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¿Solo sirve Esquilo?

El 4 de abril de 1968, la tarde posterior al asesinato de Martin Luther King, Bobby Kennedy se dirigió a una muchedumbre enfurecida en el gueto negro de Indianápolis. En medio de su discurso, citó unas líneas del coro de Agamenón de Esquilo que se hicieron famosas: «Incluso en nuestros sueños hay dolores que no se pueden olvidar, caen gota a gota sobre el corazón, hasta que, en nuestra propia desesperación, en contra de nuestra voluntad, viene la sabiduría por la terrible gracia de Dios».

Aunque fue una actuación poderosa, sin embargo, el uso del texto clásico es un poco torpe. «Mi poema favorito —empezó él—, mi poeta favorito —se corrigió después— era Esquilo...» Y tampoco recuerda correctamente la cita (aunque le resulta beneficioso). Kennedy tenía en la cabeza la traducción de la obra de Edith Hamilton de 1930, pero cuando habló descarnadamente de «nuestra desesperación», Hamilton había escrito en realidad «nuestro pesar», una arcaizante y precisa traducción del original de Esquilo, con un sentido muy diferente. Edith Hall educadamente guardó silencio sobre la imprecisión de Kennedy. En su espléndido y contundente ensayo en Dionysus Since 69, toma su discurso como uno de los ejemplos clave de la vinculación moderna política con las obras de Esquilo. En ese momento, «uno de los más oscuros de la historia moderna —escribe ella—, solo Esquilo podía valer». No obstante, se centra en los casos más modernos en los que la capacidad del teatro de Esquilo de «decir lo indecible» se ha usado en el debate político, ya sea para volver a valorar los horrores del conflicto militar de los Balcanes y el Golfo o (como en el Prometeo de Tony Harrison) para tratar al «enemigo interior», que adopta la forma de pobreza y clase.

Particularmente memorable es su discusión acerca de la adaptación de Peter Sellars de 1993 de Los persas. El tema de la obra original era la derrota de la flota persa a manos de los atenienses en la batalla de Salamina del 480 a.C., y es notable, como afirmaba Hall, «porque su elenco está exclusivamente formado por persas, los invasores de Atenas y sus muy odiados enemigos». Sellars transfirió la ubicación a la primera guerra del Golfo, y reinterpretó a Jerjes y a sus compañeros como los enemigos iraquíes de Estados Unidos. El comportamiento de Saddam Hussein no se trató con más simpatía con el que Esquilo trató a Jerjes, pero se hizo hincapié en el sufrimiento de las víctimas iraquíes de la guerra y, yendo todavía más allá, puso en boca de los actores «lo indecible» («Maldigo el nombre de América... Son terroristas como podéis ver»), lo que causó una extraordinaria reacción en el público. Durante la representación de la obra en Los Ángeles, unas cien personas, de un público de 750 más o menos, se iban cada noche. Sin embargo, el fantasma de Bobby Kennedy sigue presente en esta colección de ensayos más allá de su famosa cita de Esquilo, pues el propio Kennedy fue asesinado el 5 de junio de 1968, justo el día anterior al estreno de la obra Dionysus in 69, en la que se basa el título del libro. La versión radical de las Bacantes de Eurípides de Richard Schechner, que se estrenó por primera vez en el Performing Garage, de Nueva York (y que incluía improvisación, desnudos, rituales de nacimiento y un público colocado sobre o bajo escaleras, que se mezclaba necesariamente con los actores) se identifica a menudo como el punto de inflexión de las producciones modernas de la tragedia griega. Marca el inicio del extraordinario renacimiento reciente del drama antiguo («se ha representado más tragedia griega en los pasados treinta años que en ningún otro momento de la historia desde la Antigüedad grecorromana», observa Hall) y su fuerte vinculación con las luchas y el descontento de finales del siglo XX, a nivel mundial. La coincidencia de esta producción con la muerte de Kennedy es en sí misma reveladora: la revolución teatral iba unida a la vida real, la tragedia política que suponía el resquebrajamiento de la última esperanza para la América liberal y antibélica.

En Dionysus Since 69, Froma Zeitlin ofrece un análisis refrescantemente realista de ese ahora casi mítico espectáculo. Tras reflexionar sobre sus propios y vívidos recuerdos después de estar en el público, respalda su estatus de referencia en la historia del teatro. Schechner cogió una tragedia antigua que no se había representado comercialmente en Estados Unidos en todo el siglo XX y demostró con cuánta elocuencia sus temas (violencia, locura, éxtasis, liberación de la energía libidinosa... transgresión de tabúes y libertad de elección moral) hablaban de la década de 1960 en Nueva York. Al mismo tiempo, evita la trampa de juzgar sus propias innovaciones con gran éxito. Un intento arriesgado de interacción entre el elenco y el público —The Total Caress— resultó curiosa (y divertidamente) fallido. Tenía lugar hacia el final de la obra, «cuando Penteo y Dioniso salían brevemente de escena para tener un encuentro homoerótico. La idea era que los demás actores deambularan entre los espectadores y entablaran con ellos lo que eufemísticamente se llamaron «diálogos de exploración sensorial», que tomaban como modelo, en palabras de Zeitlin, «el comportamiento pacíficamente sensual de las Bacantes de Eurípides». Estos encuentros tomaban un giro predecible. Así que Schechner sustituyó un intermedio mucho más estilizado, que inadvertidamente revelaba el celo controlado que se esconde detrás de un teatro que, en apariencia, es mucho más improvisado. The Total Caress había sido «peligroso y contraproducente —explicó él—. La experiencia teatral cada vez la controlaba menos el Grupo». Las producciones discutidas en Dionysus Since 69 se extendieron mucho más allá de los espacios vanguardistas de Nueva York, desde Irlanda (en la elegante revalorización de The Cure at Troy de Oliver Taplin que hizo Seamus Heaney, una versión del Filoctetes de Sófocles) a África y el Caribe. Entre ambos extremos, quienes contribuyeron a este resurgir desenterraron una extraordinaria cornucopia de famosas, otras no tan famosas y, en ocasiones, francamente extrañas versiones modernas de tragedias antiguas. A Helene Foley, por ejemplo, le pareció muy divertida la parodia irónica de 1996 de John Fisher, Medea, the Musical, una obra dentro de otra, sobre los problemas de un director teatral que intenta volver a montar la historia (y dar un giro a su política sexual) con un Jasón gay. Peter Brown recoge este intento, cuya intrigante investigación, «Greek Tragedy in the opera House and Concert Hall», identifica hasta cien nuevas versiones musicales de la tragedia griega representadas en los pasados treinta y cinco años, por compositores de India, China, Líbano y Marruecos, además de lugares más predecibles como Europa occidental y Estados Unidos. La parodia gay de Fisher se analiza aquí junto a ofertas tan diversas como una Medea criolla de Nueva Orleans, abandonada por su capitán de navío blanco y la Medea de Tony Harrison: una ópera de sexo y guerra, que finalmente se representa como una obra teatral después de que su compositor muriera sin acabar la partitura.

Al final de este libro, el lector se dará cuenta de que casi toda causa política de valor que ha surgido en las pasadas tres décadas —los derechos de las mujeres, la concienciación en la lucha contra el sida, el movimiento antiapartheid, los procesos de paz (desde Irlanda del norte a Palestina), el orgullo gay, la campaña por el desarme nuclear, y por no mencionar diversas luchas contra dictaduras, imperialismo, o el gobierno Thatcher— han apoyado (así como admirado) nuevas representaciones de tragedias griegas; asimismo, casi cada horror de ese período, en concreto, las guerras de los Balcanes y el Golfo, se han analizado y condenado mediante el lenguaje trágico griego (se compara la destrucción de Troya con Kosovo, Bagdad o lo que se desee). En buena parte, aquí reside el considerable atractivo de la colección, pero también el problema del que no logra desembarazarse.

Todos los contribuyentes parecen compartir un número de supuestos sobre la historia reciente del teatro griego: que en los pasados treinta años se ha experimentado un nivel de interés cultural más intenso sobre la tragedia griega que en ningún otro momento desde la propia Antigüedad; que estas representaciones modernas han estado más politizadas que nunca antes; que la tragedia griega es un medio poderosamente único para discutir los problemas humanos más intensos y complejos; y que su poder ha sido recientemente empleado por las fuerzas del bien en el mundo en su lucha contra las fuerzas opresoras (es decir, por los representantes de la paz contra el poder militar, por las mujeres contra la misoginia, la liberación sexual contra la represión, y así podríamos continuar). Algunas de estas afirmaciones son bastante certeras. No cabe duda de que, en términos de números simples de producciones, ha habido un interés sin parangón en el teatro antiguo a lo largo de las últimas décadas pasadas, aunque también vale la pena recordar que uno de los sellos distintivos de los estudios clásicos como disciplina ha sido siempre la capacidad de cada generación de congratularse por su propio redescubrimiento de la Antigüedad clásica, al mismo tiempo que lamentaba el declive del aprendizaje clásico. Al fin y al cabo, los críticos de la década de 1880 decían prácticamente lo mismo sobre la obsesión por las obras griegas en su propia época. No obstante, algunas de las otras suposiciones son más tendenciosas. Dionysus Since 69 pudo haber sido un libro incluso mejor si se hubiera dejado algún espacio a ese debate, o hubiera encontrado un lugar para que un autor o dos pusieran la nota discordante.

Por ejemplo, ¿es completamente cierto que la tragedia griega tiene un poder único para «decir lo indecible», como sus defensores sugieren repetidamente? Cuando Hall escribe sobre el discurso de Bobby Kennedy afirma que «solo Esquilo valdría», ¿por qué cree que una cita cuidadosamente elegida de Shakespeare, por ejemplo, no hubiera servido igual de bien para el objetivo de Kennedy? Habría sido útil, de hecho, debatir por qué el destino del vate (que se ha ganado por derecho propio también servir como vehículo para disentir políticamente en todo el mundo) difiere del de la tragedia griega. Incluso habría sido útil echar un vistazo a alguna de las posturas que se opusieron a la corriente de entusiasmo teatral por todo lo helénico. ¿Qué hay del argumento, por ejemplo, de que la tragedia antigua forma parte más del problema que de la solución, y que parte de la razón por la que la cultura occidental trata de forma tan poco efectiva con los horrores de la guerra, o con las desigualdades de género es que no puede pensar en estos problemas fuera del marco que se estableció en Atenas hace más de dos milenios? Y qué hay del argumento por el que Lorna Hardwick pasa de puntillas en su ensayo sobre el poscolonialismo, y que apunta a que las representaciones de las Bacantes en Camerún o de la Antígona en Sudáfrica, lejos de ser intervenciones que otorgaban poder a la población nativa, de hecho representan la victoria definitiva del poder colonial. La cultura nativa tal vez haya derrocado a sus gobernantes políticos supremos, pero siguen representando sus malditas obras.

El entusiasmo cautivador de la mayoría de quienes aparecen en Dionysus Since 69 por la tragedia griega en la escena del siglo XX también ha inducido una amnesia colectiva sobre el compromiso político de muchos resurgimientos anteriores del teatro antiguo. No hay ninguna recopilación en ese verano de las representaciones de la traducción de Gilbert Murray de Las troyanas durante la primera guerra mundial (incluida una gira por Estados Unidos patrocinada por el Women’s Peace Party) o en apoyo de la causa favorita de Murray, la Liga de las Naciones, en Oxford en 1919. Tampoco hay mención alguna de las representaciones del Ion de Eurípides en la década de 1830, que era un manifiesto velado contra la esclavitud, ni de las luchas contra la censura teatral de finales de la época victoriana y eduardiana, que perseguía las representaciones del Edipo rey de Sófocles. La mayoría de los lectores se llevarán la impresión errónea de que la politización del teatro antiguo ha sido una invención de las últimas décadas, y tendrán una visión demasiado rígida de lo que Hall llama «el punto de inflexión de 1968-1969».

Incluso más engañosa es la omisión continua en Dionysus Since 69 de las apropiaciones políticas más incómodas de la tragedia griega. Es cierto, hay toda una letanía de buenas causas, desde el sufragio universal a mineros en huelga, que se han apoyado en el teatro griego. No obstante, lo cierto es que la historia de su uso en apoyo de algunas de las peores causas del mundo moderno es casi igual de impresionante. Los Juegos Olímpicos de Hitler de 1936, por ejemplo, fueron acompañados de una representación extremadamente recargada de la Orestíada de Esquilo, interpretada como una historia del triunfo de la cultura aria. Mussolini fue un defensor y patrocinador del festival de larga tradición de teatro antiguo en Siracusa, Sicilia. Y, tal y como El mercader de Venecia se representó en el Tercer Reich tanto como arma a favor y en contra del antisemitismo, la Antígona de Anouilh se usó de igual manera en Francia, en tiempos de guerra, por parte de la Resistencia y de las fuerzas de la ocupación.

El giro político más extraño, no obstante, es el posterior destino del famoso pasaje de Esquilo usado por Kennedy, un destino que cuesta de acomodar en el sagrado estatus de la América liberal y en la mitología del movimiento de los derechos civiles. Como el clasicista canadiense Christopher Morrissey ha observado recientemente, Richard Nixon citó exactamente ese mismo pasaje como uno de sus favoritos. Así pues, no solo se usó como homenaje tras la muerte de Martin Luther King; también fue la frase a la que Henry Kissinger, según él mismo afirma, no dejaba de dar vueltas en su cabeza cuando compartió la última noche de Nixon en la Casa Blanca. Al parecer, solo Esquilo servía.

Revisión de Edith Hall, Fiona Macintosh y Amanda Wrigley (eds.), Dionysus since 69: Greek tragedy at the dawn of the third millennium (Oxford University Press, 2004).