Al ser un estado guerrero, la antigua Roma tuvo la sabia y deliberada cautela ante la presencia de soldados de servicio dentro de la propia capital. Los ejércitos romanos conquistaron grandes extensiones de nuevos territorios, desde Escocia hasta el Sáhara, e incluso llegaron hasta Iraq en Oriente. Se calcula que durante la República, al menos, la proporción de ciudadanos romanos que se vio involucrada en diferentes guerras es mayor que en el caso de cualquier otro imperio preindustrial. La relación entre prestigio público y éxito militar era tan intensa que incluso el viejo erudito que era el emperador Claudio se vio obligado a invadir Bretaña para establecer su derecho al trono. Sin embargo, la propia ciudad, dentro del terreno sagrado llamado pomerium, era una zona desmilitarizada: ningún soldado de servicio, ni siquiera un general, tenía permiso para entrar. Es cierto que bajo el Imperio existía una pequeña milicia especial acuartelada en la ciudad: la Guardia Pretoriana, cuya misión era proteger (y a veces, asesinar) al emperador gobernante. Sin embargo, se produjeron enfrentamientos ocasionales durante las guerras civiles en los que los ejércitos romanos recorrieron enloquecidos las calles. Ocurrió, por ejemplo, en el llamado «año de los cuatro emperadores» (69 d.C.), cuando los aspirantes al poder y sus tropas combatieron para conseguir el trono, y las luchas y los incendios consiguientes destruyeron incluso el Templo de Júpiter Óptimo Máximo de la colina Capitolina. A pesar de ello, Roma no aceptaba la clase de desfiles militares y de demostración de armamento que es habitual en muchos estados modernos. No existía el equivalente al Día de las Fuerzas Armadas o una ceremonia por los caídos en combate. La única ocasión en la que los soldados regulares podían entrar en la ciudad de un modo legal era para celebrar un triunfo: el desfile con el botín y con los prisioneros enemigos que festejaba las mayores victorias romanas (y, casi por definición, marcaba el final de una campaña). Aunque era más frecuente durante la República, a partir del siglo I d.C. se solía celebrar uno cada veinte años aproximadamente. Esto no quiere decir que cualquier visitante de la antigua Roma echara en falta el espíritu militarista de la sociedad en la que se adentraba. A cualquiera que tuviera los ojos abiertos le habría sido imposible confundir Roma con alguna clase de estado protopacifista (si algo así existía). Tal y como resaltan los ensayos de Representations of War in Ancient Rome, en vez de soldados de carne y hueso, el lugar estaba repleto de estatuas y de memoriales de lucha y conquista. La plataforma oratoria del Foro, conocida como «rostra», tenía ese nombre por los picos o espolones (rostra) de las naves enemigas capturadas, que se mostraban allí. En las fachadas de los generales victoriosos se exponían los despojos y las armas del enemigo como recuerdos permanentes de sus victorias. Se decía que una vez se colocaban, ya no se quitaban jamás, algo poco probable en la práctica, pero la idea ya es bastante significativa de por sí. Las estatuas de los emperadores a menudo los mostraban equipados para el combate o en el acto de derrotar al enemigo. La figura principal que falta en la famosa estatua ecuestre de Marco Aurelio que solía alzarse en el centro de la plaza de Michelangelo de la colina Capitolina (ahora se encuentra resguardada dentro de un museo cercano) es la figura del bárbaro postrado al que pisaba el caballo del emperador. Y todo esto además de las representaciones detalladas de las campañas militares que todavía se ven rodeando las columnas de Trajano y de Marco Aurelio. Son los relatos visuales de las exitosas matanzas de dacios por parte de Trajano a principios del siglo II d.C. y de las masacres que Marco Aurelio realizó entre las diferentes tribus germanas aproximadamente medio siglo más tarde. La función que tenía esta profusión de imágenes de guerra era bastante clara en la presencia de tropas armadas en la capital, por muy útiles o impresionantes que fueran. La división enfática entre el centro desmilitarizado y la zona de actividad militar que por definición se encontraba fuera de la propia Roma (una división bien reflejada en la frase latina para «en la paz y en la guerra», (domi militiaeque, en casa y en el ejército) servía muy bien para la seguridad nacional. Los episodios de la guerra civil librados en la propia capital sin duda fueron muy sangrientos y memorables, pero a partir del reinado de Augusto fueron relativamente escasos. Sin embargo, había otros factores que actuaban. Esas imágenes tenían una función primordial a la hora de poner en contacto los teatros de combate cada vez más lejanos con el mundo de la metrópoli. La extensión del territorio romano hacía que incluso mucho antes del siglo I a.C. la inmensa mayoría de las campañas militares se libraran más allá de la vista de la población. Ya en el siglo II a.C., Polibio, el historiador griego que narró el ascenso al poder de Roma, y que fue un rehén y residente de larga duración en la ciudad, declaró que el propósito de un desfile triunfal era llevar ante los ciudadanos en la capital las hazañas que habían logrado sus generales más allá del territorio romano (en los triunfos se veían pinturas del conflicto, aparte del botín). Las esculturas de, por ejemplo, Marco Aurelio y Trajano hacían algo parecido: proporcionaban a los habitantes de la ciudad, pocos de los cuales fueron testigos durante el período imperial de nada parecido a una operación militar, una visión de ellos mismos formando parte de una tarea de imperio. En ese sentido, no se diferencia mucho de la función de la previsión meteorológica para la navegación: pocos de nosotros necesitamos saber realmente la fuerza del viento en South Utsire, pero es importante que recordemos que vivimos en una isla y estamos a merced de las olas. Estos monumentos de guerra también eran importantes para los propios generales romanos. Tal y como expone en el astuto capítulo llamado Representations of War, uno de los mayores desafíos que tenía un general romano era convertir la victoria militar en un territorio lejano en patrimonio político rentable en la capital. El mecanismo para esa conversión era muy a menudo la construcción de edificios y otras formas de ostentación visual en la ciudad. A partir del siglo IV a.C., los generales de éxito canalizaban los beneficios del botín conseguido en la construcción de templos. Eran ofrendas de agradecimiento a los dioses, que también servían como recordatorios permanentes de sus logros. Ese dinero se canalizaría más tarde hacia monumentos relacionados más directamente con el entretenimiento público. El Coliseo mostraba en sus orígenes una serie de inscripciones (o eso nos hace creer la última reconstrucción de los textos) en las que se declaraba que se había construido con el botín que el emperador Vespasiano consiguió con su victoria sobre los judíos.
Incluso antes de la llegada de la era de los emperadores, Pompeyo el Grande dedicó sus beneficios militares a la construcción del primer teatro permanente de Roma, que estaba rematado por un templo dedicado a Venus Victrix (Venus «la otorgadora de la victoria»), y lo unió a una serie de pórticos y parques donde se podían ver las obras de arte que había saqueado. Como si quisieran recalcar la relación que existía entre aquel enorme desarrollo urbano y el éxito militar de Pompeyo, los espectáculos que inauguraron el teatro casi sin duda imitaron el desfile triunfal que se había organizado pocos años antes. En la representación inaugural, que trató sobre el regreso de Agamenón de la guerra de Troya, probablemente se utilizaron carros cargados con el botín que Pompeyo ya había hecho que recorriera las calles durante el triunfo. Cabe preguntarse cuánta gente interpretó el paralelismo implícito entre Pompeyo y el cornudo (y asesinado) Agamenón como un augurio ominoso. Hasta el momento, todo bien. Pero basta rascar la superficie de este enfoque para que los problemas sean un poco más complicados. Por ejemplo, en Roma, ¿qué se considera «el arte de la guerra»? Los escritores que contribuyen en Representations of War tienen preparada una definición muy amplia: por supuesto, se incluyen las imágenes que representan las campañas victoriosas romanas en los templos y los monumentos construidos únicamente con los beneficios obtenidos por el botín, pero también, entre otras cosas, el arte «original» griego que acabó en Roma como resultado de la conquista de Grecia, además del estilo hiperrealista (verismo) del retrato romano, con verrugas y todo, que evocaba las cualidades del buen generalato y de la distinción militar. Por ejemplo, un capítulo ingenioso pero no convincente del todo escrito por Laura Klar, argumenta que la forma distintiva de la fachada del escenario, o scaenae frons, del teatro romano (alta, y en contraste con su equivalente griega, articulada en columnas y nichos) se puede explicar porque tiene su origen en los espectáculos teatrales temporales pagados por los generales romanos: los huecos se diseñaron originalmente para mostrar las valiosas estatuas que normalmente formaban gran parte del botín de la conquista. Quizá. Pero desde este punto de vista corremos el riesgo de que todo el arte romano caiga bajo la categoría de «arte de guerra», aunque solo sea porque de forma directa o indirecta lo pagaran los beneficios obtenidos por el saqueo. Según ese baremo, todo el arte ateniense del siglo V a.C. también podría definirse como «arte de guerra», por no mencionar buena parte de la tradición artística de Europa occidental.
También existen dificultades más específicas, las más destacadas sobre la importancia y el realismo documentales de algunos de los monumentos más famosos. ¿Proporcionan o no proporcionan una impresión veraz y exacta del comportamiento romano en batalla? Está bastante claro que es más probable que la estatua de un emperador montado a caballo que pisotea a un bárbaro que está tendido en el suelo sea vista como una representación icónica de un poder imperial autocrático más que como la imagen real del comportamiento del emperador. Sin embargo, las narraciones visuales detalladas de las columnas de Trajano y de Marco Aurelio no son tan fáciles de catalogar. Se ha reconocido desde hace tiempo que cada una de ellas representa un estilo de hacer la guerra muy diferente. La columna de Trajano minimiza el lado más atroz de un conflicto militar.
10. ¿El soldado romano roba el hijo de un enemigo? ¿O no es más que un juego? Un grabado del siglo XVII sobre una escena de la columna de Marco Aurelio (a finales del siglo III d.C.).
Con unas pocas excepciones, incluida una desconcertante escena en la que un grupo de mujeres parece atacar con antorchas encendidas a unos cautivos desnudos, la guerra contra los dacios se lleva a cabo con una dignidad implacable, aunque cumpliendo más o menos el equivalente antiguo a la Convención de Ginebra. La columna de Marco Aurelio muestra una visión mucho más desagradable, a menudo centrada en el maltrato a las mujeres en la zona de guerra, y que son atacadas, arrastradas por el cabello, acuchilladas y asesinadas. Una escena famosa parece mostrar a un soldado arrancando a un niño de los brazos de su madre: un «crimen de guerra» a los ojos de muchos estudiosos modernos, y un recordatorio cruel de los horrores del conflicto (aunque, curiosamente, un estudioso del monumento del siglo XIX, no muy gracioso, lo consideró una simple «broma» divertida, un pequeño desahogo entre combates). ¿Por qué existe esa diferencia entre ambas columnas? Algunos argumentan que las razones son básicamente estilísticas. Insisten en que la columna de Trajano todavía se encuentra, aunque por poco, dentro del período clásico alto, con toda su retórica de contención, y que la de Marco Aurelio, construida unos cincuenta años más tarde, ya muestra señales de la intensidad emocional del período posclásico o del mundo medieval temprano. Otros han propuesto que la verdadera diferencia la suponen las dos campañas en sí. Paul Zanker, por ejemplo, resalta el trato opuesto a las mujeres al distinto objetivo de cada guerra: Trajano conquistaba Dacia para convertirla en una provincia más (el objetivo definitivo era una «coexistencia pacífica»), mientras que Marco Aurelio estaba aplastando una invasión bárbara, a la que no cabía dar cuartel alguno. En Representations of War, Sheila Dillon, de un modo acertado desde mi punto de vista, no se muestra a gusto con la explicación realista. Según ella, ambas guerras probablemente fueron igual de violentas. En vez de en eso, trata de concentrarse en el mensaje que se le da al espectador romano. Trajano libró la guerra en un período durante el cual todavía estaba fresco el recuerdo del «año de los cuatro emperadores» (capítulo 17) y de las atrocidades cometidas por las tropas durante ese conflicto. El propósito de las imágenes de su columna, de un ejército disciplinado, que desempeña tareas honestas como despejar zonas boscosas, construir puentes, realiza sacrificios y labores semejantes, es subrayar la disciplina y la moderación del gobierno de Trajano de un modo general. La violencia que aparece en la otra columna, sobre todo contra las mujeres, tenía como intención crear una imagen diferente del poder masculino imperial romano y asegurarle al espectador romano que, con la matanza de las mujeres y los niños germanos, la «victoria se extendería hasta la siguiente generación». Esta idea es convincente, pero solo hasta cierto punto. Sin embargo, no tengo claro hasta qué extremo esta o cualquiera de las otras ambiciosas teorías interpretativas de las columnas se sostienen ante el hecho de que estas narraciones visuales sean prácticamente invisibles desde el suelo.
Representations of War es una serie de ensayos interesantes, bien ilustrados y muy oportunos. Es casi inevitable que tenga mucho con lo que contribuir al estudio del propio arte de la guerra en la Antigüedad, además de al estudio de sus representaciones artísticas (y literarias). El último ensayo del libro, una aguda contribución de William Harris sobre la literatura narrativa sobre el valor romano, plantea una serie de preguntas difíciles sobre el comportamiento militar romano, además de sus versiones literarias. ¿Por qué los romanos estaban tan entregados a la guerra? ¿Cómo fortalecían el valor, o dicho de un modo más simple, cómo conseguían impedir que la «pobre y puñetera infantería» saliera huyendo? ¿Cuáles son las raíces psicológicas de un militarismo tan incesante? La mayoría de los otros ensayistas también tratan estos temas, aunque sea de paso. Los romanos no salen bien parados en las respuestas. Creo que es el punto más débil del libro. Los ejércitos romanos aparecen de un modo alternativo, y hasta cierto punto contradictorio, como masas «enloquecidas» impulsadas por la sed de sangre, y como máquinas de guerra bien entrenadas y brutalmente eficientes (el enloquecimiento y la eficiencia no suelen actuar bien juntos). Al mismo tiempo, se supone que la conducta romana se hunde todavía más en las profundidades de la crueldad de lo que era habitual en la Antigüedad. «Los griegos a veces mataban a todos los hombres y vendían a las mujeres y a los niños como esclavos. Pero no siempre era así», comenta Katherine Welch en la introducción, algo con lo que felicita a los griegos al mismo tiempo que implica, de un modo equivocado, que los romanos siempre cometían esas atrocidades.
Es más, describen a la cultura romana en general como si todos apoyaran de un modo entusiasta y unánime el carácter militar y los beneficios políticos que podía llegar a conllevar. Apenas se mencionan las voces subversivas de los poetas latinos que se opusieron a ese modelo militarista. Tan solo hay una breve referencia a la crítica devastadora de Tácito sobre algunos de los peores excesos de las matanzas romanas. No hay nada acerca de esas obras de arte que quizá también pudieran mostrar un punto de vista discordante. No me refiero al famoso «Altar de la Paz» de Augusto (que sería mejor llamar «Altar de la Pacificación Exitosa»), sino a la famosa estatua del «galo moribundo» (que probablemente se expuso en los jardines de recreo del propio Julio César) y que condensa de un modo maravilloso la muerte noble de un bárbaro y sugiere una actitud admirativa de los enemigos de Roma más cercana a Tácito y a los poetas que a los autores de este libro. Al final, los romanos eran menos monocromáticos y más interesantes de lo que establece Representations of War. Si los escritores hubieran reflexionado más sobre las propias dudas, contradicciones y autocríticas que tenían los romanos, les habrían hecho más justicia, y hubieran conseguido un libro todavía mejor.
11. El Galo moribundo, una versión romana de una escultura griega más antigua, y que ofrece la imagen de un bárbaro noble que agoniza.
Revisión de Sheila Dillon y Katherine E. Welch (eds.), Representations of War (Cambridge University Press, 2006).