El rey Canuto ha tenido un trato injusto por parte de la historia. Llevó su trono hasta la playa para demostrar a sus cortesanos serviles que ni siquiera un rey podía controlar las olas (que estaban solo bajo el poder de Dios). Pero, irónicamente, ahora es más recordado por ser el viejo tonto inútil que se empapó en la orilla del mar porque pensaba que podía dominar las mareas. Cuando, por ejemplo, Ryan Giggs, famoso futbolista, trató de utilizar una orden judicial para parar una oleada de rumores sobre su vida privada, fue llamado el Rey Canuto del fútbol.
Para el clasicista alemán Aloys Winterling, el emperador Calígula es otro caso del fenómeno Canuto. Ha pasado por la historia como un loco megalómano, tan excéntrico que le hizo fabricar un palacio a su caballo preferido, lo visitó con lujosos ropajes de color púrpura, le proporcionó un séquito de sirvientes e incluso pensó en nombrarlo cónsul, el máximo cargo político por debajo del mismísimo emperador. En realidad (según Winterling) su extravagante trato del animal no era más que una burla irónica. Calígula satirizaba los objetivos y ambiciones de la aristocracia romana: en su búsqueda del lujo y honores vacíos, parecían tan tontos como el caballo.
Calígula ocupó el trono de Roma durante solo cuatro años, entre el 37 y el 41 d.C. Era el hijo del glamuroso príncipe imperial Germánico (que murió en Siria en el año 19 d.C. en misteriosas circunstancias), y pasó la mayor parte de su infancia en campañas militares con su padre. De ahí su nombre: aunque al nacer lo llamaron Cayo César Germánico (y su título oficial era el de emperador Cayo), los soldados lo apodaron Calígula o Botitas, por el uniforme militar en miniatura, botas incluidas, que solía vestir de niño, y con ese nombre se quedó. A la muerte del anciano emperador Tiberio, accedió al trono, a la edad de veinticuatro años, por delante del nieto legítimo de Tiberio, que fue asesinado no mucho tiempo después. La popularidad de su padre, además del hecho de que, a través de su madre, Agripina, era un descendiente directo de Augusto, el primer emperador, le proporcionó la excusa perfecta para evitar lo que pudo haber sido una desagradable lucha por el poder, o un golpe de Estado. Pero pronto se produciría otro golpe de Estado. Cuatro años después, cuando asesinaron a Calígula, el trono pasó a su primo Claudio, a quien encontraron, según cuenta la historia, escondido detrás de una cortina del palacio, aterrorizado con la confusión que siguió al asesinato.
El reinado de Calígula no comenzó demasiado mal. Hubo quizá uno de esos breves períodos de tranquilidad que regularmente acompañaban a un cambio de gobierno en la antigua Roma. En el libro Calígula, Winterling apunta a una serie de medidas de conciliación durante los primeros meses. Los documentos incriminatorios relacionados con juicios por traición bajo el mandato de Tiberio fueron destruidos en una hoguera en el Foro (aunque más tarde se supo que Calígula guardaba copias de todos esos documentos). Se reintrodujo (al menos temporalmente) el sistema de elección popular de los magistrados al mismo tiempo que se ofrecieron generosos donativos al pueblo de Roma y a los soldados. En su primer discurso importante ante el Senado, denunció las medidas impopulares de su predecesor y prometió que su comportamiento sería más apropiado. Los astutos senadores, sospechando que olvidaría sus promesas, dictaminaron que se pronunciara el mismo discurso una vez al año (hicieron que pareciera un tributo a la oratoria del nuevo gobernante: pero en realidad era un intento de que mantuviera su promesa de buena conducta).
Aun así, la mayoría de los antiguos relatos del reinado de Calígula se centran en su crueldad, sus excesos y (según Suetonio, quien escribió la biografía clásica del emperador casi cien años después de su muerte) su locura clínica, una impredecible mezcla de ataques, ansiedad, insomnio y alucinaciones. Una gran variedad de narraciones cuentan cómo afirmaba ser un dios, que mantenía conversaciones con Júpiter y que dormía con la diosa de la luna. Se dice que mandó construir un puente que unía su palacio en la colina Palatina con los grandes templos de la cercana colina Capitolina, como si quisiera unir el poder secular y religioso en el Estado. También se ha hablado mucho sobre su extravagante estilo de vida (desde servir comida cubierta con láminas de oro hasta envolver a su esposa con joyas que costaban bastante más que la fortuna total de un senador romano) y, por supuesto, sobre su caprichoso sadismo. Está, por ejemplo, la historia de Suetonio (p. 83) que cuenta que obligó a un padre a presenciar la ejecución de su hijo y luego, ese mismo día más tarde, a cenar con él en el palacio. También se dice que usaba a los criminales como comida para sus bestias salvajes cuando la carne de ternera se encareció demasiado. En una ocasión, tras recuperarse de una grave enfermedad, insistió en que un ciudadano leal que había jurado ofrecer su propia vida si el emperador sobrevivía, debía cumplir su promesa y morir.
Las versiones modernas de Calígula en el cine y la ficción han sido incluso más espeluznantes. La película más famosa es del año 1979, financiada por Bob Guccione y Penthouse, con guion de Gore Vidal. Protagonizada por Malcolm McDowell, quien da vida de forma convincente a un joven emperador completamente loco, apoyado por un grupo de actores de primera categoría, que incluía a Gielgud y a Hellen Mirren, de quien se dijo que no se había enterado del contenido pornográfico de la película (¿de verdad creían que Guccione iba a financiar un drama histórico serio?). Mucho más escandaloso fue el retrato de Calígula en la serie de la BBC Yo, Claudio (en el capítulo 13). En sus novelas, Robert Graves había usado los antiguos rumores de que Calígula había tenido una sospechosa estrecha relación con su hermana Drusila. La creatividad de Jack Pulman, autor del guion, fue aún más lejos. En una terrorífica escena de la que no se conoce ninguna fuente ni en los relatos clásicos ni en la narrativa de Graves, muestra cómo Calígula (interpretado por John Hurt) disfrazado de Júpiter arranca el niño que Drusila lleva en su vientre y, siguiendo el modelo de algunas versiones de gestación y paternidad divina de la mitología grecorromana, se come el feto. La cesárea en sí no se muestra en pantalla, pero sí el rostro ensangrentado de Calígula. Considerada demasiado dura para la audiencia estadounidense, la escena fue suprimida en la versión de la PSB de la serie.
Algunos elementos de la versión estándar de los excesos de Calígula están, al menos en parte, confirmados por pruebas arqueológicas y el relato de algún testigo ocasional. Nunca se encontró ninguna evidencia de la existencia del supuesto puente Palatino-Capitolino. Pero la recuperación, respaldada por Mussolini, de dos enormes barcazas de recreo en el lago Nemi (una de ellas identificada explícitamente como propiedad de Calígula en algunos tubos del interior) ofrecen una idea de su lujosa vida en la corte. Al parecer, estaban equipadas con agua corriente caliente y fría, ricamente decoradas con esculturas y mosaicos, y techadas con tejas doradas, por desgracia destruidas casi en su totalidad por los bombardeos aliados durante la segunda guerra mundial, y no comentadas por Winterling (en la actualidad se exponen unos cuantos restos en el museo Palazzo Massimo de Roma).
La preocupación de Calígula por el lujo en sus viviendas queda patente una vez más tal y como cuenta el filósofo Filo en una embajada en nombre de los judíos de Alejandría que realizó al emperador en el año 40 d.C. Se encontraba en su «casa de campo» (horti) a las afueras de Roma, y según Filo, los emisarios se vieron obligados a seguirle mientras inspeccionaba su propiedad («Examinó las habitaciones de los hombres y de las mujeres... y dio órdenes para hacerlas más costosas») y encargó el antiguo prototipo de ventanas de cristal («Ordenó que cubrieran las ventanas con piedras transparentes parecidas al cristal blanco que permitieran el paso de la luz pero que aislaran del viento y el calor del sol»).
En medio de esta escena imperial de Casas y Jardines, Filo menciona las dificultades para hacer tratos con Calígula y el estilo autocrático de su gobierno. Los embajadores tuvieron cuidado de inclinarse hasta el suelo para saludarlo, pero la respuesta de Calígula fue simplemente burlarse de ellos con menosprecio («Sois enemigos de Dios, porque no creéis que yo sea un dios, yo, que ya he sido reconocido como dios por todas las demás naciones»). Luego les preguntó por qué los judíos no comían cerdo: una pregunta que provocó la risa en un embajador rival, que también trataba de influir en el emperador. Los judíos intentaron explicar que cada persona tiene hábitos distintos: «Algunas personas no comen cordero», dijo un embajador judío. «Tienen toda la razón, no tiene un sabor muy agradable», contestó Calígula. En ese momento ya se había ablandado un poco, y aunque el embajador se marchó insatisfecho, la frase de despedida del emperador adoptó un tono más de pena que de enojo: «Esos hombres no son malos, solo desafortunados y necios al no creer que he sido dotado con la naturaleza de dios», dijo una vez que se habían marchado. Sería difícil pasar por alto, en el indignado relato de este encuentro de Filo, algunas de las conocidas características de Calígula: el ridículo, la humillación, la extravagancia y los caprichos. Pero todo esto está bastante alejado de las monstruosidades que dominan la mayoría de los relatos clásicos.
Ahora resulta bastante difícil escribir una biografía convincente de cualquier emperador romano, incluso de aquellos que no han sido mitificados de la forma en que lo ha sido Calígula (o Nerón o Cómodo). Pero Winterling ha tenido más éxito que cualquier otro que ha tratado de hacerlo. Esto es en gran parte debido a que no comparte el usual horror vacui (miedo al vacío) biográfico que lleva a los escritores modernos a contar la historia de toda la vida, incluso cuando no queda evidencia antigua alguna. Winterling no inventa lo que no sabemos, sino que se centra en la evidencia que ya existe. El resultado es un bien razonado y ligero volumen.
Su principal pregunta es: ¿qué fue mal? Cualesquiera que fueran las turbias circunstancias de la sucesión, parece que el reinado comenzó razonablemente bien, pero pronto degeneró primero en un enfrentamiento entre el emperador y el Senado, y que en poco tiempo pasó al asesinato. ¿Por qué? La respuesta de Winterling se puede encontrar en parte en aquella historia del caballo preferido de Calígula, y en el punto importante que él cree que el emperador estaba tratando mostrar con aquella farsa.
El eje de su libro es el disimulo y la hipocresía que hay en el corazón de los políticos imperiales romanos, y que, en cierto sentido, había sido la base del sistema de gobierno establecido por Augusto. Al hacer que un gobierno de un solo hombre tuviese éxito en Roma, tras casi medio milenio (más o menos) de democracia, y establecer un pacto viable entre la antigua aristocracia y la nueva autocracia, Augusto recurrió a un juego de humo y espejos en el que todos, al parecer, desempeñaban un papel. «Los senadores —sugiere Winterling— tenían que actuar como si aún tuvieran un grado de poder que ya no poseían, mientras que el emperador tenía que ejercitar su poder de tal manera que pareciera que no lo ostentaba.» Como otros escritores también han hecho hincapié recientemente, la política del Imperio se basaba en el doble lenguaje casi tanto como en la fuerza militar: nadie decía exactamente lo que quería decir, o quería decir exactamente lo que decía. No es una sorpresa que se diga que, en su lecho de muerte, Augusto recitó una estrofa, en griego, de una obra cómica, comparando su propio papel con el de un actor: «Si he hecho mi parte bien, aplaudid, y sacadme del escenario entre aplausos».
En el modelo de Winterling, los emperadores que tuvieron más éxito después de Augusto fueron aquellos que consiguieron dominar el doble lenguaje, y aprovecharlo en su propio beneficio; los que fracasaron fueron aquellos que lucharon contra él. Tiberio, predecesor de Calígula, nunca se adaptó a ese papel. Decía las cosas como las sentía, se negó a dominar el juego de la comunicación ambigua, y durante todo el proceso puso de manifiesto en repetidas ocasiones la realidad autocrática del gobierno imperial bajo la apariencia democrática cuidadosamente construida del sistema de Augusto. Así, por ejemplo, de acuerdo con los principios de Augusto, una relación estable entre el Senado y el emperador exigía que el Senado continuase debatiendo los asuntos aparentemente en libertad, pero siempre con pleno conocimiento de los resultados deseados por el emperador. Tiberio, sin embargo, insistió en que el Senado tenía que decidir los temas políticos importantes sin dejar claro cuáles eran sus verdaderos puntos de vista. Pero cuando tomaban decisiones contrarias a sus deseos se enfurecía. Finalmente, las relaciones entre el emperador y la tradicional clase gobernante acabaron tan mal que Tiberio pasó la última década de su reinado en la isla de Capri, gobernando Roma en la distancia y a través de una serie de secuaces más o menos crueles.
Calígula también se resistió al doble lenguaje imperial, pero, según Winterling, de un modo sutilmente distinto. Trató de luchar contra la ambigüedad de la comunicación política que se había convertido en la norma del régimen imperial para contrarrestar no solo su hipócrita adulación y su vacío aparente, sino también su sistemática corrupción del significado. Este es el mensaje que subyace en la historia del hombre que juró dar su propia vida si Calígula se recuperaba de su enfermedad. La intención de este juramento público, debemos asumir, era llamar la atención sobre la profunda lealtad del hombre por el emperador, y así ganarse una generosa recompensa por su devoción; no era una indicación de la voluntad real del hombre a morir. «El deseo explícito, la recuperación del emperador, no coincide con el deseo tácito: ser recompensado por su adulación.» Al tomársela de un modo literal, Calígula castiga la falsedad, y muestra que va a renegar de esta forma de comunicación.
La campaña contra el doble lenguaje imperial resultó tener consecuencias desastrosas. En la historia de los honores otorgados al caballo de Calígula ya se mencionaban, en el sentido de que no se vio como un cuento con moraleja, sino como un ejemplo de la misma locura que pudo haber estado tratando de criticar. En la antigua Roma existía, como siempre, el grave peligro del valor aparente de las comunicaciones, aunque a primera vista pudieran parecer sinceras. Tal insistencia puede moverse en dos sentidos diametralmente opuestos: puede revelar lo absurdo de la adulación vacía, pero también puede servir para hacer que las absurdas afirmaciones del adulador parezcan literalmente ciertas. Para desarrollar un poco el argumento de Winterling: en el mundo de Calígula el rechazo del lenguaje cifrado y el doble discurso tuvieron el efecto de validar la veracidad de sus absurdas, extravagantes e incluso divinas reclamaciones sobre el poder imperial. No exponía la sugerencia de que el emperador era un dios como retórica vacía o sutil metáfora, y así en cierto sentido apaciguar la deificación, sino todo lo contrario: si las palabras siempre deben significar lo que dicen, entonces Calígula era divino.
Y lo que es más, la aristocracia se vio humillada en el proceso. En el sistema de Augusto hubo un punto importante a la adulación vacía. Como la anécdota de los senadores que pedían a Calígula que repitiera su discurso una vez al año, a veces este era utilizado por los propios aduladores como un mecanismo de control sobre el objeto de su adulación. La mayoría de las ocasiones el mismo vacío del discurso permitía a los senadores desempeñar su papel de alabar al emperador sin tener que creer en todo lo que decían. Al despojar a los halagos de su vacío, los senadores acabaron pareciendo ridículos, como si estuvieran comprometidos con las palabras que estaba pronunciando.
Fue esta humillación la que, desde el punto de vista de Winterling, pronto desencadenaría la violenta ruptura entre Calígula y la aristocracia, una ruptura que acabaría en su asesinato.
La obra Calígula ofrece un agudo análisis de la comunicación política en la Roma imperial y se enfrenta a la cuestión central planteada por muchos escritores clásicos: cómo funciona el lenguaje bajo una autocracia. Es un elocuente y decisivo estudio de la historia de la Roma imperial, y especialmente de las difíciles relaciones entre la monarquía imperial y la aristocracia tradicional. Si Winterling también tiene la respuesta a los problemas particulares del reinado de Calígula y puede dar una explicación de su aparentemente rápido declive hacia la tiranía es otro tema.
Para empezar, no nos dice, o al menos no muy convincentemente, por qué Calígula sentía la necesidad en primer lugar de atacar los convencionalismos retóricos del gobierno del Imperio. También se ve forzado en repetidas ocasiones a adaptar una buena cantidad de pruebas poco prometedoras, o incluso conflictivas, para ajustarse a su esquema básico. Con demasiada frecuencia, relata alguna anécdota extraña para ilustrar supuestamente la locura de Calígula y reinterpreta de forma ingeniosa lo que sucedió en realidad, para acabar con otro ejemplo de la resistencia (o exposición) de Calígula al doble lenguaje y la hipocresía imperial.
Toma la historia de un prostíbulo establecido por el emperador en el Monte Palatino, destinado a recaudar dinero para el tesoro imperial (según Suetonio). Instala matronas romanas y respetables chicos en lujosas habitaciones del palacio, envía mensajeros para invitar a todo el mundo a visitarlos y unirse a ellos, presta a sus clientes el dinero de las tarifas, a un elevado tipo de interés. Winterling coloca esta historia junto a un pasaje (hay que decir que cuidadosamente seleccionado) de la Historia de Dion Casio, que describe la presentación obligatoria en el palacio de algunas importantes familias romanas, tomadas casi como rehenes. Tras unas cuantas páginas de argumentos un poco unilaterales, el prostíbulo desaparece por completo de la versión de Winterling, y la historia se convierte en otro ejemplo de la exposición de Calígula de la hipocresía de la aristocracia. En este caso, pretende llevar sus protestas de amistad en serio y así instala a sus esposas e hijos en el palacio cerca de él. «Lo que en realidad sucedió» resulta estar muy lejos de lo que recoge Suetonio en su obra, o incluso en el relato (sin resumir) de Dion. En mi opinión, demasiado lejos.
Pero aún continuamos preguntándonos cómo deberíamos entender las extraordinarias patrañas sobre los crímenes de Calígula contadas por los autores clásicos. Si no creemos que sean literalmente ciertos, y si no podemos racionalizarlos en un solo modelo de conflicto entre el emperador y el Senado, ¿qué sentido tienen? Aquí Winterling posee otra arma explicativa en su arsenal. Insiste, y con razón, en que los problemas de sucesión definen no solo la historia imperial, sino también la historiografía.
Augusto tenía respuestas a la mayoría de los problemas de gobierno del Imperio romano: desde el cuidadosamente matizado, aunque hipócrita, equilibrio del poder entre la monarquía y la aristocracia hasta su nacionalización total del ejército romano, así que más o menos asegura su lealtad al Estado en vez de a una serie de líderes políticos sin escrúpulos (pp. 162-163). Pero fracasó notablemente en la creación de un sistema fiable de sucesión monárquica. Eso fue en parte porque no existía ningún derecho de herencia romano reconocido (como el del primogénito). Y esto tenía algo que ver con la mala suerte: Augusto y su esposa, Livia, tuvieron hijos con sus anteriores parejas, pero ninguno juntos. El resultado fue que el Imperio romano nace con un signo de interrogación sobre su posible sucesor, y durante los siglos la sucesión fue disputada en repetidas ocasiones con el asesinato o con acusaciones de asesinato (basta pensar en la sospechosa muerte del padre de Calígula, Germánico). Como Walter Scheidel ha mostrado recientemente, el Imperio romano posee un historial más sangriento en el traspaso del poder que cualquier otra monarquía en la historia del mundo. De hecho hubo acusaciones, verdaderas o falsas, de que el primer emperador romano de cada una de las dinastías había sido asesinado, desde los higos envenenados que se supone acabaron con la vida del emperador Augusto (p. 179) hasta el suicidio forzado de Nerón tras el golpe de Estado que acabó con su mandato.
Winterling tiene razón al señalar el impacto que tuvieron estas sangrientas transiciones de poder en la historia escrita del Imperio. La mayoría de los senadores durante todos los reinados fueron colaboradores (como lo son la mayor parte de las personas bajo la mayoría de los sistemas de poder, por muy brutales que sean); y cuando los regímenes cambian tratan de hacer todo lo posible por reubicarse, normalmente desprestigiando de un modo escrito y oral, con detalles cada vez más sangrientos, al emperador muerto que una vez fue su amigo. Esa escritura es la historia imperial romana que hemos heredado. Y determina nuestro punto de vista, no solo del breve reinado de Calígula, sino de casi todos los gobernantes romanos. Están implicados hasta los más testarudos y cínicos antiguos historiadores romanos. Tácito, quien devastadoramente expuso la corrupción del régimen de Domiciano (81-96 d.C.) tras la muerte del emperador, se había beneficiado del mecenazgo de Domiciano durante su reinado y fue ascendido rápidamente por aquel «monstruo» en la carrera de los honores imperiales romanos.
Solo de vez en cuando los mismos escritores romanos reconocieron que la supervivencia de los políticos imperiales romanos dependía de la habilidad de reinventarse a sí mismos en un cambio de régimen. En el mejor ejemplo, Plinio habla de una selecta cena con el emperador Nerva en el año 90 d.C. aproximadamente, donde una conversación giró en torno a un tal Cátulo Mesalino, un conocido asesino a sueldo del anterior emperador, Domiciano (recientemente asesinado, después de lo que se decía que había sido un reinado de terror). «Me pregunto qué estaría haciendo ahora si estuviera vivo», comentó Nerva con cierta ingenuidad. «Hubiera estado comiendo aquí con nosotros», dijo un individuo valiente y sincero.
Independientemente de los altibajos del doble lenguaje, lo cierto es que la mayoría de los amigos y enemigos senatoriales de Calígula sobrevivieron sus años en el poder para denunciarlo tras su muerte. Su sátira es nuestro legado.
Revisión de Aloys Winterling, Calígula, traducción de Pedro Madrigal (Herder, 2006).