El asesinato de Julio César fue un asunto turbio. Como con todos los asesinatos, fue más fácil para los conspiradores planear el primer golpe que predecir lo que ocurriría después: da igual que tuvieran en la recámara un plan para librarse, las cosas iban a acabar mal. En la asamblea del Senado de los idus de marzo del 44 a.C., Tilio Cimbro, un miembro ordinario, dio el pie para el ataque arrodillándose a los pies de César y agarrándolo de su toga. Entonces, Casca lo apuñaló con su daga, o más bien lo intentó, puesto que torpemente no alcanzó a su objetivo, lo que dio a César la oportunidad de levantarse y defenderse clavando su pluma (el único instrumento que tenía a mano) en el brazo de Casca. Esto duró unos pocos segundos, porque al menos había otras veinte personas esperando, con las armas listas, y rápidamente consiguieron acabar con su víctima. Sin embargo, no tuvieron tiempo para apuntar bien, y varios de los propios asesinos se hirieron entre ellos en un equivalente a lo que sería el fuego amigo. Según el primer relato del que disponemos, del historiador sirio Nicolás de Damasco, Casio se lanzó con todas su fuerzas contra César, pero acabó acuchillando a Bruto en la mano; Minucio también falló y le dio a su aliado Rubrio en el muslo. «Tuvo que haber mucha sangre», como T. P. Wiseman observa crudamente en Remembering the Roman People.
No solo corrió la sangre, sino que en los momentos inmediatamente posteriores hubo caos, confusión, e incluso casi humor. Al menos, esa es la imagen que Wiseman reconstruye cuidadosamente comparando las antiguas versiones supervivientes del suceso. Las principales líneas de su historia, argumenta, se remontan al relato del testimonio de algún senador con un asiento privilegiado, que se transmitió quizá a la historia perdida de Asinio Polio, y algo después, a elaboraciones menos fiables tomadas de Livio, cuyo relato del año 44 a.C. también se ha perdido. Tal vez Wiseman confíe demasiado en la precisión de este relato: un testigo no es necesariamente la mejor guía histórica de un asesinato, y, en cualquier caso, es difícil distinguir las partes que Livio imaginó del núcleo primario que él proporciona. No obstante, su reconstrucción de lo que ocurrió es, con creces, convincente.
Los varios centenares de senadores que observaron el suceso se quedaron al principio paralizados por el ataque, pero en cuanto Bruto se alejó del cuerpo para dirigirse a ellos, recuperaron la compostura y huyeron. En su huida del Senado, debieron de haberse casi chocado con las miles de personas que justo en ese momento estaban saliendo de un espectáculo de gladiadores en un teatro cercano.
Tras oír rumores del asesinato, también cundió el pánico entre la multitud y corrieron a refugiarse a sus casas, mientras gritaban «cerrad las puertas, cerrad las puertas». Mientras tanto, Lépido, un líder leal a César, dejó el Foro para reunir a las tropas acantonadas en la ciudad, sin ver a los asesinos manchados de sangre que se presentaron allí para proclamar su éxito, seguidos de cerca por tres esclavos leales que transportaban el cuerpo de César a su cama en una litera, con tanta dificultad (realmente se necesitaban cuatro personas para llevar una litera) que sus brazos heridos colgaban a los lados. El Senado tardó dos días en atreverse a reunirse de nuevo, y quizá otros dos antes de que el cuerpo de César fuera incinerado en una hoguera en el Foro.
La versión de la confusión reinante que Shakespeare da en su obra Julio César no está lejos de la verdad, aunque el asesinato de Cinna, el poeta, que Shakespeare basó en el relato de los hechos del biógrafo griego Plutarco, no pasa el examen de Wiseman. Para él, este caso de terrible confusión de identidad («Yo soy Cinna el poeta... no Cinna el conspirador», en palabras de Shakespeare) proviene de una de las añadiduras de Livio a la historia. El propio Livio, sugiere, probablemente cogió la historia de alguna obra de teatro romana perdida sobre Cinna el conspirador y sobre los momentos posteriores al asesinato, en general. Wiseman es famoso por «reconstruir» obras perdidas para rellenar huecos o resolver rompecabezas de la narrativa histórica romana. Aquí, demuestra su ingenio típico, aunque implausible. Por muy intrigante que fuera pintar a los antiguos romanos sentados a observar la tragedia de la muerte de César, o relacionar una memorable escena de Shakespeare con otra de una antigua obra romana, no hay prueba alguna de nada de todo eso, más allá del hecho de que algunos incidentes registrados en los relatos del período son tan vívidos que es fácil imaginarlos en una representación o en una obra de teatro, pero los hechos teatrales existen tanto dentro como fuera del escenario. En este caso no existe ninguna razón de peso para suponer una referencia directa al teatro en absoluto.
Lo cierto es que, en unos pocos meses, los asesinos consiguieron dar a este lío caótico un giro positivo, y convertir un asesinato que fue casi una chapuza en un golpe heroico contra la tiranía. En el 43 o 42 a.C., Bruto, que había negociado una amnistía y un salvoconducto para salir de Roma, distribuyó la que iba a convertirse en la moneda romana más famosa jamás acuñada. Llevaba la imagen de dos dagas y, entre ellas, un gorro de la libertad o pileus, el distintivo tocado que llevaban los esclavos romanos cuando eran liberados. El mensaje era obvio: mediante la violencia de esas dagas, el pueblo romano había conseguido su libertad. Debajo, estaba escrita la fecha, idus de marzo. A pesar del fracaso político del asesinato a medio plazo (el sobrino de César, Octaviano, pronto establecería exactamente el gobierno de un solo hombre que los asesinos habían querido destruir), los idus de marzo se convirtió en una fecha de tanta envergadura como el 14 de julio en la Francia moderna. De hecho, cuando Galba, el anciano gobernador de Hispania, se rebeló en el año 68 d.C. contra el corrupto, asesino y, posiblemente, enloquecido, emperador Nerón, él distribuyó una copia de la moneda de Bruto, con las mismas dos dagas y un gorro de liberto, con la sentencia «La libertad del pueblo romano restaurada». En otras palabras, el asesinato de César ofreció un patrón para la resistencia a la tiranía imperial en general.
La preocupación de Wiseman en Remembering the Roman People no es tanto por cómo el mito del asesinato de César se explotó después por la clase gobernante romana, sino que su razón principal de intentar conocer la verdad sobre los acontecimientos del 44 a.C. es descubrir cuál fue la reacción del pueblo corriente al asesinato de César. La visión moderna predominante es que hay pocas pruebas fiables para calibrar la respuesta popular, pero la que hay apunta con fuerza a que la multitud no tuvo una reacción particularmente hostil. De hecho, Cicerón escribió poco menos de un año después que el pueblo romano veía el derrocamiento del tirano como «la más noble de todas las hazañas ilustres».
Probablemente, deberíamos desconfiar de este tipo ilusorio de pensamiento conservador. Una parte de la élite política pudo haberse sentido excluida, incluso humillada, por el creciente control de César de las instituciones del Estado. Sin embargo, las reformas de César, desde la distribución de cereales a los asentamientos para los pobres en el extranjero, eran populares entre la mayoría de los habitantes de Roma, que sin duda consideraba la idea de «libertad» como una conveniente coartada para conseguir mayores beneficios y explotar a los ciudadanos menos privilegiados. Wiseman desenreda los diversos relatos sobre los momentos posteriores al asesinato y encuentra suficientes evidencias de que el pueblo, en su conjunto, sentía poca simpatía hacia los asesinos, aunque ocasionalmente el escritor no puede resistirse a usar esa «obra perdida» sobre Cinna, por ser una forma conveniente para bordear cierto el material que desea. «Este episodio resulta inmediatamente sospechoso —escribe sobre un supuesto ataque contra la casa de Cinna—, como el segundo acto en nuestra presunta obra.»
Este análisis del asesinato de César es el último de una serie de fascinantes estudios que unidos conforman Remembering the Roman People. En cada uno de ellos, Wiseman intenta desenterrar alguna faceta del lado popular, democrático, de la ideología política de la República romana tardía, desde mediados del siglo II a.C. en adelante: ya sea la reacción pública a crisis políticas en concreto, o a un héroe olvidado de la causa popular, o bien un dicho democrático perdido durante largo tiempo que en una época aglutinó al pueblo romano. No tiene tiempo para ocuparse de la visión convencional de la política romana como un «vacío ideológico» en el que un pequeño grupo de aristócratas lucharon por el poder sin principios. Y aún reservar menos tiempo para la visión de que Roma era un lugar en el que los ideales democráticos no tenían ninguna función, ya fuera en su historia temprana o en el violento siglo que condujo al asesinato de César. Su objetivo, en breve, es que comprendamos la vida política romana junto con su ideología, y devolver la importancia que merecen a las tradiciones democráticas.
Wiseman no es el único que desafía la ortodoxia moderna. Fergus Millar, en particular, ha presentado argumentos a favor de la presencia de un elemento mucho más radicalmente democrático en las instituciones políticas de la República (recalcando, por ejemplo, la importancia de las elecciones populares y de la oratoria). No obstante, el objetivo de Wiseman es mucho más ambicioso. Intenta recuperar a los héroes populares, los símbolos y mitos que hablaban en nombre del lado democrático de la cultura romana. Lo que se pregunta es: ¿qué versión de la historia romana habría contado el pueblo de Roma?
Por supuesto, esta pregunta es muy difícil de responder, por la simple razón de que la literatura romana superviviente es abrumadoramente conservadora, e ignora ampliamente el impacto de la opinión democrática. La tarea en la que Wiseman se ha embarcado es casi tan formidable como investigar la ideología de los sans-culottes en los escritos de madame de Staël, o intentar documentar el punto de vista de los pobres de la Inglaterra industrial a través de las novelas de Jane Austen. En el caso de Roma, las obras de Cicerón son tan predominantes entre las fuentes que han pervivido durante la República tardía que para los historiadores romanos modernos ha sido difícil no ver el mundo romano a través de su mirada conservadora. La devastadora caricatura que lleva a cabo Cicerón de los políticos más radicales, a los que pinta como unos alocados, sedientos de poder y tiranos en ciernes, normalmente se ha tomado como un juicio acertado más que un reflejo de su prejuicio político.
Para encontrar lo que busca, Wiseman debe leer las fuentes separando la paja del grano, buscando pistas de diferentes puntos de vista de los acontecimientos, y las grietas en la historia conservadora a través de las cuales pueda atisbar algo de la tradición popular. Debe mirar más allá de los relatos de los autores antiguos supervivientes y buscar las versiones alternativas que (consciente o inconscientemente) estaban ocultando. Al hacerlo, no solo depende de una rara familiaridad con la literatura romana, desde el caudal principal a sus más recónditos senderos, sino también de una capacidad para la pura especulación histórica que lo lleva directamente al filo de (y en algunos casos más allá de) lo que las pruebas conservadas pueden decirnos con seguridad.
A veces sale victorioso con garbo. En las referencias casuales de antiguos autores a la distribución igualitaria de los terrenos agrícolas a los primeros ciudadanos de Roma («siete acres de tierra»), ingeniosamente detecta una de las quejas más radicales y unitarias de la República tardía, que se remontaban a la época mítica de igualdad bajo el gobierno de Rómulo y sus sucesores que era, según sugiere, un concepto central en la ideología democrática. En otra parte, cuidadosamente reconstruye la carrera de un tal Gayo Licinio Geta, cónsul del año 116 a.C., de quien, en principio, no sabemos nada más allá de lo que se dice en un extraño aparte en un discurso de Cicerón. Geta, afirma Cicerón, fue expulsado del Senado por los censores en el año 115 a.C. (el año posterior al que él había sido cónsul), pero más tarde fue recuperado y elegido censor.
A partir de esta poca prometedora información esquemática, Wiseman reconstruye la carrera de Geta como radical, basando en parte su argumentación en las tradiciones de la propia familia de Geta (se sabe que varios de los Licinios introdujeron legislaciones a favor de los pobres), en los vínculos que descubre entre Geta y Gayo Graco, el famoso tribuno del pueblo reformista. La corazonada de Wiseman es que Geta también introdujo leyes reformistas populares durante su consulado, o de algún otro modo se opuso a la élite, y eso causó que los censores de la línea dura se vengaran al año siguiente. Su exclusión de la política, sin embargo, no duró mucho. Sabemos que, alrededor del año 110, varios aristócratas conservadores fueron sometidos a juicio y condenados por corrupción. Ese pudo haber sido el contexto para la restauración del popular Geta y para que lo eligieran censor en el año 108.
Por supuesto, buena parte de toda esta historia puede no ser más que pura especulación, y el retrato de actividades de Geta sigue siendo muy difuso, pero gracias al trabajo detectivesco de Wiseman, podemos como mínimo tener una idea de un influyente político popular que se convirtió en cónsul, después en víctima de la aristocracia conservadora y que finalmente volvió a reflotar. En ese momento, debió de ser una figura muy significativa en la política romana, como cónsul y como censor, pero que casi se ha perdido de los registros históricos.
7. César apuñalado hasta la muerte: una visión cómica del siglo XIX.
Algunas de las reconstrucciones de Wiseman son mucho menos plausibles. Los diferentes lectores, sin duda, estarán en desacuerdo sobre dónde trazar la línea que separa sus brillantes descubrimientos de sus castillos en el aire. Para mi gusto, se demuestra demasiado confiado sobre sus descubrimientos de la obra de los «historiadores perdidos», y también sobre sus supuestas «obras perdidas», una de la cuales (una tragedia sobre Licina, la mujer de Gayo Graco) forma parte de la historia de Geta e incluso la sopesó como una posible razón de su expulsión del Senado. En pocas palabras, no siempre sabe cuándo parar. No obstante, Wiseman puede ser también una gran inspiración. La importancia de su trabajo reside no solo en lo que argumenta, sino en cómo lo hace, y en la visión del pasado romano que nos invita a compartir con tanto entusiasmo y elegancia.
Su libro es rompedor por la simple sugerencia de que la ideología de la política popular romana no se ha perdido por entero para nosotros, y por su virtuosa demostración de que, por muy fragmentarias, inadecuadas y muy intensivamente estudiadas que estén nuestras fuentes del período, tal vez todavía tengan algo que decirnos. Aquí, como en otras partes, Wiseman nos ofrece una visión de la República romana tardía que no se preocupa solamente de los intereses de la élite, de la riqueza y la dignidad, sino en la que también algunas voces hablaban a favor de la igualdad, la repartición de la riqueza y la tierra, y los derechos de la gente común. Nada que ver con el sórdido asesinato de un defensor del pueblo por parte de un grupo de aristócratas contrariados en nombre de (su propia) libertad.
Revisión de T. P. Wiseman, Remembering the Roman People: Essays on Late-Republican politics and literature (Oxford University Press, 2009).