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En busca de un emperador

A los antiguos romanos les gustaban los emperadores que eran capaces de aceptar, y de hacer, una broma. El primer emperador, Augusto, era muy famoso por su sentido del humor. De hecho, cuatro siglos después de su muerte, el erudito Macrobio dedicó bastantes páginas de su enciclopedia Saturnalia a recoger muchas de las frases ingeniosas de Augusto, de un modo muy parecido al género moderno de citas literarias.

Algunas de esas citas demuestran una diferencia frustrante entre el humor antiguo y el actual, o al menos, la dificultad de redactar buenas agudezas orales en forma escrita. «¿Crees que le estás dando una moneda a un elefante?» pudo ser un comentario ingenioso de espontaneidad inspirada a un individuo nervioso que le presentaba una petición («alargaba una mano, y luego la retiraba»), pero no parece merecer la preservación cuidadosa que ha tenido. Pero hay otras agudezas que sorprendentemente todavía tienen vigencia. Una de las anécdotas de Macrobio es muy reveladora.

Ocurrió durante el período posterior a la batalla de Accio, en el 31 a.C., cuando Augusto (que entonces se llamaba Octaviano, o simplemente César), derrotó a la armada de Marco Antonio y Cleopatra, con lo que logró el dominio efectivo de todo el territorio romano. A su regreso a la capital recibió a un individuo con un cuervo amaestrado al que había enseñado a graznar «Bienvenido, César, nuestro victorioso comandante». Augusto se sintió tan impresionado que le entregó una gran suma de dinero. Pero resultó que el amaestrador del pájaro tenía un socio que, cuando no recibió ninguno de los 20.000 sestercios que le habían entregado a su compañero, acudió al emperador para explicarle que el ganador tenía otro cuervo, y que debería mostrárselo también. Como era de prever, los dos habían procurado cubrir todas las apuestas: el otro cuervo graznó «Bienvenido, Antonio, nuestro victorioso comandante». El emperador vio el lado divertido del asunto y no se molestó, pero declaró que el dinero del premio debía ser compartido entre ambos.

Lo que demuestra esta anécdota es que Augusto era un gobernante con un lado muy humano, no alguien dispuesto a ofenderse con facilidad, y generoso en su respuesta a unos embaucadores relativamente inocentes. Sin embargo, este breve detalle histórico también incluye un mensaje político subversivo. Es evidente que el par de cuervos parlantes, con sus discursos casi idénticos, indican que en realidad había muy poca diferencia a la hora elegir entre Marco Antonio y Octavio/Augusto. Marco Antonio ha quedado para la historia como un holgazán disoluto cuya victoria habría transformado a Roma en una monarquía oriental, y Augusto se ha convertido en un padre fundador formal y eficaz, creador de un sistema imperial que perduraría de un modo u otro hasta la Edad Media. Pero si volviéramos al año 31 a.C., al final de las sucesivas guerras civiles que se produjeron tras el asesinato de Julio César, nos parecerían dos oponentes casi iguales. Para la mayoría de los habitantes del territorio romano, la victoria de uno u otro de ellos no habría supuesto más adaptación que el cambio de un cuervo parlante a otro.

De hecho, ese es el problema histórico principal de la vida de Augusto. ¿Cómo se puede entender esta transición de un feroz caudillo guerrero en los conflictos civiles del mundo romano entre los años 44 y 31 a.C. hasta convertirse en un venerable estadista que murió tranquilamente en la cama (a pesar de los rumores conspirativos sobre un envenenamiento por parte de su esposa, Livia) en el año 14 d.C.? ¿Cómo se explica la metamorfosis de un joven matón del que decían era capaz de arrancarle los ojos a cualquiera solo con las manos que se transforma en legislador serio y responsable que, al parecer, se preocupó de mejorar la moral de los romanos, aumentar la tasa de natalidad, reforzar las antiguas tradiciones religiosas y cambiar la capital, en sus propias palabras, «de una ciudad de ladrillo a una ciudad de mármol», al mismo tiempo que conseguía reformar todas las instituciones políticas clásicas para mantenerse en el puesto de un rey, sin llamarse así?

Cierto. En todos los períodos históricos, incluido el nuestro, existen multitud de ejemplos de luchadores por la libertad y de terroristas que se transformaron en líderes políticos respetados. Sin embargo, el caso de Augusto es muy poco habitual por lo extremo. Cuando todavía era Octavio, luchó e intrigó para lograr la victoria durante más de una década de feroces guerras civiles, a lo largo de las cuales los seguidores de Julio César lucharon contra aquellos que lo habían asesinado en nombre de la «libertad» para luego dedicarse a combatir entre ellos mismos. Fue entonces cuando Octavio se reinventó de un modo radical. Fue un cambio de imagen y de carácter marcado por un cambio de nombre. En el año 27 a.C., desechó el nombre de Octavio y sus connotaciones de luchas y asesinatos. Consideró la idea de hacerse llamar Rómulo, como el fundador de Roma, pero ese nombre también tenía connotaciones negativas: no solo se había convertido en rey tras matar a su hermano, Remo (pp. 97-99), lo que habría sido un recordatorio incómodo de las luchas de Octavio con Marco Antonio, sino que además, según contaba una leyenda, el propio Rómulo había sido asesinado por un grupo de senadores, lo mismo que le había pasado a César. Así pues, decidió optar por Augusto, un nombre nuevo, que quería decir algo parecido a «el reverenciado».

El objetivo de Anthony Everitt en su biografía de Augusto es bastante predecible aunque, dadas las pruebas existentes, se trate de algo demasiado optimista. Su propósito es «darle vida a Augusto» entre todos los «naufragios, sacrificios humanos, huidas por los pelos, sexo desenfrenado, batallas en tierra y mar, emboscadas [y] escándalos familiares» que caracterizaron la época. Aunque cualquiera que busque «sexo desenfrenado» probablemente se llevará una decepción, el autor sin duda ofrece algunos relatos muy vívidos sobre la vida del emperador, y contados con detalle. De hecho, a veces, son un poco más vívidos de lo que permiten las pruebas, como ocurre en el capítulo introductorio, que comienza con un vistazo al final de la prolongada vida de Augusto y los acontecimientos que rodean su muerte.

Everitt admite que su reconstrucción de los hechos es «imaginada» en parte, y acepta sin problemas los rumores de envenenamiento que Dion Casio, el historiador del siglo III, incluye en su obra. Este autor redactó un relato escabroso y de muy dudosa veracidad en el que Augusto era asesinado por su esposa, Livia, quien lo hizo para asegurarse de que su minucioso plan para que le sucediera Tiberio no se viera interrumpido por ninguna clase de recuperación repentina o tardanza en morir por parte del longevo y enfermo gobernante. Lo llevó a cabo con el consentimiento tácito de la propia víctima («adivinó lo que había ocurrido, y le dio las gracias en silencio a su esposa»).

No podemos saber si esto fue lo que ocurrió el 19 de agosto del 14 d.C. (el mes de sextil recibió ese nombre en su honor veinte años después). Pero lo que aparece en el libro es un cruce entre la serie Yo, Claudio (que, como veremos en el próximo capítulo, recreó de un modo memorable los instantes finales del anciano emperador), y las técnicas poco sofisticadas con las que manejaron a la prensa durante las sucesiones de los monarcas británicos incluso durante el siglo XX. En el año 1936, tal y como su doctor admitiría más tarde, la muerte de Jorge V se aceleró mediante una inyección letal que se le administró en parte para asegurarse de que se pudiera anunciar en el Times del día siguiente, en vez de que lo hicieran los menos respetables diarios de la tarde.

Sin embargo, el fallo principal del Augusto, el primer emperador de Everitt no es la confianza equivocada que a veces deposita en las fuentes antiguas, ni su recreación demasiado imaginativa de ciertos momentos históricos clave. Su error es que no consigue captar por completo el problema de la transformación del emperador, su paso de matón a estadista, y mucho menos explicar cómo el cambiado Augusto consiguió establecer un sistema de gobierno radicalmente nuevo y reemplazar una especie de democracia destrozada por el gobierno de un único individuo. Estos asuntos son tan importantes en el propósito de «darle vida a Augusto» como los relatos de exilios, asesinatos, adulterios y crisis familiares.

El resultado general del libro indica claramente que se evitan esos detalles importantes. Más de la mitad de sus páginas están dedicadas al período comprendido entre el nacimiento del futuro emperador en el 63 a.C. y su victoria sobre Marco Antonio en Accio el 31 a.C. La madre de Augusto era Atia, sobrina de Julio César, y su padre un individuo de poca relevancia social. Apenas sabemos nada de sus primeros años de vida, excepto unas cuantas anécdotas que relatan unos detalles precoces que revelan su futura grandeza, y que sin duda se inventaron más tarde, por lo que buena parte de su biografía se centra en los años de guerra civil que van del 44 al 31 a.C.

En comparación, los cuarenta y cinco años como gobernante único del mundo romano apenas reciben atención. La razón para ello es bastante evidente. Durante la guerra pasaron «muchas más cosas» con las que llenar las páginas de una biografía, o que se anotaron en las fuentes antiguas de las que depende Everitt. Así pues, cuenta con bastante detalle la narración tortuosa y llena de pormenores del asesinato de César y de los acontecimientos posteriores, cuando el entonces joven Octaviano se vio convertido a los dieciocho años no solo en el heredero de César, sino en su hijo adoptado de forma póstuma en el testamento, lo que le permitió considerarse, tras la deificación de César, como el «hijo de un dios». Incapaz de acabar con Marco Antonio, el otro gran defensor de la causa de César y veinte años mayor que él, se unió a él, y juntos, tras una breve tregua con los asesinos, derrotaron al ejército de Bruto y de Casio en Grecia en el año 42 a.C.

Siguieron otros nueve años de guerra civil, sobre todo entre los seguidores de Octaviano y los de Marco Antonio, aunque hubo más oponentes, todo lo cual recibe una atención detallada en esta biografía. Se trata de una narración mucho más intrincada, en la que aparecen rivalidades, alianzas matrimoniales entre los diversos bandos y breves períodos de reconciliación (tremendamente destacados por los historiadores antiguos), todo ello entremezclado con etapas de batallas feroces, hasta que Marco Antonio, ya famoso por su relación con Cleopatra de Egipto (que también había sido la amante del propio Julio César), escapó de la derrota de Accio, en la costa septentrional de Grecia, para acabar suicidándose en Egipto (véase el capítulo 12).

En esta parte encontramos unas narraciones muy vívidas, y Everitt muestra algunos de los detalles más variados de este período con un buen ojo para los grandes relatos. Por ejemplo, narra la batalla librada en Perusia (la actual Perugia) en el año 41 a.C., entre Octaviano, como se llamaba entonces Augusto, y el hermano de Marco Antonio, Lucio, a quien apoyaba la por aquel entonces esposa de Marco Antonio, Fulvia, uno de los personajes más memorables de todo el conflicto, la mujer que utilizó un alfiler para atravesarle la lengua a la cabeza decapitada de Cicerón, uno de los mayores enemigos de su marido (p. 115), lo que es un claro indicio de cuál era la catadura moral que prevaleció en aquella guerra. Octaviano asedió a los seguidores de Marco Antonio en la ciudad y finalmente logró que se rindieran. Luego perdonó a los jefes y nombró a Lucio gobernador de Hispania. Sin embargo, por una vez, la arqueología nos da una pista del modo en que se libró aquel asedio. Se descubrieron más de ochenta proyectiles de catapulta en Perugia, que ambos bandos dejaron atrás después de la batalla. En muchos de ellos se grabaron mensajes toscos y directos. Me imagino que no estaban pensados para que el enemigo los llegara a leer, sino que más bien los escribieron para que transmitieran el ánimo con el que eran lanzados. En su mayor parte son insultos obscenos: «Busco el clítoris de Fulvia», «Voy buscando el culo de Octaviano» son dos ejemplos típicos. Everitt considera uno de ellos, «Lucio es calvo», como «demasiado blando». Dado el tono de los demás mensajes, yo sospecho más bien que es un buen indicio de que en el mundo romano se consideraba la calvicie como una imperfección mucho más grave de lo que es hoy en día.

Se trata de una escena fascinante, y de un rastro muy poco habitual dejado por los prejuicios de género, el humor negro y las emociones más básicas que movían tanto a los antiguos combatientes de primera línea de batalla como a sus equivalentes actuales. Pero la conclusión general que podemos sacar de esta anécdota y del resto de los relatos de la guerra no es novedosa. Al igual que la mayoría de los caudillos convertidos en estadistas, Octaviano le debió su victoria a la habitual combinación de violencia, buena suerte, traición y buen juicio. El enorme caudal de información del que disponemos, narrado una vez más de forma extensa por Everitt, no supone ningún descubrimiento nuevo.

La situación cambia de forma radical tras la batalla de Accio. Este período posterior, y con mayor importancia histórica, está marcado por una relativa escasez de «acontecimientos» conocidos, a pesar de que Augusto sin duda debió de estar tremendamente ocupado reorganizando la política de Roma y acoplando el régimen imperial de un solo gobernante en un sistema republicano del Senado y del pueblo. Everitt explica que se vio obligado a abandonar cualquier intento de establecer una narrativa cronológica lineal y que tuvo que decantarse por un enfoque más temático. Esto, por supuesto, se debe a las pruebas físicas existentes, que en un sentido histórico concreto son menos abundantes que en el período de las guerras civiles. Everitt se lamenta de que «entre el 16 y el 13 a.C. [...] Augusto estuvo en la Galia y en Germania, pero no tenemos ni idea de dónde fue exactamente ni de dónde estuvo en ningún momento concreto». Compárese esto con la información casi diaria en algunas ocasiones de sus movimientos dos décadas antes.

Parte del problema es la mala suerte y los accidentes en la supervivencia. Si, por ejemplo, el relato de este período escrito por Asinio Polio, mecenas de Virgilio y antiguo partidario de Marco Antonio, o los últimos libros de Ab Urbe Condita de Livio (que originalmente llegaban hasta el año 9 a.C., mientras que el texto que conservamos solo llega hasta el 167 a.C.) hubieran sobrevivido al período oscuro de comienzos de la Edad Media, sin duda dispondríamos de una historia diferente y mucho más detallada que contar. Pero no se trata solo de eso, ya que los cambios estructurales a largo plazo en la política y en la sociedad que Augusto llevó a cabo no se explican de un modo fácil ni útil en una narrativa cronológica lineal de acontecimientos importantes.

El establecimiento del régimen de Augusto de un gobierno unipersonal no fue principalmente una cuestión de decisiones o de actos repentinos, por mucho que les guste a bastantes escritores modernos, al igual que Dion Casio, quien proporciona la única cronología completa que ha llegado hasta nuestros días de su reinado, indicar que el momento principal de inflexión ocurrió en el 27 a.C., cuando Octavio se cambió de nombre y realizó varias modificaciones importantes en la administración de las provincias romanas. El régimen se estableció más bien por el reajuste gradual de las expectativas políticas de la élite social y del pueblo, y también por la redefinición gradual de la propia idea del gobierno y de la actividad política. En otras palabras, casi tengo la certeza de que incluso si se hubieran conservado los relatos de algunos historiadores minuciosos, tampoco habrían contestado las preguntas más acuciantes que tenemos sobre este período. Quizá nos habría contado más sobre la ruta que siguió Augusto en la Galia y en Germania desde el año 13 hasta el 16 a.C., pero es muy poco probable que nos hubiera explicado directamente las condiciones que hicieron posible una transformación política tan enorme.

La historia política también se ve afectada por la naturaleza y la localización cambiantes de la propia actividad política durante el período de gobierno de Augusto. Bajo la República, las decisiones se debatían y se tomaban en público. Por supuesto, seguro que se llevaban a cabo acuerdos secretos de todas clases, además de un montón de regateos a escondidas, pero los historiadores podían anotar e incluso a veces presenciar los debates y las resoluciones que afectaban al rumbo de la historia romana, ya se tratase de la elección de cargos públicos o de la decisión de declarar la guerra o de distribuir tierras entre los pobres. Las decisiones políticas eran acontecimientos que se podían presenciar.

Con la llegada de Augusto al gobierno, el centro del poder pasó de forma decisiva de la esfera pública a la privada. Por supuesto, muchas de las antiguas instituciones, incluido el Senado, continuaron funcionando, pero si había alguna decisión individual y específica crucial en el desarrollo del cambio político que Augusto comenzó, lo más probable era que no se tomara en el Senado o en el Foro, sino en la propia casa de Augusto, un hogar relativamente modesto, muy diferente al enorme palacio que se construiría más tarde, pero que, significativamente, formaba parte del Templo de Apolo, con todas las connotaciones de poder divino que tenía aquello. La actividad política de importancia había quedado oculta a la historia.

Este cambio queda claramente reflejado en los propios escritores antiguos. Everitt cita a Dion Casio sobre la «falta de información» en la Roma de Augusto: «La mayoría de los hechos empezaron a mantenerse en secreto y se mantenían ocultos al conocimiento general [...] Mucho de lo que no llega a materializarse se convierte en simple tema de charla, mientras que mucho de lo que sin duda llega a pasar permanece desconocido». Tácito, que escribió aproximadamente un siglo después de la muerte de Augusto y que era sin duda uno de los críticos más agudos y cínicos de la autocracia romana, señaló con claridad los grandes asuntos a los que se podía referir con libertad cualquiera de los que escribía sobre la República, «guerras terribles, ciudades asaltadas... disputas entre cónsules y tribunos, leyes sobre la tierra y sobre el grano», y los comparaba con los asuntos aparentemente triviales, monótonos y degradantes que estaban a disposición de cualquier historiador que escribiera bajo y sobre el gobierno de una monarquía de facto. Tácito consideraba una paradoja que la autocracia fuera la responsable de las propias condiciones que hacían difícil, si no imposible, que un historiador la estudiara.

Por tanto, la decisión de Everitt de narrar el período posterior a Accio de un modo más temático es obviamente la correcta, y a la vista del material disponible, casi inevitable. Aun así, tiende a evitar enfrentarse directamente a las grandes preguntas sobre el éxito de Augusto: ¿cuál era la base de su poder? ¿Por qué logró suplantar las tradiciones de la política republicana, mientras que Julio César había fallado en ese propósito? ¿Cómo consiguió transformarse a sí mismo y a su imagen y pasar de ser un caudillo guerrero a un estadista? En ocasiones, la versión de Augusto que emerge en la segunda parte de su biografía es la de un funcionario público británico sensato y eficiente, un tanto al estilo de Blair. Redactaba con mucho cuidado sus discursos. De hecho, no hablaba de asuntos importantes, ni siquiera con su mujer, sin tomar notas antes. Se comprometió a tener un «gobierno limpio». Sustituyó los «mecanismos corruptos de la República [con] algo parecido a una burocracia estatal honesta». Introdujo un «gobierno organizado por todo el Imperio». Se mostró «con un serio compromiso respecto al interés público». No intentó limitar la libertad de expresión. «No hubo una policía secreta que llamara a las puertas de los escritores disidentes», ya que «comprendía que la independencia de espíritu era clave para la idea que Roma tenía de sí misma». Hizo que los ciudadanos se sintieran más como «accionistas» que como «víctimas».

También se le podría considerar el «director ejecutivo de una gran organización», y a su lado estaba Livia, su esposa florero que se aseguraba siempre de estar al lado de su marido y de cumplir su papel de emperatriz. «Si había invitados para cenar, ella tenía que mostrar un aspecto de fábula», escribe Everitt en un momento dado. Esta expresión moderna es solo un poco menos chocante que su descripción de las grandes basílicas que se alineaban a ambos lados del Foro como «centros de compra y de conferencias».

De hecho, la mayoría de los objetivos que se propuso Augusto suenan tan irrefutables tal y como están descritos que resulta difícil entender por qué existen tantos indicios innegables, incluso en las fuentes antiguas, generalmente tan favorables a Augusto, de que se enfrentó a una oposición potencialmente violenta. Comenta brevemente lo que parece haber sido una conspiración grave en el 24-23 a.C. Casi pasa de largo sobre ciertos detalles, como el de que cuando Augusto revisó la composición del Senado en el año 28 a.C., según Suetonio apareció con una armadura debajo de la túnica e hizo que cachearan a los senadores antes de entrar a la sesión. Por lo que se refiere a la libertad de expresión, probablemente el poeta Ovidio habría respondido a eso con una risa sarcástica, ya que en el año 8 d.C. le exiliaron a una ciudad del mar Negro. No se conoce el delito exacto que cometió, pero el hecho de que el propio Ovidio comente que el castigo está relacionado con su carmen et error (literalmente, su poema y su equivocación) sugiere de un modo evidente que de algún modo está relacionado con la publicación de su poema didáctico burlón El arte de amar. La obra la componían tres libros de lecciones subidas de tono para los chicos y las chicas sobre cómo, dónde y cuándo debían escoger una pareja, algo que no encajaba precisamente con el programa de reforma moral del emperador.

Fueran cuales fueran las circunstancias que provocaron estos incidentes, todo ello indica que el monopolio del poder por parte de Augusto provocó una oposición mucho más importante de la que admite Everitt y, para ser justos, la mayoría de los historiadores modernos. La violencia, o más bien, la amenaza latente de la violencia, debió de ser algo constante en el régimen de Augusto. Quizá sea en este contexto donde debamos intentar comprender la continua aparición de relatos sobre la crueldad del emperador, o incluso su sadismo brutal, durante las guerras civiles. Por benigna que sea la imagen que decidió presentar de su edad madura, no le venía mal a su poder que todo el mundo supiera que había sido capaz de sacarle los ojos con sus propias manos a un hombre. Si se escarbaba un poco en la superficie, quizá todavía era capaz. Al igual que ocurre en muchos sistemas políticos, la economía del uso de la fuerza funcionaba a través de las anécdotas y los rumores tanto como con el derramamiento de sangre.

Pero el aspecto más frustrante del libro de Everitt es que pasa casi por alto a lo largo de una serie de asuntos importantes que podrían haber aclarado un poco más cómo funcionaba el régimen de Augusto y qué supuso su éxito definitivo. Sin embargo, no se detiene en ellos el tiempo suficiente como para resaltar su importancia o sus implicaciones. Por ejemplo, solo dedica unas pocas páginas a la imaginería visual impulsada por Augusto y sus consejeros, con una breve referencia al famoso Altar de la Paz, al enorme reloj solar montado con un obelisco egipcio para crear la sombra y a la ocurrencia sobre encontrarse con una ciudad de ladrillo y dejarla convertida en una de mármol. Sin embargo, sería difícil deducir por esto lo crucial que fueron todas estas imágenes en el establecimiento del régimen de Augusto por todo el mundo.

Augusto fue el primer político romano en darse cuenta de que el poder emanaba en parte de la visibilidad, o al menos, en actuar tras darse cuenta de ello. Han sobrevivido más estatuas suyas que de ningún otro romano, y se las encuentra por todo el Imperio, por lo que parece, sacadas a menudo de un modelo distribuido desde Roma. Y en la propia capital colocó su imagen por todas partes de diversas formas. Everitt apenas dedica unas cuantas palabras a lo que probablemente es su monumento más importante: el llamado Foro de Augusto. Era un enorme desarrollo urbanístico de mármol reluciente, adyacente al antiguo Foro Romano, sobre el que se alzaba, y que había sido el centro político de la República. Su programa de embellecimiento no se limitaba a subrayar el poder del emperador (cuya estatua probablemente aparecía en un carro triunfal en mitad de la plaza central). También demostraba que era un descendiente directo de los dos fundadores míticos de Roma, Rómulo y Eneas. Aunque no llegó a tomar directamente el nombre de Rómulo, sin duda encontró otras maneras de sugerir la idea de que había refundado Roma y de identificar su propio destino con el de la ciudad.

Pero el régimen de Augusto no se basaba solo en la creación de mitos y de imágenes. Como ya he sugerido, el uso y el control de la fuerza iban de la mano con el aspecto más sutil de la dominación política. Everitt reconoce claramente que el control del ejército romano por parte de Augusto fue clave en su estructura de poder. Sin embargo, una vez más, no se extiende todo lo que debiera sobre ese asunto. Como muestran las propias guerras civiles que llevaron a Augusto al poder, la República se derrumbó en parte porque los ejércitos romanos eran organizaciones semiprivadas, que le debían lealtad a su comandante antes que al propio Estado. Augusto nacionalizó las legiones y concentró su lealtad en él mismo. Lo hizo mediante un amplísimo programa de reformas estructurales: regularizó el reclutamiento, las condiciones de servicio y la paga (procedente de la tesorería del Estado), además de proporcionar una generosa paga de retiro al finalizar el período de servicio establecido, que era de dieciséis años al final de su reinado. La importancia que Augusto debió de darle a este asunto queda reflejada en la enorme inversión económica que implicó. Uno de los cálculos estima que solo mantener el ejército suponía más de la mitad de los ingresos anuales por impuestos de todo el Imperio romano.

Esta clase de arreglos económicos dejaron sin duda un legado de problemas a sus sucesores. Es significativo que el primer acontecimiento importante que Tácito narra al comienzo de sus Anales (una historia de Roma desde el principio del reinado del heredero de Augusto, Tiberio, hasta la muerte de Nerón) sea un motín en la provincia de Panonia, una provincia de Europa central. Los soldados se quejaban, entre otras cosas, de que debían seguir cumpliendo servicio armado más años de los que se había estipulado y que su paga de retiro no llegaba. La razón es muy clara: Augusto se había excedido. No quedaba suficiente dinero en la tesorería como para cubrir los costes. El modo más fácil de economizar era no licenciar a las tropas. Después de todo, cuanto más tiempo estuvieran en servicio, menos pagas por retiro deberían efectuarse.

Pero el punto de partida de Tácito es importante por otro motivo. Los críticos se han preguntado a menudo por qué sus Anales describen la historia de los sucesores de Augusto, pero no el reinado del primer emperador, aparte de unos cuantos párrafos de reseñas retrospectivas. ¿Acaso Tácito se proponía volver más tarde a ese período para examinarlo, como sugirió varias veces? ¿O se trataba de un tema demasiado amplio como para tratarlo junto al de sus sucesores? ¿Quizá era demasiado peligroso? Yo tengo la sospecha de que no fue ninguno de estos motivos, y que hemos malinterpretado tremendamente sus Anales si creemos que no tratan sobre Augusto.

Ya que, por supuesto, de eso es de lo que tratan, como sugiere su siniestra frase inicial: «La ciudad de Roma fue gobernada desde su principio por reyes». Como veremos otra vez en el capítulo 17, se trata de una afirmación mucho más compleja de lo que parece a primera vista, ya que en parte declara que, a pesar del interludio democrático de la República, la monarquía estaba metida en la historia de Roma desde el mismo Rómulo. Pero, por lo que se refiere al propio Augusto, al omitir una narración de su vida, Tácito quizá nos está sugiriendo que su reinado solo se puede comprender si lo entendemos a través de sus sucesores dinásticos. O incluso, desde el punto de vista del historiador un siglo más tarde, que el reinado de Augusto es el origen mítico de las nuevas tradiciones del gobierno bajo el mando de un solo individuo, un lugar vacío que debía reinventar y ocupar cada nuevo sucesor, cada uno de los cuales, como detalle importante, tomaba el título de «Augusto». De ese modo, cada emperador a través de los siglos se convertía en un nuevo Augusto.

Everitt ve parte de esta complejidad. De hecho, se niega a describir a Augusto como un «emperador» basándose en que la naturaleza de su reinado quedó establecida solo cuando sus aspiraciones dinásticas quedaron cumplidas bajo Tiberio. Pero ni él ni ninguno de los demás supuestos biógrafos modernos de Augusto parecen haber prestado atención suficiente a las lecciones de Tácito.

Revisión de Anthony Everitt, Augusto, el primer emperador (Ariel, 2008).