si bien los reyes franceses de la casa de Valois y Borbón por lo general se asocian e incluso toman la disposición de un dios clásico, no ocurre así con los Austrias hispanos, que simplemente remiten alusiones clásicas en sus representaciones. Relación y personificación explican tales manifestaciones.
Observando detenidamente la imagen de Augusto, conocido como Augusto de Primaporta, podemos entender una visión política del mito, una concepción del poder según la relación con la fábula que trata de explicar su propia grandeza. El cielo y la tierra configuran la armadura de Augusto César. El poder del Príncipe quiere manifestarle como rey omnipotente que siendo «hijo del cielo» domina la tierra y por lo mismo, la abundancia le sonríe.
Un nuevo César, un nuevo Augusto viene a ser Carlos V. Su palacio de la Alhambra que construyera Machuca no es otra cosa sino un recurso iconográfico muy parecido al concebido en la escultura de Augusto, por lo tanto otra coraza envolvente, una similar iconografía que mediante la figura de Neptuno lo presenta como rey dominador del mar. También como nuevo Hércules, victorioso en sus trabajos, dominador en la tierra. La jarra que acompaña la victoria alada trata de asociar la imagen del Príncipe como monarca cristiano triunfante en su virtud, como Vasari la dispone en el retrato de Lorenzo el Magnífico bajo el lema: Virtutum/ Omnium/ Vas. La asociación Hércules-Carlos V fue muy común, como se manifiesta en la obra atribuida al Parmigianino en la que el emperador está acompañado por Hércules niño.
Ambos príncipes se explican mediante recursos paralelos, utilizan la fábula como exaltación de su figura, por lo mismo es una referencia a una iconografía de relación donde la mitología actúa como elemento alegórico que define la figura del poder.
Mito y poder presentan, como se ha dicho, una gran asociación. Muchos son los artistas que han configurado programas para la exaltación del Príncipe según la alegoría mitológica. Por detenernos en algún ejemplo podemos citar a Zurbarán en el Salón del Reino del Palacio del Buen Retiro, donde asocia, por relación, la imagen de Hércules al «Hércules hispano» Felipe IV. Charles Lebrum configura en un mismo sentido sus programas de Versalles para Luis XIV.
Si bien el comportamiento general hispano responde a una iconografía que hemos denominado «de relación», ya que la figura del Príncipe se acompaña de atributos mitológicos o leyendas fabuladas, en Alemania con Maximiliano o en Francia con Francisco I, Enrique II, Enrique IV y Luis XIII encontramos la iconografía «de personificación», pues es la figura del propio dios o héroe la que queda suplantada por el Príncipe. La tradición, como podemos apreciar, tiene su arraigo en la antigua Roma.
Cómodo se hizo esculpir como Hércules, y la escultura fue muy conocida en el Renacimiento ya que se difundió en grabados a través del editor Lafreri. La imagen del héroe no es utilizada en un sentido de relación con Cómodo; más bien Cómodo queda personificado en Hércules, podríamos decir que la fábula queda asociada en su totalidad con el efigiado. Sabemos que los cínicos tenían una especial devoción por el héroe del Peloponeso y que Cómodo estaba enfrentado a este movimiento filosófico. Sin duda, tal personificación no tuvo otro propósito que confirmar el poder del emperador por encima del propio Hércules.
Un ejemplo de esta mitología de personificación junto a la de relación se puede observar en la serie de doce láminas que Dirck Wolkertsz Coorhnert realizara siguiendo diseños de Maarten van Heemskerck sobre Carlos V. En esta serie sobre las Victorias de Carlos V podemos analizar una iconografía de relación por cuanto el emperador se acompaña de las columnas que lo presentan como nuevo Hércules. El plus ultra respondiendo al non plus ultra considera la imagen de una victoria sobre el propio Hércules al disponer sus dominios tanto en Europa como en América. El lema de las columnas y el mote se deben a la creación del belga Luigi Mariana, quien posteriormente fuera obispo de Tuy. Pero la disposición sobre el águila desea personificar al emperador como Júpiter, imagen del supremo poder (fig. 6). Estas personificaciones elaboradas por artistas flamencos son manifiestas, así lo apreciamos en las decoraciones sobre la entrada de Carlos V en Amberes donde aparece el emperador y su hijo, Felipe II, a modo de Hércules y Atlas sosteniendo el mundo.
La mitología en referencia al poder queda manifiesta en las veintidós pinturas que formaron el programa elaborado por Rubens para el Palacio francés de Luxemburgo. En estas composiciones que remiten principalmente a las figuras de María de Médicis y Luis XIII, alegorías, jeroglíficos y mitos son una referencia semántica a la idea del poder.
Los análisis de Françoise Bardon sobre la iconografía de los Valois y los Borbones presenta varios ejemplos. Podemos dar cuenta de algunos como el caso de Enrique IV disfrazado de Marte como divinidad planetaria. La representación más tarde fue utilizada para efigiar al monarca Luis XIII, quien dispone la misma iconografía extensiva a Apolo y Jasón. También lo podemos observar como Hércules e incluso a Enrique IV como Júpiter y a su mujer María de Médicis como Diana.
Tales personificaciones o identidades mitológicas asumidas por figuras concretas en el campo del poder se extienden al siglo XVIII. El ejemplo propuesto del escultor Cánova es suficientemente ilustrativo, ya que muestra a Fernando IV de Nápoles travestido, configurado a modo de la diosa Minerva. Quizá el precedente lo debamos encontrar en la misma composición que observamos en el rey francés Francisco I como imagen de Atenea, Marte y Mercurio, tema atribuido al pintor del Fontainebleau Niccolò dell’Abate.