El emperador Adriano fue una vez a los baños públicos y encontró a un viejo soldado que se frotaba la espalda contra la pared. Intrigado, le preguntó al anciano qué estaba haciendo. «Frotarme contra el mármol para limpiarme el aceite, porque no puedo costearme un esclavo», le explicó el anciano. El emperador inmediatamente le hizo entrega de un equipo de esclavos y del dinero para su mantenimiento. Unas semanas más tarde, volvió a los baños de nuevo. Previsiblemente, tal vez, se encontró con todo un grupo de ancianos que se frotaba llamativamente la espalda contra la pared, tratando de sacar provecho de su generosidad. Él les hizo la misma pregunta y obtuvo la misma contestación. «Pero ¿no se os ha ocurrido frotaros la espalda unos a otros?», les respondió el astuto emperador.
Esta anécdota está recogida en una extraordinaria «fantasía biográfica» de Adriano que se compiló en algún momento del siglo IV a.C., aproximadamente doscientos años después de la muerte de Adriano, por un hombre que escribía bajo el pretencioso seudónimo de «Elio Esparciano». Esta es una anécdota que debe de haberse contado sobre un cierto número de emperadores romanos. El hecho de que aparezca aquí vinculada al nombre de Adriano probablemente no tenga en absoluto relevancia alguna. Lo que sí es significativo es la visión que ofrece acerca de algunas suposiciones romanas sobre en qué consiste ser un buen emperador. Debe ser generoso, tener visión de futuro (nótese la subvención para el mantenimiento de los esclavos: los romanos sabían que incluso los esclavos regalados no resultaban baratos) y, por encima de todo, inteligente, no la clase de hombre a quien se le toma el pelo. Debía tener también el arrojo de tratar cara a cara con su gente, no debía agradarle el aislamiento propio de la élite en algún balneario privado, sino bromear con todos los que fuesen a los baños públicos. El emperador romano debía ser uno más de la pandilla, o al menos fingir serlo.
La mayoría de las anécdotas que se acumulan en torno a Adriano cuentan las historias más ambiguas sobre alguien que suscita preguntas incómodas acerca de la fragilidad de las virtudes imperiales. Los romanos podían, por ejemplo, admirar a un emperador bien versado en la literatura clásica griega, o uno que pudiese recitar desde los estoicos hasta los epicúreos. Lo que no estaba tan claro, sin embargo, era que esa admiración se extendiese hasta un emperador como Adriano, quien no solo se dejó crecer la barba al estilo de los filósofos griegos, sino que incluso presumía de tener un joven amante griego. Y no simplemente un amante, sino alguien a quien el embelesado emperador, para vergüenza de Roma, deificó tras su misteriosa muerte en el Nilo. Del mismo modo, los romanos podían admirar a un emperador que se tomara la molestia de viajar a las provincias para conocer su situación. ¿Pero qué pasa con un emperador que se convirtió en algo así como un viajero profesional que casi nunca estaba «en casa» (donde quiera que esta estuviera)? ¿Podía el emperador salir airoso de romper los vínculos que le unían a la ciudad de Roma, o no?
¿Y qué hay de su pasión por la caza? Adriano era un reconocido maestro de este milenario deporte de reyes: según los espartanos, él fundó un pueblo entero llamado Hadrian-otherae («la caza de Adriano») para conmemorar una partida de caza particularmente exitosa. Existía la sospecha velada, sin embargo, de que él había ejercitado sus habilidades como cazador a costa de las verdaderas virtudes militares: jugando a librar combates, en lugar de combatiendo. Cuando, por ejemplo, su caballo de caza favorito murió, Adriano erigió una lujosa tumba, que remató con un poema en su memoria, una elegante referencia, sin embargo, a la elaborada conmemoración que Alejandro Magno rindió a su caballo preferido, Bucéfalo, pero también un inevitable recordatorio de cómo habían cambiado las cosas: en los buenos tiempos los caballos preferidos se usaban para conquistar el mundo, no para lancear unos pocos jabalíes.
Problemas similares son los que plantea la gran Villa Adriana en Tívoli, a unos treinta kilómetros en las afueras de Roma. Villa es un eufemismo para lo que fue el mayor palacio romano jamás construido, cubriendo un área mayor que el doble del tamaño del pueblo de Pompeya (era casi tan grande como Hyde Park). No era un único edificio, sino más bien una ciudad en sí mismo, una combinación de grandes habitaciones para el entretenimiento, complejos de baños, bibliotecas, teatros, salones, cenadores, cocinas, alojamiento para el servicio y fantásticos jardines para disfrutar. Una visita al lugar hoy día permite captar muy poco de la impresión original; la mayor parte de él no está todavía apropiadamente excavado y los restos que quedan son verdaderamente ruinosos. El hecho de que actualmente sea el cuarto monumento estatal más visitado de Italia tiene menos que ver con el remanente que aún perdura de la fama de Adriano que con la presencia del segundo monumento más visitado, la Villa d’Este, un poco más arriba en la vía. Pero los, literalmente, cientos de estatuas de él, excavadas en el siglo XVIII, vendidas en los mercadillos de antigüedades del Grand Tour realizado por los jóvenes en el siglo XVIII y que ahora adornan los museos del mundo occidental (incluido el Museo Británico), son evidencias suficientes de su casi inverosímil riqueza; mientras que los diversos intentos de reconstrucción, desde los llevados a cabo por Piranesi en combinación (como observaremos) con algunos extraños comentarios en Esparciano, nos ayudan a completar la imagen de lujo a una escala colosal. La villa de Tívoli parece un monumento a la megalomanía, ya sea por parte de Adriano o de sus arquitectos, o (con mayor probabilidad) de ambos.
La cuestión es, en parte, dónde (o cómo) establecer la línea divisoria entre la lujosa elegancia de un emperador y la vulgaridad decadente de un tirano. Ese es el problema insistentemente aireado por muchos de las «comodidades» de la villa: por ejemplo, los Comedores Acuáticos, donde los invitados yacían recostados alrededor de una piscina y (tal como muestra una de las reconstrucciones) enviándose las exquisiteces de unos a otros en una flota de diminutas barcas (suponemos que los esclavos se encontrarían a mano, por supuesto, prestos a rescatar los aperitivos variados embarrancados). El monumento del lugar más conocido y más fotografiado, el «Canopus», con columnata, canal y templo en miniatura, anteriormente considerado como un monumento de Adriano a su adorado amante, Antínoo, es hoy día interpretado como una de aquellas zonas de comedor; aquí los comensales llenaban su plato, se acurrucaban en los sofás frente al agua situados en una réplica de un famoso santuario del dios Serapis. Era un pastiche culto para comensales sofisticados, o el equivalente romano de un McDonald’s sirviendo Big Macs en algo que se parece a la Capilla Sixtina (rematada con fuentes de color pastel y lamparitas de colores).
Existe también la cuestión acerca de cómo ha de interpretarse la villa en sentido completo. Esparciano escribió acerca de ella describiéndola como un microcosmos del Imperio romano en sí mismo: Adriano, de hecho, dio a las diferentes partes de la villa el nombre de provincias romanas y de lugares de gran prestigio, llamándolos por ejemplo, Liceo, Academia, Prytaneum, Canopus, Poikile y Tempe. En otras palabras, las escuelas de filosofía, así como algunos de los más famosos monumentos de Atenas y del Mediterráneo oriental, a los que, de algún modo, se les dio presencia en el palacio de Adriano. Esparciano no estaba, en modo alguno, mejor informado de lo que lo estamos nosotros sobre las intenciones del emperador, pero ciertamente algunos equipamientos de la villa (como el Canopus) parecen mimetizar aquellos grandes monumentos o estilos célebres. Es difícil resistirse a la conclusión de que el palacio de Tívoli y sus diseñadores estaban haciendo una declaración acerca de las posesiones imperiales, que estaban fusionando estratégicamente los territorios del Imperio y la hacienda privada del emperador. Dicho de otro modo, la villa significaba que Adriano podía estar en el extranjero aún cuando estuviera en casa.
Al mismo tiempo, las similitudes entre la imagen del emperador Adriano y del monstruoso emperador Nerón, aproximadamente medio siglo anterior, son realmente llamativas. En ambos casos las anécdotas tradicionales subrayan su poco romana devoción hacia todo lo griego. Se dice que Nerón hubo disfrutado de un magnífico viaje compitiendo, y ganando, en todos los grandes festivales, que fueron reprogramados para coincidir con su visita, antes de que, final y ostentosamente, le concediera al país su «libertad». Ellos compartían asimismo la pasión por construir palacios. La Domus Aurea (Casa de Oro) de Nerón fue un obvio precursor del palacio de Tívoli (la casa de Nerón cubría unas relativamente modestas 48 hectáreas, pero equipada con modernos techos giratorios y una estatua colosal de bronce, probablemente del emperador (p. 201), en el vestíbulo).
¿Por qué, entonces, fue Nerón derrocado y demonizado, mientras que Adriano murió apaciblemente en su cama y escapó sin nada más dañino que una pregunta incómoda acerca de sus intenciones y motivos? En parte, sin duda, porque Adriano caminaba por la cuerda floja de la creación de una reputación imperial con más destreza que Nerón. La Domus Aurea provocaba el agravio porque monopolizaba el mismísimo corazón de Roma («Romanos, huid a Veyes, vuestra casa se ha convertido en la casa de un solo hombre» era un chiste muy conocido contra los esquemas arquitectónicos de Nerón), mientras que la mucho más grandiosa villa de Adriano estaba a una distancia lo suficientemente discreta de la capital. En parte, la cuestión proporcionaba su propia respuesta: la mayoría de los emperadores romanos no fueron destronados porque o bien eran demonios, o bien fueran demonizados (mi suposición es que esos asesinatos eran más frecuentemente el resultado de intereses rivales dentro de palacio que de principios políticos o atrocidades morales); eran demonizados porque eran derrocados. Si uno de los muchos atentados a la vida de Adriano hubiera tenido éxito, él también muy probablemente habría sido inscrito en la historia como un tirano enloquecido. En lugar de eso, sea cual sea la verdad sobre su régimen, su leal y escogido sucesor, Antonino Pío, dejó claro que la posteridad no se portó con él tan mal como debiera haber hecho, o (¿quién sabe?) él hubiese merecido.
Anthony Birley no tuvo demasiado tiempo para tratar cuestiones de este tipo. Su biografía de Adriano trata el asunto de la Villa de Tívoli en poco más que una única página (más que nada haciendo referencia a los nombres de otras personas de origen hispánico, como Adriano, que podían, o no, haber poseído villas en las cercanías). No dedicó ningún espacio en absoluto a cuestiones de mayor calado: cómo se formó la reputación imperial, o incluso, cómo evaluar el rico anecdotario tradicional que cuenta casi exactamente las mismas historias sobre toda una serie de distintos emperadores. El método de Birley es poco más que fe ciega: citando una bien conocida anécdota acerca de una campesina (Adriano le dijo que estaba demasiado ocupado como para pararse a hablar con ella; «Entonces dejad de ser emperador», le replicó ella, así que él se dio media vuelta), admitió que esto se ha contado en referencia a un cierto número de gobernadores griegos; pero aún se las arregla para reunir suficiente credibilidad como para afirmar que en este caso «con todo, es probable que sea genuino». Si él sentía alguna duda acerca de cuál es el objeto de una biografía moderna sobre un emperador romano, acerca de qué debiera contener y qué no o, de hecho, si es apropiado imponer a los romanos un modelo moderno de «historia de una vida», más aún refiriéndose a una personalidad, desde luego no la compartió con el lector.
Birley adopta un enfoque sensato. Comienza por el principio y esquematiza el curso de la vida de Adriano hasta su último aliento. Se pregunta: ¿qué oficiales conservó, quién medró en su carrera, quiénes fueron sus amigos (y enemigos), dónde fue, con quién fue, cómo llegó, qué hizo cuando hubo llegado, qué hizo después? Son cuestiones bastante inofensivas; el problema es que prácticamente no existen evidencias para dar respuesta a la mayoría de ellas. Cierto, hay multitud de anécdotas sobre Adriano, hay una enorme cantidad de material visual, y no solo en Tívoli (el emperador patrocinó el mayor programa de construcciones de Atenas desde el desarrollo de la Acrópolis bajo la dirección de Pericles); y una buena cantidad de filosofía y retórica contemporáneas, así como algunos poemas sobrecogedores, incluidos fragmentos de una miniepopeya sobre Adriano y Antínoo cazando en África. Lo que se ha perdido, crucialmente, es alguna narración sustancial acerca de la vida o el reinado de Adriano que trate de exponer los eventos dentro de algún tipo de marco cronológico. Todo lo que tenemos, sobre un reinado de veinte años, las veinte y pico páginas de Esparciano (una fantasía ideológica compuesta siglos después de la muerte de Adriano) y aproximadamente la misma cantidad de extractos bizantinos de Dion Casio referentes a aquel periodo, escritos en el siglo III. ¿Cómo, entonces, ha construido Birley una cronología narrativa de la vida de Adriano tan larga y detallada a partir de este poco prometedor material? ¿De dónde procede toda esa información? En pocas palabras, ¿cómo ha rellenado las páginas?
Del mismo modo en que los historiadores del mundo antiguo han hecho siempre, a través de una combinación de becas académicas, conjeturas y ficción. No lleva mucho tiempo, cuando lees Adriano, reconocer las tácticas favoritas para hacer que el texto se extienda. Primero, Birley extrae un «hecho» de Esparciano o Dion: por ejemplo, que Adriano fue a Germania (o a Britania, o a Grecia, o a Asia). Siguiente paso: reflexiona sobre la diversidad de personas que podrían haber estado involucrados. Esto puede durar hasta una página: «Bradua parece haber acompañado a Adriano en sus viajes [...] es posible que se uniese al grupo imperial en esta etapa»; «la presencia de Sabina era considerablemente aconsejable, sin duda»; «otros senadores estaban probablemente en el grupo, asimismo [...] los esclavos y los libertos podían haber estado presentes, también». Cuando esta línea de conjeturas se agota, vuelve a la ruta. ¿Cómo podría haber viajado Adriano de A hasta B? «No pudo estar en esta parte de Asia sin visitar Pérgamo»; «es difícil negarle a Adriano una consulta al famoso oráculo de Apolo en Claros»; «es difícil creer que no aprovechase la oportunidad de visitar Olimpia»; «es fácil imaginar al dinámico emperador trepando el triple pico de las colinas de Eildon para inspeccionar el valle del Tweed».
Cuanto más salvaje es la especulación, mayor es el abanico de erudición. Los fragmentos de inscripciones se han analizado de forma minuciosa (sobre todo porque Birley asume convenientemente que una inscripción dedicada a Adriano en el pueblo X significa que Adriano realmente visitó el pueblo X, cuando existen multitud de otros motivos que dan cuenta de tal muestra de lealtad local). Escarba en la poesía en busca de unos «hechos» que de otro modo no se encontrarían jamás. En un espantosamente memorable argumento toma un fragmento de un epigrama del poeta historiador Floro («Yo no quiero ser emperador / caminando entre los británicos») como prueba que sostiene su afirmación de que Adriano realizó su primera inspección del Muro de Adriano a pie. Casi igual de memorable es la invención de Birley de una conferencia de mandatarios en el río Éufrates a mediados del decenio de 120 d.C. entre Adriano y el rey de los partos, cada uno con el apoyo de sus respectivos aliados (una conjetura) y «con cada bando visitándose mutuamente para cenar alternativamente»: este ejercicio de fantasía brota de una única frase de Esparciano, que registraba que el emperador detuvo una guerra con Partia «mediante la negociación» (conloquio).
Para ser justos con Birley, ciertamente señala sus conjeturas, suposiciones e inferencias como lo que son. Obsesivamente. Su texto está plagado de la terminología técnica de la «prudente» historia antigua: «presumiblemente», «uno podría postular sin reparos», «lo más probable es que», «no es más que una suposición», «sin duda», «con toda probabilidad», «en esta hipótesis». Tales frases aparecen literalmente cientos de veces a lo largo del libro. El problema de este método no es la falta de honestidad (aunque a algunos lectores se les debe advertir de que muchos de los términos de Birley se emplean en el angosto sentido académico: «sin duda» significa «esta es una especulación extremadamente arriesgada»). El verdadero asunto es que esta apariencia de escrupulosa erudición («no voy a reclamar como hecho nada que no pueda acreditar con firmeza») resulta ser una brillante coartada para la ficción pura y simple: «Soy libre de crear cualquier frase que me imagine, siempre y cuando admita que es una conjetura». Una biografía de Adriano (o de casi cualquier emperador romano) que se extiende más de cuatrocientas páginas está obligada a ser, en gran medida, ficción. El problema de Birley, «se puede conjeturar», es que él hace creer (a sí mismo, «sin duda», tanto como a cualquier otra persona) que no lo es.
A los editores les gustan las biografías porque, tal como nos hacen pensar, venden. Pero no puede haber sido la mera presión comercial la que haya inducido al inmensamente culto, prudente y erudito Birley a urdir su Adriano. El problema tiene que ver también con la historia antigua en sí misma, como disciplina, y con aquello sobre lo que los modernos historiadores del mundo clásico estudian y escriben. En contra de la opinión popular, no estamos tan escasos de pruebas: aún perdura suficiente material solamente del mundo romano como para durar toda una vida de cualquier historiador; y si incluimos material relevante del judaísmo y del principio del cristianismo, el problema será por exceso, y no por la escasez de suministro. Aun así, los historiadores comienzan sus libros con un lamento ritual acerca de «las fuentes» y su deficiencia. La queja no es por completo poco sincera (aunque es parte de un problema que ellos mismos han construido): las fuentes a menudo son insuficientes para la cuestión particular que los historiadores eligen plantear. Pero esto es parte del juego de los historiadores clásicos: primero eligen una cuestión, entonces demuestran la apabullante dificultad para darle respuesta, dada la escasez de evidencias, y finalmente triunfan por encima de esa dificultad gracias a la pericia académica. El prestigio en este oficio recae sobre quienes son más astutos que sus fuentes, sacando respuestas inesperadas de lugares inesperados, y aquellos que representan el papel de ingenioso (a veces demasiado ingenioso) detective en contra de la aparente conspiración de ancestral silencio. Esto es extensible a toda la disciplina: tanto para los jóvenes historiadores sociales radicales de la antigua familia como para los fanfarrones tradicionalistas como Birley.
Lo triste es que, tal como muestra Adriano, todo es una oportunidad perdida. En lugar de fantasear sobre la ruta que tomó Adriano para llegar a Bitinia o adónde iba Sabina (¿un viaje de señoras a las termas locales?) mientras su marido, el emperador, visitaba su muro, Birley podía haberse parado a pensar con un poco más de esfuerzo en algunos de los materiales que efectivamente tenemos y conocemos: el extraordinario relato, por ejemplo, de uno de los libertos de Adriano, Flegón de Tralles, quien creó un famoso Libro de maravillas, un extraordinariamente evocador libro de cuentos del ancestral mundo sobrenatural (sin embargo, Flegón aparece en la obra de Birley tan solo para atestiguar la ruta oriental del emperador); o la serie de bustos de Adriano que ha perdurado que proyectan una diferente y sorprendente imagen del emperador romano alrededor del mundo.
De hecho, el libro es una pérdida de oportunidad a mayor escala incluso de lo que podía sugerir. Visto en un contexto más amplio, el reinado de Adriano marca el comienzo de una «revolución de terciopelo», el primer momento, después de la conquista del mundo griego, en el que la naturaleza del Imperio romano fue revisada de forma exhaustiva. Fue un período de puesta en marcha de nuevas estrategias para la integración de la cultura tradicional griega y romana, cuando «romano», «griego» y «ciudadano del imperio mundial» venían a significar algo radicalmente nuevo. Incluso los constantes viajes de Adriano podrían sugerir algo más que un mero «espíritu viajero» personal. De hecho, eso señala un cambio fundamental de la idea de adónde pertenecía el emperador. Mientras tanto, Birley se preocupa por cuál es la ruta más corta entre Hispania y Antioquía.
Revisión de Anthony Birley, Adriano: biografía de un emperador que cambió el curso de la historia (Gredos, 2010).