El Muro de Adriano debió de ser un puesto poco deseado para un soldado del ejército romano. Más de un niño en edad escolar británico ha reflexionado sobre lo peligroso que era con la ayuda de los toscos versos de W. H. Auden, «Roman Wall Blues»:
Sobre el brezo sopla el viento húmedo
tengo piojos en la túnica y la nariz helada.
La lluvia repiquetea al caer del cielo
soy un soldado de la Muralla; no sé por qué.
La niebla flota sobre la dura piedra gris
mi amada está en Tungria; y yo duermo solo...
Y así continúa, unos versos más, en la misma línea.
Los niños y sus profesores no se han dado cuenta, sospecho, de que este poema, como su propio título indica, era originalmente una canción, con música de Benjamin Britten (la partitura, que se creía perdida, ha sido recientemente recuperada, lo que demuestra que Britten podía ser muy «blusero»). Se escribió para formar parte de un documental emitido a través del Home Service en el año 1937, sobre la historia antigua y moderna de la muralla. De hecho, este trasfondo de la época en el que todos los puntos de vista tenían cabida en una radio al servicio de todos los públicos explica probablemente el recato de algunas partes del poema: cuando Auden habla de un irritante compañero cristiano que está en contra de los besos («No habría besos si se saliera con la suya»), es difícil no imaginar que Auden estaba pensando en algo un poco más provocativo.
El guion del programa completo de Auden se conserva intacto. Es un imaginativo entrelazado de dos historias. La primera trata de una variopinta familia de turistas que visitan la fortaleza de Housesteads: los niños están ensimismados leyendo los relatos sobre la construcción del muro de su guía turística; el padre no se deja impresionar («Me alegro de que haya carteles que digan lo que es cada cosa. A mí me parece más una urbanización tras la quiebra del constructor»). La segunda historia, con partes recitadas y partes cantadas, es la de la guarnición romana, con sus incomodidades y problemas, piojos incluidos. Acaba con un tono desconcertante, ya que Auden se plantea la cuestión que acosa a tantos historiadores de la Gran Bretaña romana: ¿de qué lado estamos en este conflicto, con los invasores o con los nativos? La respuesta de Auden es desoladora e imparcial. Hay poco donde escoger entre romanos y británicos y no existe mucha diferencia moral entre el imperialismo (romano) y la barbarie (nativa): «El hombre nace siendo un salvaje, no se necesita ninguna otra prueba más aparte del muro romano. Es algo que caracteriza a ambas naciones como ladrones y asesinos». La última línea del guion debió de ser todo un aldabonazo a finales de los años treinta: «Todo aquel que priva a un hombre indefenso de sus derechos es un bárbaro».
El hecho de que las letras de Auden sean menos conocidas ahora que hace veinte o treinta años no tiene mucho que ver con los cambios en los gustos poéticos, ni con el descenso de los clásicos de los programas escolares (los romanos en Gran Bretaña todavía cuentan con un lugar asegurado en la segunda etapa del currículum nacional). Tiene que ver más con el hecho de que los profesores ahora puedan ofrecer a sus alumnos auténticas voces romanas desde el muro y prescindir de la ventriloquia de Auden. Estas voces provienen de los famosos documentos que desde los años setenta han sido desenterrados del fuerte de Vindolanda. No importa el hecho de que Vindolanda esté en realidad a un kilómetro al sur del muro, ni que la inmensa mayoría de los documentos encontrados daten de un período anterior a su construcción. Los documentos encontrados allí, escritos en pequeñas láminas de madera, cartas, reclamaciones, listas y relatos, nos acercan mucho más a los verdaderos soldados romanos de lo que nunca podría hacerlo Auden. Lo lejos que ha llegado la imaginación académica y popular se muestra en una votación televisiva en el programa Top Ten Treasures («Los diez mejores tesoros británicos») en el año 2003. Los espectadores de la BBC los colocaron en el segundo lugar detrás de los hallazgos de Sutton Hoo.
De los cientos de textos hasta ahora descubiertos, el favorito del público es una carta de la esposa de un oficial a otra, invitándola a la celebración de su cumpleaños («Le envío esta cordial invitación para asegurarme de contar con su presencia y que esta me haga el día más agradable»). Esto ha sido un regalo del cielo para los profesores que buscan una visión femenina del generalmente masculino mundo de la historia militar de Roma. También ha lanzado un montón de tonterías sobre lo parecidos que eran los romanos a nosotros (incluso celebraban fiestas de cumpleaños...). Más interesantes son los documentos que aparentemente son más austeros. Por ejemplo, un informe de las fuerzas de la cohorte que custodiaba Vindolanda de finales del siglo I d.C. desmiente nuestra habitual imagen de cohesión y unidades individuales del ejército romano, reunidas en un único campamento. De los 750 soldados que formaban esta cohorte, más de la mitad estaban fuera de la base: incluyendo los más de 300 de la fortaleza vecina de Corbridge, un puñado que estaban haciendo negocios en la Galia, once en York «recogiendo la paga». Si se le restan los quince soldados enfermos, los seis heridos y los diez reclutas con infección en los ojos, solo 265 de los soldados de Vindolanda eran «aptos para el servicio activo». Otros documentos de la colección ofrecen la visión romana de las capacidades militares de los «malditos británicos» (brittunculi), enumeran la impresionante cantidad de aves consumidas en el comedor de oficiales, solicitan que se envíen las redes de caza o registran el envío de la ropa interior nueva.
La obra de David Mattingly An Imperial Possesion: Great Britain in the Roman Empire no es la primera historia de la Gran Bretaña romana en hacer uso de estos documentos. Pero es la mayor síntesis histórica que integra las implicaciones de los textos de Vindolanda en toda su interpretación de la provincia. Gracias a estos textos, las opiniones de Mattingly sobre el carácter militar de la zona son mucho más matizadas que la de la mayoría de sus predecesores. Dibuja una imagen de una «comunidad de soldados» en Gran Bretaña (sobre cincuenta y cinco mil en todo el siglo II d.C.) que no se parece a nuestra visión habitual de un ejército en una zona de guerra. Todo era mucho más «familiar» de lo que cabría esperar (otros hallazgos de Vindolanda incluyen un buen número de zapatos de niños), con vínculos más sociales y domésticos con las comunidades de fuera de los muros de la guarnición. Subraya que «La antigua creencia de una separación rígida entre los soldados de dentro y los civiles de fuera parece mucho menos aceptable».
Como parte de este planteamiento, con valentía, y posiblemente con insensatez, Mattingly toma el número de prostitutas proporcionadas por el mando del ejército japonés del siglo XX para sus tropas (en proporción de una para cada cuarenta soldados) y añade un total de 1.375 prostitutas a la población de la provincia romana.
Mattingly parece tener dos objetivos con este libro: debe ser a la vez una obra de referencia y hacer una contribución radical a nuestra comprensión de Gran Bretaña bajo el gobierno romano. En algunos aspectos esa combinación funciona bastante bien. Evita la incesante historia narrativa que ofrecen muchos libros de texto (Capítulo 22: «La crisis del siglo III»), dando en su lugar un rápido relato cronológico seguido de una serie de capítulos temáticos sobre diferentes aspectos de la materia, desde el éxito incierto de las ciudades romanobritánicas, pasando por los conflictos de religión, hasta la economía de las zonas rurales. Aquí encontramos algunos excelentes análisis, y una temeridad estimulante al admitir la fragilidad de buena parte de nuestra evidencia arqueológica. Posee una mentalidad más abierta que la mayoría, por ejemplo, un cierto escepticismo sano sobre la historia y función del «palacio» romano de Fishbourne, que se suele considerar normalmente y sin mucha discusión la residencia del rey de Inglaterra, y aliado romano, Togidubnus. Y Mattingly se niega muy acertadamente a ser arrastrado al juego de identificar la catedral del siglo IV d.C. del obispado de Londres: una candidata perfecta, señala, podría ser un edificio totalmente secular. (Para mi gusto, no es que sea siempre demasiado escéptico. Repite con despreocupación la visión actual de que los mediocres restos de metal curvado descubiertos en una tumba de finales de la Edad de Hierro en Lexden, cerca de Colchester, eran partes de una silla de un magistrado romano, y que por lo tanto son una buena prueba del estrecho contacto diplomático entre los principados de la Edad de Hierro y las autoridades romanas en el período anterior a la invasión).
Dicho esto, algunos de los apartados de referencias de Mattingly son una lectura deprimente. Desafío a cualquiera, excepto a un especialista, a obtener tanto placer de la encuesta región por región de los patrones de asentamiento rural. Y la completa ausencia de ilustraciones (presumiblemente una decisión de la editorial para esta nueva serie de Penguin History of Britain) dejará a cualquiera que no esté familiarizado con las pruebas materiales muy desconcertado en repetidas ocasiones. Muchos de los argumentos sobre la cultura de la Gran Bretaña romana están basados necesariamente en el carácter de la cerámica, los mosaicos, las monedas o las esculturas. ¿Esto es «arte mediocre» o es «celta» intencionadamente? ¿Hasta qué punto estas monedas de la Gran Bretaña prerromana derivan de modelos romanos o griegos? Resulta casi imposible entender todo esto, y mucho menos evaluarlo, sin la imagen delante.
Sin embargo, los problemas van más allá de la forma de presentación. Uno de los mayores logros de Mattingly es liberar el estudio de la Gran Bretaña romana de la antigua cuestión de la «romanización». Desde la obra de Francis Haverfield a principios del siglo XX, y su estudio pionero en el año 1915, The Romanization of Roman Great Britain, la gran cuestión en los estudios romano-británicos ha estado siempre centrada en problemas de contacto y de choque cultural. ¿Cómo de romana se volvió la provincia de Britania? ¿Cuáles fueron las principales vías de culturización? ¿Hasta qué punto llegó la cultura romana a los niveles inferiores de la sociedad?
Mattingly se atreve a bautizar esto llamándolo «paradigma defectuoso», ya que depende de un punto de vista simplista y monovalente tanto de la cultura romana como de la nativa. Lo que busca es sustituir este enfoque con una visión de la Britania romana basada en la idea de la «experiencia discrepante», tal como la llama siguiendo diversos estudios poscoloniales. En otras palabras, recalca que los diferentes grupos que formaban el pueblo britano nativo tenía diferentes formas de contacto con, y respondía a, el poder ocupante de Roma. Así pues, por ejemplo, la élite urbana tenía un contacto con los romanos y con la cultura romana muy diferente al de los campesinos rurales.
Mattingly debe de tener razón en esto. El problema no es su interpretación sobre las pruebas de la Antigüedad, sino el juicio que emite sobre los colegas y eruditos que le preceden. Si los estudios romano-británicos todavía adoptaran la clase de enfoque indiferenciado de la cultura romana y británica que él les atribuye, si todavía plantearan una forma de transición cultural simple entre «nativo» y «clásico», sin duda se trataría de un asunto listo para ser objeto de una revolución. Sin embargo, Mattingly está empujando una puerta que ya está abierta. Aunque la mayoría de sus colegas todavía consideran que la idea de «romanización» es un concepto útil con el que trabajar, o que debatir, ya están utilizando la idea básica de «experiencia discrepante». Los arqueólogos como Jane Webster o Martin Millet no creen en ningún momento que un único modelo de cambio cultural encaje con todo. Insinuar que lo hacen casi es insultar buena parte de los trabajos recientes más importantes en este campo.
Otro problema es la incómoda relación de Mattingly con las pruebas literarias romanas sobre la provincia de Britania. Como casi todos los historiadores inclinados hacia la arqueología, procura mantenerse a distancia, y a lo largo de muchas páginas, de lo que los propios romanos, como Tácito y Julio César, escribieron sobre el lugar. De hecho, reprende con dureza a la mayoría de los escritores de la Antigüedad por sus tremendas deficiencias históricas y políticas. No eran «unos investigadores críticos de su propio material»; escribían para unos lectores aristocráticos; se basaban en los estereotipos sobre los bárbaros que tenía la élite, y buscaban en los relatos de las provincias «la confirmación de su propia superioridad innata y el retraso cultural de los demás», y de todas maneras, mucho de lo que dicen no está confirmado por las investigaciones arqueológicas.
Es fácil ver de dónde proceden todos estos argumentos. Son en parte una reacción saludable a la generación anterior de investigadores romano-británicos que seguían servilmente cualquier cosa que les dijeran las fuentes antiguas, por muy improbable que fuera. Pero este pesimismo lúgubre respecto a los textos literarios de la Antigüedad también es equivocado. Cierto, a menudo son una versión elitista, tendenciosa y culturalmente desequilibrada de la historia de Britania, pero que alguien intente explicarles a los eruditos que trabajan con otros imperios preindustriales que en el caso de esta remota provincia romana no solo tenemos el relato autobiográfico de uno de sus primeros invasores (es decir, César), sino que también disponemos de la biografía de uno de los primeros gobernadores, escrita por su yerno (es decir, el Agrícola, de Tácito). Seguramente nos responderían con una sugerencia: que analizáramos las obras con todo el cuidado y la sofisticación que se merecen unos textos tan complejos como estos, y que no los desecháramos con un suspenso bajo simplemente por corrección política.
Además, incluso el arqueólogo más inflexible se ve seducido por las pequeñas joyas de «información» que se encuentran en estos textos y que no pueden dejar pasar por alto, sobre todo cuando encajan a la perfección con sus propias opiniones. Por eso, después de reprender a César y a Tácito por su punto de vista elitista y lleno de prejuicios, Mattingly no tiene reparo en utilizar, como si fuera un hecho verdadero y contrastado, la afirmación de Dion Casio de que una de las causas de la revuelta de Boudica fueron los negocios a gran escala, es decir, la culpa es del multimillonario Séneca, que de repente reclamó todos los grandes préstamos que les había hecho a los ignorantes britanos y los dejó en una situación desesperada sin dinero contante y sonante (p. 211). Por supuesto, Dion escribió esto siglo y medio después de los acontecimientos que describe confiando en una información que no sabemos de dónde sacó, y si era fiable o no. Sin embargo, es una difamación demasiado tentadora de un pez gordo romano como para que Mattingly la deje pasar sin aprovecharla, a pesar de todas las advertencias que él mismo ha hecho sobre el peligro que supone creerse a pie juntillas todo lo que escriben los autores antiguos.
Es demasiado tentador porque, para Mattingly, los romanos son sobre todo el enemigo. Una vez más, es una respuesta comprensible frente a algunos de sus predecesores, que a menudo revelaban «una relación nostálgica con los colonizadores» y que daban la bienvenida a los beneficios de la civilización, desde los baños públicos hasta los broches, que los romanos les llevaron a los nativos mugrientos con pelo de pincho. Resalta que ese es el espíritu que imbuye a la estatua de Agrícola que se alza en «un lugar destacado en la entrada del ayuntamiento de Manchester», como si fuera un habitante honorario de la ciudad que bendijera las virtudes cívicas que se ven en la sala consistorial. (Por otra parte, la estatua de Boadicea de Thomas Thornycroft que se encuentra en el Embankment de Londres nos cuenta una historia un poco más complicada, que asocia los valores del siglo XIX con una reina británica rebelde.)
Mattingly rechaza cualquier imagen cómoda del progreso cultural, y en vez de eso resalta que la «Britania romana» fue un período de ocupación militar y de dominación extranjera. Para él, los romanos eran un puñado de militaristas obsesivos: «Toda su sociedad se estructuró por completo alrededor de la guerra» (bueno, no toda); tenían buena vista para aprovechar los beneficios económicos e infligieron un daño terrible a la población de las islas. Por supuesto, tiene derecho a recordarnos el uso de la violencia presente en todas las expansiones imperiales antiguas (es fácil olvidar que en las guerras antiguas también se producían bajas), pero no queda exactamente muy claro qué debemos hacer con esa constatación de los hechos. El siguiente paso del propio Mattingly es un intento de ensamblar esos datos en una escala de destrucción. Por ejemplo, calcula que en el período de la conquista (43-83 d.C.), murieron entre 100.000 y 250.000 personas, de una población total de unos dos millones. Suena terrible, pero ¿de dónde salen todas esas cifras? No existen pruebas para ninguna de ellas.
Pero al final, el problema no son los números, exagerados o no. El problema es que, a pesar de todos sus debates detallados, su información de última hora y sus secciones de análisis a veces sofisticadas, Mattingly cae en el peligro de reemplazar un modelo demasiado simplificado con otro semejante («los romanos son buenos» contra «los romanos son malos»). La cuestión es que en este asunto no hay héroes ni inocentes. La expectativa de vivir bajo Boudica no es más atractiva que la de vivir bajo su adversario, Suetonio Paulino (quien era, según todas las fuentes, brutal incluso para el estándar romano). Y eso, por supuesto, es lo que Auden vio con tanta claridad y sintetizó con mayor claridad todavía en su documental de 1937. Ambas naciones eran ladronas y asesinas. Los pobres reclutas de la Muralla eran tan víctimas como vencedores.
Revisión de David Mattingly, An Imperial Possession: Britain in the Roman Empire, 54 a.C.-409 a.C. (Allen Lane, 2006).