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El arameo de South Shields

Una serie de libros de texto escolares utilizados a finales del Imperio romano tiene una semejanza asombrosa con los «manuales de lectura» infantiles actuales. En ellos se describen de un modo minucioso mediante escenas y diálogos sencillos las actividades diarias de un niño romano. Se levanta, se lava y se viste, va a la escuela, se reúne con sus amigos, toma el almuerzo, disfruta en una fiesta y se va a la cama. A través de un repertorio de vocabulario doméstico escogido de un modo apropiado, el lector explora un mundo instantáneamente reconocible de padres e hijos, de compañeros de juego y de parientes, de rutina familiar y de disciplina escolar. Pero ese parecido es, por supuesto, engañoso. Casi en cada frase aparecen las características jerarquías, crueldades y desigualdades sociales de la antigua Roma. La esclavitud está bastante presente incluso en este mundo infantil: el niño suele utilizar más el imperativo que el presente de indicativo como forma verbal favorita («Levántate, esclavo. Mira si hay luz. Abre la puerta, abre la ventana... Dame mis cosas, pásame los zapatos, dobla mi ropa limpia... Dame mi capa y mi manto»). Y en un gesto que habría estado dramáticamente fuera de lugar en el mundo de los niños modernos, el chico remata la larga lista de aquellos a los que debe saludar al volver de la escuela con una breve referencia al eunuco de la familia.

Pero no menos impactante es el hecho de que todos estos textos eran bilingües, y estaban escritos tanto en latín como en griego. Se ha debatido mucho cuál era la función de ese bilingüismo. Algunos críticos actuales consideran que los libros son guías elementales para el aprendizaje del griego por parte de aquellos alumnos que ya tuvieran fluidez en latín. Otros sugieren que incluso si la enseñanza del griego fuera su propósito final, las primeras ediciones se escribieron para los hablantes de griego que quisieran aprender latín. De hecho, ambas explicaciones chocan de frente con lo que se establece con claridad en los propios textos, ya que declaran que su objetivo es el aprendizaje simultáneo de ambas lenguas. Si eso nos suena a una pesadilla pedagógica, tanto para el profesor como para el alumno, resulta que es aproximadamente lo que defiende uno de los teóricos de la educación más famosos del mundo romano. Quintiliano, en su tratado Sobre la enseñanza de la oratoria (escrito a finales del siglo I d.C.) insistía en que la formación de un niño tanto en latín como en griego debía ser paralela (ya que prestar la misma atención a ambos lenguajes sería un modo seguro de que «ninguno estorbara al otro»). El Imperio romano era un mundo políglota. Las variedades lingüísticas no se limitaban al latín y del griego de esos libros de texto, si no que había muchísimos lenguajes, alfabetos, silabarios y escrituras diferentes, desde el céltico hasta el egipcio, desde el arameo al etrusco. Además, estaban las lenguas producto de la mescolanza de otros idiomas, los dialectos regionales y los acentos locales. La visión tradicional de que el vasto territorio del Imperio estaba dividido en dos mitades lingüísticas claras (En Oriente, el griego, y en Occidente, el latín), unidas por una minoría elitista de romanos bilingües, como sería el alumno ideal de Quintiliano, apenas encaja con la realidad de las lenguas que se utilizaban a diario. Como mínimo, es una tremenda simplificación engañosa, aunque tenga su origen en esa poderosa rama de la ideología imperial romana que estaba encantada de no prestar atención alguna a cualquier lengua que no fueran «las dos»; utraque lingua («ambas lenguas») era una clave resumida habitual, como si no contase nada que no fuera en latín y en griego, como si nada más existiera.

De hecho, se encuentran multitud de indicios, incluso entre los escritores romanos de élite, sobre la existencia de un paisaje lingüístico mucho más amplio que ese. El poeta Ovidio es probablemente el más famoso y el más reticente de todos los políglotas antiguos. Cayó en desgracia con el emperador Augusto y fue exiliado a Tomi, en el mar Negro, y se vio obligado (o eso escribe en latín) a aprender el gético local. Incluso proclama que ha escrito un poema en esa lengua bárbara y extravagante, aunque con la estructura familiar y segura del metro latino (nostris modis). Otras ocasiones y contextos llamaron la atención de los escritores romanos sobre otras lenguas. Tácito, por ejemplo, cuenta que un campesino del siglo I en Hispania, al que se le acusaba de asesinar a un oficial romano, se negó a responder al interrogatorio en otro idioma que no fuera su hispano nativo. Dos siglos antes, Plauto presentó un personaje que hablaba púnico en un escenario romano en su obra El pequeño cartaginés, y al parecer, el Senado romano había encargado (o había obligado) a un «comité de expertos en púnico» que tradujera al latín un tratado clásico cartaginés de veintiocho volúmenes que versaba sobre agricultura.

Apenas necesita argumentarse que por debajo de la élite erudita se extendía una gama de lenguajes todavía mucho más amplia. Aunque no podemos estar seguros de qué combinación de lenguas, señales, improvisación desesperada y pura avaricia permitió que existiera el comercio a lo largo de las fronteras del Imperio romano, podemos tener la certeza casi absoluta de que ese intercambio no se realizaba en el latín de Cicerón. En el Museo de Londres, el ruido de fondo que recibe a los visitantes en las galerías romanas es una cacofonía imprecisa de latín vulgar entremezclada con lo que ahora es una variedad incomprensible de acentos y lenguas «bárbaras». Es la idea aproximada más precisa que se puede tener de lo que se oía en las calles de una ciudad portuaria de una provincia romana.

El libro de J. N. Adams Bilingualism and the Latin Language es un magnífico estudio informativo sobre los contactos que se produjeron entre el latín y las demás lenguas del mundo romano, donde explora la diversidad lingüística del Imperio a una escala, y con una profundidad, que nadie había conseguido antes. Adams no se refiere con «bilingüismo» a ese raro fenómeno de fluidez semejante en dos lenguas (la acepción moderna de «bilingüismo»), sino más o menos a una especie de competencia activa o capacidad de hablar en una segunda lengua, desde el chapurreo que empleamos en vacaciones hasta el «dominio como un nativo» de un niño al que se le ha educado para hablar en dos idiomas desde que es pequeño. En este saco mete no solo al grupo relativamente familiar de romanos de la élite que dominaban el griego, sino a los griegos que hablaban el latín, a romanos capaces de chapurrear en púnico, pasando también por los soldados que eran capaces de hablar en latín y en su propia lengua nativa y los alfareros que trabajaban en parte en latín para sus jefes romanos, o los comerciantes italianos de la isla griega de Delos que se afanaban en distintos contextos y en distintas lenguas, y muchos ejemplos más. El estudio va más allá de los detalles lingüísticos para ocuparse de algunas de las cuestiones más importantes de nuestra comprensión del Imperio romano y de la cultura del imperialismo romano. ¿Hasta qué punto, y con qué rapidez, borró el latín a las otras lenguas nativas del Imperio? ¿Cómo funciona de un modo efectivo un ejército políglota? ¿Hasta qué punto estaba el plurilingüismo incorporado a los procesos judiciales y administrativos del gobierno imperial?

Adams es muy consciente de la dificultad que supone utilizar las pruebas de las fuentes literarias antiguas a la hora de investigar las prácticas diarias de aprendizaje y uso de una segunda lengua. Los escritores romanos casi siempre andan afilando el hacha cuando debaten sobre las lenguas locales del resto del Imperio. Por muy evocador que sea el relato de sus esfuerzos para aprender el gético, no se trata de una guía fiable de las diversas experiencias lingüísticas que se producían en Tomi. Para Ovidio, la oposición entre latín y gético es una forma de hablar sobre el sufrimiento que supone el exilio y de la pérdida de identidad lingüística y, por tanto, de identidad social, política y cultural, que acompaña a la expulsión de Roma. (Incluso Adams parece demasiado confiado cuando llega a la conclusión de que es posible que Ovidio, al menos, haya arrojado un poco de luz sobre la actitud romana respecto a «la posibilidad de aprendizaje de una segunda lengua».) Del mismo modo, Tácito apenas menciona otros lenguajes a no ser que le sirva para escribir alguna clase de comentario cínico sobre la naturaleza del poder romano y su corrupción. Un ejemplo clásico de esto es su famoso pasaje en Agrícola (la biografía del suegro de Tácito y gobernador de Britania), cuando llega a la conclusión de que la entusiasta adopción del latín por parte de los hablantes celtas de la provincia era otra faceta de su esclavización.

Así pues, Adams depende mucho de las pruebas encontradas en las inscripciones y en los papiros. Aunque no por completo. Un capítulo importante se centra en el uso de locuciones o frases griegas en las cartas de Cicerón, escritas sobre todo en latín. Se pregunta por qué y en qué circunstancias adopta Cicerón esta forma de «cambio de código», como lo denomina la jerga lingüística. (La respuesta es una compleja mezcla de, entre otros factores, un poco de exhibicionismo, de acomodamiento a los diferentes grados de «grecitud» de sus corresponsales, y el estado psicológico del propio Cicerón. Es sorprendente, pero apenas utiliza el griego en «un momento de crisis».) Pero los documentos que no son literarios y que escriben personas mucho más corrientes (aunque no demasiado corrientes como para ser analfabetas, como debió de ser la mayoría de la población del Imperio) forman buena parte del trabajo de Adams. Entre esos documentos se encuentran listas de producción de los hornos de los alfareros, las pintadas en los monumentos del Egipto romano, las lápidas de los soldados y los papiros que registran los procesos judiciales o las actividades de los empresarios.

Saca el máximo partido a todos estos datos difíciles en busca de trazas gramaticales que indicarían la existencia de un redactor que escribiera en una segunda lengua o, en los textos bilingües, los indicios de cuál de las dos lenguas es la dominante y la competencia lingüística del público al que va dirigido. Es una búsqueda fascinante, aunque extremadamente técnica. No es un libro para aquellos que no conozcan el latín, y un mínimo conocimiento del griego antiguo (además del etrusco, el púnico y el arameo) también sería de utilidad.

Un ejemplo especialmente interesante, y uno que representa buena parte de las dificultades a las que se enfrenta Adams, es la lápida «romana» colocada en la zona de South Shields actual por un nativo de Palmira, Barates, para conmemorar a su esposa británica (y antigua esclava), Regina.

En ella se ve la escultura de la fallecida con un fuerte estilo palmirano. (Adams, con su enfoque rigurosamente lingüístico, no tiene nada que decir de esta imagen visual.) El texto está escrito en latín y en arameo de Palmira, aunque puesto que no había una numerosa población oriunda de Palmira en South Shields (no había ninguna unidad militar reclutada en Palmira en ninguna parte de la Muralla de Adriano), el propósito del texto arameo debió de ser más una proclamación de su origen étnico que un intento de comunicarse con un hipotético lector arameo.

El texto en latín es más largo que el palmirano e incluye información adicional sobre la edad de la fallecida (30) y cuál era su tribu (los catuvelaunos). Pero la versión latina, a los ojos de Adams y de otros editores (aunque yo no estaba tan seguro), muestra una caligrafía mucho más errática que la palmirana, lo que sugiere un cantero más cómodo con el arameo que con el latín, o al menos, más contento de poder tallar de derecha a izquierda que de izquierda a derecha. Al mismo tiempo, y para añadir confusión, el final heterodoxo de los casos de algunas de las palabras en latín recuerda el estilo griego.

Adams especula con la posibilidad de que Barates fuera un comerciante de Palmira, si no era el mismo «...rathes» (la primera parte del nombre se ha perdido), un portaestandarte de la misma ciudad, cuya lápida se encuentra en Corbridge. Y sugiere, con bastante posibilidad de acierto, que su lengua nativa era el arameo, pero que era bilingüe en griego, y por eso su latín estaba influido por las formas gramaticales griegas que ya conocía. A pesar de ello, no todas las preguntas planteadas por el texto tienen respuesta. ¿Qué relación existía entre el tallador del monumento y Barates, quien la había encargado? ¿Acaso eran la misma persona? ¿O eran dos nativos de Palmira que vivían en el South Shields romano? ¿Y por qué el texto arameo omite la parte vital de la información, en la que se explica que Regina es la esposa de Barates, y solo se refiere a ella como una «antigua esclava»?

12. La tumba de Regina, una antigua esclava, erigida en Britania por su esposo Barates. La inscripción está en latín y en arameo.

Bilingualism and the Latin Language trata de forma repetida sobre asuntos importantes de la historia cultural romana. En un momento dado, Adams declara que «este libro trata en su mayor parte sobre la identidad». Y sin duda, así es, y cualquier estudioso de la identidad cultural romana se enfrenta a una enorme tarea para absorber la información que Adams presenta. Sin embargo, la recompensa merece ese esfuerzo, ya que el material promete arrojar luz sobre todo un amplio espectro de prácticas políticas y culturales romanas, más allá de los problemas especializados de los lingüistas. Tomemos por ejemplo el modo en el que se enfrentaron los romanos a la topografía histórica de la provincia de Egipto. ¿Cómo comprendían y se relacionaban con aquellos recordatorios físicos de los antiguos gobernantes y civilizaciones que eran incluso más impresionantes hace dos mil años en Egipto de lo que son hoy en día? Adams investiga en uno de los capítulos el lenguaje de los mensajes tallados por los soldados y turistas romanos en varios monumentos egipcios. Así descubre una discordancia sorprendente. En el famoso Coloso de Memnón (la enorme «estatua cantora» visitada, entre otros, por el emperador Adriano), la mayoría de las inscripciones romanas están en latín. En otro lugar de «peregrinaje» romano, las tumbas subterráneas de los faraones en Tebas (donde se encontraban los conos funerarios), el griego parece ser el idioma elegido, incluso en aquellos casos de visitantes (como los prefectos romanos) que habían firmado de un modo agresivo en latín en el Coloso. La diferencia de lenguaje indica claramente que esas antigüedades egipcias tenían un significado distinto en la imaginación cultural romana: el Coloso provocaba en sus visitantes una reafirmación de la identidad romana, mientras que las tumbas provocaban una respuesta en griego, más «nativo» en la zona.

Pero del tratamiento del uso del lenguaje en el ejército romano por parte de Adams hace aparecer inaplicaciones más amplias. Destroza de un modo muy eficaz la opinión que sostiene que el latín era la lengua «oficial» del ejército por todo el Imperio, al menos en un sentido sencillo. Muestra que el griego se podía utilizar para cualquier clase de propósito «oficial», y reconoce que los oficiales de menor rango de muchas de las unidades reclutadas en las provincias podían tener una comprensión muy limitada del latín de sus superiores, y que se comunicaban con facilidad solo en su propio idioma natal. ¿Dónde deja esto nuestra visión de la estructura, la organización y la cohesión del ejército romano? Se parece más al desorden lingüístico y cultural de un equipo de fútbol moderno de primera división que a la imagen de unos soldados monolingües y casi idénticos que aparecen en los libros de texto, las películas y las novelas.

Sin embargo, lo más importante, sorprendente y posiblemente controvertido son las implicaciones de la obra de Adams para nuestra comprensión de toda la base de la administración provincial romana. Adams deja bien claro que los romanos eran capaces de aprender griego sin mayor problema, pero encuentra pocas pruebas de que mostraran la misma actitud respecto al aprendizaje de otras lenguas nativas de la parte occidental del Imperio. Es cierto que a principios de su historia se puede encontrar romanos que al parecer hablan etrusco o púnico; además del comité al que le encargaron la nada envidiable tarea de traducir veintiocho volúmenes de pensamientos púnicos sobre la agricultura, Livio cuenta la anécdota del hermano de un cónsul romano al que envían en una misión de reconocimiento al territorio etrusco a comienzos del siglo IV a.C. porque habla con fluidez el idioma (se supone que se formó en la ciudad etrusca de Caere y que lo había aprendido allí). Pero las pruebas que Adams acumula parecen sugerir cada vez con más fuerza que aunque los hablantes de las diversas lenguas del Imperio dominaban el latín, los romanos no devolvían el elogio que eso suponía.

César, por ejemplo, solía utilizar en la Galia a «nativos que hubieran aprendido algo de latín» e incluso en una ocasión, a un caudillo galo, para que actuaran de intérpretes entre sus fuerzas invasoras y la población local. Y aunque existen pruebas documentales de que había intérpretes al servicio del ejército romano, no existen evidencias concluyentes de que ninguno de ellos fuera hablante de latín de nacimiento. En pocas palabras, tal y como lo resume Adams: «a los nativos les interesaba aprender latín [...] porque sus amos trataban a las lenguas vernáculas como si no existieran». La imagen que esto presenta de la administración romana en Occidente es bastante complicada. En su conclusión más extrema, la implicación de la postura adoptada por Adams es que los romanos eran un poder invasor lingüísticamente empobrecido y vulnerable que dependía peligrosamente en esa interrelación entre gobernante y súbdito de la habilidad interpretativa del súbdito. Si eso es cierto, es modelo lingüístico de gobierno imperial completamente distinto al adoptado por el Imperio británico. Leonard Woolf, por ejemplo, no era un caso aislado cuando marchó a su puesto como administrador de Ceilán sabiendo ya tamil, y preparándose para dominar unas cuantas lenguas orientales más a su repertorio.

Por supuesto, la distinción en el mundo romano entre los romanos «auténticos» y sus súbditos fue desapareciendo cada vez más a lo largo de los primeros siglos antes de Cristo. El hecho de que los ciudadanos romanos (y por tanto, los administradores imperiales) procedieran a menudo de las provincias y tuvieran un origen plurilingüe debió de servir para emborronar la aparente separación lingüística drástica entre gobernante y gobernado. Julio Clasiciano, por ejemplo, nombrado procurador de Britania tras la revuelta de Boudica, tenía, a pesar de su bonito nombre latino, orígenes galos y quizá hablaba esa lengua también.

Pero, al mismo tiempo, sospecho (como admite el propio Adams en un momento dado) que había muchos más romanos que aprendían lenguas locales de lo que las pruebas encontradas indican. Los gobernadores nombrados para un breve período de tiempo quizá tendrían pocas ocasiones o ganas de aprender algo más allá que unas cuantas frases educadas, si acaso. Los oficiales con base en las provincias o en las fronteras durante largos períodos de tiempo apenas podían evitar adquirir cierta competencia lingüística en esos idiomas. Después de todo, sabemos que muchos de ellos (como Barates el Palmirano), se casaban con mujeres locales, o se echaban novias allí, o se acostaban con prostitutas de la zona. Probablemente no practicarían el sexo solo en latín. No es muy sorprendente que esta clase de bilingüismo no quedase reflejado ni siquiera en los documentos más efímeros, los escritos tallados de forma apresurada o las lápidas con textos un tanto toscos que Adams tanto destaca. No se trata solo de que estemos tratando con parte de la mayoría analfabeta del mundo antiguo. Muchos de esos lenguajes primitivos no tenían forma escrita y por tanto no podrían haber dejado restos escritos.

Estas reflexiones son un añadido a la rica paleta de diversidad lingüística que pinta Adams. Bilingualism and the Latin Language es un libro extraordinario e impresionante y una recopilación maestra de material. Presenta un Imperio romano que es culturalmente más complejo y francamente más extraño de lo que a menudo nos imaginamos y, quizá lo más relevante, demuestra lo importante que es el estudio del lenguaje para comprender de forma adecuada el mundo antiguo.

Revisión de J. N. Adams, Bilingualism and the Latin Language (Cambridge University Press, 2003).