En febrero de 1938, R. G. Collingwood, en aquel entonces profesor de filosofía metafísica de la cátedra Waynflete en Oxford, y con solo 48 años de edad, sufrió una leve apoplejía. Fue el primero de una serie de ataques, cada uno más grave que el anterior, que lo matarían al cabo de solo cinco años. El tratamiento habitual en los años treinta era menos efectivo que la intervención médica moderna, pero era mucho más agradable. Los doctores le recomendaron que disfrutase de un largo período de excedencia del trabajo, que diera largos paseos y que realizara cruceros por el mar. También le animaron a que siguiera escribiendo. Aunque se consideraba que la enseñanza era mala para los vasos sanguíneos, se suponía que la investigación tenía un efecto beneficioso.
Collingwood se marchó de Oxford con una excedencia de un año y se compró de inmediato un pequeño yate con el que planeó navegar en solitario por el canal de la Mancha y rodear Europa (quizá no se trate exactamente de un viaje de placer, pero se basaba en el mismo principio básico de que el aire del mar era fortalecedor. Se produjo un desastre. Pocos días después de zarpar, tuvo que ser rescatado de una tormenta terrible por una de las naves salvavidas del puerto de Deal, que lo remolcó hasta la orilla. Partió de nuevo, pero no tardó en sufrir otra apoplejía, que al parecer superó anclando la nave lejos de la orilla quedándose tumbado en su litera hasta que se le pasó el dolor de cabeza y recuperó la capacidad de movimiento normal. Para cuando llegó a tierra firme de nuevo, ya había comenzado a escribir su autobiografía.
Tras pasar unos cuantos meses convaleciente en la casa que la familia tenía en el tranquilo Lake District, finalizó la autobiografía, un pequeño libro sincero y a veces jactancioso que terminó con un ataque frontal contra algunos de los filósofos de Oxford «de mi juventud», a los que tachó de «propagandistas de un fascismo creciente». La University Press tuvo que superar unos cuantos recelos e insistió en efectuar unas cuantas revisiones antes de publicarlo al año siguiente. Mientras tanto, Collingwood ya se había embarcado en otro viaje, esta vez en un barco holandés que se dirigía al Lejano Oriente. Fue a bordo de esa nave, donde el capitán le montó un estudio al aire libre en el puente, donde comenzó su Essay on Metaphysics [Ensayo sobre la metafísica], y acabó el primer borrador en un hotel de Yakarta. En el viaje de regreso a casa revisó algunos de los párrafos más ofensivos de su autobiografía, al mismo tiempo que escribía extensas partes de lo que él llamaría «su obra maestra», un libro al que se le conocería como The Principles of History [Los principios de la historia].
Apenas se quedó un par de meses en Oxford tras su regreso. Según su propio relato, difícilmente creíble, un desconocido estudiante estadounidense le abordó al salir de la librería Thornton de Broad Street y le invitó a navegar con él y con una tripulación de estudiantes en un viaje a Grecia. Collingwood aceptó. Partieron en junio, regresó poco antes de que se declarara la guerra. En 1940, Oxford University Press publicó el relato de ese viaje, The First Mate’s Log [El diario del primer oficial].
Esta actividad frenética no había sido lo corriente en la vida de Collingwood hasta ese momento. Es cierto que siempre fue un insomne adicto al trabajo, pero hasta ese momento había vivido de un modo discreto y, desde luego, a un ritmo más pausado, propio de un caballero. Si su carrera académica se salía de lo habitual se debía a que tenía dos intereses en la investigación y la enseñanza que a primera vista eran muy diferentes: por un lado, estaba la filosofía; por el otro, la historia y la arqueología de Roma, sobre todo la arqueología de la Roma británica. De hecho, antes de ser elegido en 1935 para la cátedra Waynflete tenía un curioso cargo híbrido como profesor no numerario dando clase de filosofía e historia romanas. Pasó buena parte de su tiempo trabajando en su propia rama peculiar de filosofía idealista, algo que debió de sonar cada vez más pasado de moda a mediados de los años treinta a todos aquellos que empezaban a leer a A. J. Ayer y a J. L. Austin. Los veranos los dedicaba a excavar y a transcribir, anotar y dibujar las inscripciones romanas que encontraba, desde lápidas hasta piedras millares, como preparación de un libro, la colección completa de Roman Inscriptions of Britain [Inscripciones romanas en Gran Bretaña], un proyecto en el que trabajó durante casi toda su vida académica. Antes de 1938 ya había publicado algunos estudios importantes sobre arqueología romanobritánica y había realizado un par de contribuciones a la filosofía académica, pero como comenta Stefan Collini en su capítulo sobre Collingwood de su libro Absent Minds [Mentes ausentes], si hubiera muerto en 1938 de su primera apoplejía, probablemente sus trabajos solo le habrían proporcionado «una pequeña nota a pie de página en los estudios más concienzudos sobre la filosofía y la erudición académica en la Gran Bretaña del siglo XX» (y debo añadir que mucha gente habría pensado que tuvo mucha suerte al conseguir la cátedra Waynflete). Fueron sus obras posteriores a la apoplejía las que le hicieron famoso.
De hecho, el ritmo de sus actividades, tanto en la vida personal como en la profesional, se aceleró cuando se convenció en 1941, y con razón, de que le quedaba poco tiempo de vida. En enero renunció por fin a su cátedra. Después, con la temeridad propia de los moribundos, se divorció de su esposa y se casó con su amante, Kate, una antigua estudiante que se convirtió en actriz, y que era veinte años más joven que él. (En su biografía de Collingwood, Fred Inglis se pregunta, con cierta razón, si todos los viajes al extranjero a finales de los años treinta no fueron impulsados tanto por un espíritu aventurero y la confianza en las propiedades saludables del aire marino como por un deseo de escapar de sus complicados asuntos domésticos.) Kate dio a luz en diciembre de 1941, y Collingwood murió en enero de 1943 en el Lake District, tras quedar cada vez más incapacitado por una serie de ataques de apoplejía. Pero antes le dio tiempo a terminar otro libro, The New Leviathan; or Man, Society, Civilization and Barbarism [El nuevo Leviatán; hombre, sociedad, civilización y barbarie], que se publicó en 1942. Como sugiere el título, era un intento inflexible, y a veces feroz, de organizar la filosofía política de Hobbes en la lucha contra el fascismo. Tal y como lo ve Inglis, «fue su contribución a la guerra». El libro también incluye algunos ataques francamente «demenciales», algo que incluso sus admiradores admiten, contra algunos de sus objetivos favoritos, entre ellos el sistema educativo del que él mismo había sido un gran beneficiado. Collingwood fue en sus últimos años un gran defensor de la enseñanza en el propio hogar, y creía que uno de los mayores crímenes que había cometido Platón era «haber sembrado en el mundo europeo la idea demencial de que la educación debía profesionalizarse».
Aparte de su autobiografía, con sus afirmaciones interesantes pero a veces poco diplomáticas sobre la importancia de la filosofía en la política moderna, sus obras más importantes no se publicaron en sus últimos años de vida, sino después de su muerte, y en muchos casos, mucho tiempo después. Su obra más famosa, The Idea of History, con sus ya habituales ataques contra lo que él llamaba el método de «cortar y pegar» de las investigaciones históricas, y su defensa de la historia siempre desde el punto de vista de una «historia de la mente», se publicó en 1946. La compiló de forma póstuma a partir de varios manuscritos Malcolm Knox, su albacea literario y antiguo alumno. Solo hace poco ha sido evidente lo parcial que fue la compilación realizada por Knox. Por ejemplo, omitió o redujo mucho la crítica de Collingwood respecto a Hegel.
Había mucho más que cubrir a lo largo de la siguiente mitad de siglo. Su contribución más duradera a los estudios romano-británicos fue el compendio de ochocientas páginas de las Roman Inscriptions of Britain. Este proyecto lo inició Francis Haverfield (p. 279) antes de la primera guerra mundial. Después de que el primer editor escogido cayera en el frente de los Dardanelos en 1915, Collingwood fue elegido su sucesor. Trabajó en la redacción del libro de forma esporádica, sobre todo en sus vacaciones de verano, hasta 1941, cuando le pasó todo el material recopilado a su editor ayudante, R. P. Wright. Se publicó finalmente en 1965, y Collingwood aparece como coautor (Wright admite en el prólogo, como queja o como acusación, que «la redacción de este libro me llevó más tiempo de lo que me habían hecho creer». Treinta años más tarde, The Principles of History, la obra maestra que Collingwood comenzó en su viaje al Lejano Oriente pero que nunca terminó, vio por fin la luz. Se la creía perdida, posiblemente troceada por Knox mientras preparaba The Idea. Sin embargo, dos archivistas de vista aguda descubrieron el manuscrito en 1995, oculto en la Oxford University Press. Se publicó en 1999, más de cincuenta años después de su muerte.
El libro History Man [Hombre de historia] de Inglis es una valoración entusiasta. En un detalle poco habitual en la biografía de un académico, es muy revelador respecto a la infancia de Collingwood en el Lake District, donde su padre, W. G. Collingwood, era secretario del anciano Ruskin, donde los hijos y los nietos de William Wordsworth seguían formando una parte importante de la comunidad local y donde Arthur Ransome solía visitar con frecuencia la casa familiar de los Collingwood. De hecho, Inglis especula con la posibilidad de que R. G. sea la inspiración del hermano mayor, John Walker, del libro We Didn’t Mean to Go to Sea [No era nuestra intención ir al mar]. Sea o no eso verdad, nos recuerda que cuando Collingwood inició el malhadado viaje en solitario por el canal de la Mancha en 1938 ya tenía toda una vida de experiencia con malas navegaciones. Inglis se encuentra menos seguro en lo que se refiere a la vida y a las andanzas de Collingwood en Oxford, y engarza muchos clichés extendidos sobre el mundo conservador y excéntrico de las antiguas universidades en el período de entreguerras, desde el círculo de Brideshead de los estudiantes procedentes de las clases sociales superiores hasta los profesores estirados, irritables y casi todos solteros. Es imposible no sospechar que Collingwood estaba aprovechando más el ambiente intelectual de los años veinte y treinta en Oxford de lo que Inglis está dispuesto a aceptar. Además de las revoluciones en filosofía que se estaban produciendo, era la época en la que Ronald Syme estaba reconsiderando (y «repolitizando») la historia romana, y su famosa obra La revolución romana (Crítica, 2010) se publicó en 1939.
A pesar del entusiasmo contagioso del libro, dos de las cuestiones más importantes sobre los logros de Collingwood y su perfil académico solo tienen una respuesta medio convincente. En primer lugar, ¿qué grado de importancia tiene The Idea of History, el libro póstumo que constituye su obra más famosa? En segundo lugar, ¿qué relación existía, si es que existía, entre los dos lados académicos de su carrera? En otras palabras, ¿qué tiene que ver Roman Inscriptions of Britain con The Idea of History, y mucho menos con Essay on Metaphysics?
The Idea of History tiene algunos defensores muy distinguidos. Tiene el honor de ser el libro que inspiró a Quentin Skinner al comienzo de su propia carrera como historiador y, por supuesto, Skinner llegó a proporcionarle su propio sesgo al lema de Collingwood sobre que toda la historia es una «historia de la mente». Y aunque solo fuera por la falta de competencia (es un clásico, como ha comentado Collini, «en un campo en el que no sobran los clásicos escritos en lengua inglesa), solía ser la ayuda teórica de los estudiantes que cursaban historia en la universidad, o de los alumnos de último curso de colegio que querían hacerlo. Todavía aparece en las bibliografías generales y lo suelen recomendar mucho a sus alumnos los profesores ambiciosos (aunque cuando hace pocos años le pregunté a un grupo de cincuenta estudiantes de tercer curso de historia en Cambridge si alguno de ellos lo había leído, ninguno levantó la mano). El problema a la hora de juzgarlo ahora es que sus grandes afirmaciones no son nada polémicas. Sin duda, eso es en parte un tributo a la popularidad del libro. Pero también se debe en parte a que esas afirmaciones nunca han sido especialmente originales, y las expuso de un modo con el que resulta difícil mostrarse en desacuerdo. Después de todo, ¿quién podría admitir, según la expresión de Collingwood, que prefiere un método de «corta y pega» antes que el estilo de «pregunta y respuesta» que defiende el autor? ¿Podría oponerse alguien a la idea de que parte del sentido que tiene estudiar historia era ayudarnos a ver (tal y como lo expresa Inglis) «cómo podríamos pensar y sentir de un modo distinto al que lo hacemos»?
Tras volver a leer The Idea of History unos treinta años después, me siento menos impresionada que cuando era una estudiante, o al menos, no tan sugestionable. Su imagen de la narración ciega y mecánica de la historia de «cortar y pegar» y de las generaciones de historiadores que se contentaban simplemente con pegar una fuente de información tras otra parece ahora que era poco más que un mito. No era necesario el nacimiento de la narratología ni el regreso a la moda de la «narrativa grandiosa» para darse cuenta de que las narraciones históricas siempre son selectivas y siempre plantean preguntas sobre las pruebas. Ninguna historia, ni siquiera la crónica más austera, se ha presentado tan carente de preguntas como Collingwood pinta en su enemigo metodológico imaginario. Quizá también su método de «pregunta y respuesta» no es tan evidentemente productivo como él proclamaba y, sin duda, no en la rama práctica de la historia conocida como arqueología. En su autobiografía se muestra especialmente corrosivo con aquellos estudiosos de la Antigüedad que, siguiendo la tradición de Pitt-Rivers, excavaban en los lugares por simple curiosidad (las excavaciones realizadas en la ciudad romana de Silchester eran su objetivo concreto). Muy al contrario, los mejores arqueólogos «nunca abrían una zanja sin saber exactamente qué información estaban buscando». Pero esto no presta atención al hecho igualmente importante de que algunas preguntas ciegan al investigador frente a un potencial más amplio, a las sorpresas, que puede ofrecer el material excavado. Parte de la historia, y no en menor grado la mejor arqueología, se ve impulsada por la curiosidad y es oportunista, más que impulsada por los resultados, por mucho que les guste imaginárselo así a Collingwood y a sus improbables descendientes en el Arts and Humanities Research Council y a los demás organismos del gobierno que conceden subvenciones.
¿Qué conclusión tenemos que sacar de la relación entre los dos lados de la carrera académica de Collingwood, la filosofía y la historia arqueológica? El propio Collingwood reconocía el problema e intentaba de forma constante lograr un «acercamiento» entre ambas. Cuando tiene que explicar con claridad a qué se dedica, pone en primer lugar a la filosofía, y describe la actividad arqueológica más como una aplicación práctica de sus ideas sobre la filosofía de la historia. Después de todo, a pesar de su profesorado híbrido, se convirtió en el profesor de la cátedra Waynflete de filosofía metafísica, no en el profesor de la cátedra Camden de historia romana. La mayoría de los estudios sobre su carrera siguen este grado de importancia, y le dan mucha más relevancia a su actividad filosófica, hasta el punto de relegar a veces la arqueología a una simple afición veraniega. Pero esto seguramente se debe en parte a que los escritores en cuestión eran filósofos e historiadores culturales, con una comprensión del mundo antiguo y de la importancia de Collingwood en el estudio de la antigüedad que se puede calificar de mínima en el mejor de los casos. Inglis es especialmente culpable en esto. No parece ser consciente de la importancia de una obra como Roman Inscriptions in Britain; confunde las Églogas de Virgilio con sus Geórgicas; se cree que Res Gestae (que en latín se refiere a los «logros») tiene algo que ver con «gestos», y proclama que Alcínoo, que era el nombre que tenía el barco en el que Collingwood navegó hasta el Lejano Oriente, era la «madre de la amante de Ulises, Nausica» (se equivoca en dos cosas: Alcínoo era el padre de Nausica, y ella y Ulises no eran amantes, al menos, en la versión de Homero). Hasta Collini se equivoca con el título de la revista en la que aparecieron muchos de los artículos arqueológicos principales de Collingwood: era (y todavía es) el Journal of Roman Studies, no el Journal of Roman History.
Y como ocurre a menudo, las cosas parecen distintas si las enfocas desde un punto de vista clásico. El propio Collingwood quizá habría elegido no reflejar la influencia de su educación formal; se preocupa más por atacar toda la historia de la pedagogía profesional hasta el propio Platón. Pero sin duda, fue crucial que él mismo fuera producto del viejo sistema educativo del curso de «Greats» (las Grandes, es decir, las Clásicas), que concentraba el trabajo de los últimos dos años y medio del alumno en el estudio paralelo de la historia antigua, por un lado, y de la filosofía antigua y moderna, por otro. La mayoría de los estudiantes eran mejores en una cosa que en otra, y la mayoría de las biografías nos hablan de los desesperados intentos de los futuros historiadores antiguos por empollar lo suficiente de Platón, de Descartes y de Hume para conseguir la nota necesaria que les permitiría aprobar los exámenes finales (o al contrario, los desesperados intentos de los futuros filósofos por recordar lo suficiente de la guerra del Peloponeso o de las campañas de Agrícola en Britania para conseguir lo mismo). En el contexto de las «Grandes», Collingwood no era un inconformista con dos intereses incompatibles. Dado el propósito educativo del curso, él fue uno de los pocos casos de éxito, aunque quizá también un estudiante destacado algo extravagante. Su combinación de intereses era precisamente para lo que el curso fue diseñado.
Por decirlo de otro modo, Collingwood no era sencillamente un filósofo con una afición por la arqueología, como lo ven Inglis y otros afirman. Sería más adecuado considerarlo un éxito poco habitual de una versión del estudio de los clásicos en Oxford que ya no existe (el curso de «Grandes» fue «reformado» hace décadas). No debería sorprendernos que el último viaje que emprendió, con ese grupo de estudiantes, tuviera como destino Grecia, y que visitara Delfos, como explica en The First Mate’s Log, «no como un turista, sino como un peregrino», el mismo lugar al que había acudido Sócrates dos mil quinientos años antes. «Si un hombre considera a Sócrates su profeta, el viaje a Delfos es el viaje a La Meca», escribió. Ese es el credo de un estudioso de las «Grandes».
Revisión de Fred Inglis, History Man: The Life of R. G. Collingwood (Princeton University Press, 2009).