Fuentes para el conocimiento de la mitología ~ Mitografía clásica, medieval y moderna: Moralización del mito y las leyendas, una herencia medieval en el contexto del Humanismo de la Época Moderna: Isidoro de Sevilla, Albricus, Boccaccio, Cartari, Conti, Gyraldi ~ El ejemplo hispano: Enrique de Villena, Alonso de Madrigal «El Tostado», Juan Pérez de Moya, Baltasar de Vitoria ~ Ovidio moralizado ~ Los jeroglíficos, emblemas y medallas ~ El mito y la arquitectura sin imágenes ~ Diccionarios y lexicones
El conocimiento que ha llegado sobre la mitología clásica puede justificarse tanto en la literatura como en la plástica. Relieves en los templos, camafeos, vasos y esculturas suponen un repertorio importante que el historiador en general y del arte en particular no debe despreciar.
Imagen y literatura se complementan y ayudan respectivamente a fijar identificaciones, iconografías particulares y permiten una lectura más amplia por cuanto la leyenda queda viva en la figura. Un ejemplo, entre otros muy variados, lo podemos encontrar en el sacerdote troyano Laocoonte cuyo grupo escultórico, descubierto a comienzos del siglo XVI, tiene su correspondiente en textos muy plurales como son los escritos de Virgilio en el siglo I a.C. (En. II. 199) o Julio Higinio en la misma centuria (Fb. 135).
Es fundamental relacionarnos con los textos antiguos que han tenido como principal objetivo recoger y dar cuenta de los mitos y leyendas. Vamos a detenernos en quienes consideramos sus destacados comentaristas, los mitógrafos. Sobre las fuentes de naturaleza oral poco podemos señalar salvo citar al cronista Pausanias y su Descripción de Grecia, texto tardío del siglo II d.C. en el que se da cuenta de comentarios sobre el particular.
La mitografía se convierte en la tratadística que cuenta, recoge y explica las fuentes mitológicas; sus hacedores son los llamados mitógrafos. Recordemos que el concepto «mitología» remitía a estos tres contenidos que hemos precisado. Es en estos aspectos donde participan toda la suerte de mitógrafos que han poblado la historia desde la Antigüedad hasta nuestros días y de los que trataremos de recoger los más representativos.
Nace y se desarrolla la mitografía en toda la Antigüedad griega, pues fueron importantes los eruditos que dedicaron su literatura a recoger en sus textos las narraciones fabuladas. Este primer grupo de textos lo podemos centrar desde sus orígenes más antiguos, la aparición de la escritura en el siglo VIII a.C., hasta el siglo VI d.C., época de decadencia del paganismo que supone el momento más interesante para nuestro cometido: se trata de la mitografía clásica.
Un segundo grupo entre los llamados mitógrafos lo haremos extensivo hasta el siglo XIII: es el formado por los mitógrafos medievales. El tercer y último grupo aglutinará la baja Edad Media, Renacimiento y Barroco: se corresponde con la mitografía moderna.
Los textos antiguos griegos más desarrollados que presentan aspectos de la cosmogonía helénica los podemos concretar en el siglo VIII a.C., época del nacimiento de la escritura alfabética, siendo sus máximos representantes los citados Homero y Hesíodo, grupo al que añadimos la figura de quien será su continuador en el siglo VI a.C., Hecateo. A Homero se le debe la Ilíada —Troya, el nombre proviene de Ilo, fundador de la ciudad de Ilión —. Construye un poema en veinticuatro cantos y más de quince mil versos donde se narra una parte de la guerra que los aqueos —griegos—tuvieron contra los troyanos. En la Odisea —Ulises—, también dividida en veinticuatro cantos con doce mil versos, se da cuenta de los viajes de Ulises. Los Himnos homéricos, atribuidos a Homero en su conjunto, se consideran posteriores y responden a evocaciones de los dioses; los más sobresalientes vienen a ser el Himno a Apolo y el Himno a Hermes.
Junto a la figura de Homero destaca Hesíodo, autor de la Teogonia, poema que explica en unos ochocientos versos el nacimiento y la genealogía de los dioses, y los Trabajos y los Días, escrito que supera los mil versos, donde junto a los mitos se manifiestan aspectos económicos, sociales y morales. Estos textos suponen una fuente importantísima para la configuración del panteón clásico grecorromano que será punto de partida esencial para los posteriores mitógrafos. A estas fuentes señaladas se ha de añadir el citado Hecateo y sus Genealogías. También debemos reparar en las llamadas Epopeyas cíclicas de las que se han conservado pequeños fragmentos. Algunos de estos textos son anteriores a Homero, otros posteriores y se agrupaban en dos grandes ciclos: el ciclo troyano y el ciclo tebano. Los poemas, hoy perdidos, fueron fuente de inspiración para los trágicos griegos.
Ya precisamos, siguiendo a Herodoto en sus Historias, que tanto Hesíodo como Homero se presentan como los pioneros en lo que concierne a los escritos mitológicos. El primero ofrece una sistematización mayor por cuanto Homero no considera un preciso ordenamiento en la nómina de los dioses paganos. Pero hemos de precisar que ni uno ni otro inventan, solamente recogen la tradición oral y la exponen poéticamente; ésa es su labor como mitógrafos, como claros pioneros en esta ciencia. En consecuencia, a ellos se les debe la concreción y elaboración de los textos referenciales en la configuración mitológica griega, pues difundieron una iconografía y nomenclatura a modo de código mitológico que, sujeto a las modificaciones propias de la inventiva particular y el tiempo, será aceptado por todos.
En Hesíodo encontramos un primer ordenamiento, un claro esquema organizativo de la ciencia mitológica que parte de las primeras divinidades para concluir con los héroes. Sus textos inauguran una ciencia como la Mitología y se fundamentan en la tradición oral, que justifica en sus comentarios aludiendo, como lo hace Homero, a la inspiración de la Musa.
Entre los diferentes mitógrafos, estudiosos de estas fuentes, podemos dar cuenta del citado Teógenes da Regio en sus comentarios a Homero realizados en el siglo VI a.C. También hemos de considerar a Herodoto de Heraclea del Ponto, estudioso del siglo V a.C. cuyo objetivo se centra en la visión moral y alegórica tratando de conferir un sentido profundo a la leyenda.
Píndaro, poeta del siglo V a.C., escribe sus cuarenta y cinco Odas triunfales que dedica a los vencedores de los juegos panhelénicos: los olímpicos (Olimpia), píticos (Delfos), nemeos (Nemea) e ístmicos (Corinto). Inicia su comentario con un canto a las proezas deportivas y recurre a los mitos y la enseñanza moral que en ellos se traduce.
Los trágicos griegos deben considerarse como una fuente importante en la mitografía. Esquilo, siglo VI y V a.C., tuvo una extensa producción en este género de la que tan sólo se han conservado siete títulos, estando completa la llamada Orestíada, que se divide en tres partes: Agamenón (relata el asesinato de Agamenón, jefe de los aqueos y su muerte a manos de su esposa Clitemnestra), Las coéforas, donde da cuenta de la venganza de Orestes ante los asesinos de su padre y, finalmente, Las euménides, momento en el que Orestes es perseguido por las Furias y finalmente absuelto por el Areópago. Sófocles, siglo V a.C., también autor de una gran producción de la que solamente se conservan igual número de tragedias, entre las que destacamos: Edipo rey, Electra y Antígona. Eurípides, siglo V a.C., sigue a estos literatos trágicos recurriendo como fuente de inspiración a los mitos griegos. Así, destacamos: Alcestis, Medea, Hipólito, Andrómaca y Electra. Entre estas fuentes helenas debemos citar a Apolonio de Rodas y su poema Las argonáuticas, texto del siglo III a.C. que narra los viajes de Jasón y los Argonautas en busca del vellocino de oro.
Pero sin duda, como tratado de sistematización siguiendo los postulados de Hesíodo, se ha de destacar la llamada Biblioteca de Apolodoro. En estos escritos encontramos una estructuración de la fábula en tres puntos esenciales que respectivamente contemplan a los dioses, el hombre y los héroes:
— La teogonía.
— Deucalión y Pirra: inicios de la raza humana.
— Leyendas árgivas, tebanas y áticas.
Apolodoro fue un singular erudito, un gramático ateniense del siglo II a.C. Los textos de la llamada Biblioteca parecen responder al siglo I d.C. y por lo mismo quizá se deban a uno de sus discípulos que supo ser continuador de su planteamiento inicial. El tratado se presenta como una recopilación de mitos griegos en dos libros que se acompañan por apéndices, dando como consecuencia un resumen de mitología griega. Sus fuentes, en consecuencia, dejan de ser orales y se nutren de un importante repertorio bibliográfico del que extrae sus propios argumentos.
El manuscrito de la Biblioteca se perdió y su existencia se debe al bizantino del siglo XII Juan de Tzetzes, quien lo recoge en sus Epítomes —compendios de obras extensas —. Tzetzes fue un intelectual muy destacable que fijó su atención en el estudio de la Antigüedad y por lo mismo su figura es testigo esencial en lo que respecta a la restauración del mundo clásico. Su comentario a la Ilíada, hoy perdido, presentaba una Hieroglyphica, un estudio de la escritura antigua egipcia a partir de la concepción de ideograma, muy en relación con el tratado de Horapolo del que daremos cuenta (fig. 7).
Focio, patriarca bizantino del siglo IX, tuvo el manuscrito de Apolodoro entre sus libros (algunos discuten esta posibilidad) y establece un resumen interesante de la obra a la que incluso aporta el título que recogerá la historia: En el mismo volumen he leído una pequeña obra del gramático Apolodoro. Lleva por título «La Biblioteca». Contiene las más antiguas historietas de los griegos: todo lo que el tiempo les ha proporcionado para creer en los dioses y en los héroes, los nombres de los ríos, de los países, de las poblaciones, de las ciudades, de su origen; y, además, todos los hechos que se remontan a las épocas antiguas. Llega hasta los hechos de la guerra de Troya; pasa revista a los combates que libraron ciertos héroes, a sus hazañas, y a ciertos viajes de quienes volvieron de Troya, particularmente los de Ulises, con el cual termina esta historia de los tiempos antiguos. La mayor parte del libro es un resumen que no será inútil para aquellos que tienen a gala recordar viejas historias. Lleva este epigrama que no está exento de elegancia: «La sucesión de los tiempos la podrás conseguir a través de mi erudición y podrás conocer las fábulas antiguas. No habrás de mirar en las páginas de Homero, ni en la elegía, ni en la musa trágica, ni en la poesía mélica, ni buscar en la obra sonora de los poetas cíclicos, sino sólo mirarme y encontrarás en mí todo lo que contiene el mundo».
Apolodoro, o bien su discípulo, se convierte en una notable fuente de información, los textos que consulta los podemos considerar a través del escrito, pues cita a Ferecides, Hesíodo, Acusilao, Homero, Eumelo, Eurípides, Paniasis, Cércope, Herodoto y tantos otros que bien pudo conocer en su fuente directa o a través de comentaristas. Y es que fueron muy abundantes los escolios o anotaciones a las fuentes mitológicas ya desde la Antigüedad.
Los dos grandes manuales que se suceden en los inicios de nuestra era no son otros sino la Biblioteca de Apolodoro, de la que hemos dado cuenta, y las llamadas Fábulas (doscientos diecisiete relatos) de Higinio, estudioso romano del siglo I a quien se debe también el llamado Poeticon Astronomicon, donde asocia la fábula con elementos astrales propios de la llamada tradición física. Esta obra y sus imágenes en entalladura fueron muy difundidas en ediciones del siglo XV, también en la plástica como lo observamos en la citada pintura conocida como el «cielo de Salamanca». Otra de sus obras, las Fábulas, desaparecieron en su manuscrito original; nos ha llegado a través de una bella edición del siglo XVI publicada en Basilea. En ellas se presenta la mitología en función de textos que los trágicos griegos como Eurípides y Sófocles legaron. En este sentido debemos entender algunos escritos de Séneca, filósofo del siglo I, que compone ocho tragedias siguiendo la misma fuente de inspiración.
Entre los mitógrafos latinos destacamos a Virgilio, siglo I a.C. Su Eneida, en la línea de los cantos homéricos, relata la partida de Eneas, hijo de Afrodita, tras la destrucción de la ciudad de Troya. Así, por mandato de los dioses ha de encontrar la «nueva Troya» y este lugar no es otro sino la Lacio italiana. En resumen, la Eneida supone una conjunción de los dos poemas homéricos por cuanto la mitad del libro relata el viaje de Eneas y el resto da cuenta de sus luchas llegado a Italia.
Junto a los escritos de Virgilio, uno de los repertorios más destacados en la materia que ocupa lo encontramos en las muy conocidas y difundidas Metamorfosis (epopeya en quince cantos) del romano Ovidio, nacido el año 43 a.C. y que falleció el 17 d.C. El tratado se convirtió a través del tiempo en el más espléndido y popular manual de mitología para Occidente, de gran trascendencia esencialmente para los artistas de todo tiempo. La fuente de esta obra la encontramos en Nicandro, quien en el siglo II a.C. escribió sus Transformaciones. En ellas cada animal manifiesta su propia metamorfosis. La estructuración de la obra en Ovidio es como sigue: I. Cosmogonía, las cuatro edades del mundo, la guerra de los Gigantes y los dioses, el Diluvio y el combate de Apolo y Pitón. II. Heliades, Cicno, Calisto, Coronis, Cécrope, Ocírroe, Bato y Aglauro. III. El mito de Faetón. IV. Mito de Ino y Atamante, Perseo y Andrómeda. V. Proserpina. VII. Jasón y Medea, mito de los Argonautas. VIII. Dédalo e Ícaro y la muerte de Hércules. X. Orfeo y Eurídice. XII, XIII y XIV. Ciclo troyano, guerra de Troya, viajes de Ulises y misión de Eneas.
En su Ars amandi propone diferentes historias de la mitología para hablarnos de ejemplos amorosos. En los Fastos, obra no concluida, habla de los mitos que se conmemoraban en Roma durante los días del año.
Filostrato, comentarista griego del siglo III d.C., escribe sus Imágenes. En ellas comenta toda una suerte de pinturas clásicas que, en la realidad o en la imaginación, estuvieron en la ciudad de Nápoles. Estas consideraciones pretenden una explicación alegórica y fueron muy difundidas a través de la estampa en la edad del Humanismo, como lo observamos en diseños de Antoine Caron, también seguidas como fuente por gran nómina de artistas como lo apreciamos en Tiziano y comenta Erasmo de Rotterdam. En varias ediciones se acompañaba de las Descripciones de Calístrato, gracias a las cuales conocemos aspectos singulares de los grandes escultores de las artes helenas.
A la segunda centuria pertenece Apuleyo, autor del llamado Asno de Oro, donde relata el mito tan representado en las artes sobre Cupido y Psiqué. Las últimas epopeyas de la Antigüedad clásica, ya en el siglo IV, ofrecen singulares aspectos que tendrán incidencia en la iconografía artística y en los mitógrafos de época moderna; se trata del gramático romano Macrobio y su Saturnalia y de Claudiano, quien con su Gigantomaquia escribe aspectos ya conocidos en sus fuentes pero que servirán para analizar la pervivencia del mito griego en el discurso histórico.
Dimos cuenta del mundo medieval y precisamos dos comportamientos con respecto a la mitología: por un lado, la gran carga de la tradición física que opera en la fábula disfrazándola de sus verdaderas fuentes y que se manifiesta en la Europa meridional. Por otro, el mundo septentrional, donde la huella de los Aratea que fueran ilustrados por los carolingios en el siglo X fue un claro precedente de la restauración del mito en sus fuentes.
Es curioso destacar que los Padres de la Iglesia cuestionando la fábula clásica no desprecian el contenido alegórico que sobre la misma puede desprenderse. Sin duda el sentido moral y alegórico supone el verdadero alcance y confiere una gran importancia a la llamada mitografía medieval. Por otra parte debemos destacar a los escoliastas o anotadores y comentaristas de los textos antiguos que con tanta abundancia prodigaron en Bizancio entre los siglos IX al XII y que sugieren ya estos mismos contenidos.
Martianus Capella, erudito africano de los siglos IV y V, en sus Bodas de Mercurio con la Filología, y con mayor intensidad Fulgencio en el siglo VI, quien en su Mitologiarum Libri III considera por el mito una visión velada que supera una mera lectura epidérmica. Existe un sentido moral que traduce la finalidad de toda narración. Ésta es la tradición que también observamos en el siglo VII en el espíritu enciclopédico de Isidoro de Sevilla, quien en sus Etimologías plantea la superior visión alegórica sobre la literal. El español dedica su libro VIII, capítulo 11, titulado Sobre los dioses de los gentiles, al comentario sobre las divinidades paganas; en él no olvida descripciones de tipo iconográfico acompañadas de unas significaciones precisas. Así, a la hora de considerar la historia de Ulises con la sirenas, traduce su contenido como imagen de las meretrices que asolan al hombre hacia el pecado; una imagen que la iconografía del Románico nos ofrece con profusión en clara referencia a la lujuria. En las representaciones del monasterio de Santa María de Estíbaliz (Álava) encontramos uno de los ejemplos como alusión al mercader llevado por este vicio.
Uno de los tratados más importantes del Medievo sobre el particular viene a ser el Mythographus III, repertorio compuesto por el inglés Alexander Neckham en el siglo XIII y que puede ser considerado como la última Summa mitográfica medieval. Algunos han considerado que este tratadista puede asociarse con Albricus, también inglés que viviera en la misma centuria. Albricus en su tratado Philosophi Liber Ymaginum Deorum se fundamenta en textos medievales como en el citado Fulgencio, de ahí su carácter moralizador del que vamos dando cuenta. No debemos confundir esta obra con De imaginibus deorum libellus, escrito del siglo XIV que responde al pseudo-Albricus y cuya traducción al castellano es atribuida a Lope de Vega. Curiosamente, este tratado quiere recuperar la imaginería clásica despojada de toda doctrina y moralización tan patente durante el Medievo, se centra en las figuras de los dioses planetarios con una singular descripción en sus atributos. No obstante, para el estudioso Angelo Mai ambos tratadistas responden a la misma persona.
Albricus fue sin duda un precursor, su tratado se extiende en cuanto a contenido y planteamiento a los iniciadores del nuevo espíritu moderno que tratan de presentar el mito en su dimensión más abierta tanto iconográfica como semántica y que se va configurando en el siglo XIV italiano. No debe extrañarnos, en consecuencia, que el tratado fuera muy reeditado y difundido por la imprenta a partir del siglo XV. Petrarca, como se ha señalado, comulga con Albricus en su poema Africa.
Dante en su Convivio recoge el testigo y anuncia, al modo de Isidoro de Sevilla, las lecturas que se desprenden de la fábula explicitando el sentido alegórico por la misma, se sigue así el espíritu de Albricus. Boccaccio, como dimos cuenta en el capítulo anterior, ahonda en los significados más profundos en la fábula, recupera con ello el mundo clásico sin olvidar el aporte doctrinal de tiempos medievales. Escribe: El primer significado se obtiene (de los mitos) a través de la corteza, y éste se llama literal; los otros, por las denominaciones a través de la corteza, y éstos se designan como alegóricos; incluso añade un sentido místico en su comentario. Así se recoge en la conocida Genealogía de los dioses que escribiera en su madurez y que le ocupara veinticinco años de su vida bajo el patrocinio de Hugo IV, rey de Chipre (fig. 8). El tratado supone un recuerdo medieval que tendrá validez durante más de doscientos años, pues en varias ocasiones es citado en la Iconología de Cesare Ripa. Habla de las fuentes antiguas, pero su espíritu queda impregnado una y otra vez del alegorismo en la mitografía medieval, es decir de un claro sentido que el autor reconoce cuando señala el objetivo de su poesía: disimular su verdad con bellas fábulas. La obra parte de una concepción medieval del mito, pues trata de reducir la fábula antigua a un sistema y vincular cada figura, dios o héroe al fundador de una raza o casta noble. El carácter alegórico y erudito de su tratado queda explicado cuando cuestiona el sentido que los antiguos quisieron dar a estas fábulas que leídas en su dimensión literal causan risa. Dice: el poeta se complace en ocultar la verdad con fábulas, y añade siguiendo al citado Macrobio en su Comentario al Sueño de Escipión (I, 2-17): De los otros dioses he hablado y sobre el alma tienden a lo fabuloso no en vano ni para divertirse sino porque saben que en todas partes es enemiga abierta de la naturaleza su definición, la cual, así como alejó de los vulgares sentidos de los hombres su conocimiento mediante un variado velo que cubre las cosas, así quiso que sus secretos fueran tratados por los sabios en las fábulas. Así los propios misterios se ocultan en las galerías subterráneas de las fábulas, para que incluso así la naturaleza de tales cosas no se ofrezca desnuda a sus adeptos, sino sólo a los hombres más importantes, sirviendo de intérprete la sabiduría, los demás están contentos con los que conocen el verdadero secreto.
El siglo XVI supuso un tiempo de gran divulgación de la fábula clásica; el neoplatonismo y neoestoicismo parecen buscar en la mitología un recurso visual, didáctico y erudito, que comporte lecturas conformes a sus planteamientos ideológicos. En este sentido comenta Seznec: Pero a la luz del neoplatonismo, los humanistas descubren en los mitos algo más que ideas morales: descubren una doctrina religiosa, una enseñanza cristiana. Por otra parte, como hemos señalado, Iglesia y Estado consideran el mito como un lenguaje elevado y grandilocuente que, justificado en la tradición, puede explicar su propia visión del mundo. En este contexto se presenta en Italia la tríada de mitógrafos más importante y de gran repercusión en el contexto literario y plástico tanto de esta centuria como de la venidera: Gyraldi, Conti y Cartari. Sus tratados presentan un discurso muy erudito a manera de «diccionario mitográfico» muy propio para el uso tanto de artistas como de poetas y retóricos.
Lilio Gregorio Gyraldi en su De deis gentium varia et multiplex historia (Historia de los dioses), editada en Basilea en 1551, fija su atención en el sentido etimológico que se desprende en la denominación y epítetos de cada divinidad.
Natali Conti en su Mitologiae sive explicationum fabularum libri decem, obra traducida al castellano bajo el título Mitología, fue publicada en la misma fecha que la obra de Gyraldi en Venecia (fig. 9). En su análisis considera el nacimiento del panteón griego en Egipto y propone, siguiendo el espíritu alegórico medieval del que vamos dando cuenta, una visión del mito en su sentido profundo, es decir, de marcado carácter alegórico. Su dependencia de textos medievales la podemos considerar, entre otras, en el tema sobre la castración de Urano por Crono, que el mitógrafo hace extensible a una nueva castración de Crono o Saturno por parte de Zeus. En la Antigüedad no se conoció este último argumento que procede del siglo VI y más concretamente de Fulgencio, siendo recogido tanto por Albricus como por Boccaccio.
Vincenzo Cartari escribe Le Immagini colla sposizione degli Dei Antichi (Imágenes de los dioses antiguos) que edita en Venecia en el año 1556. El escrito se centra en una concepción marcadamente iconográfica por cuanto su fin, sin despreciar la visión alegórica, desea presentarse en una mera descripción de los dioses (fig. 10).
Los tres mitógrafos hacen mención a las fuentes clásicas en sus tratados como queda reflejado en sus textos, pero tanto Boccaccio como otros precedentes medievales señalados están presentes. La Antigüedad citada y recitada parece ser que tan sólo la conocen mediante estudios numismáticos como el del francés Du Choul o el del italiano Vico. Las imágenes de Cartari tienen cierta correspondencia con los grabados editados por Lafreri en su Speculum romanae magnificentiae. Lo cierto es que de las tres obras, la más difundida fue sin duda la de Vincenzo Cartari, quien en su representación de los dioses no duda en considerar textos medievales como Fulgencio, Capella o Albricus, junto a Hieroglyphicas como la de Horapolo.
La difusión y fama que gozó el Cartari se debe esencialmente a su utilización por parte de los artistas de la Época Moderna. Lomazzo no duda en aconsejar estos textos e ilustraciones a los artistas, de ahí que su obra se publicara en edición reducida por Malfatti en 1608 y 1626 con grabados en entalladura de Zaltieri acompañados de un reducido texto. Por lo que respecta a su contenido conviene precisar que la obra de Cartari si bien presenta más modelos artísticos que las demás, es inferior en erudición y pensamiento a la de Gyraldi y Conti. No obstante, su importancia queda manifiesta tanto en tratadistas italianos como Cesare Ripa y su Iconología, publicada en 1593, como en españoles del siglo XVII, es el caso de Baltasar de Vitoria del que seguidamente trataremos.
En consecuencia, estos tratados italianos suponen, en cuanto a sus fuentes, una clara erudición a partir de la mitología propiamente libresca.
Similar carácter alegórico presenta la mitografía hispana, por lo tanto, heredera del espíritu medieval ya señalado. Es el caso de la obra de Enrique de Villena en su Los doce trabajos de Hércules (1483), donde cada uno de ellos es asociado a un estado social muy particular (fig. 11). La obra se divide en doce capítulos estructurados cada uno de ellos en cuatro apartados que responden a la siguiente disposición: en el primero la Istoria nuda o narración fabulosa; en el segundo se hace la Declaraçion, que encierra el sentido moralizante útil a todos los lectores; a continuación se añade la Verdad de la historia, que sería una asimilación del hecho fabuloso con fenómenos o personas del contexto vital humano; y, finalmente, en la Aplicaçion de la fábula se concreta la segunda parte o Declaraçion a un estado social determinado intentando siempre la regeneración de las costumbres.
Uno de los tratados hispanos más notables del Renacimiento fue el que escribiera Alonso de Madrigal, obispo de Ávila, conocido como El Tostado y titulado: Comento a De Temporibus de Eusebio. La obra se conoció como El Eusebio y fue publicada póstumamente en Salamanca —El Tostado murió en 1455—, en 1506, por deseo del cardenal Cisneros. El texto se divide en cinco partes, en ellas se analiza el mito con gran prodigalidad de comentarios. El escrito tiene su importancia ya que lo podemos considerar como el primer manual español de mitología. En sus proposiciones no duda, como fue tradicional, unificar sus cuestiones mitológicas junto a las bíblicas y por lo mismo seguir, entre otras, la tradición histórica o evemerista. Este aspecto parece desprenderse del propio título del tratado pues se precisa que es un comentario a los textos de Eusebio, quien propuso asociar los dioses paganos con la religión intentando explicar que el pueblo elegido es anterior a los gentiles. De similar porte son las llamadas Sobre las diez cuestiones vulgares propuestas por el Tostado y la respuesta y determinación de ellas por los gentiles, donde va considerando esencialmente la figura de los dioses Olímpicos. Ambas obras fueron conocidas por el tratadista pintor Francisco Pacheco, suegro de Velázquez, quien cita al autor en varias ocasiones como «el abulense» en lo concerniente a sus consideraciones sobre iconografía profana. En sus fuentes da cuenta de los clásicos pero quizá leídos a través de otros tratados medievales como el de Fulgencio, Capella, Isidoro, Albricus y también Boccaccio. El Tostado en su comentario refiere aspectos iconográficos de los dioses y héroes paganos justificando sus explicaciones conforme a la lectura histórica-evemerista, física-astral y alegórico-moral.
El matemático Juan Pérez de Moya parece ser un fiel seguidor de El Tostado. Publicó su Filosofía secreta, obra que gozó de múltiples ediciones, realizándose la primera en 1585 (fig. 12). La estructura de la obra se compone de siete libros: En el primero como introducción general se habla del origen de la idolatría y de la muchedumbre de dioses. El segundo habla de los dioses varones en un sentido histórico y alegórico. El tercero, de las diosas. El cuarto, de los héroes. El quinto dispone fábulas que amonestan a los hombres a huir del vicio y vivir en la virtud. El sexto presenta fábulas conforme a las metamorfosis y, finalmente, el séptimo persuade al hombre de su temor para con Dios. La herencia didáctica alegórica está presente en este tratadista cuyas fuentes se mantienen conformes a las señaladas en El Tostado y, por lo mismo, no olvidan a los Padres de la Iglesia, Isidoro de Sevilla, Albricus y Boccaccio. El tratado de Pérez de Moya fue muy difundido en su época y sabemos de sus ediciones en el siglo XVII; también los artistas fueron depositarios de este saber y entre ellos podemos citar a Herrera, Carducho y Velázquez. En su comentario establece una división entre las fábulas dedicando su escrito a las dos últimas, donde presenta una clara deuda con el tratado de Boccaccio ya citado:
— Fábulas apológicas: remitiendo a las esópicas.
— Fábulas milésicas: sin fundamento en virtud (Apuleyo).
— Fábulas genealógicas.
— Fábulas mitológicas: que explican algún secreto natural.
En el siglo XVI hispano conviene destacar la figura del judío Jehuda Abrabanel, más conocido como León Hebreo, que publica los Diálogos de Amor, donde otorga a la fábula cuatro sentidos: literal, moral, oculto y alegórico.
Sin duda alguna, uno de los libros sobre mitología más completos fue el que realiza Baltasar de Vitoria en el siglo XVII con el título Del teatro de los dioses de la gentilidad (fig. 13). El tratado se configura en dos partes que se publican en 1620 y 1623. Junto con la Iconología de Ripa (la primera edición ilustrada se realiza en Roma en 1603), es una obra esencialmente concebida como estudio y representación de la alegoría y analiza el mito en su vertiente moral y filosófica. En España e Hispanoamérica se presentó como el libro más consultado de la época. El texto se estructura en seis libros con diferentes capítulos (división ya presente en Boccaccio que le influye sobremanera) en correspondencia numérica con los dioses para el primer volumen: Saturno, Júpiter, Neptuno, Plutón, Apolo y Marte; siete son los libros que configuran el segundo: Mercurio, Hércules, Juno, Minerva, Diana, Venus. El séptimo recoge su comentario en diecisiete capítulos sobre la Fortuna, Fama, Esperanza, Paz, Himeneo, los Lares, el Genio, el Sueño, Sátiros y Faunos, el Término, las Sibilas, el Dios desconocido, Harpócrates, Némesis, Momo, la Tierra, de la Muerte. El sentido doctrinal que comulga con los tratados anteriores ya citados queda manifiesto en el comentario aprobatorio de la obra que elabora Lope de Vega. No obstante, en los escritos de Baltasar de Vitoria se desprende una visión más descriptiva de la fábula muy conforme con el criterio de otros tratadistas como lo fuera Céspedes. Por ello conceden más importancia a la descripción erudita de las leyendas que a la moralización sobre las mismas. Así, concluyendo su libro primero y ante su duda en alguna fuente dice: ...y en lo uno y lo otro va poco, pues todo es fábula, ficción y mentira.
Baltasar de Vitoria fue discípulo en Salamanca del Brocense, comentarista de Alciato, mantuvo amistad con Lope de Vega y por su obra podemos hacernos una idea de su amplia y erudita formación. En sus textos se dan cita los clásicos como Homero, Hesíodo, Apolodoro, Higinio, quizá analizados en fuentes más próximas, y los mitógrafos medievales ya señalados junto a otros modernos como lo fueron Conti y muy especialmente Cartari. También quedan reflejados autores de Hieroglyphicas como Horapolo y Valeriano, y de libros de emblemas como Alciato y Paolo Giovio. Como los tratados anteriores, el de Baltasar de Vitoria fue recomendado por el teórico y pintor Palomino como «primer manual de mitología» para pintores.
Hemos dado cuenta de la importancia y difusión que tuvo la obra de Ovidio. Las Metamorfosis se presentan como uno de los repertorios con más incidencia en la historia y muy socorrido en la iconografía artística y en la literatura posterior, pues abunda en las bibliotecas tanto privadas como las correspondientes a los artistas. Así, fueron muchas las ediciones del Ovidio moralizado que, a partir de la época medieval, se difunden con gran número de ilustraciones, recordemos sobre el particular el pequeño tratado que Moreto publicara con estampas de Pieter van der Borcht recogiendo modelos del artista afincado en Lyon, Bernardo Salomón, y otros más antiguos ilustrados con miniaturas en el siglo XIV y procedentes de ediciones en Lyon y París.
Sabemos de la oposición que el tratado tuvo por parte de la Iglesia ya que en él tan sólo se daban cita un sinfín de dioses y seres mitológicos que, en muchas ocasiones y sumidos en la lujuria y otros muchos vicios, eran ejemplo negativo para la moral cristiana. Pero una obra de tan gran erudición clásica no podía quedar en el olvido y prontamente se estableció una distinción: los llamados Ovidios puros, es decir sin comentario doctrinal —éstos no fueron ilustrados ni en la Edad Media, ni en el Renacimiento — y los conocidos como el Ovidio moralizado, que ya poseyeron ricas miniaturas desde los inicios de la baja Edad Media y por su carácter doctrinal gozó de amplia difusión. En el siglo VIII el obispo hispano Teodulfo de Orleáns realizó el primer comentario a Ovidio que sería publicado cuatro siglos después. Es a partir del siglo XII cuando comienzan las ediciones del Ovidio moralizado. Philipp de Vitry, obispo de Meaux, será quien inaugure esta consideración moralizada de Ovidio en los albores del Renacimiento estableciendo comparaciones entre la fábula antigua y el Antiguo Testamento.
Las traducciones castellanas, conocidas como Comentarios a las Metamorfosis, corresponden al siglo XVI, donde encontramos la obra de Jorge de Bustamante (Amberes 1545), Pérez Sigler (Salamanca 1580), Felipe Mey (Tarragona 1586) y Pedro Sánchez de Viana (Valladolid 1589) (fig. 14). Estas ediciones fueron conocidas en España junto a otras italianas muy ilustradas como las de Anguillara y Dolce. Tanto los tratados ilustrados como los propiamente literarios fueron un recurso muy utilizado por los artistas que vieron en Ovidio todo un imaginario de iconografías clásicas capaces de estimular y fundamentar cualquier argumento de la imaginación.
Las ilustraciones que se presentan en miniaturas antiguas, como es el caso del Ovidio moralizado de 1400, disponen aspectos iconográficos que serán heredados en el tiempo. A modo de ejemplo podemos reparar en la figura de Apolo sobre el monte Helicón y la del caballo Pegaso quien, con sus patas, abre la fuente Castalia o del saber donde las Musas se bañan. La imagen queda en relación con la estampa de Sadeler sobre Hércules entre el vicio y la virtud. La zona de la virtud dispone similar iconografía a la precisada en la iluminación del Ovidio moralizado.
Fuente importante para el estudio de la mitología en un contexto de la Época Moderna son los citados Hieroglyphica, libros de emblemas, símbolos, divisas o empresas —las semejanzas y diferencias sobre estas denominaciones quedan explicadas por Juan de Horozco en sus Emblemas morales (Segovia 1589)— y medallas.
En muchas ocasiones estos tratados recurren a la fábula clásica como cuerpo de su composición para traducirla bajo un claro lenguaje moral. Palomino ya daba cuenta de la necesidad que los artistas tienen de acudir a estos repertorios, aspecto que para nada debe extrañar por cuanto en los siglos XVI y XVII el fundamento alegórico de la imagen queda fuera de toda duda.
El precedente de estos Emblemas lo debemos encontrar en los Hieroglyphica cuyo origen data del Horapolo, pequeño texto en griego que ha llegado a nuestro tiempo y que supone el único tratado de la Antigüedad que tiene como objeto la escritura egipcia considerada en clave de ideograma tal y como fue general hasta los estudios de Champollion en el siglo XIX. Fueron los neoplatónicos del siglo XV y XVI quienes extendieron la creencia de que el mito griego se fundamentaba en el simbolismo de los jeroglíficos egipcios. Así, el Horapolo y otros continuadores del siglo XVI como Valeriano establecieron las claves interpretativas de aquella cultura ancestral y oscura, sabia por excelencia, como lo fue la egipcia. Al igual que en los Emblemas, los Hieroglyphica presentan múltiples argumentos, como los dioses paganos, elementos de la naturaleza, artilugios humanos, etc., todo ello sujeto a una visión moral, alegórica y profunda, muy propia de un carácter trascendente.
En la época del Humanismo se consideró a Hermes Trismegisto como el inventor de la escritura, figura contemporánea a Moisés y que de igual manera vivió en Egipto donde enseñó su ciencia en una dimensión hermética. El clérigo Cristóforo Buondelmonti localizó el pequeño manuscrito de los Hieroglyphica en la isla de Andros hacia 1419 con unas 189 descripciones de figuras y sus interpretaciones. Su llegada a Florencia en el año 1421 estableció toda una revolución cultual entre los humanistas, quienes desde Plinio sabían de la sabiduría y filosofía contenida en los obeliscos. Así, el célebre manuscrito, ignorado en su contenido por Buondelmonti, pasó a las manos de Poggio Bracciolini (traductor de Diodoro Sículo) y a Niccolò de’ Niccoli, erudito muy interesado por las cuestiones egipcias. La difusión a partir de la fecha fue singular en el viejo continente destacando las ediciones latinas elaboradas en Italia y Francia en el siglo XVI.
Los jeroglíficos se consideraban, en consecuencia, un medio, un recurso intelectual para conocer y desvelar aquellos contenidos abstractos. En este sentido se manifiesta el jesuita Kircher en el siglo XVII. Como señalamos en nuestro comentario sobre el sentido alegórico-moral del mito, donde considerábamos las pinturas de Correggio para el convento de San Pablo en Parma, los jeroglíficos de Horapolo también fueron representados en monasterios, es el caso del madrileño de las Descalzas Reales donde se conserva una serie de azulejos que reproducen con exactitud diversos jeroglíficos de la edición de Mercero sobre el Horapolo publicada en París (1551). A través de estos azulejos se moraliza y se explica a las monjas contemplativas la idea del retiro espiritual, el conocimiento, la fortaleza, la moderación, la eucaristía, etc.
La cultura visual y semántica, que nace en el siglo XVI y que definimos como «cultura emblemática», supone una clara herencia de los Hieroglyphica, pues su estructura descriptiva y sentido final interpretativo es claramente similar. Una imagen con su lema (breve texto que se presenta a modo de sentencia ideológica) seguida de un epigrama son los elementos que componen el emblema. En consecuencia se trata una imagen que se acompaña de su explicación. Sin duda nace todo un elenco iconográfico de primera magnitud para el arte, para la historia de las imágenes. Mario Praz, Landwer y Henkel, entre otros, dan cuenta de una amplia bibliografía que justifica la gran difusión que este género literario tuvo en la Europa de los siglos XVI, XVII y XVIII, del que tenemos buena muestra en la colección Maxwell de la Universidad de Glasgow. Por lo que respecta a España, Pedro Campa se hace eco de este singular repertorio.
Andrea Alciato, profesor de cánones en Bolonia, se presenta como el inaugurador de este género. La edición de sus Emblemas en Augsburgo en 1531 marca un camino importante que fue seguido por gran número de intelectuales, recordemos que entre 1540 y 1616 su ilustrado tratado gozó de 36 ediciones en latín, francés, español e italiano (fig. 15). La obra tuvo varias ediciones en castellano en el mismo siglo XVI, como son las de Daza Pinciano, Mal Lara, el Brocense (profesor de Baltasar de Vitoria) y Diego López. Las más importantes fueron ilustradas por Bernardo Salomón y publicadas en Lyon por Rouillé. Junto a la figura de Alciato, los Hieroglyphica de Valeriano fueron muy utilizados por los artistas, pues estos jeroglíficos justifican en la tradición sus modelos representativos de los dioses egipcios y griegos.
Variados son los emblemas de Alciato que se ilustran a partir de los dioses y los héroes paganos. Ganímedes habla de espiritualidad, Mercurio del camino a Dios, Jano de la prudencia, Atenea del pudor, Némesis de la mesura, Faetón del temerario, Tántalo de la avaricia y, así, van apareciendo personajes en el tratado emblemático muy conformes con la tradición alegórica medieval ya señalada.
Entre los emblemistas hispanos conviene destacar al citado Juan de Horozco, quien, como se ha precisado en el comentario sobre El Tostado, sigue la tradición de asociar lo mitológico y lo bíblico. Gran número de dioses y héroes paganos se presentan en sus Emblemas donde, siguiendo fuentes clásicas, precisa iconografías particulares. Importante para el historiador del arte se presenta el libro I de su obra. Su hermano, Sebastián de Covarrubias Horozco, publica en 1610 los Emblemas morales con un singular número de personajes paganos de los que pretende sacar la enseñanza moral oportuna. El hijo de san Francisco de Borja, el diplomático Juan, escribe sus Empresas morales y las edita en Praga en 1581. Hernando de Soto publica sus Emblemas moralizadas en 1599. En estos repertorios se manifiestan aspectos iconográficos propios de la mitología como lo son las Fata Homerica de Júpiter en Borja y la visión de Apolo, Mercurio o el Juicio de Paris en Soto.
En España tuvieron notable difusión los emblemas del flamenco maestro de Rubens, Otho Vaenius. Sus Emblemas de amor y el Teatro moral de la Filosofía (en ocasiones acompañado con Tabla de Cebes y el Manual de Epicteto) gozaron de gran notoriedad. Es de destacar sus cupidos como imagen del amor que gozarán de una importante difusión en la pintura del Seiscientos.
Pérez de Herrera y sus Proverbios morales, Villava y las Empresas espirituales y morales, Saavedra Fajardo con sus Empresas políticas, Juan de Solorzano en su Emblemata Regio-Politica son los más representativos del género emblemático en la España del XVII. Las referencias mitológicas que presentan son variadas y todas ellas postulan una conformidad con el señalado espíritu medieval y la interpretación moral del mito.
Ya en el siglo XV se despertó entre los humanistas europeos y hombres de poder una afición por el coleccionismo, un sentido arqueológico que les llevó a un mejor conocimiento de la Antigüedad. Es el caso del pintor Squarcione, quien a través de su colección de monedas y medallas interesaría eficazmente a su discípulo Mantegna en el conocimiento de la Antigüedad. Pero como comprobamos, el Humanismo renacentista no es meramente reproductor de unas secuencias formales clásicas, más bien supone un romanticismo, una visión interpretativa del suceso grecorromano. Este carácter romántico no es otro sino el recuerdo medieval que amanece y se desprende de la interpretación a la que hacemos referencia.
A modo de apunte debemos destacar los repertorios de monedas y medallas que sobre los emperadores romanos comienzan a divulgarse en Italia. Sobre el particular destacamos la obra de Andrea Fulvio Illustrium imagines (Roma 1517) y del erudito y grabador Enea Vico, quien, entre otros tratados de numismática, publicó Le Imagini con tutti riversi trovati et le vite de gli Imperatori tratte dalle medaglie et delle historie de gli antichi (1548). Sobre el particular los corpus franceses tuvieron una gran relevancia, al respecto citamos el Promptuario de las medallas de todos los más insignes varones que ha avido desde el principio del mundo (donde se propone recoger las medallas de los emperadores antiguos ordenados cronológicamente), tratado escrito y editado en Lyon por Guillermo Rouillé en 1553 y que fue traducido al castellano en 1561 por Juan Martín Cordero. En el comentario que se sucede se dan cita personajes mitológicos, dioses y héroes, emperadores, sabios y hombres de religión que en el Antiguo y Nuevo Testamento fueron testigos de la fe presentando el mito en una dimensión histórico evemerista por cuanto se establece una correspondencia entre los dioses humanizados y los antiguos patriarcas. En este sentido podemos citar la figura de Saturno a quien denomina Nemord, dice que fue nieto de Cam, hijo repudiado de Noé. En consecuencia, a estos personajes, reales en cuanto al planteamiento histórico de Rouillé, se los considera en una dimensión inferior, ya que su precursor Cam junto con sus descendientes (africanos) fueron destinados por Noé a servir a sus hermanos, los pueblos formados por Sem (semitas, pueblo elegido) y Jafet (gentiles, europeos) (Gn XXVII). Pérez de Moya propone otra explicación al asociar Saturno a Noé, y los tres hijos del dios a los tres hijos de Noé: Júpiter con Sem, Neptuno con Jafet y Plutón con Cam.
De igual manera tuvo su importancia el tratado publicado en el mismo año y también en Lyon por Jacopo Strada, donde presenta una selección de treinta y cinco emperadores comprendidos entre Julio César y Carlos V (esta edición sólo recoge los anversos de las medallas). Hemos de dar cuenta de la obra que escribiera Guillermo Du Choul sobre Los discursos de la religión, castramentaçión, assiento del campo, baños y exerçiçios de los antiguos romanos y griegos, editado por Rouillé entre 1555-1556 en Lyon, y que fuera traducido al castellano en 1579 por Baltasar Pérez del Castillo (fig. 16). En estos comentarios, la medalla se convierte en su reverso en un medio de alegoría que en muchas ocasiones traduce la fábula antigua en función del discurso mitográfico e histórico del que hemos dado cuenta. Otro de los tratados importantes fue el del holandés Hubert Goltzius que publicó en Amberes en 1557.
El ejemplo hispano fue importante por cuanto la figura de Antonio Agustín, jurista y arzobispo de Tarragona, gozó de gran predicamento en el contexto intelectual europeo. Agustín publica sus Diálogos de medallas inscripciones y otras Antigüedades en Tarragona 1587. En el tratado se recrea el reverso de la medalla como clara alegoría que toma sus fuentes de la mitología y sirve como medio de difusión ilustrado para otras expresiones como lo fue la emblemática, incluso la descripción de sus alegorías a partir de figuras femeninas recuerda los escritos posteriores a Cesare Ripa. El fundamento de la lectura iconográfica de estas medallas antiguas fue, como veremos seguidamente, esencialmente libresco, sin otra apoyatura para su conocimiento. Veamos un ejemplo para poner fin a este breve comentario sobre las fuentes que la literatura de la época dejó en torno a las Hieroglyphicas, libros de emblemas y medallas.
Agustín comenta una de sus múltiples medallas y la remite a la idea de Paz. El esquema de lectura es siempre idéntico ya que parte de una descripción a la que sigue un comentario erudito justificado en la mitografía. Sobre la Paz como reverso en una medalla (D. II, n. XV) dice: Está en algunas medallas la Paz quemando con una hacha encendida un montón de armas (véase la relación con los Emblemas de Solorzano frente a la misma idea). En muchas otras es una doncella que tiene un ramo de olivo en la mano, y en la otra una cornucopia (véase la relación con el tema de «Alegoría de la Paz y la Justicia» de Corrado Giaquinto), en otra es un caduceo, en otras una vara. Es doncella como sencilla e incorrupta, que son señales de buena paz y con la guerra muchas doncellas padecen. La oliva es señal de gente pacífica y de embajadores según Virgilio. Y Minerva a quien fue este árbol dedicado fue diosa de las artes, las cuales crecen con velar alumbre de aceite (bien puede relacionarse con el planteamiento del Guernica de Picasso) como también los estudios, y con aceite se untaban los luchadores (atletas como observamos en la escultura de Lisipo conocida por El Apoxiomeno). Todas estas cosas se multiplican y crecen con la paz, y se destruyen con la guerra. En la cornucopia hay espigas y uvas y otras frutas y frutos y la reja del arado, y todo está en el cuerno de Aqueloo cuando se hizo toro por vencer a Hércules, que le rompió uno de los cuernos y las Ninfas lo llenaron de flores y frutos, según dice Ovidio. De la reja no me acuerdo que diga Ovidio nada.
«No me acuerdo que diga Ovidio nada». Suficiente comentario para comprender la importancia de las fuentes escritas y su uso por parte de estos tratadistas que, como hemos señalado, analizan lo arqueológico en función de su cultura libresca.
Sin duda, las ilustraciones de los reversos en estas medallas se convirtieron en una de las fuentes más importantes a la que acudieron pintores y tratadistas como Ripa o Cartari, entre otros muchos, para recoger fuentes iconográficas de la Antigüedad, esencialmente en lo referente a virtudes y argumentos alegóricos en general. Nace en este siglo un afán importante por descifrar imágenes antiguas y en estos reversos se ocuparon gran parte de los intelectuales europeos esencialmente entre los años que ocupan la edición de Rouillé a Fulvio Orsini, quien fuera bibliotecario de la familia Farnese, es decir, entre 1551 y 1583 (se dan cita las obras de Du Choul y Antonio Agustín en este período). Recordemos que el tratado de Ripa se edita en 1593 y en él recoge gran cantidad de estas consideraciones semánticas referidas en las medallas antiguas.
Por los restos que podemos observar de la antigua Grecia y Roma conformamos la opinión según la cual estas culturas no desarrollaron una arquitectura con profusa decoración plástica. Sin duda fueron amantes de una arquitectura anicónica por lo que respecta a las fachadas de sus edificios, pues salvo los tímpanos de sus templos o metopas en sus entablamentos no destacaron por el uso y abuso de los elementos ornamentales historiados. El Renacimiento italiano parece heredar el mismo espíritu y sus palacios e iglesias no manifiestan un especial interés por lo icónico.
Es comúnmente conocido el desarrollo de la arquitectura clásica y su legado posterior en los tres órdenes: dórico, jónico y corintio. El entusiasmo del humanista por una cultura libresca que justifique el suceso plástico es notable. En este sentido, si reparamos en el término «orden» se presenta todo un mundo que explica el pensamiento, la filosofía y el comportamiento artístico clásico. La medida, lo ajustado, lo sujeto a proporción, el equilibrio... se manifiestan como elementos que si bien quieren ser sinónimos, definen y sustantivan lo esencial de la cultura antigua, una búsqueda, al menos teórica, de la armonía en el hombre, en su estética y en su espíritu. En el pensamiento artístico literario de la Antigüedad se desea que toda forma comporte un sentido, una función, una proporción, de ahí que el orden dórico responda a unos esquemas matemáticos distintos al jónico y éste, a su vez, diferentes al corintio. Pero además, los órdenes no son simplemente variaciones en fustes, basas, capiteles o entablamentos, remiten a ideas que se relacionan de manera silenciosa pero a su vez parlante con el mito y la leyenda.
El tratado que Vitruvio escribiera en el siglo I se convierte en el único legado que sobre teoría arquitectónica ha llegado del mundo antiguo. En consecuencia es el punto de mira esencial para conocer el fundamento arquitectónico de la Antigüedad. En su lectura encontramos un análisis semántico de los órdenes, comencemos por el dórico: ... a Minerva, a Marte, a Hércules convienen los templos dóricos, porque a estos dioses por su virtud las construcciones se les hacen sin delicadezas o adornos... Serlio, en el siglo XVI como teórico tiene presente este aspecto que se traduce también en otros tratadistas y arquitectos como Bramante y el citado Scamozzi: Los antiguos dedicaron esta obra dórica a Júpiter, a Marte, a Hércules y a algunos otros dioses robustos. Pero tras la encarnación de Cristo, nosotros cristianos tenemos que proceder de distinta manera, por lo tanto, teniendo que edificar un templo consagrado a Jesucristo Redentor nuestro o a San Pablo, o a San Pedro, o a San Jorge, o a otros Santos similares que no hayan sido soldados de profesión pero que hayan sido fuertes y valerosos al exponer la vida por la fe de Cristo, tenemos que adoptar para ellos el género dórico.
Estas teorías quedan presentes en arquitecturas de la época como la realizada por Bramante, el Templete de San Pietro in Montorio, donde utiliza un dórico-toscano sin grandes precedentes en la Antigüedad romana. San Pedro fue mártir de la Iglesia, un héroe de Cristo. Por tanto, siguiendo a Serlio, se cristianiza a Vitruvio.
En lo que respecta al orden jónico leemos en Vitruvio: A Juno, a Diana, al padre Baco y a otros dioses semejantes se les harán obras jónicas, justo medio, de forma que se alejen de la severidad de la manera dórica y de la delicadeza de la corintia, siendo su característica la moderación. Serlio aplica estos contenidos a un contexto cristiano: El cual modo fue tomado por los antiguos de la forma matronil y lo dedicaron a Apolo, a Diana, a Baco. Nosotros, cristianos, si debemos construir algún templo sagrado de este orden, lo dedicaremos a esos santos cuya vida haya sido dura y tierna y también a las santas de vida matronil. Si hubiera que hacer algún edificio público o privado para hombres de letras y de vida tranquila, ni impetuosos ni tiernos, se empleará el jónico. También para las matronas será conveniente este orden.
Las villas palladianas parecen explicar esta disposición. Considerando el orden corintio, Vitruvio señala que es el más delicado y tiene un carácter incluso «virginal». Leemos en su comentario: Para Venus, Flora, Proserpina y las Ninfas son muy convenientes las maneras corintias, porque los modos elegantes y floridos, adornados con hojas y volutas, engrandecen la ornamentación debida a estas diosas. Serlio aplica estos contenidos: Habiéndose de hacer un templo sagrado de este orden, debe dedicársele a la Virgen María, Madre de Jesucristo, Redentor nuestro; [...] y así a todos esos santos y santas que han llevado una vida de pureza; [...] se harán de esta manera los monasterios y los claustros que encierran a las vírgenes dedicadas al culto divino; también se podrá usar este orden para las casas públicas o privadas o para los sepulcros que se erigirán a las personas de vida honesta y casta.
A modo de ejemplo podemos reparar en el exterior de San Pedro del Vaticano donde se dispone, por diseño de Miguel Ángel, el llamado orden gigante coronado con capiteles corintios. Se ha de tener presente que el conjunto se levanta sobre el sepulcro de san Pedro, príncipe de los Apóstoles. La ortografía o alzado se remata sobre el orden gigante mediante un ático con pilastras que presenta, por otra parte, una notable relación iconográfica con las puertas de Ghiberti para el Baptisterio de Florencia, concretamente con el panel que recrea la historia de José.
Podemos observar estos comentarios de Vitruvio en la Antigüedad, el carácter semántico que sucede a esta arquitectura anicónica y su traducción cristiana por tratadistas del siglo XVI como Serlio o Scamozzi. En consecuencia son importantes los contenidos mitológicos que se suceden en una arquitectura sin imágenes y que en muchas ocasiones dan un sentido y explican el carácter y la finalidad semántica del propio edificio.
La mitología ha sido sujeto de análisis entre los estudiosos contemporáneos. El repertorio de dioses y héroes, así como los lugares que los mitógrafos señalan para sus hazañas, ha sido analizado y presentado en muchas ocasiones a manera de diccionario. En este sentido debemos dar cuenta, de manera concisa, de aquellos diccionarios y lexicones más interesantes a la hora de consultar estos contenidos.
En el siglo XIX destaca la figura de Preller y sus estudios sobre mitología griega, que fueron posteriormente continuados por Robert, conociéndose su obra como Preller-Robert. Sin duda este estudio tiene un carácter monumental. Otros análisis menos voluminosos pero con un notable sentido científico lo encontramos en Rose y su A Handbook of Greek Mythology de 1928, traducido al castellano en 1970. También consideramos a Pierre Grimal con su Dictionnaire de la mythologie grecque et romaine editado en París en 1951 y cuya traducción al castellano se realiza en 1965. Junto a estos diccionarios se establecen estudios que desean ser más desarrollados, sobre el particular damos cuenta del Hunger en su Lexicon de 1953, donde se presenta una relación entre mitología y manifestación artística.
Un último intento de elaboración en este sentido supone la publicación que conocemos como Lexikon Iconographicum Mythologiae-Classicae (LMC), que inició su edición en Basilea y que recoge en dos series paralelas, textos y láminas, el legado de la Antigüedad. Se presenta a modo de diccionario en diez volúmenes con un carácter esencialmente iconográfico, pues se ocupa de la mitología griega, etrusca y romana, en cuanto es representada plásticamente y todo ello en función de una clara crítica arqueológica.