Esta parte se centra en algunos de los nombres más famosos del Imperio romano, desde emperadores, buenos y malos (empezando por Augusto en el capítulo 11, y acabando con Adriano, en el 18), a enemigos, tanto elegantes como horribles (Cleopatra y Boudica protagonizan los capítulos 12 y 16). Una cuestión crucial aparece una y otra vez: ¿cómo podemos escribir una historia de la vida de cualquiera de estos personajes, en el sentido moderno «de la cuna a la tumba»? O, para decirlo incluso con mayor firmeza, ¿qué sabemos realmente sobre esos emperadores, emperatrices y sus enemigos, y cómo lo sabemos? En todos los casos, hay amplios vacíos en la narración, así que nos encontramos con algunos de los mejores biógrafos modernos que se limitan a fantasear (y sí, es pura fantasía) sobre la pequeña Cleopatra correteando entre las columnatas del palacio real egipcio, o sobre lo que la mujer de Adriano pudo estar haciendo en Britania mientras el propio emperador visitaba su muro.
A primera vista, puede parecer frustrante que toda historia convincente dividida en años (o incluso en décadas) de estas famosas figuras esté fuera de nuestro alcance. Sin embargo, encontramos una buena compensación porque tenemos algunos hallazgos, incluso testigos oculares, que nos permiten echar un vistazo a momentos de sus vidas, que casi parecen llevarnos de vuelta al mundo antiguo. Entre mis hallazgos favoritos, está el texto de un papiro, ahora en Oxford, del discurso que dio el príncipe imperial romano Germánico, cuando llegó a Alejandría el 19 d.C. (tal y como vemos en el capítulo 12, se queja del viaje ¡y explica que añora a su mamá y a su papá!); también nos llegan anécdotas, gracias a un topo en las cocinas de Cleopatra, de las preferencias culinarias y de la vida debajo de las escaleras en su palacio (también en el capítulo 12); o el relato de un testigo judío de la pasión del emperador Calígula por hacer reformas domésticas y su particular manía al cordero (capítulo 14).
Aun más, hay muchas pruebas que considerar, si queremos pensar en cómo se forjaron las reputaciones póstumas de estos diferentes emperadores. Queda bastante claro, por ejemplo, que Nerón (en el capítulo 15) no siempre fue considerado el monstruo de depravación imperial en el que se ha convertido para nosotros, igual que para muchos historiadores, ya en la Antigüedad, que elaboraron sus relatos de sus décadas de reinado o incluso siglos después de su muerte (concretamente, Tácito, cuya aterradora denuncia de la autocracia romana está escrita, como explico en el capítulo 17, en un estilo de latín que es casi tan difícil o arriesgado como el griego de Tucídides). De hecho, se echó tanto de menos a Nerón en algunos barrios que, después de su suicidio, aparecieron una serie de personas por todo el Imperio romano que fingían ser él y que estaba vivo después de una huida milagrosa, algo que nadie haría si no pensara conseguir algún beneficio. Y, aunque para la mayoría de cristianos, fue un perseguidor cruel de su fe, quedan huellas de una tradición alternativa que afirmaba que, en realidad, ordenó la muerte de Poncio Pilatos, de modo que se convertía en una especie de héroe cristiano.
No obstante, la ficción y el cine también han desempeñado un papel innegable en cómo el mundo moderno imagina el conjunto de personajes de la Roma imperial, sobre todo las novelas de Robert Graves, Yo, Claudio y Claudio el dios y su esposa Mesalina, junto con la famosa adaptación televisiva de la década de 1970. Estas novelas y serie de televisión son las principales responsables del estereotipo que tenemos del emperador Claudio como un encantador viejo erudito y chiflado (no exactamente lo que muchas personas del mundo romano habrían pensado), y de la mujer de Augusto, la emperatriz Livia, como una manipuladora y envenenadora ligeramente irónica. El capítulo 13 explora cómo Siân Phillips, en la adaptación televisiva, «concibió» a Livia, y también echa un rápido vistazo a un intento poco conocido y desastroso de John Mortimer de adaptar las novelas al escenario de Londres (y la aparición de Graves en persona en la inauguración tampoco fue de gran ayuda).
La rebelde británica, Boudica, es todavía más producto de una recreación moderna que sus enemigos romanos. Como carecemos de casi cualquier prueba fiable de la historia de su vida, de su carácter u objetivos, los escritores y artistas británicos modernos han intentado durante siglos llenar ese vacío. El capítulo 16 muestra cómo lo han hecho, desde la estatua glamurosa y orgullosamente imperial de Thornycroft a orillas del Támesis, hasta los espiritualistas New Age, para quien es la heroína de una serie de novelas recientes. Para ser honestos, la Boudica de la vida real habría sido un personaje mucho más perturbador de lo que sugeriría cualquiera de estas imágenes más agradables o pintorescas.