El año 51 a.C., Marco Tulio Cicerón, que había abandonado a regañadientes su puesto en Roma para convertirse en gobernador militar de la provincia de Cilicia en el sur de Turquía, consiguió una pequeña victoria contra algunos insurgentes locales. Según sabemos por las cartas que han pervivido, era consciente de que seguía los pasos de un famoso predecesor: «Durante unos cuantos días —escribió a su amigo Ático— estuvimos acampados exactamente en el mismo lugar que Alejandro ocupó cuando luchaba contra Darío en Iso», y se apresura a apuntar que, por supuesto, Alejandro era de hecho «un general bastante mejor que tú o yo».
Al margen de lo irónico del comentario de Cicerón, cualquier romano a cargo de una brigada con la vista puesta en Oriente habría soñado con ser como Alejandro Magno. Al menos en sus fantasías, se ponían en el lugar del joven rey de Macedonia, quien, entre 334 a.C. y 323 a.C., había penetrado en Asia, conquistado el Imperio persa bajo el mando del rey Darío III, y llevado a su ejército hasta el Punjab, a unos cinco mil kilómetros de su país, antes de morir, durante el viaje de regreso, en la ciudad de Babilonia, a la edad de treinta y dos años, ya sea (según la versión oficial) a causa de una fiebre letal o, como otros han insinuado, por envenenamiento o alguna enfermedad relacionada con el alcoholismo.
Otros romanos tuvieron mejores razones para proclamarse «el nuevo Alejandro» que el sedentario Cicerón, incluso hicieron una mayor conexión, con menos sentido de la ironía. El contemporáneo de Cicerón, Cneo Pompeyo, ha quedado eclipsado en la imaginación moderna por su rival Julio César, pero siendo muy joven ya había alcanzado victorias aún más decisivas que las que César logró en toda su vida, y frente a enemigos más distinguidos. Después de sus conquistas en África en la década de 80 a.C., regresó a Roma para ser proclamado Magnus («Pompeyo el Magno», como aún se le conoce), a imitación directa de Alejandro. Para enfatizar el mensaje central, en la estatua más famosa de las que de él se conservan (actualmente en la Gliptoteca Ny Carlsberg de Copenhague), Pompeyo aparece con el peinado característico de Alejandro, un copete (anastole, como lo llamaban los griegos) peinado hacia atrás desde el centro de la frente.
Para no ser menos, cuando Julio César visitó Alejandría, donde por fin reposaba el cuerpo de Alejandro (secuestrado en el carro fúnebre en el camino de Babilonia a Macedonia y reclamado para Egipto por uno de sus «sucesores»), realizó una peregrinación hasta su tumba: un déspota enloquecido rindiendo homenaje a otro, tal y como el poeta Lucano ridiculizó el gesto.
2. Pompeyo el Magno, el Alejandro romano (con copete y todo).
Sin embargo, en Roma había opiniones divergentes sobre Alejandro (como se ve por los ácidos comentarios de Lucano sobre la visita a la tumba). En uno de los primeros intentos conocidos de especulación histórica, Tito Livio plantea la pregunta de quién habría ganado si Alejandro hubiera decidido invadir Italia. De forma predecible, Livio concluye que el Imperio romano habría sido tan invencible frente a Alejandro como lo fue ante otros enemigos. Ciertamente Alejandro era un gran general, pero Roma en ese momento contaba con muchos generales extraordinarios, mucho más duros que el rey persa, «que cargaba con su mujer y sus eunucos», y que a todas luces era «una presa fácil».
Además, desde muy joven, Alejandro empezó a mostrar fatales signos de debilidad: era vanidoso, exigía obediencia a sus seguidores, obraba con terrible crueldad (se dice que llegó a matar a sus antiguos amigos compartiendo mesa con ellos) y su alcoholismo eran bien conocido. Invadir Italia habría sido una prueba más difícil que la invasión de la India, «que logró tranquilamente, de juerga, con un ejército borracho».
Aun Cicerón, siendo realista, supo admitir los problemas en la carrera de Alejandro. En un pasaje, conservado solo en parte, de su tratado De republica, parece citar una anécdota que reaparecerá, casi quinientos años después, en los escritos de san Agustín. Se trata de la historia de un pirata de poca monta al que llevaron ante Alejandro. Este le preguntó que por qué aterrorizaba los mares con su barco pirata. «Por lo mismo que usted aterroriza al mundo entero», contestó el pirata con aspereza. Pudo haber citado numerosos actos de terror: la masacre total de la población masculina después de los sitios de Tiro y Gaza; el asesinato masivo de la población del Punjab; la destrucción del palacio real de Persépolis, después (según se dice) de una cena regada con alcohol.
La ambivalencia de la imagen de Alejandro en Roma queda perfectamente reflejada en el famoso «mosaico de Issos», una obra maestra compuesta, literalmente, por millones de teselas que en tiempos decoró el suelo de la Casa del Fauno, la más espléndida de la antigua Pompeya (actualmente en el Museo Arqueológico de Nápoles). El mosaico, que representa una batalla entre el muy reconocible Alejandro (peinado con su copete característico) y el rey Darío en su carro de guerra, siempre se ha considerado copia romana de una pintura griega anterior, aunque sin pruebas contundentes, solo sobre la vieja suposición de que los artistas romanos tendían a ser imitadores poco imaginativos más que creadores originales.
La composición es más enigmática de lo que pueda parecer. Alejandro carga a caballo desde la izquierda, acaba de atravesar a un infortunado persa con su lanza (la famosa sarissa macedonia); entre tanto, Darío, en el lado derecho, se dispone a huir; de hecho, su auriga ya ha girado los caballos y está listo para lanzarse al galope. No cabe duda de quién es el vencedor; pero nuestra atención no se centra tanto en Alejandro como en Darío, que sobresale entre los combatientes con el brazo extendido hacia Alejandro. Quienquiera que compusiera el mosaico, seguramente quería atraer la atención hacia la víctima de la famosa batalla entre el languideciente poder de Persia y el naciente dominio macedonio (aunque fuera para suscitar compasión hacia la parte derrotada).
3. El rostro del perdedor. En este detalle del mosaico de Issos, Darío mira a su oponente antes de emprender la huida.
Estos debates han persistido durante siglos. En consecuencia, aparecen y desaparecen nuevos temas. Últimamente ha surgido la polémica, bastante cargada de política, sobre el origen griego de Alejandro. ¿Era eslavo, como querría el gobierno de la Antigua República Yugoslava de Macedonia (ARYM), y, por lo tanto, un símbolo adecuado para el país y un buen nombre para el aeropuerto de Skopje)? ¿O en realidad era griego de pura cepa y, por lo tanto, no tenía nada que ver con la ARYM)?
La disputa es yerma por razones obvias: las identidades antiguas son un concepto poco fiable, y la identidad étnica de los macedonios está casi totalmente envuelta en el mito, pero eso no ha impedido que cientos de académicos, la mayoría de ellos estudiosos del mundo clásico, le escribieran una carta al presidente Obama en 2009 para declarar que Alejando «era griego sin lugar a dudas» y solicitarle que reparara los errores históricos de la ARYM. No consta que Obama respondiera. La polémica resurgió cuando una espantosa estatua de treinta toneladas y unos quince metros de altura, más un pedestal de nueve metros, fue erigida en la plaza principal de Skopje. Por diplomacia, se le puso el nombre de Guerrero a caballo, pero guarda un parecido sorprendente con la típica imagen de Alejandro (con copete y todo).
De vez en cuando, surgen nuevas pruebas que conmocionan la imaginación popular. Así ocurrió en la década de 1880 con el «sarcófago de Alejandro» encontrado en el Líbano, actualmente en el Museo Arqueológico de Estambul. El sarcófago, que data de finales del siglo IV a.C. y es casi seguramente el ataúd de mármol de un joven monarca designado por el propio Alejandro, representa escenas de guerra y caza de la vida de este, y fue elaborado en un momento más cercano a su vida que cualquier otra imagen que tengamos de él. (Todos sus retratos a gran escala conservados se hicieron tras su muerte, mucho después en su mayoría, aunque se basaran en obras de la época hoy perdidas.)
Más impresionantes aún son los descubrimientos hechos en Vergina, cerca del palacio real de Macedonia, desde la década de los setenta, en especial, una serie de tumbas fechadas en el siglo IV a.C. que se hallaron casi intactas y repletas de joyas, vasijas de oro y plata, muebles bien trabajados y pinturas. Para acabar con la idea de que los macedonios eran unos «bárbaros», en el sentido popular de la palabra, las tumbas parecen deberse a la casa real de Macedonia; no al propio Alejandro, por supuesto, pero quizá sí a su padre, Filipo II, (asesinado en 333 a.C.) y a otros parientes cuyas vidas acabaron de forma igualmente trágica debido a las luchas de poder suscitadas después de su muerte. Aunque no tengamos su cuerpo, es probable que los objetos contenidos en esas tumbas sean lo que más llegue a acercarnos a Alejandro.
Con todo, la mayor parte de los debates sobre la figura de Alejandro y las pruebas en las que se basan no han cambiado mucho a lo largo de dos milenios; el principal dilema (para escritores, cineastas, artistas y hombres de Estado) sigue siendo si Alejandro es digno de admiración o de condena. Para muchos, es un ejemplo claro de lo que debe ser un «gran general», alguien que llevó heroicamente a su ejército a la victoria en territorios cada vez más lejanos. Napoleón fue uno de sus admiradores, y una de las pruebas más impresionantes de su admiración consiste en una mesa valiosísima que ordenó construir y que en la actualidad se encuentra en el palacio de Buckingham. La mesa está hecha de porcelana y bronce dorado, y en su centro destaca la cabeza de Alejandro rodeada por otros gigantes militares del mundo antiguo. El mensaje era: donde pone Alejandro, léase Napoleón.
A juzgar por su biografía de Alejando Magno, Philip Freeman es otro de sus admiradores, si bien algo más comedido. En sus conclusiones admite que podemos no aprobar «las tácticas a menudo brutales de Alejandro», aunque, sigue explicando, «todo estudiante razonable de historia estará de acuerdo en que fue una de las mentes militares más grandiosas de todos los tiempos». La última frase del libro insiste en que «no podemos evitar admirar a un hombre que se embarcó en desafíos de tal magnitud».
Para otros no ha sido tan complicado contener su admiración. Dante concedió un lugar a «Alejandro» (suponemos que se refería al «Magno») en el séptimo círculo del infierno, donde, inmerso hasta las cejas en un río de sangre hirviente, grita de dolor condenado a pasar la eternidad en compañía de monstruos como Atila el Huno, y Dionisio, el tirano de Siracusa. Muchos autores modernos han seguido su ejemplo. A. B. Bosworth, por ejemplo, otro decano entre los historiadores de Alejandro, resumió sombríamente la vida de Alejandro: «Pasó gran parte de su vida matando y ordenando muertes; posiblemente, matar era lo que mejor hacía». Y yo misma, más displicentemente, lo describí en cierta ocasión como «un matón juvenil borracho», a quien cuesta imaginar como símbolo nacional de un país moderno.
Tanto Freeman como Pierre Briant, en su Alejandro Magno, tachan estas críticas de juicios de valor anacrónicos: la opinión de Bosworth es «un juicio que concuerda con nuestros valores actuales, pero no con la época de Alejandro», observa Briant; y mi comentario resulta «demasiado simplista», apunta Freeman. «Era un hombre de su tiempo, un tiempo violento; ni mejor ni peor que César o Aníbal.» Por regla general, claro, los historiadores se acusan entre ellos de realizar juicios de valor anacrónicos únicamente cuando sus opiniones difieren, pero en este caso, como ya hemos visto, esto no es en absoluto anacrónico. Ya en los tiempos de César, algunos romanos veían en Alejandro poco más que a un pirata a gran escala.
La pregunta de hasta qué punto podemos admirar a Alejandro está estrechamente relacionada con la de cuáles eran sus verdaderas intenciones. Si nos incomodan sus métodos, ¿qué hay de sus objetivos? Otra vez nos encontramos con puntos de vista divergentes. La vieja idea, que encaja a la perfección con algunos de los lemas del imperialismo británico del siglo XIX, era que Alejandro tenía una «misión civilizadora», un noble proyecto para llevar los grandes ideales de la cultura helénica al ignorante Oriente. De hecho, esto no se aleja mucho del tema principal de Alejandro Magno, la desastrosa película que Oliver Stone rodó en 2004 (cuyo asesor histórico fue el historiador Robin Lane Fox, quien, llamativamente, también sirvió de extra en la carga de la caballería); el Alejandro de Stone era un visionario soñador con una sexualidad problemática, pero un visionario al fin y al cabo.
Otros también han percibido todo tipo de problemas psicológicos. Hay una corriente académica que hace énfasis en sus insaciables «ansias» o «deseos» (o pothos, para usar el término griego de Arriano, senador romano de extracción griega, que escribió la Anábasis de Alejandro Magno, en la segunda mitad del siglo II a.C.). Otra corriente sugiere una identificación más literaria con los héroes de la Ilíada de Homero. Según esta teoría, Alejandro se ve a sí mismo como el nuevo Aquiles, al lado de su amigo Hefestión, quien sería el nuevo Patroclo, repitiendo la guerra de Troya (en cierta ocasión llegó a reproducir la escena de la Ilíada en la que Aquiles arrastra el cuerpo de Héctor con un carro alrededor de las murallas de Troya, aunque en el caso de Alejandro la víctima estaba viva, al menos al principio).
Una opinión más realista es que Alejandro empezó como un mero seguidor de su padre, quien al morir ya había emprendido una serie de operaciones militares en Asia Menor; a Alejandro el éxito se le subió a la cabeza y no supo cuándo parar. Según la teoría que presenta Ian Worthington en Philip II of Macedonia, tras unos inicios modestos, Alejandro se sintió impulsado a continuar su campaña de conquista hasta el Punjab con el fin de superar a su padre en todo lo que fuera posible (aquí hay más psicología: Worthington escribe que Alejandro sufría de una «paranoia surgida de sus sentimientos de marginalización durante los últimos años del reinado de Filipo»).
Los historiadores modernos de Alejandro han encontrado muchos puntos de conflicto, si bien sus discusiones parecen más intensas de lo que realmente son, ya que, bajo toda la polémica superficial y los juicios de valor conflictivos, intentan responder las mismas preguntas, con el mismo enfoque y las mismas pruebas de siempre. Esto ya lo señaló convincentemente, hace más de una década, James Davidson en el London Review of Books al reseñar una recopilación de ensayos sobre Alejandro editados por Bosworth y E. J. Baynham. Su reseña se ha hecho famosa entre los historiadores del mundo antiguo porque llama la atención sobre el estado lamentable de la «industria alejandrina» profesional. Como señala Davidson, mientras que muchos campos de los estudios clásicos se han servido de las nuevas aportaciones teóricas de la segunda mitad del siglo XX, desde la narratología hasta los estudios de género, «los estudios sobre Alejandro siguen siendo impermeables a las influencias que han transformado la historia y los clásicos desde 1945».
Los especialistas en este breve período de la historia antigua (las campañas duraron poco más de diez años) seguían dedicándose a reconstruir «lo que en realidad sucedió», basándose en las vívidas pero poco fiables fuentes que aún se conservan (los siete libros de Arriano suelen considerarse la «mejor» prueba, pero hay abundante material en la Vida de Alejandro de Plutarco y en la Biblioteca histórica de Sículo, solo por citar dos ejemplos). Según Davidson, reconstruir «lo que en realidad sucedió» en este caso era aún más difícil que en otros debido a la naturaleza particular de las fuentes que han sobrevivido. Todos los relatos que tenemos sobre las conquistas de Alejandro fueron escritos cientos de años después de su muerte, y la misión de los historiadores ha consistido generalmente en identificar los pasajes derivados de relatos fiables, pero ya desaparecidos, de la época (ya sea de los diarios del secretario de Alejandro, que aparentemente hablan de la «enfermedad» que lo llevó a la muerte, o de la historia de ese período escrita por Ptolomeo, el hombre que robó el cuerpo de Alejandro y lo instaló en la capital de su reino, Alejandría).
Davidson insiste en que el problema es que, aunque pudiéramos esperar identificar qué pasajes provienen de cada una de las fuentes desaparecidas, no podemos presumir (como los clasicistas) que el material perdido sea necesariamente fiable. Parte de esos escritos eran seguramente falsos (los diarios son buenos candidatos a ser considerados, cuando menos, un remedo); otros, hasta donde sabemos gracias a los críticos antiguos, carecían de rigor historiográfico. («Las historias perdidas [...] no se han extraviado —como Davidson señala acertadamente—, han quedado en el olvido.») El resultado es que la estructura histórica que conocemos como «la vida de Alejandro Magno» es extremadamente endeble y que los estudiosos modernos han intentado exprimirla en busca de respuestas que nunca obtendrán; no solo se preguntan qué lo motivaba, sino si amaba realmente a su esposa Roxana o si creía ser hijo del dios Amón. Esto no es hacer historia, es jugar a los enigmas.
Briant, en el apéndice de su obra sobre Alejandro, tiene la generosidad de reconocer que algunas de las opiniones de Davidson «han calado». Nadie lo diría a juzgar por estos libros. El Alexander the Great de Freeman es una buena biografía de tipo tradicional, a veces amena, a veces demasiado vívida («la suerte sonreía a los macedonios»). Abunda en comentarios sobre sentimientos, emociones y carácter que, en el mejor de los casos, no pasan de conjeturas («Alejandro no podía creer la suerte que estaba teniendo»; «deberíamos preguntarnos por qué de un día para otro, a esas alturas de la vida, decidió casarse con una bactria. Probablemente el motivo sea una mezcla de política y pasión»). Y nos recuerda, con sus impenetrables estrategias de batalla y su complejo elenco de personajes (muchos de ellos con el mismo nombre), lo turbia y complicada que es la historia de Alejandro, aunque sea en versión simplificada y semificticia.
A veces los historiadores modernos creen que podemos llegar más lejos mirando solo de reojo la carrera de Alejandro. Worthington se centra en Filipo II para elucidar hasta qué punto los logros del padre presagiaban los del hijo. Se trata de un texto erudito, pero (tal vez inevitablemente) demasiado lleno de jerga militar de salón como para resultar una lectura fácil. Al igual que muchos académicos, Worthington siente un respeto reverencial por la invención, atribuida a Filipo, de la sarissa, una nueva y devastadora arma. Sin embargo, no era más que una lanza más larga que las normales; por eso cuesta entender por qué los enemigos de Filipo nunca la copiaron. Por lo demás, nadie sospecharía, leyendo su detallada descripción, con mapa y todo, de las tácticas de batalla de Filipo en 338 a.C. contra la coalición griega en Queronea («Fase II: Filipo se bate en retirada, el centro y el sector izquierdo avanzan; el ejército ateniense, el centro y los beocios avanzan hacia el frente izquierdo», etc.), que todo esto se basa en unas pocas y confusas líneas, no siempre compatibles entre ellas, sacadas de un puñado de fuentes muy posteriores.
James Romm, en Ghost on the Throne, se mueve en otra dirección cronológica para examinar el período subsiguiente a la muerte de Alejandro y los conflictos entre sus generales que dividieron el mundo griego y crearon diferentes dinastías helénicas (los Ptolomeos, los Antigónidas, los Seléucidas, etc.), que, a su vez, cayeron en manos romanas. Romm acierta en ver este período como una etapa más importante, a efectos geopolíticos, que las conquistas de Alejandro. Pero a pesar de su elegante prosa, se esfuerza demasiado en escribir una historia trepidante: complejos tráficos de influencias entre los generales rivales, asesinatos dinásticos en la familia de Alejandro y veleidosas maniobras entre los líderes poco carismáticos de la decadente democracia ateniense, que buscaban una oportunidad para poder ejercer algún tipo de influencia.
El libro más relevante es el Alejandro Magno de Briant, porque el autor es una de las máximas autoridades mundiales en el Imperio persa (aqueménida). El libro promete que es posible ver a Alejandro con otros ojos si se atiende a las pruebas persas. Contiene ideas, pero menos importantes de lo que cabría esperar. El libro tiene dos grandes problemas. El primero es que Briant escribe desde su púlpito académico, con un tono ligeramente autoritario sobre lo que los historiadores deben o no deben hacer; además, tiene un estilo bastante telegráfico (el libro tiene 144 páginas a letra de gran tamaño, de aquí que sea «una breve introducción», tal y como el subtítulo indica). Por otro lado, el autor no hace concesiones a quienes, por ejemplo, desconocen los deberes de un sátrapa. En varias ocasiones hace referencia a documentos que se suponen particularmente «importantes» o «útiles», pero rara vez explica al profano cuáles son esos documentos y qué impacto ha tenido su contenido en la historia del período. Me han causado perplejidad, por ejemplo, los «sumamente importantes» documentos arameos de Bactria y el que «dieciocho tablillas de madera usadas para registrar deudas, todas del tercer año de Darío» arrojen luz sobre el proceso de transición del gobierno aqueménido al gobierno macedonio.
El segundo y más decepcionante: la explicación más clara que da Briant sobre la contribución de los documentos persas es sorprendentemente corta. Tal y como admite, no hay «testimonios completos» por parte de autores persas, pero hasta las tabletas cuneiformes proporcionan menos información de la que él promete. Hace referencia, por ejemplo, a una «escritura babilonia bien conocida» que «da una imagen detallada» del período en 331 a.C., entre la batalla de Arbela (o Gaugamela) y la entrada de Alejandro en Babilonia. ¿Imagen detallada? Hasta donde se me alcanza, se trata de un diario gigantesco que rápidamente relata «el pánico que se originó en el campo de Darío», «la importante derrota de las tropas persas» y «la deserción de las tropas del rey», seguida por la entrada en Babilonia del «rey del mundo». Tal vez una referencia valiosísima desde el punto de vista persa, pero insuficiente para reescribir la historia.
¿Qué hacer, pues, con la historia de Alejandro? Davidson afirmó que «el punto ciego» de los modernos historiadores de Alejandro es el «amor», e insta a que fijemos nuestra atención en el homoerotismo de la corte macedonia y su culto al cuerpo humano. Yo me atrevería a sugerir un punto ciego más prosaico: concretamente, Roma. Los autores romanos no solo discutieron el carácter de Alejandro, no solo lo tomaron como un modelo a seguir; se puede decir que más o menos inventaron al «Alejandro» que conocemos hoy en día, como casi llegó a decir Diana Spencer en su excelente libro The Roman Alexander (2002). De hecho, el uso deliberado del título «Alejandro Magno» aparece en una comedia romana de Plauto, a principios del siglo II a.C., unos ciento cincuenta años después de la muerte de Alejandro. Dudo mucho que Plauto se inventara el título, pero es probable que se acuñara en Roma; ciertamente no hay nada que permita sugerir que los contemporáneos de Alejandro o sus sucesores inmediatos en Grecia lo llamaran Mégas Aléxandros. En cierto modo, «Alejandro Magno» es una creación tan romana como lo fue «Pompeyo el Grande».
Todavía más importante es el carácter y el trasfondo cultural de las fuentes antiguas sobre la vida de Alejandro. Se ha dicho una y otra vez que estas fuentes fueron redactadas mucho después de los hechos que describen. Es cierto, pero lo más relevante es el hecho de que todas fueron escritas durante el Imperio romano con el telón de fondo de su imperialismo. Diodoro Sículo, cuya obra es la fuente conservada más antigua, escribió a finales del siglo I a.C. Arriano, actualmente la fuente más consultada, nació en la década de los ochenta d.C. en la ciudad de Nicomedia (en la actual Turquía), emprendió una carrera política en Roma y se convirtió en cónsul en la década de 120, para más tarde desempeñar el papel de gobernador de Capadocia. Evidentemente, estos autores romanos no crearon la historia de Alejandro, y, por supuesto, dependieron de los escritos de los contemporáneos de Alejandro, independientemente de su calidad. No obstante, estaban limitados a ver la historia a través del filtro romano, a interpretar y ajustar lo que leían a la luz de las versiones de conquista y expansión imperial características de su era política.
Al releer el Anábasis de Alejandro Magno de Arriano, me han llamado la atención sus ecos romanos. Ocasionalmente, el propio Arriano hace comparaciones explícitas entre los sistemas romano y macedonio. Pero con mayor frecuencia, las comparaciones implícitas no requieren explicación. La preocupación que generaba el que Alejandro se considerase un dios (o, al menos, el hijo de un dios) tiene similitudes obvias con la preocupación que provocaba en Roma el estatus divino o semidivino de sus emperadores. El énfasis que se hace en el hecho de que Alejandro tuviera tropas extranjeras y en la mezcla étnica de su corte recuerda en muchos aspectos a las prácticas del Imperio romano (como el uso de auxiliares de las provincias en el ejército romano o la incorporación de miembros de las élites conquistadas, como el propio Arriano, a la administración imperial).
La similitud más sorprendente esté tal vez en la reacción de Alejandro a la muerte de su amigo Hefestión. Arriano escribe: «Se dice que, durante todo ese día [...], Alejandro se lamentó y lloró, y que se negó a irse hasta que sus compañeros se lo llevaron a la fuerza». Poco después, estableció el culto a Hefestión en calidad de «héroe». Se dice que el emperador romano Adriano (a quien Arriano servía) hizo lo propio ante la muerte de su favorito: Antínoo. Es posible que Adriano imitara a Alejandro, pero es más posible aún que Arriano basara su Alejandro en el comportamiento del emperador al que servía.
Sospecho que el cambio que Davidson quería en «Alejandrolandia» se producirá únicamente cuando estemos preparados para darnos cuenta de que se trata de un territorio tan romano como griego. Tal vez entonces seamos capaces al menos de ver en el mosaico de Pompeya una orgullosa creación romana y no (como se lee en la nueva edición de Romm del Anábasis de Arriano) la «copia de una pintura griega realizada unas décadas después de la batalla, tal vez basada en testimonios».
Reseña de: Philip Freeman, Alexander the Great (Simon and Schuster, 2011); James Romm (ed.), traducción del griego de Pamela Mensch, The Landmark Arrian: The Campaigns of Alexander (Pantheon, 2010); Pierre Briant, traducción del francés de Amélie Kuhrt, Alexander the Great and his Empire: A Short Introduction (Princeton University Press, 2010); Ian Worthington, Philip II of Macedonia (Yale University Press, 2008); James Romm, Ghost on the Throne: The Death of Alexander the Great and the War for Crown and Empire (Knopf, 2011).