Curar y ser curados. Escuchar, recibir, transformar el veneno en medicina, hablar recién entonces: cuando las voces de los otros lleguen límpidas, cuando sea imposible diferenciarlas de la propia, porque no hay voz propia. Hay las voces que nos hablan, que nos dicen que es posible vivir de otra manera, que no estamos atrapados en la piedra que nos aplasta el pecho, que esa piedra es el yo en el que creemos como si fuera un dios que nos sostiene, un dios que en realidad es una ficción, una mala ficción, poco creíble, mal construida. Que hay ficciones más justas, más hermosas. Que podemos escribirlas. Que no hay, nunca habrá garantías de que el mundo sea siquiera un poco mejor porque esas ficciones que llamamos poemas han sido escritas. Pero esas voces que son también las nuestras nos dicen además que esas ficciones, esas mentiras se acercan mucho más a la verdad que lo efectivamente sucedido. Que esas ficciones, esas mentiras pueden salvar una vida. La propia, la de otros. Pueden hacer que la enfermedad retroceda, que el dolor se alivie. Todo poema es una reescritura de las historias que creíamos escritas de una vez y para siempre. Al empezar a reescribir esas historias que nos enfermaban, nos oprimían, nos llenaban de tristeza, nos damos cuenta de que hay una luz, un poder que despierta, un poder y una luz que nos devuelven la valentía necesaria para que hable de una vez la voz que estuvo tanto tiempo callada, una voz que no trae grandes verdades, que simplemente se dirige a los otros y les dice: tengo algo que contarles, algo que escuché, que traigo de lejos, algo que se parece a ese pequeño fuego que encendemos en una noche cerrada con las pobres herramientas que tenemos, un fuego alrededor del cual —¿quién sabe?— quizás podamos encontrarnos, mirarnos a los ojos. Reconocernos.