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¿En qué Tucídides se puede confiar?

Tucídides escribió su Historia de la Guerra del Peloponeso (hay traducción castellana anotada de Francisco Rodríguez Adrados, Crítica, 2013) en un griego casi imposible. Quizá el lenguaje retorcido esté relacionado con la novedad de la empresa. Cuando escribía al final del siglo V a.C., intentaba hacer algo que nunca se había hecho antes: un análisis agresivamente racional, aparentemente impersonal de la historia de su propio tiempo, totalmente libre de las formas religiosas de explicación. Según la visión de Tucídides, la guerra del Peloponeso, que se libró intermitentemente durante treinta años entre las dos ciudades más importantes de Grecia, Esparta y Atenas, debía entenderse como una lucha de política y poder humanos, y no, como Homero había presentado antes la guerra de Troya, o como Herodoto había explicado la guerra de los griegos contra los persas, mediante peleas entre los dioses en el monte Olimpo. Esto fue revolucionario.

No obstante, decidimos disculpar a Tucídides el hecho de que su historia a veces sea casi incomprensible por sus neologismos, extrañas abstracciones, y peculiaridades lingüísticas de todo tipo. Estos no son los únicos problemas para el lector moderno. También enfureció a algunos lectores de la Antigüedad. En el siglo I a.C., en un largo ensayo dedicado a la obra de Tucídides, Dionisio de Halicarnaso, que también era crítico literario e historiógrafo, aporta largas citas de las «expresiones forzadas», non sequitur, «artificialidades» y «oscuridad enigmática». «Si la gente realmente hablara así —escribió—, ni siquiera sus madres o sus padres serían capaces de tolerar el disgusto que provoca; de hecho, necesitarían traductores, como si estuvieran oyendo un idioma extranjero.»

En su Thucydides: The Reinvention of History, Donald Kagan es más benévolo, pero incluso él acepta que «su estilo es a menudo muy comprimido y difícil de comprender, de manera que cualquier traducción es necesariamente una interpretación». Aquí, hay grandes implicaciones para nuestra admiración moderna de Tucídides como historiógrafo. En primer lugar, las «buenas» traducciones de su Historia (las que son fluidas y fáciles de leer) dan una idea muy mala del carácter lingüístico del griego original. Cuanto «mejores» son, menos reflejan el tono de cómo escribía Tucídides, un poco como si se reescribiera Finnegans Wake en el claro estilo de Jane Austen. En segundo lugar, muchas de nuestras «citas» favoritas de Tucídides, esos eslóganes que se consideran su aporte distintivo a la historia, guardan, en realidad, una relación muy lejana con el texto original. Como regla general, cuanto más sugestivos suenen los eslóganes más probable es que sean obra del traductor que del propio Tucídides. Simplemente, no escribió tantas sentencias como se le atribuían.

Tomemos, por ejemplo, la sentencia más favorita de Tucídides, repetida en cursos de relaciones internacionales por todo el mundo, y considerada un descubrimiento de los textos de análisis político «realistas»: «Los fuertes hacen lo que pueden, los débiles sufren lo que deben». Está sacada del famoso debate que Tucídides reproduce entre los atenienses y el pueblo de la isla de Melos. Los atenienses habían pedido que el Estado neutral de Melos se uniera al bando ateniense en la guerra entre Atenas y Esparta; cuando los habitantes de Melos se resistieron, ambos frentes debatieron la cuestión. Los representantes de la Atenas imperial plantearon una versión espantosa de «querer es poder»: ellos afirmaban que la justicia solo era posible entre iguales, de otro modo, los fuertes someterían a los débiles, y así la soberanía de Atenas siempre podría pisotear las aspiraciones de una pequeña isla como aquella.

Los habitantes de Melos, honorable pero ingenuamente, quisieron preservar su propia independencia. El resultado inmediato fue que las tropas atenienses sitiaron y capturaron Melos, asesinando a todos los hombres a los que echaban mano, y convirtiendo en esclavos a mujeres y niños. Es muy significativo que en el diseño de la Historia de Tucídides, el siguiente suceso de importancia resulte ser la desastrosa expedición ateniense a Sicilia, donde la idea de «querer es poder» se volvió en contra de los propios atenienses y selló la derrota efectiva de Atenas ante Esparta.

La famosa sentencia sobre los fuertes y los débiles, obviamente, aparece en la argumentación de los atenienses, y su popularidad actual se debe en buena parte al óptimo equilibrio entre los poderosos que hacen «lo que pueden» y los débiles que sufren «lo que deben», igual que esa ley de hierro de la inevitabilidad (o realismo, según el punto de vista) que se introduce mediante la expresión «lo que deben». Sin embargo, eso no es lo que Tucídides escribió. Tal y como Simon Hornblower apunta correctamente en el tercer y último volumen de su monumental comentario, línea a línea, de la Historia de Tucídides, una traducción más precisa sería: «Los poderosos exigen lo que pueden, y los débiles tienen que doblegarse», aunque esta traducción exagera la idea de obligación de los débiles. Para ser precisos, lo que Tucídides afirmaba era solo que los «débiles se doblegan», no se hacía referencia alguna a la necesidad. Y el comentario de Hornblower también plantea la cuestión de cuál debía ser exactamente la acción de los fuertes; el original griego se podía traducir igualmente como «hacer» o «exigir» o incluso (como un filólogo renacentista pensó) «extorsionar». «Hacer lo que puedas» y «exigir lo que puedan» describen imágenes muy diferentes de la forma de actuar del poder.

Dejando al margen los matices lingüísticos, lo cierto es que ese «eslogan» que atribuimos a Tucídides fue, al menos en parte, fruto del trabajo de Richard Crawley, un clasicista de Oxford del siglo XIX cuya mayor fama se debe a unos cuantos versos satíricos al estilo de Alexander Pope, aparte, por supuesto, de su traducción de Tucídides, que estaba en todas las bibliotecas de principios del siglo XX (puesto que parecía clara y fluida, tal y como exigían los requisitos). Ahora, libre de derechos de reproducción, se ha convertido en una de las versiones preferidas para su publicación. Así pues, este ha sido el saqueo del que ha sido víctima «Tucídides» para cursos de teoría política y relaciones internacionales, y para los eslóganes de los que han echado mano tanto los políticos neoconservadores o realistas, e incluso a veces los más izquierdistas.

La oscuridad del griego de Tucídides justifica ampliamente el proyecto de Hornblower, en el que ha trabajado durante más de veinte años, para elaborar otro detallado comentario histórico y literario de toda su Historia, que se añadirá a la serie de trabajos de este tipo que se remontan al Renacimiento. A menudo, no sabemos exactamente qué intentaba decir Tucídides, pero conforme pasan los siglos sí que mejora nuestra incomprensión de él. Y sin estudios filológicos como este, las mentiras y las citas erróneas perpetradas en nombre de Tucídides pasarían completamente desapercibidas.

De hecho, a lo largo de sus tres volúmenes, el propio Hornblower mejora cada vez más su tarea: la parte final de su trilogía presenta una lectura mucho más sofisticada del texto que el primer volumen, aparecido en 1991, que es más academicista y más prosaica. No obstante, aunque la calidad de su trabajo sea irregular, en sus más de dos mil páginas de comentarios (que sobrepasan el número de páginas del texto original griego), el elemento que se repite es que Hornblower demuestra una y otra vez que Tucídides no decía lo que a menudo imaginábamos.

Uno de los mejores ejemplos es una cita extraída de primera Historia de Tucídides, que Hornblower discute en el primer volumen. Es una de las favoritas de los pensadores de izquierdas, más que de la derecha conservadora, y a menudo se considera un precedente asombroso de algunas de las ideas de George Orwell en 1984. Haciendo una reflexión de los efectos del lenguaje (y de otras muchas cosas) de una guerra civil brutal en la ciudad de Corcyra (en la moderna Corfú), Tucídides escribe, de nuevo según el tan citado Crawley: «El significado normal de las palabras tenía que cambiar y adoptar el que ahora se les ha dado». Como muchos clasicistas han observado orgullosamente, esta afirmación parece una versión de Tucídides de la neolengua orwelliana, y es un buen ejemplo de un escritor de la Antigüedad que anticipa lo que se considera una idea moderna más de dos milenios después.

Sin embargo, no es así. Lo cierto es que al traducir el original griego con esas palabras en concreto, Crawley tal vez sí se anticipó a Orwell en casi un siglo; pero Tucídides (como recalca Hornblower, basándose en diversos estudios recientes) desde luego no lo hizo. Su extraordinariamente tosco griego en este punto de su Historia es difícil de descifrar, pero no expresa ninguna idea protoorwelliana. De hecho, su argumento es mucho menos sofisticado. Lo que quiere decir, en el contexto de la guerra civil de Corcyra, entre una facción pro ateniense y una pro espartana oligárquica, es que las acciones que antes se habían interpretado como malas, después se consideraban buenas. Hornblower traduce este pasaje correctamente y en armonía con el estilo del original como: «Y cambiaron sus habituales evaluaciones verbales de acciones por otras nuevas, a la luz de lo que ahora consideraban justificado». Lo que esto significa, como el propio Tucídides explica a continuación, es que los actos de «atrevimiento irracional» llegaron a verse como actos de «coraje y lealtad para uno de los bandos». Si interpretamos esto con exactitud, no está hablando del lenguaje, sino sobre un cambio de los valores morales.

Durante su larga y distinguida carrera académica (nació en 1932), Donald Kagan ha dedicado incluso más años que Hornblower al estudio de Tucídides y el siglo V. El primer volumen de su historia de cuatro partes de la guerra del Peloponeso apareció en 1969, mientras que el volumen final lo hizo veinte años después, en 1987. En 2003, apareció un compendio muy popular: La guerra del Peloponeso (Edhasa, 2009). Cada vez más, durante la última década más o menos, compaginó su obra académica con algunas intervenciones decididamente conservadoras en la política moderna: la más famosa es While America Sleeps (2000). Escrita junto con su hijo Frederick, era un agresivo llamamiento a un aumento sustancial del gasto en defensa, y a que Estados Unidos asumiera «las verdaderas cargas del liderazgo mundial». Al mismo tiempo, era un tributo al análisis realizado por Winston Churchill del análisis de la pasividad británica en política exterior durante las décadas de 1920 y 1930, While England Slept (sobre la que más tarde John F. Kennedy elaboró su trabajo de fin de carrera en Harvard, Why England Slept).

En Tucídides, Kagan recupera la historia de la guerra del Peloponeso, pero ahora centrándose específicamente en la calidad y fiabilidad del relato de Tucídides. Muchos de sus argumentos bien conocidos sobre la guerra reaparecen aquí, de vez en cuando con una nueva resonancia contemporánea. Según Kagan, lo que normalmente se considera el desastroso intento ateniense de invadir la lejana Sicilia no fue un error como se suele asumir, o como el propio Tucídides sugiere. No era una guerra imposible de ganar, en un país sobre el que los atenienses sabían muy poco. El problema reside en el personal militar: si hubieran sustituido al anciano Nicias como comandante jefe, entonces tal vez podrían haber tenido una oportunidad de conseguir la victoria.

En general, la posición de Kagan se opone a la visión más habitual (derivada directa o indirectamente de Tucídides) de que Atenas cayó derrotada por sus ambiciones imperiales desmedidas y por su violencia arrogante. En sintonía con sus contribuciones al debate político contemporáneo, arguye que Atenas no fue lo suficientemente agresiva, y por esa misma razón sufrió esa terrible derrota a manos de la alianza espartana. Todo esto resultará familiar a cualquiera que haya leído las demás historias de Kagan. La novedad de este libro reside en que es un intento directo de evaluar la Historia de Tucídides en sí misma.

Kagan se deshace en alabanzas a Tucídides por sus métodos fríos y analíticos y por su precisión. Incluso da el visto bueno a los largos discursos que Tucídides, a lo largo de su obra, pone en boca de los protagonistas de la guerra (y que están escritos en un griego que es rebuscado incluso para los parámetros de Tucídides). Este ha sido durante décadas uno de los temas más controvertidos para valorar la fiabilidad de la obra de Tucídides.

¿Cómo podría haber recogido con precisión las palabras que se pronunciaron tal vez veinte años antes de que él elaborara su Historia? Aunque él mismo estuviera presente y estuviera tomando apuntes prudentemente, no hay duda de que incluye algunos discursos que es imposible que hubiera oído, porque fue desterrado de Atenas menos de diez años después de la guerra (un castigo por ser responsable, en cuanto que comandante ateniense, de una gran derrota militar). ¿Tenía otras fuentes fiables? ¿O tal vez su ausencia significa que, al menos, algunos de los discursos fueron efectivamente creaciones ficticias del propio Tucídides?

Algunos lectores modernos de Tucídides han aceptado la idea de la creación ficticia sin demasiados problemas, haciendo hincapié en la importancia de los discursos en la construcción literaria de la Historia. Hornblower, que no llega a descartar la posibilidad de que algunos discursos de Tucídides sí representen a grandes rasgos lo que originalmente se dijo, entiende, ciertamente, lo importantes que son en otros aspectos. Por ejemplo, recalca lo a menudo que los discursos, tal y como él los recoge, a pesar de que puedan parecer muy bien argumentados, no consiguen convencer a su público, como si pretendiera exponer «los límites del poder del debate racional» (de forma muy semejante a lo que hacía Eurípides, más o menos al mismo tiempo, en sus tragedias).

Otros consideran la cuestión de la autenticidad un tema destacable. Tal y como Kagan escribió hace más de treinta años (y no parece haber cambiado de opinión): «No podemos dar cabida a la posibilidad de que un discurso sea inventado en forma alguna sin destruir la credibilidad de Tucídides». Por supuesto, él no acepta tal posibilidad, y por tanto apoya la credibilidad de Tucídides. Cuando escribe sobre el líder político ateniense de las primeras etapas de la guerra, Kagan insiste en que «todos los discursos de Pericles se usan aquí para presentar fiablemente las ideas del orador, no del historiador». Y ocurre lo mismo, más o menos, con los discursos que Tucídides pone en boca de muchos otros de los protagonistas principales del conflicto.

Todo este debate se oscurece más si tomamos en cuenta los propios comentarios de Tucídides sobre el tema en las explicaciones que ofrece, en el mismo inicio de la Historia, al respecto de sus propios métodos. Admite francamente que él no oyó todos los discursos que incluye en su obra, y que no recordaba perfectamente otros tantos. Entonces, ¿cómo procedió? Aquí, de nuevo, es muy difícil comprender lo que Tucídides escribe. Aceptando la línea optimista de la precisión histórica de los discursos, Kagan cita la traducción de Crawley del pasaje clave:

Acostumbro a poner en boca de los oradores las palabras que, en mi opinión, debían decir en cada ocasión, procurando apegarme, por supuesto, lo más posible al sentido general de lo que realmente se dijo.

Kagan hace especial hincapié en la última parte de esta frase, cuyo «intento... de claridad —escribe él— no puede ignorarse». Sin embargo, el griego es mucho más difícil y menos claro de lo que Kagan admite. Ese «por supuesto» es pura invención de Crawley. Y otros han argumentado que la «intención general de lo que realmente se dijo» sería una versión mucho mejor de lo que decía Tucídides, y transmitiría un mensaje significativamente diferente sobre la precisión que el propio Tucídides concede a sus discursos.

No obstante, Kagan no es un seguidor servil de Tucídides. De hecho, aunque defiende los métodos históricos de Tucídides, también quiere mostrar que en varios aspectos su interpretación de los acontecimientos era incorrecta, o al menos muy parcial. En opinión de Kagan, Tucídides era un historiógrafo revisionista que escribía para contrarrestar la interpretación popular y ortodoxa de la guerra del Peloponeso y su estrategia. Por muy brillante que fuera Tucídides, en su mayor parte, argumenta que la interpretación popular era la correcta y que la posición revisionista de Tucídides era errónea. En cierto sentido, para Kagan, la mayor reafirmación de la fama de Tucídides es que fue un historiógrafo tan escrupuloso que podemos usar su propia narración contra él para revelar la debilidad fundamental de sus interpretaciones: como Kagan escribe, «la prueba... de una lectura divergente surge de sus propios relatos».

Uno de los casos más claros en los que Tucídides adopta una actitud revisionista es su valoración de los diferentes líderes bélicos atenienses. Era un tremendo admirador de Pericles. Creía que seguía una inteligente estrategia de espera al inicio de la guerra, al dejar a los espartanos invadir territorio ateniense durante un mes más o menos cada año y sembrar el caos en el campo, pero sin plantarles batalla, limitándose a retirarse tras los muros de las ciudades, donde aguantaban hasta que el enemigo se iba. Era un plan sin precedentes en la historia bélica de Grecia (puesto que, como Kagan observa adecuadamente, en la tradición griega, «la voluntad de luchar, el valor y la buena disposición para la batalla eran características esenciales del hombre libre y del ciudadano»). Tucídides, sin embargo, compara la estrategia de Pericles con las decisiones militarmente temerarias de sus sucesores, que se embarcaron en todo tipo de políticas imprudentes, como la expedición siciliana, que condujeron en última instancia al desastre. En opinión de Tucídides, Pericles tenía razón.

Pero no en la de Kagan, quien calcula el coste financiero de las políticas de esperar y ver con la cantidad total de reservas monetarias de Atenas, que conocemos gracias al propio Tucídides. Su conclusión es que los atenienses solo podrían haberse permitido adoptar esa estrategia tres años más a lo sumo, tiempo que, sin duda, no era suficiente para desmoralizar a las tropas espartanas (que era el objetivo de Pericles) con sus repetidas e infructuosas invasiones anuales. Aunque sobre el papel pareciera tener sentido, «el plan no funcionaba»; nada más lejos de ser un golpe de un genio cauteloso, como pensaba Tucídides, esa política iba a conducir a Atenas a una derrota casi certera.

Por tanto, no resulta sorprendente que, ya antes de su muerte por la gran epidemia, Pericles hubiera perdido el favor de los atenienses. De hecho, hacia el final de su Historia, Tucídides informa más explícitamente que en su libros anteriores de la visión que tenía el pueblo de la estrategia de Pericles: «había quien creía que Atenas podía aguantar un año, otros, dos, pero nadie pensaba que fuera a durar más de tres años». Según los cálculos económicos de Kagan, la opinión popular era correcta, y la política aparentemente cautelosa de Pericles, y tan admirada por Tucídides y muchos filólogos modernos, era extremadamente peligrosa.

El sucesor más célebre de Pericles al mando militar de Atenas fue un hombre llamado Cleón, al que Tucídides atacó vehementemente por sus estrategias temerarias, mal planeadas y agresivas, así como por su imagen vulgar de nuevo rico. En este caso, de nuevo, Kagan contradice el juicio de Tucídides, al demostrar en repetidas ocasiones que la política de Cleón funcionaba, a pesar de la oposición de Tucídides a ella, y a pesar también del hecho de que la única burla que aparece en su Historia, carente de toques de humor, se da como respuesta, llena de escepticismo, al alarde y la bravuconería de Cleón, poco después de la muerte de Pericles, de que capturaría a gran parte de los soldados espartanos, acantonados en la isla de Esfacteria, en la costa occidental del Peloponeso, en solo veinte días.

En realidad, Cleón consiguió exactamente eso, así como iniciar una serie de políticas que Tucídides ridiculiza o simplemente no menciona (como por ejemplo, un gran reajuste, al alza, de las contribuciones financieras que los aliados de Atenas debían pagar al fondo imperial para la batalla). Según Kagan, fueron estas iniciativas de Cleón, y no las políticas cautelosas de Pericles, las que casi permitieron ganar la guerra a Atenas.

Tal vez sea una pena que Kagan no dedicara más tiempo a reflexionar sobre estas cuestiones, especialmente a la de los relativos méritos de Pericles y Cleón, en las discusiones modernas de Tucídides y la guerra del Peloponeso. Estos temas surgieron con particular intensidad en la década de 1850 en Reino Unido, cuando George Grote, un demócrata confeso, historiador y banquero, intentó usar la historia del siglo V de Atenas en su campaña para ampliar el voto democrático en su propia época. Ese proceso, como a Kagan, lo llevó a rehabilitar a Cleón, a quien, siguiendo el relato de Tucídides, la mayoría de clasicistas veían como a un demagogo sediento de poder, y una clara prueba de por qué la democracia y el sufragio universal podían llegar a ser muy peligrosos para el orden político. En una de las disputas académicas más virulentas del siglo XIX, el brillante, pero ultraconservador, clasicista de Cambridge Richard Shilleto respondió en 1851 al sexto volumen de la Historia de Grecia de Grote con un panfleto titulado «¿Tucídides o Grote?». ¿Cómo podía Grote, se preguntaba Shilleto, haber cuestionado la imparcialidad de Tucídides al apoyar a personajes como Cleón? ¿Eso era lo que implicaba extender el derecho al voto?

No es, sin embargo, la sombra del siglo XIX la que se cierne más amenazadoramente sobre el Tucídides de Kagan, sino la sombra de la filología más reciente. Ese libro, en su mayor parte, se basa en obras de las décadas de 1960 y 1970, tal y como se refleja ampliamente en sus notas al pie (la mayoría de los «lectores incisivos del texto de Tucídides» a los que se refiere Kagan pertenecen a una o dos generaciones anteriores a la suya; la mayoría de sus «brillantes historiadores modernos» escribieron hace ya medio siglo). En ocasiones, alude enigmáticamente a los enfoques «literarios» de la Historia de última hora, esos que tratan a Tucídides como a un «genio puramente literario, libre de las trabas de la objetividad histórica». Si estas alusiones se refieren a la tendencia dominante de la investigación sobre Tucídides en los últimos treinta años más o menos, es decir, estudios que hacen hincapié sobre todo en la construcción literaria de su Historia, y a sus vínculos con otros géneros literarios como el teatro y la poesía, entonces podemos decir que Kagan apenas ha entendido sus argumentos en absoluto.

Muchos estudiosos modernos de Tucídides han intentado comprender mejor cómo diseñó su historia. En lugar de preocuparse por cuestiones históricas, o de tratar a Tucídides como un genio literario completamente fuera de un contexto histórico, han intentado usar las teorías modernas de análisis literario para demostrar, por ejemplo, cómo construyó una imagen de objetividad histórica a finales del siglo V. Han demostrado cómo la cuestión de los discursos en la Historia es más importante y posible de responder que el viejo dilema de su autenticidad. Y han empezado a preguntarse por qué —y con qué efecto— el estilo de la Historia es tan impenetrable.

Emily Greenwood, por ejemplo, que ha incidido especialmente en esa parte de los discursos de Tucídides meticulosamente programados (y su cuidadosa descripción de su método), pretende plantear preguntas sobre la propia naturaleza de la «verdad» en la construcción de la historia, tanto si esta se encuentra en las palabras pronunciadas in situ o en las palabras escritas por el historiador (por muy alejadas que puedan ser de lo que realmente se dijo). Lo que sugiere es que necesitamos ver la Historia de Tucídides en parte como un trabajo teórico, no simplemente como el relato de una guerra, sino una reflexión sobre cómo la historia se cuenta con más honradez. Y eso no está lejos de los objetivos que tenía Hornblower en la parte final de su trabajo. De hecho, una de las razones por las que los dos últimos volúmenes de sus Comentarios son más convincentes que el primero es la clara influencia en ellos de las teorías de la crítica y la narrativa modernas.

Kagan probablemente se ve influido por estas nuevas tendencias literarias más de lo que le gustaría admitir. Sin embargo, en su mayor parte, la escritura de su Tucídides es elegante, a veces mordaz, una recapitulación de toda una larga vida dedicada a pensar en la guerra del Peloponeso y sus historiadores. Trata muchas de las cuestiones claves sobre Tucídides del último siglo, algunas de las cuales siguen siendo relevantes en la actualidad, pero no es un Tucídides para el mañana.

Reseña de Donald Kagan, Thucydides: The Reinvention of History (Viking, 2009); Simon Hornblower, A Commentary on Thucydides, volumen III, Books 5.25-8.109 (Oxford University Press, 2008).