Era de una sola manera que el padre se calmaba. Una especie de exorcismo traído desde los lugares fríos. Como si necesitara volverse esquimal para curar el daño que en las siestas de calor alguien le había hecho a su espíritu. Pero antes de que el frío entre en alguien, es necesario que explote —como un hongo radiactivo— el dolor de la quemadura, igual de intenso que el primer día. En alguna hora marcada por quién sabe qué suceso aparentemente ínfimo, él, sin ayuda de chamán alguno, nos iniciaba en el ritual que habría de traer la paz por un momento: hacía vibrar en el aire como una burbuja indeciblemente frágil, la cólera que traía de su propia infancia. Parecía esa cólera, a nuestros ojos, un montoncito quemado hecho de los restos de pequeños objetos cenicientos e irreconocibles, lo que había quedado de las cosas que él alguna vez había atesorado y amado, y por efecto del tiempo o la desilusión se habían convertido en una nube de polvo y humo que nos llenaba de ideas torvas la cabeza. Y a una señal a la que respondíamos como al gesto inicial de un director de orquesta, todo empezaba. —Me vas a matar. —Moríte. Otra vez la escena escrita desde el principio de los tiempos, tragedia menor que representan padres e hijos una y otra vez, desesperados por cortar la cuerda que los mantiene unidos como perros enlazados entre sí, comiéndose los unos a los otros. Pero no había disparo ni muerte excepto en el limbo que se abría entre la realidad y lo que en ese momento alcanzaba a imaginar una nena. Esa línea que se abría no tenía fin, se desplegaba descontroladamente, como una planta parásita extendiéndose por la superficie de un tronco sano, sin que desde entonces pueda detenérsela si no es a través de un veneno que mataría con ella al árbol entero. En la imaginación de una nena ella carga esa muerte, es enorme esa muerte como es enorme ella, causante de los males que aquejan al padre, que los hacen estremecerse de horror a él y a ella. Pequeña, despeinada y descalza, con su honda estira la soga donde se alojará la piedra que va a tumbar a su padre de un solo disparo perfecto. ¿Se acabará el dolor entonces, la agonía que une a los perros que son en ese recorrido que hacen juntos y que no desean, en ese interminable vagar por el monte en busca de los huesos de algún animal muerto? El monte está seco, seco, hace meses que no llueve, la sequía los hace encogerse, son iguales que esos cardos amarillentos que los indios se llevan a la boca en la tierra que les pertenece pero en la que hoy viven como intrusos. El padre y la hija se rozan y se espantan mutuamente mientras no tienen más remedio que buscar el alimento juntos o morir de inanición, lo que sea que llegue primero.
Pero es increíble para la nena lo que pasa cuando la piedra impacta en el rostro del padre. Cae, él mismo transformado en una nena, pero no en una nena como ella sino una nena esquimal, venida del frío, el dolor roto en mil esquirlas, pedazos de hielo que se derriten al sol tremendo bajo el cual ningún hielo sobrevive. Como si estuviera perdido, perdida, en una tormenta de nieve que no lo deja, la deja ver hacia dónde está la casa que abandonó, el iglú que construyó con sus propias manos para resguardar a su familia. ¿Puede una nena cuidar de su familia? ¿Podemos?, le pregunto, ¿siendo apenas dos nenas? No me responde, cae desde un lugar que no conozco todavía y alguna vez conoceré, me doy cuenta en ese momento de que no estoy a salvo de estar donde está esa nena, aislada de cualquier forma de vida, de calor, y me da pena, una emoción que arde más en el pecho que la rabia, algo que rechazo con el cuerpo, que quisiera vomitar pero no puedo, imposible rechazar lo que ya se asimiló a mi sangre y me corre por las venas con ella. Él no puede verse a sí mismo convertido en alguien pequeño, femenino, que viene desde lejos de su tierra. Siempre ha amado sólo lo igual, lo que no lo enfrentaba al abismo que parece haber entre una existencia y otra cuando son demasiado diferentes. ¿Pero y si pudiera ver que ese abismo es apenas un charco que somos capaces de cruzar de un salto, sin darnos apenas cuenta, que nada es tan distinto ni está tan lejos? Tendría miedo primero, sí, yo tengo miedo cuando lo veo tan parecido a mí a él, justo a él que se supone que debe ser tan opuesto. Primero tengo miedo y después asombro y alivio y después nada más que pena. No quiero sentir esta pena que es por mí en ella, por ella en mí, por esa nena que él fue y en la que se está convirtiendo de nuevo, la que llora sin vergüenza entre mis brazos que no alcanzan a contenerla, porque sigue, por alguna extraña razón, teniendo el mismo cuerpo enorme que no podría abarcar jamás, que mi abrazo no alcanza, no va a alcanzar a calmar. Se calma sola, se calma sola mi padre, mi nena esquimal mientras la nieve cae sobre las dos y nos miramos, una ternura como un pinchazo en el corazón me entra, y duele.