El monumento más perdurable a la memoria del emperador Nerón es el Coliseo, aunque esa no era la intención. De hecho, la nueva dinastía Flavia que tomó el control de Roma en el año 69 d.C. erigió este inmenso palacio de recreo para el pueblo, precisamente para borrar la memoria de Nerón. Fue una decisión calculada el construir un anfiteatro público en el emplazamiento del lago artificial que había sido uno de los aspectos más infames del palacio de Nerón, la Domus Aurea (Casa de Oro): lo que había sido propiedad privada imperial se consideró que tenía que ser devuelto a los ciudadanos de Roma. Pero incluso esto no fue suficiente para desplazar a Nerón de la ciudad y sus «sitios históricos». En la Edad Media, el anfiteatro ya era conocido como el Coliseo. No solo porque era muy grande, aunque su enorme tamaño debe de ser un factor clave en la explicación de por qué se quedó con este sobrenombre. Se le dio este nombre en honor al Coloso, la estatua de bronce de treinta y seis metros y medio encargada por Nerón (que quizá originalmente lo representaba) y que formaba parte de la ostentación de la Domus Aurea y continuó permaneciendo cerca del anfiteatro al menos hasta el siglo IV. Nerón y el Coliseo han llegado a estar tan estrechamente relacionados en los tiempos modernos que la mayoría de los cineastas se las ingeniaron para convencer a sus espectadores de que Nerón sacrificó cristianos allí, a pesar de que el anfiteatro no había sido construido todavía y de que, aunque probablemente algunos mártires religiosos encontraron la muerte en aquel lugar, no hay registros auténticos de ningún cristiano que muriera en su arena.
Tanto el Coliseo como el Coloso ofrecen lecciones importantes sobre cómo la antigua Roma recordó a sus anteriores emperadores y de cómo el trazado físico de la ciudad se ajustó a los cambios de dinastías y a los cambios de criterios sobre lo que merecía la pena recordar. La simple eliminación solía ser un arma de doble filo. Cuanto más intentara alguien borrar los monumentos de un emperador de la faz de la tierra, más se arriesgaba a atraer la atención de la historia sobre aquello con lo que estaba intentando acabar. Incluso sin su nombre medieval, el anfiteatro Flavio siempre fue susceptible de ser recordado como el monumento que se levantó en el lugar donde estaba el lago de Nerón. El emperador Trajano construyó un amplio conjunto de baños públicos sobre otra parte de la Domus Aurea: estos se recuerdan no por ser un proyecto de Trajano, sino como una construcción que ha preservado los cimientos del palacio de Nerón.
La anécdota del Coloso revela un reajuste aún más complejo a lo largo de los siglos. Hay una considerable controversia sobre los orígenes de la estatua. ¿Se terminó antes de la muerte de Nerón? ¿Estaba destinada a estar colocada en el vestíbulo de su palacio, como muchas personas, pero no todas, han aceptado que sugería Suetonio, el biógrafo de Nerón? ¿Representaba al dios Sol o a Nerón, o a Nerón como dios Sol (quién podría notar la diferencia)? Sin importar cómo comenzara, los escritores romanos hacen referencia a repetidos intentos de adecuar sus imágenes a las nuevas circunstancias. Varios sugieren que, aunque pudieron haber dejado la estatua en ese lugar, la dinastía Flavia hizo verdaderos esfuerzos por eliminar las asociaciones neronianas (quizá cambiando los rasgos faciales de Nerón para hacer los más ambiguos del dios Sol; aunque algunas personas, tenemos entendido, detectaron un parecido con el emperador Tito Flavio).
Adriano trasladó toda la estatua para acercarla al anfiteatro y así tener espacio para su nuevo Templo de Venus y Roma (fomentando así, probablemente, el hermanamiento de la estatua y el edificio). Se dice que el emperador Cómodo tenía un mejor concepto de Nerón y encontró un valor propagandístico al darle al Coloso otra transformación, introduciendo sus propios rasgos en la cara y vistiéndolo como su deidad favorita, Hércules. Pero, con la caída de Cómodo, pronto volvió a ser como un dios sol. La famosa cita de Beda el Venerable en el siglo VIII, «Mientras el Coliseo se mantenga en pie, Roma lo estará, cuando el Coliseo caiga, Roma caerá también», probablemente se refiere a la estatua, no al anfiteatro, como se acepta normalmente (en parte porque es una predicción mejor).
Nerón de Edward Champlin no es una biografía al uso. El principal foco de atención de Champlin se centra en la posterior reputación romana de Nerón: cómo se construyó la actual imagen convencional y cómo se refleja y es debatida en la antigua literatura, en la arquitectura y en la imaginería (incluye varias páginas incisivas sobre el Coloso). El problema que suscita el libro es uno relativamente simple y familiar. La imagen de Nerón presentada por los tres principales relatos antiguos supervivientes de su reinado (los de Tácito, Suetonio y del historiador del siglo III, Dion Casio) son en cierto modo hostiles. Nerón mantuvo relaciones sexuales con su madre, a quien asesinó; mató a su hermanastro, a dos de sus esposas (a la segunda, Popea, de una patada en el estómago cuando estaba embarazada), por no mencionar a un considerable número de la élite romana; bien pudo haber causado el gran incendio de Roma en el año 64 d.C. para ayudar a hacer sitio a su nuevo palacio; su megalomanía llega hasta imaginarse a él mismo como un atleta campeón, un talentoso intérprete teatral y cantante, incluso «un nuevo Apolo». La tradición judía y cristiana concuerda con esto de un modo tranquilizador, pintando a Nerón como un demonio o el anticristo. Con toda seguridad no es una coincidencia que, como muchos han calculado, el equivalente numérico de las letras hebreas que forman «César Nerón» suman 666.
Sin embargo, y aquí es donde surge el problema, si se escarba más allá de la superficie de la tradición, o se mira fuera de los principales relatos históricos, se puede vislumbrar una imagen de Nerón mucho más favorable. Evidentemente, después de la supuesta muerte de Nerón un aluvión de personas intentó sacar provecho de su legado, todavía con vida después de todo, y se proclamaron emperadores. A menos que fueran totalmente ineptos, políticamente hablando, esto sugiere que Nerón disfrutó de un apoyo considerable en algunos sectores. Champlin ha hecho un excelente trabajo al reunir otros ejemplos menos conocidos de la popularidad póstuma del emperador. Menciona la estatua de tamaño mayor al natural erigida en Tralles (actual Aydin), una importante ciudad de Asia Menor, un siglo después de su muerte, y algunos espejos del siglo II decorados con monedas neronianas. Este no es el trato que se le suele dar a un monstruo. Aún más impresionante es la historia del Talmud babilónico, que muestra a Nerón convertido al judaísmo, casado y transformado en el antepasado de uno de los más grandes rabís del siglo II, el rabino Meir. Los cristianos, en ocasiones, pudieron imaginar a Nerón de un modo muy diferente al de anticristo. El historiador y autor de relatos fantásticos del siglo VI John Malalas le otorga el honor de haber ejecutado a Poncio Pilatos: “¿Por qué entregó a nuestro Señor Jesús a los judíos, cuando era un hombre inocente y hacía milagros?”, le preguntó Nerón».
¿Cómo, se pregunta Champlin, podemos justificar estas versiones discordantes? ¿A qué se debe el que algunas personas en la Antigüedad le rindieran «lealtad a una imagen del emperador bastante diferente de la acuñada por nuestras fuentes principales, una imagen que en el fondo le es favorable»? No es el primero en suscitar estas preguntas. Los clasicistas a menudo han estado mucho más preocupados que la mayoría de los historiadores modernos o los analistas políticos por los juicios contradictorios sobre las principales figuras políticas. (Imagine desconcertarse porque hubiera valoraciones muy distintas del mandato de Margaret Thatcher o de la presidencia de Barack Obama.) Ellos también han estado más seguros que la mayoría de poder realizar algún tipo de estudio preciso de la monstruosidad frente a la virtud política. De ahí que haya habido una larga serie de estudios notables que llegan a la nada sorprendente conclusión de que Nerón probablemente no era tan malo como se le pintó en la tradición dominante.
Como hemos visto con Livia (capítulo 13), un cierto número de personas de las que se dice que murieron envenenadas pudieron no haber sido envenenadas en absoluto; y acusar a Nerón de prenderle fuego a la ciudad puede no ser más que la forma de culpar al gobierno en la Antigüedad. Junto a tal chorro de agua fría o de uso del sentido común, el autor ha llegado a la igualmente nada sorprendente propuesta de que el error de Nerón fue el de ofender a las personas equivocadas. Lo más probable es que sus payasadas de adolescente, más su entusiasmo por la vida de la calle, las funciones, los espectáculos, las carreras de caballos, atrajeran enormemente a la masa del pueblo romano, o ese es su argumento. Fue a la élite tradicional a la que no le gustó todo aquello, y quienes se encontraban más cerca de los famosos crímenes que tuvieron lugar en el palacio, y fue la élite tradicional, en general, la que escribió o influenció nuestras corrientes históricas dominantes.
Champlin es más sofisticado. Él enfatiza en varios puntos que no está interesado en rehabilitar a Nerón o en justificar sus acciones. Su interés, declara, está en la construcción de la imagen, no en «si Nerón era un buen hombre o un buen emperador, pero sí en cómo podría verse como tal». Su estudio es, en otras palabras, más historiográfico que minuciosamente histórico. Esto, igualmente, pertenece a una larga tradición intelectual, remontándonos al mundo antiguo. Tácito, reflexionando mucho sobre este asunto, explicó diferentes tratos del mismo reinado como la consecuencia de las ideas políticas de la producción literaria. «Las historias de Tiberio y Calígula, de Claudio y Nerón, fueron falsificadas mientras estuvieron vivos por cobardía; después de sus muertes fueron escritas bajo la influencia de los aún existentes odios virulentos.» En otras palabras, no se podría confiar ni en un relato contemporáneo ni en uno posterior.
Hay algo de razón en este simple análisis, al menos en lo que concierne a los relatos posteriores (descartar alabanzas contemporáneas como «adulación» es en sí mismo un producto de «los aún existentes odios virulentos»). Con cada nuevo reinado, e incluso más con una nueva dinastía, lo habitual era ver cómo los historiadores de élite, hasta el aparentemente inflexible Tácito (capítulo 17), se apresuraban a distanciarse del gobernante anterior denunciando sus villanías de forma sincera o inventándoselas de un modo astuto. El final del reinado de Nerón debe de haber visto precisamente ese tipo de reajuste como el escogido por la nueva ortodoxia Flavia para justificar la caída del monstruo basándose en su monstruosidad.
Esto no puede, sin embargo, explicar enteramente la discordancia entre las diferentes imágenes de Nerón, lo que no divide de una manera satisfactoria en líneas cronológicas. Champlin argumenta que la tradición dominante ha malinterpretado o tergiversado constantemente el propósito y la lógica del comportamiento de Nerón. No se trata de, como pudo haber sido con Calígula (capítulo 14), pasar por alto los propósitos políticos serios detrás de algunas de las locuras del emperador. En el caso de Nerón, argumenta Champlin, tanto los historiadores antiguos como los modernos han fallado en ver el ingenio y el humor astuto que subyacía tras algunos de sus excesos más notorios. Así, por ejemplo, su juego de disfrazarse como un animal salvaje y entonces, como dio a conocer Suetonio, atacar las partes privadas de hombres y mujeres que permanecían atados a estacas, para Champlin «no es (o no solo es) el capricho de un tirano demente». Los historiadores que censuran abiertamente la obscenidad del juego no se han dado cuenta de que esta «burla o broma pesada» es una interpretación supuestamente artística del castigo legal habitual llamado damnatio ad bestias, en el que criminales atados eran expuestos, a menudo desnudos, al ataque de bestias salvajes.
De un modo parecido, algunas de las acciones más horrorosas que normalmente se le atribuyen a Nerón, tales como las de dar patadas a su mujer embarazada hasta la muerte, sugiere Champlin que pueden ser el resultado de los intentos del emperador de contar sucesos accidentales como una réplica elaborada de historia antigua y mito. Con la muerte de Popea, pudo haber encontrado la ocasión ideal de asignarse a sí mismo el papel del nuevo Periandro, el tirano semilegendario de Corinto del siglo VII a.C., que engrandeció su ciudad pero que también mató a su esposa embarazada de una patada. Presentándose como un mítico héroe griego (Nerón también sacó provecho de Orestes y Edipo) reveló «una concepción nueva y audaz del poder de Roma». No fue culpa suya realmente si el simbolismo se llegó a interpretar demasiado literalmente. Esto es menos tonto de lo que parece. Champlin tiene un buen ojo para los paralelismos entre la historia neroniana y la herencia mítica de la cultura grecorromana, aunque estos paralelismos, en mi opinión, es más probable que sean el resultado del marco interpretativo consciente o inconsciente de los historiadores de élite que de cualquier campaña de relaciones públicas del propio Nerón (es decir, no es que Nerón tuviera la intención de vincularse a Periandro, sino que más bien los eruditos historiadores que escribieron sobre la muerte de Popea tenían en mente las acciones del tirano griego mientras escribían).
Hay mucho más en el libro que es fruto del análisis detallado y sagaz. Champlin es excelente, por ejemplo, en las diversas formas de celebraciones triunfales o seudotriunfales en el reinado de Nerón, especialmente el «triunfo» por las victorias atléticas del emperador en Grecia, en las que se supone que ha mezclado una ceremonia tradicional militar romana con la ceremonia griega del regreso del atleta victorioso. Y sin embargo, en términos generales, las propuestas de Champlin plantean más problemas de los que resuelven. En particular, al intentar exponer la lógica y el propósito de las acciones de Nerón, se siente atraído cada vez más, y quizá inevitablemente, hacia esas cuestiones sobre el comportamiento de emperador «real» que tenía la intención de evitar. En el transcurso del libro, la historia de una clase bastante más estricta triunfa contundentemente sobre la historiografía. Hasta tal punto que repetidamente encontramos a Champlin emitiendo juicios sobre la verdad y la falsedad, los aciertos y los errores de los presuntos crímenes de Nerón.
¿El asesinato de Popea? No importa el precedente de Periandro, el veredicto aquí es el de inocente (o al menos homicidio involuntario: «un trágico incidente doméstico: una esposa molesta da la tabarra a su marido, quizá él ha tenido un mal día en las carreras»). ¿Delito por incendio provocado en la quema de Roma? Culpable. Esto fue, entre otras cosas, parte de una trama urdida para personificarse como el nuevo Camilo, el héroe que restableció Roma después del saqueo de los galos en el año 390 a.C. Y así sucesivamente. En el capítulo final, Champlin evalúa el Nerón «que ha surgido en las páginas precedentes»: «Cualesquiera que fueran las muchas faltas como emperador y como ser humano que haya podido tener, fue un hombre de talento considerable, gran ingenio de ilimitada energía». Prácticamente lo mismo se podría decir de Jesús, Nelson o Stalin.
Hay, sin embargo, una cuestión mayor planteada por el Nerón de Champlin y por cualquier estudio biográfico, antiguo o moderno, de un emperador romano: ¿cuánta influencia tenía un gobernante en particular en el más amplio desarrollo de la historia de Roma? Los biógrafos imperiales están profesionalmente comprometidos con la idea de que el emperador es crucial, y Champlin se esmera en demostrar que había un programa importante en activo durante este reinado que puede tener su origen en el propio Nerón. Este enfoque estaría, sin duda, apoyado por los comentarios de Tácito sobre la influencia en el cambio de gobernantes (el temor y la adulación que provocaban), en el diseño de la composición de la historia de Roma. Pero Tácito también podría haber servido para apoyar casi exactamente la postura opuesta, es decir, que mientras se utilizaran las palabras adecuadas, las alabanzas y la culpa se repartieran en los sectores esperados, todo podría continuar como siempre de reinado en reinado, sin importar quién estuviera en el trono. Aun si alguien hubiera sido un aliado de la élite del último emperador, lo único que hacía falta era alguna denuncia bien elaborada del régimen anterior para mantener su lugar en la nueva jerarquía.
Ese, después de todo, es el mensaje de la historia del gran Coloso. Es cierto, algunos reajustes menores habrían sido necesarios de cuando en cuando, pero esencialmente esta fue una estatua de o para Nerón que perduró a lo largo del régimen imperial y que podría usarse para simbolizar el poder de cualquier emperador, tanto bueno como malo.
Revisión de Nerón, de Edward Champlin (Ediciones Turner, 2006).