Cuando Edmund Bolton declaró en 1624 que Stonehenge había sido construido como la tumba de Boadicea estaba resolviendo, de un solo golpe, dos de las cuestiones arqueológicas claves de su época: qué demonios era el enorme círculo de piedras de las llanuras de Salisbury y dónde habían sido depositados los restos de la famosa rebelde inglesa tras su derrota y (según el historiador romano Dion Casio) su «costoso entierro». La simple y atractiva hipótesis de Bolton se mantuvo durante más de un siglo. Incluso todavía en el año 1790, Edward Barnard, al escribir su New, Comprehensive, Impartial and Complete History of England, aún consideraba la posibilidad de que Stonehenge fue levantado como «monumento conmemorativo al heroísmo de Boadicea».
Sin embargo, muy pronto aparecieron otras opciones que comenzaron a parecer más atractivas, aunque no plausibles. Sin importar el cambio de opiniones sobre la fecha y cometido de Stonehenge, una serie de seguidores rivales reclamaron que continuara siendo el lugar donde descansan los restos de Boadicea. Una historia del siglo XIX la sitúa enterrada en Gop Hill, en la ciudad de Flintshire (donde se habían producido apariciones de su fantasmal carruaje). Una antigua teoría, también mencionada por Bernard, ubica su tumba en un pequeño túmulo en Parliament Hill Fields, en Londres, una idea que no sobrevivió a unas excavaciones a gran escala del lugar realizadas en la década de 1890 y el sorprendente descubrimiento de que pertenecían a la Edad de Bronce, siglos antes de la época de Boadicea. Pero Londres posee otras posibles ubicaciones que ofrecer. Hay quienes piensan, incluso hoy día, que sus restos reposan en algún lugar bajo el Andén 8 de King’s Cross Station.
Ya desde Polydore Vergil, en el siglo XVI, la reina británica que se rebeló contra la ocupación romana en el año 60 (o 61) d.C. ha sido objeto de detallados estudios académicos, desde las causas y los objetivos de su rebelión, hasta las consecuencias del levantamiento, pasando por la localización no solo de su tumba sino también de sus grandes batallas o la forma correcta de deletrear su nombre (una extraña obsesión académica, ya que la única certeza en toda esta historia es que Boadicea/Boudic(c)a no sabía ni leer ni escribir, y mucho menos deletrear). La razón de este intenso debate se debe sobre todo a un afán nacionalista, pero también a la existencia de dos versiones antiguas muy sentimentales (una de Tácito y otra de Dion Casio) que evocan una maravillosa imagen de esta guerrera amazónica, pero que difieren entre sí en toda clase de detalles importantes. Dion, por ejemplo, tiene a su «Boudouika», que no es una de las grafías más favorecidas en la actualidad, que reacciona principalmente frente a la explotación económica de la dominación romana, y en particular a los ruinosos efectos causados por el filósofo Séneca reclamando los grandes préstamos que había hecho a los isleños (en el mundo antiguo la filosofía estoica no era un impedimento para la usura). Tácito, por el contrario, sugiere que la rebelión fue provocada por el azotamiento de Bouducca/Boodicia (existen diferencias en las lecturas de los manuscritos) y la violación de sus hijas tras la muerte de su esposo, el rey Prasutagus de los icenos, un personaje y una tribu no mencionados por Dion. La reina de Tácito se suicida con veneno tras una serie de batallas en las que mueren ochenta mil de sus hombres, frente a solo cuatrocientos romanos. La de Dion es una obra bastante desagradable (la mayor atrocidad del ejército de Boadicea es cortar el pecho de las mujeres romanas y cosérselos en la boca «para que pareciera que las víctimas estaban comiéndoselos»); pero su versión de la batalla final es algo más reñida y la muerte de la reina, antes de ese «costoso entierro», se debe a una enfermedad y no a un suicidio. No es de extrañar que durante siglos historiadores y arqueólogos hayan tratado de llegar al fondo de la historia.
En sus estudios de la tradición de la reina rebelde, Richard Hingley y Christina Unwin relatan con gran entusiasmo una de las más extraordinarias historias modernas de Boadicea. Antes de la identificación en firme de los lugares conocidos como Camolodunum y Verulamium (según Tácito destruidos en la revuelta) con Colchester y St Albans, el escenario principal del conflicto varía ampliamente alrededor de las islas británicas. El mismísimo Polydore Vergil pensaba que «Voadicia» (otra de las grafías que se descartó) era una chica de Northumberland y que Camolodunum era el nombre romano de Doncaster o Pontefract. Casi al mismo tiempo, Hector Boece en sus Chronicles of Scotland situó la historia incluso más al norte. Su Camolodunum estaba en algún lugar cerca de Falkirk y reconstruyó dos generaciones de Boadicea: «Voada», la viuda de Arviragus, que se suicidó después de ser derrotada en el combate; y sus hijas, a una de las cuales obligaron a casarse con el romano que la había violado, y la otra, «Vodicia», que continuó la lucha y cayó en combate. No fue hasta la obra de William Camden (1551-1623) cuando la rebelión se situó definitivamente en el sur, de nuevo en St Albans (identificado de forma correcta) y Maldon en Essex (incorrectamente). Pero incluso él defendía el mito de que las monedas de Boadicea sobrevivieron. Hoy en día se sabe que se trata de monedas de un jefe de la Edad de Hierro mucho menos glamuroso, Bodvoc, de lo que hoy en día es Gloucestershire.
Es fácil presumir de estos sumamente imprecisos intentos por verificar la historia de Boadicea. Y tanto Hingley como Unwin lo son a veces: aunque dejan escapar a Polydore Vergil con solo una reprimenda menor («él escribía en una época anterior al desarrollo en Gran Bretaña de un interés serio por los monumentos antiguos y sus fallos hay que tenerlos en cuenta dentro de ese contexto»), tienden por lo general a tratar la arqueología moderna («excavación minuciosa») como si pudiera ofrecer auténticas respuestas que contrasten los lamentables errores del pasado. De hecho, sus minuciosos detalles dificultan ese optimismo, ya que revelan con devastadora claridad que, a pesar de todos sus avances científicos, los arqueólogos modernos no han progresado mucho más que sus predecesores en el estudio de Boadicea, tanto los recientes como los más antiguos.
A decir verdad, aún queda un buen número de restos arqueológicos que han sido asociados con la rebelión. Se dice que los cráneos de Walbrook, actualmente expuestos en el Museo de Londres, pertenecieron a algunas de las víctimas romanas de Boadicea. Se cree que la lápida de un soldado de caballería romano, Longinus Sdapeze, en Colchester, fue estropeada por los rebeldes. Un enorme recinto encontrado recientemente en Thetford ha sido bautizado por los arqueólogos locales como el «palacio de Boudica». Pero, como Hingley y Unwin deben señalar en reiteradas ocasiones, nada de esto es suficiente. Los cráneos, cuya antigüedad no se puede determinar con precisión, probablemente se deban a una larga tradición de depositar estos objetos en el arroyo. La lápida en realidad fue estropeada por los arqueólogos que excavaron en el lugar en los años veinte (recientemente se han recuperado las partes que se habían perdido). Y el majestuoso lugar al que llamaron «palacio» no es más que otra de las numerosas estructuras de similares características del este de Inglaterra cuya función es un tema de debate aún abierto. Aunque se quieran asignar más hallazgos al período «boudicaniano», solo existe una única pieza de clara evidencia arqueológica de la rebelión. Continúa siendo algo impresionante, pues se trata de una espesa capa de destrucción (de treinta a sesenta centímetros) de color rojo y negro en Londres y Colchester, y en menor medida en St Albans, que es el residuo del incendio de los asentamientos romanos y el posterior derrumbe de sus edificios.
Por supuesto, la evidencia arqueológica resulta bastante difícil de unir con eventos históricos determinados. Más concretamente, quizá, el amplio trasfondo de la Edad de Hierro prerromana de la rebelión, que nos podría dar alguna indicación más clara sobre los objetivos y las motivaciones de los rebeldes, sigue siendo también muy vagamente comprendido. Se han producido una serie de recientes pretensiones de «revolución» en nuestro conocimiento de este período («la tardía Edad de Hierro prerromana», o LPRIA, en inglés, como se la conoce en el gremio). Hingley y Unwin son bastante optimistas sobre el posible equilibrio que los recientes trabajos arqueológicos pueden ofrecer de la antigua imagen que aparecía en los libros de texto de tribus de «bárbaros primitivos» esperando inocentemente los «regalos de paz y civilización» que los romanos les llevaron (o las penalidades de la esclavitud y de la explotación económica, dependiendo del punto de vista). Existen indicios que demuestran que el mundo de Boadicea era un poco más complicado, con lugares abiertos al exterior, y relaciones sociales, comerciales y políticas con distintas culturas a través del canal de la Mancha.
Pero ¿para qué sirven esos indicios? El primer capítulo de Hingley y Unwin en Boudica es acertado en su aproximación a la Edad de Hierro, pero su sincero y contenido relato expone lo poco que sabemos aún. Que «la sociedad de la Edad de Hierro se caracterizaba por estar dividida en comunidades que vivían en asentamientos de distintos tamaños» no es, imagino, una conclusión que pueda sorprender a muchos lectores. Ni la idea de que «los carros eran probablemente el medio de transporte más común». Al mismo tiempo, la «revolución» en los estudios de la Edad de Hierro no ha hecho más que una mera incursión en muchas de las antiguas controversias e incertidumbres. Incluso tras décadas de excavaciones, todavía no sabemos para qué servían las características fortalezas de la Edad de Hierro (como el Maiden Castle de Dorset). ¿Eran principalmente lugares para almacenar la riqueza y los excedentes agrícolas de la comunidad? ¿O eran viviendas para usar a largo plazo o solo en tiempos de guerra? ¿Y por qué no se encontraron en ciertas partes del país (aunque probablemente disponían de colinas disponibles)?
Estas dudas tienen un serio impacto en nuestra comprensión de Boadicea. Incluso la afirmación directa, lanzada por Tácito, de que era la viuda de Prasutagus, el rey de la tribu de los icenos, es mucho menos evidente de lo que parece. Por ejemplo, ¿qué tribu era esa? Aunque se tiende a dar por hecho que los «grupos tribales» son la principal formación social en la Bretaña prerromana, y aunque estamos acostumbrados a ver un mapa de las islas británicas claramente dividido en diferentes sectores tribales (los cantii, en Kent, los silures al sur de Gales, y algunos otros), una vez más las pruebas son sumamente frágiles. Para empezar, la mayoría de los nombres de las tribus constan solo en el último período romano (como los títulos de las regiones del gobierno provincial).
Cuando Julio César invadió Gran Bretaña un siglo antes de la rebelión de Boadicea, la única «tribu» mencionada en su autobiografía de la que hemos oído más tarde es la de los trinovantes (de Essex). Las otras que aparecen en su lista, «cenimagni, segontiaci, ancalites, bibroci y cassi», son un completo misterio para nosotros, a menos que los cenimagni sean una versión distorsionada de los icenos (o viceversa). Además, las esferas de la influencia tribal que forman las bases del mapa solo se deducen a partir de la propagación de diferentes tipos de monedas de la Edad de Hierro. Estas monedas no mencionan regularmente ninguna afiliación tribal, aunque a veces incluyen el nombre de un «rey», que a veces puede, aceptablemente o no, ser asociado a un nombre conocido de la literatura. Si la mano, y el nombre, de Prasutagus está detrás de las monedas encontradas en el Anglia Oriental y en las que se lee «Subriiprasto» (si eso es lo que realmente dice) es francamente una incógnita. En resumen, las pruebas encontradas sobre estas tribus «primitivas» británicas apoyan igual de fácilmente la idea de que eran en gran medida una obra posterior de los romanos, un mecanismo del gobierno provincial tal vez (o tal vez no) basado vagamente en algunos grupos preexistentes, aunque menos definidos. «Boadicea, la viuda del rey Prasutagus de la tribu de los icenos» es en casi todos los sentidos una creación romana. Como era de esperar, este vacío evidente se ha ido llenando durante siglos con recreaciones ficticias de la reina. Hingley y Unwin han reunido una buena selección: desde la terrorífica Bonduca de John Fletcher (una obra representada por primera vez en el siglo XVII), pasando por la visión imperial de la reina de Thomas Thornycroft en su estatua cerca del puente de Westminster («me gusta pensar que está avanzando hacia el parlamento», como decía Fay Welton, «... pero me temo que está atascada allí donde está»), a una serie de novelas modernas, sitios web, exposiciones en museos y documentales de televisión (generalmente horribles). Por desgracia, sin embargo, no dicen nada sobre el tratamiento literario más importante de la rebelión (importante en longitud al menos): la cuarta novela del ciclo de Boudica de Manda Scott.
Este es un truco del que no prescinde la Boudica de Vanessa Collingridge. Descrita en la cubierta como una «biografía rompedora», es en realidad una búsqueda poco exhaustiva bastante más atrevida y bastante menos fiable sobre la misma base cubierta por Hingley y Unwin: el trasfondo de la Edad de Hierro respecto a la rebelión, la escasa evidencia de lo que pasó, además de un buen negocio basado en la fascinante vida después de la muerte de la reina rebelde (aquí no existe mucha biografía»). Collingridge parece haber hecho muchas de sus investigaciones mediante llamadas telefónicas o viajando por todo el país y hablando con «expertos». Richard Hingley fue una de esas fuentes («“Es una parte del país muy hermosa en la que trabajar”, susurró el arqueólogo, Richard Hingley, mientras caminábamos por el campus de la Universidad de Durham. Había hecho un viaje en tren de tres horas para entrevistarlo...»); también lo fue el director del Fideicomiso Arqueológico de Colchester («“Estoy completamente convencido de que hubo alguien llamado Boudica”, me comentó Philip Crummy en una de nuestras largas conversaciones telefónicas...»); y como también lo fue Manda Scott. Como declaró Collingridge, al menos, Scott parece una especie de chiflada: «ahora practica y enseña el sueño chamánico y la espiritualidad» y «cree con firmeza que su don le fue otorgado por los espíritus»: «Les pregunté “¿qué queréis de mí?” y la respuesta que recibí fue que escribiera estos libros sobre Boudica. Tratan de toda la cultura y el espíritu del final de la Edad de Hierro que debe representar la cúspide de la espiritualidad indígena británica, que luego se detuvo con los romanos».
Dicha esta advertencia, la obra de Manda Scott Boudica: el sueño del sabueso, el tercer volumen de su serie, resulta ser un soplo de aire fresco (o al menos los espíritus fueron lo suficientemente sensatos como para elegir a alguien que supiera escribir). A pesar del irritante tono New Age, el libro constituye una versión atractiva y a veces conmovedora de los primeros años de ocupación romana. «La Boudica» («la portadora de la victoria»), nombre real de «Breaca», por primera vez en la serie conoce a su esposo en la historia, Prasutagus (su verdadero nombre era «Tagos»; el «Prasu» fue añadido para impresionar al gobernador romano); la historia sigue desde la muerte del rey hasta los azotes de la propia Breaca y la violación de sus hijas. Tagos está particularmente bien descrito: un colaborador laborioso de las fuerzas de ocupación, que imita vergonzosamente los modales romanos (sus guardaespaldas habían tomado nombres romanos y sirve vino durante la cena). A medida que transcurre la historia, trata de averiguar el alcance de la corrupción romana, especialmente cuando el nuevo e inflexible procurador hace su aparición y Séneca reclama sus préstamos, y al final muere durante una refriega con unos mercaderes de esclavos. Pero Scott resulta también excelente evocando las complejas relaciones entre los romanos y los nativos que deben haber marcado, no menos que cualquier otro, el encuentro con el Imperial Romano; incluso hay un pequeño papel para Longinus Sdapeze, el de la lápida (no) rota. Este es un mundo en el que los romanos y los británicos se mezclan y dependen los unos de los otros, y resulta difícil estar seguro del bando al que pertenece cada uno. Pero incluso si son un puñado de romanos buenos o nativos malos, no hay duda del lado en el que tiene intención de estar el lector. Aunque yo no estoy tan seguro. Scott hace que sea imposible respaldar a los romanos, quienes, como fuerza de ocupación, violan, roban y explotan. Pero al mismo tiempo las rarezas chamanísticas de Breaca (aparte de unos terribles actos de violencia, cuando son necesarios) solo confirmaron mi punto de vista de que la vida en Gran Bretaña bajo la dominación de los rebeldes, si hubieran tenido éxito, tampoco habría sido mucho más divertida. A menudo, hasta los rebeldes más encantadores son tan desagradables, bajo la superficie, como los tiranos imperialistas.
Revisión de Richard Hingley y Christina Unwin, Boudica: Iron Age Warrior Queen (Hambledon, 2005); Vanessa Collingridge, Boudica (Ebury Press, 2005); Manda Scott, Boudica: el sueño del sabueso (Edhasa, 2007).