El emperador Nerón murió el 9 de junio del 68 d.C. El Senado había declarado el cese de su apoyo a este, y sus sirvientes y guardia personal fueron desertando rápidamente. El emperador se dirigió a la villa de campo de uno de los sirvientes que aún le era fiel y allí se suicidó para evitar su ejecución. Esteta hasta el final, insistió en que se buscara mármol para erigir un monumento que le hiciera justicia, e incluso mientras se entretenía en elegir el arma suicida repitió sus últimas y célebres palabras: «Qualix artifex pereo» («qué gran artista muere conmigo»), intercaladas con apropiadas y emotivas citas de la Ilíada de Homero. O eso cuenta la historia.
Sea cual fuere la popularidad de Nerón entre los estamentos más bajos, ya en el año 68 la opinión de la élite era de tal descontento que casi todos los comandantes de ejército y gobernadores de provincia tenían a un candidato alternativo para el trono imperial, o albergaban la ambición de ocupar el puesto ellos mismos. Se presentaron cuatro contendientes sucesivamente. Galba, el anciano gobernador de Hispania, había sido aclamado como emperador antes de la muerte de Nerón. Llegó a la capital en algún momento del otoño del 68, y fue asesinado a mediados de enero del 69 durante un golpe de Estado que le permitió a Otón, uno de sus seguidores descontentos, acceder al trono. Pero Otón tampoco duró mucho: fue derrotado por las fuerzas de Vitelio, gobernador de la Germania Inferior. Este también fue aplastado unos meses después, en el otoño del 69, por una coalición que respaldaba a Tito Flavio Vespasiano, el general que había dirigido las campañas de Roma contra los judíos. La propaganda de Vespasiano insistió en que había alcanzado el trono contra su voluntad, por el urgente deseo de sus tropas y con el sentido del deber de evitar que el país continuara sumido en más masacres. Es mucho más probable que todo fuera una brillante estratagema: Vespasiano aguardó su momento mientras el resto de contendientes peleaba entre sí, para después entrar en escena y «salvar al Estado». De cualquier manera, el resultado fue una nueva dinastía imperial: la de los Flavios.
«El año de los cuatro emperadores», llamado así eufemísticamente en los escritos modernos para evitar el término «guerra civil», supone un punto de inflexión crucial en la historia de Roma. Nerón fue el último de la dinastía Julio-Claudia. Con él no solo murió un artista, sino la idea misma de que la reivindicación del poder imperial podía ser legitimada por la conexión genealógica directa o indirecta con el primer emperador. Las propias disposiciones de Augusto para su sucesión fueron un punto débil en su mandato. Durante el resto de la historia del Imperio, lo que hacía a un emperador, o lo que le daba a un candidato a la toga púrpura una ventaja sobre el resto, sería objeto de disputas más intensas si cabe. Como Tácito observó con astucia, se pasó por alto un hecho crucial durante los conflictos entre las tropas de los gobernadores provinciales rivales en el 68 y el 69 d.C.: podía surgir un emperador fuera de Roma.
Parece que el primero de los cuatro contendientes presentó una imagen muy distinta de la de Nerón: contaba con el favor de sus partidarios aristócratas. Galba tenía ya más de 70 años cuando reclamó el trono desde Hispania; Nerón, en cambio, tenía tan solo 31 cuando murió. Galba no era un hombre con preocupaciones artísticas, famoso y admirado por el pueblo; sino un ciudadano experimentado y conscientemente chapado a la antigua. Tenía la clase de defectos físicos (incluyendo una hernia particularmente desagradable que precisaba un braguero) que podrían considerarse signos distintivos entre aquellos que valoraban, con todo lo bueno y lo malo, el particular estilo de liderazgo político republicano, eficaz incluso sin tener en cuenta opiniones ajenas. También fue famoso por su prudencia en temas económicos. Nerón y sus asesores habían adoptado con descaro un modelo financiero basado en el gasto desmedido, pero Galba parece que fue firme con el gasto público desde el principio, negándose incluso a pagar al ejército los beneficios que esperaban, lo cual mermó su imagen pública. Esta habría sido una política sensata a largo plazo, pero a corto plazo supuso un fracaso desastroso: la prudencia se interpretó, puede que con acierto, como tacañería; en cuanto tuvieron la ocasión, las tropas de Galba desertaron para unirse a Otón, movidas por sus promesas de pagas extra.
En otros aspectos, sin embargo, Galba no fue tan distinto de Nerón. Reivindicaba un linaje no menos distinguido. El árbol familiar, pintado en los muros del atrio de su casa, como era costumbre romana, partía de Júpiter en un lado y Pasífae, esposa del rey Minos y madre del Minotauro, en el otro (esto último era un tema más arriesgado, dadas las excentricidades sexuales de la leyenda). Sin duda debió de verse como una unión muy conveniente, a la altura de las pretensiones de la familia Julio-Claudia, que decían ser descendientes de Venus por su hijo Eneas. Pero, si bien el pasado ancestral de Galba era lo suficientemente glorioso, su línea sucesoria era más incierta: al igual que Nerón, no tenía descendientes vivos. Para solucionar esta cuestión, al enterarse del levantamiento de Vitelio en Germania (todavía no se había percatado de que el peligro más inminente lo tenía en casa, con Otón) adoptó el 10 de enero del 69 a un joven aristócrata para que fuera su sucesor: Lucio Calpurnio Pisón Frugi Liciniano. Pisón sería asesinado cinco días más tarde, junto con Galba.
La adopción de Pisón supone el primer gran evento de la obra de Tácito Historias, que comienza a principios del año 69, y aunque se ha perdido mucho del manuscrito, originalmente narraba la historia del Imperio romano hasta el final del reinado de Domiciano en el 96, con el que se terminó la dinastía Flavia. Tácito es considerado hoy en día el más perspicaz, neutral y cínico de los analistas antiguos que trataron el poder político en Roma, aunque hay pocas pruebas que demuestren que sus libros fueran ampliamente leídos en la Edad Antigua (y muchas que sugieren lo contrario). Nacido en torno al 56 d.C., hizo carrera como senador durante el gobierno de los emperadores, a los que más tarde criticaría, y parece que se centró en la historia a finales de los 90. Tras una serie de monografías cortas (incluyendo una biografía que aún se conserva sobre su suegro, Agrícola, que fue gobernador de Britania) trabajó en la primera década del siglo II en Historias, obra más sustanciosa y con varios volúmenes. O al menos eso podemos deducir por las cartas del famoso Plinio el Joven, quien fue testigo de la erupción del volcán Vesubio en el 79. Estas cartas fueron escritas a Tácito en algún momento de los años 106 o 107, cuando supuestamente Tácito estaba recopilando información para esa parte de su narración. Tras Historias se embarcó en otro proyecto ahora conocido como los Anales (los dos títulos son del Renacimiento), que trata un período anterior que abarca desde la muerte de Augusto en el 14 d.C. hasta un punto alrededor de la muerte de Nerón. No sabemos hasta dónde se narra debido a que el final, junto con otras partes, no se ha conservado; también podría ser que Tácito no viviera lo suficiente para poder terminar su obra.
Los Anales han acaparado en el pasado reciente más atención que las Historias, siendo el texto clave en la mayoría de estudios sobre la retórica de la historiografía en Roma y para intentar entender la esencia de la autocracia imperial, tanto en cultura como en política. Incluso Roland Barthes, que rara vez se ocupaba de la Antigüedad clásica, escribió un artículo corto titulado «Tacitus and the Funerary Baroque», donde analiza escenas de asesinatos y suicidios en los Anales y expone el mundo visto por Tácito, en el que el acto de morir es visto como el único vestigio de humanidad que le queda al hombre libre que vive bajo la tiranía del Imperio (el manuscrito original de esta joya, de cinco páginas, se puso a la venta no hace mucho por 2.500 dólares). Entre los libros y artículos publicados por expertos clasicistas, hay diez sobre los Anales por cada uno que trata las Historias.
Existe esta desigualdad por muchos motivos. En primer lugar, aunque ninguna de las dos obras se ha conservado íntegra, nos ha llegado mucho menos de las Historias: apenas los primeros cuatro libros de un total de doce o catorce (comparado con los aproximadamente nueve de un total de dieciséis o dieciocho que se conservan de los Anales). En segundo lugar, esos cuatro libros de las Historias cubren solo los dos primeros años del período elegido por Tácito, el 69 y el 70, y se centran mucho más en la lucha brutal pero extremadamente compleja, con sus conflictos internos, de una serie de emperadores secundarios que, como individuos, no dejaron una huella significativa en la historia, la política y la cultura romanas. Para muchos lectores ha sido imposible no lamentarse por la pérdida de los últimos y presumiblemente más sustanciosos libros sobre el reinado del monstruo que fue Domiciano. Al mismo tiempo, ha sido difícil no preferir los Anales, con un plantel repleto de populares héroes y villanos del período de la dinastía Julio-Claudia e inolvidables escenas de asesinato, terror y (como apuntó Barthes) frecuentes muertes: el asesinato por envenenamiento o magia del carismático príncipe Germánico; el intento fallido de Nerón de deshacerse de su manipuladora madre en un bote que trató de hundir; el melodramático suicidio de Séneca, al estilo de Sócrates, tras haber sido descubierto conspirando contra el emperador. En tercer lugar, el consenso que existe al afirmar que los Anales es la obra cumbre y más distintiva de Tácito. En este sentido, las Historias representan solo un paso más en la carrera que Tácito haría como escritor; hay que leer los Anales para experimentar a Tácito de verdad. Los extremos tan característicos a los que lleva el lenguaje, los extravagantes neologismos, los insidiosos juegos de palabras y el abandono de la sintaxis alcanzan indudablemente su punto culminante al final de su obra. Aquí es donde presenciamos su intento más osado de encontrar una nueva lengua latina, con la que analizar la corrupción y desintegración de la moral que proclamaba la autocracia imperial. Esto es lo que hace de los Anales una obra tan desafiante y perturbadora. Pero también hay que admitir que es muy difícil de leer, incluso más que Tucídides (capítulo 3): pretender que estudiantes con dos o tres años de latín lean los Anales es como darle Finnegans Wake a un hablante no nativo de inglés que tenga solo un certificado básico de esta lengua.
Pero esta relativa desatención por las Historias es injusta. Incluso la primera y aparentemente insustancial línea del primer libro («Servirá de inicio a mi obra el consulado de Servio Galba, por segunda vez, y de Tito Vinio») presenta ambigüedades significativas y plantea preguntas importantes sobre la naturaleza del régimen imperial. Varios críticos modernos se han preguntado el porqué de esta elección de Tácito: ¿por qué comenzar su narración con el 1 de enero del 69 (el nuevo cónsul asumió su cargo a principios del nuevo año), cuando el cambio político crucial se produjo con seguridad en junio del 68, con la muerte de Nerón y el fin de la dinastía Julio-Claudia? Esa era precisamente la intención de Tácito. Al ir describiendo (como hace en otras ocasiones tanto en las Historias como en los Anales) el marco en el que se encuadraba el antiguo año consular de la República, Tácito recalca la tensión que existía entre la tradición romana y la realidad política del sistema imperial: los mandatos de los emperadores no eran compatibles con los modelos en los que se basaba la República, que dieron a los romanos el duradero sistema mediante el que contaban el paso del tiempo («el año en el que X e Y fueron cónsules»). En otras palabras: la autocracia acabó con los mismísimos cimientos de la época romana. Pero hay también en esta frase otros indicios que adelantan temas importantes tratados en el libro. La referencia casual y casi formularia al hecho de que es el segundo consulado de Galba ciertamente incita al lector a preguntarse por el primero. De hecho, el primero sucedió una generación antes, en el 33 d.C., con el sucesor de Augusto, el emperador Tiberio. Galba, como sugiere la frase inicial, era un hombre que pertenecía literalmente al pasado; uno de los problemas durante las primeras semanas del 69 fue que el que ocupa el trono imperial era un inexperto cuyo tiempo ya había pasado.
Un aspecto incluso más suculento de la historia narrada por Tácito se encuentra en la escena de la adopción de Pisón, donde pone en boca de Galba un largo discurso en el que justifica no solo la elección de su sucesor, sino el propio método de adopción como un medio para encontrar un heredero al trono. Es un discurso marcado por frases de moral elevada que muestran una responsabilidad patriótica. Galba elogia el gran linaje de Pisón, que se remonta a la República «libre», y hace hincapié en su impecable trayectoria hasta la fecha. Lamenta que restaurar el gobierno democrático tradicional ya no sea una opción viable; sin embargo, a falta de esto, argumenta que la adopción es lo más apropiado, pues permite a un gobernante elegir libremente al hombre que mejor dirigirá el Estado. Muchos críticos han encontrado en este discurso una clara referencia a eventos posteriores de la historia de Roma. Porque en el 97, cuando seguramente Tácito ya se encontraba trabajando en sus Historias, el anciano emperador Nerva (quien había sucedido al asesinado Domiciano), anodino y sin hijos, adoptó a Trajano como su sucesor, sin duda apelando a argumentos similares. Pero si el discurso pretendía ser un cumplido a Nerva y Trajano, este tenía un doble filo. Como señala Cynthia Damon en su edición de las Histories I, bajo los nobles sentimientos nos encontramos con que el Galba de Tácito acaba haciendo casi todo mal. Lejos de haber consenso como él dice, tras su elección, es la adopción de Pisón la que finalmente lleva a Otón a actuar. Al afirmar que el hecho de que no tenga hijos es lo que merma su popularidad, muestra su indiferencia ante las quejas de los soldados que demandaban sus pagas extra. Y su idea de que el trasfondo aristocrático de Pisón y la impecable trayectoria de este suponían un bagaje suficiente para gobernar el Imperio es de lo más ingenua. Además, Pisón daba esa impresión solo porque había sido exiliado bajo el mandato de Nerón, no había tomado partido en la política de Roma y difícilmente tuvo la oportunidad de equivocarse; y sus nobles antepasados (como se le hace ver a Galba) incluían a Pompeyo el Grande, cuya derrota por Julio César durante la guerra civil de la década de 40 d.C. anunciaba la llegada de la ley dictada por un solo hombre.
La escena de la adopción, en otras palabras, supone el comienzo increíblemente sugestivo de una narrativa cuyos siguientes compases se centrarán principalmente en la sucesión imperial. Si se ahonda un poco en el discurso de Galba (Pisón no dice nada significativo), surgen muchos de los dilemas de la sucesión: no solo a quién elegir, sino también cómo, y qué argumentos podrían ser válidos a la hora de escoger al hombre que gobernará el mundo. Es un conjunto de dilemas, recogido algunos capítulos después en el análisis más famoso de Tácito sobre la carrera de Galba: «Omnium consensu capax imperii nisi imperasset» («hubiera sido considerado digno de gobernar si no hubiese gobernado»). Más adelante en la narración del 69 de Tácito, los dilemas se presentan de forma más terrible con la abominable masacre de los ciudadanos de Cremona que quedan atrapados entre el fuego cruzado de los campamentos rivales. Incluso los emperadores que tuvieron un papel secundario causaron estragos.
Algunos de los placeres que contiene la narrativa de Tácito no son siempre de fácil acceso. Como vimos con Tucídides, el uso radical del lenguaje, en especial en los Anales, aunque no es exclusivo de estos, supera a casi todos los traductores. El gran latinista Tony Woodman trató recientemente de ofrecernos una versión de Tácito que fuera fidedigna a la original en latín: el resultado es tan poco atractivo como acertado. Más a menudo nos encontramos con que los traductores comienzan con un prefacio para justificarse, llevándose las manos a la cabeza y lamentando la imposibilidad de su tarea. Kenneth Wellesley, por ejemplo, habla de «culpa y remordimiento» (no sin razón) en su introducción de las Historias (editorial Penguin) por el «posible asesinato de su víctima». Disculpas aparte, acaban poniéndose manos a la obra y consiguen aligerar el latín y ofrecernos algo que se aproxime a la lengua estándar, aunque sea muy distinto del original.
Es, sin duda alguna, una empresa desalentadora. Por citar un ejemplo muy concreto, nunca he visto una traducción (incluso de Woodman) que capture la subversiva ambigüedad de la primera línea de los Anales: «La ciudad de Roma al principio estuvo gobernada por reyes». Al principio puede significar tanto «desde el principio» como «al principio» y esta doble interpretación es significativa. ¿Quiere decir Tácito que Roma estuvo solo al principio gobernada por reyes (Rómulo y compañía)? ¿O nos incita a preguntarnos si la autocracia y la propia ciudad de Roma realmente han ido pasando de mano en mano «desde el principio»? Es difícil aventurar cómo quedaría una buena traducción de esto y mucho más en una edición buena y legible (y vendible). Pero debe de haber algo mejor que la siempre popular edición de Michael Grant para la editorial Penguin («Cuando en un principio Roma fue una ciudad, sus gobernantes eran reyes»), la cual probablemente ha causado durante más de 50 años de publicación más confusiones sobre Tácito que cualquier otro libro.
La buena noticia es que, a pesar de todo, algunos de los temas más característicos y profundos de Tácito sobreviven incluso a las peores traducciones. La figura de Pisón, el César que duró cuatro días, presenta uno de los temas más impactantes: a saber, el riesgo de vivir a la sombra de la familia imperial; el peligro de estar tan vinculado como para ser ignorado o considerado de confianza. El clásico ejemplo lo encontramos en los Anales, con la familia Junia Silana, que tuvieron la mala fortuna de ser descendientes directos del propio Augusto a través de su hija. Todos los emperadores de la familia Julio-Claudia preocupados por su legitimidad al trono tomaron la precaución de deshacerse del Silano más cercano. Para Tácito, estos asesinatos eran casi parte del ritual de coronación. Ni aquellos a los que todo les era indiferente se salvaban. La madre de Nerón, Agripina, se aseguró de que quitaran de en medio a uno de los más vagos de la familia, apodado «la Oveja Dorada», cuando su hijo ascendió al trono; «la primera muerte del nuevo reinado», así describe Tácito con ironía esta tendencia, en la frase inicial del decimotercer libro de los Anales.
La familia de Pisón tuvo problemas similares. No solo tenían buenos lazos de sangre, sino que descendían, como hemos visto, de Pompeyo el Grande, quien se había convertido en uno de los símbolos más poderosos de la libertad republicana en el marco de la autocracia. Nacer en esta familia suponía nacer en un campo de muerte. Uno de sus hermanos, que se había atrevido a adoptar el título de Pompeyo el Grande, se casó con una de las hijas del emperador Claudio, pero se le acusó de algún crimen y fue ejecutado de forma sumaria en el 46 (Séneca bromeó con que Claudio le había devuelto su nombre, pero le había arrebatado su cabeza). La misma caza de brujas causó la muerte de los padres de Pisón. Nerón mató a un hermano y seguramente a otro más mayor tiempo después, ya que Tácito bromea de forma macabra: «Al menos Pisón tuvo esta ventaja sobre su hermano mayor, que él fuera el primero en ser asesinado». Para Tácito, estas familias son casi dinastías alternativas, cuyo papel en los juegos de intriga por el poder imperial era el de ser aniquilados lentamente.
Nunca conoceremos su versión de la historia. Pero en el caso de Pisón sí sabemos algo, ya que un fortuito descubrimiento arqueológico a finales del siglo XIX reveló material de su mausoleo familiar. Los epitafios de Pisón y de su hermano Magno son modelos ejemplares de discreción, o de eufemismo. El propio Pisón es conmemorado simplemente con su nombre y el título de sacerdocio que ostentaba. Junto a él aparece también su esposa, Verania, quien sobrevivió hasta el reinado de Trajano; aparentemente, la engañaron para que le diera una herencia a un hombre, del que se decía en el 69 que había roído la cabeza decapitada de su esposo. No hay ninguna mención a su adopción por Galba, ni ninguna alusión a su desagradable final. Pompeyo el Grande es conmemorado como el yerno de Claudio, a pesar de su ejecución por orden del emperador. Solo la estatua de un busto, que con seguridad se encontró en el mismo yacimiento, ofrece algún indicio de la ideología familiar que encaja con la narración de Tácito. Es el magnífico retrato de Pompeyo el Grande (ahora se encuentra en la gliptoteca Ny Carlsberg en Copenhague, fig. 2, p. 68).
Si no fuera por el descubrimiento de esta estatua junto con el monumento familiar, tendríamos bastantes reservas sobre la historia familiar de Pisón tal y como la cuentan Tácito y (de forma más suave) otros historiadores romanos. Después de todo, si el asesinato dinástico prosperó con la autocracia, lo mismo pasó con las acusaciones de asesinato de este tipo; la muerte repentina se puede haber explicado a menudo como obra del emperador, o mejor aún, de su madre o esposa. Como muchos críticos modernos han reconocido, parte de la corrupción que alberga la imagen de Tácito sobre el Imperio puede haber sido un adorno del propio historiador, o incluso una completa invención. Una versión alternativa de la historia de esta familia difícilmente podría negar el sangriento final de Pisón, a manos de los partidarios de Otón, pero sí podría arrojar luz sobre lo sospechosas que fueron algunas de las otras muertes. Al mismo tiempo podría cuestionarse hasta qué punto familias como estas mostraban sus ambiciones por el poder político o actuaban como dinastías rivales a la espera del momento oportuno. La presencia de una imagen de Pompeyo en la tumba, con todo su contenido ideológico republicano, parece apoyar, sin embargo, la postura propia de Tácito. Lo mismo ocurre con la historia posterior de la familia. Puede que Pisón solo fuera un César durante cuatro días, pero un siglo después una de sus descendientes, Faustina, se casó con el emperador Antonino Pío, y su sobrino se convirtió en el emperador Marco Aurelio. Al final consiguieron llegar al trono.
Revisión de Cynthia Damon, Tacitus: Histories I (Cambridge: Cambridge University Press, 2002).