Junto a la puerta principal del palacio imperial en Roma había una pequeña cabaña de madera, que según los romanos era la casa de Rómulo, el único rastro que pervive del primer asentamiento de Roma, construido (si se sigue la datación tradicional) en algún momento del siglo VIII a.C. No sabemos quién construyó realmente esa cabaña (algún antiguo devoto, un emprendedor romano con vista para el turismo antiguo o el propio Rómulo), pero fue cuidadosa (o cínicamente) cuidada hasta el siglo IV d.C. al menos, como un homenaje del fundador de la ciudad. A todos los que pasaban por allí, les habría evocado los orígenes de Roma, del pueblo primitivo que se había convertido en la capital del mundo, y les habría recordado al pequeño Rómulo, el hijo que Marte engendró con una princesa desheredada, expulsada por su tío malvado, al que una loba había encontrado y amamantado, y que luego había sido criado por pastores hasta que fue lo suficientemente mayor para derrocar a su tío y fundar su propia ciudad, Roma.
Al mismo tiempo, Rómulo debía evocar a su hermano gemelo, Remo. Según la historia habitual (tal y como cuentan, con ligeras variaciones, Livio y otros), Remo fue el compañero de Rómulo hasta el mismo momento de la fundación de la ciudad; los hermanos en ese momento se colocaron cada uno en diferentes lugares para observar los augurios del cielo que autorizaran su fundación; Rómulo afirmó que sus señales eran más contundentes (vio doce buitres, y Remo solo seis), y empezó a construir fortificaciones; movido por los celos, Remo saltó sobre la zanja de Rómulo, y este o uno de sus hombres lo mató: «así perecerá todo aquel que cruce mis muros», son las palabras que Livio pone en boca de Rómulo, una sentencia que, sin duda, se usó para justificar muchos de los horribles actos de fratricidio que marcarían la historia romana durante los siguientes mil años. No obstante, otras versiones parecen dar diferentes historias de la relación fraternal, como, por ejemplo, que durante un tiempo los gemelos gobernaron juntos la nueva ciudad, hasta que Rómulo se volvió un tirano y asesinó a su hermano; incluso hay otras que afirman que Remo sobrevivió a Rómulo.
Uno de los objetivos del libro de T. P. Wiseman, Remus: A Roman myth centra su atención de nuevo en el gemelo asesinado como un elemento central de la historia de la fundación de Roma (para los romanos, de hecho, que normalmente hablaban de «Remo y Rómulo», en ese orden, él era al que se citaba primero). Wiseman plantea tres preguntas principales: ¿por qué esta leyenda de fundación en particular trataba sobre unos gemelos?, ¿por qué Remo se llamaba Remo?, y ¿por qué, en la historia canónica, acabó asesinado? En definitiva: ¿por qué los romanos inventaron la historia de un gemelo fundador solo para matarlo antes de culminar la fundación? ¿Qué tipo de comunidad hizo que el primer acto de su fundador en el poder fuera la horrible destrucción de su hermano y colaborador?
Muchos historiadores modernos se han negado a interesarse en la historia de Remo, en sus rarezas, o en qué significaban esas rarezas para la visión de Roma de su propio pasado. No se trata simplemente de una cuestión de la entrada estándar de un índice «Remo, véase Rómulo». Es más bien una cuestión de una falta de preocupación por las implicaciones del mito. Incluso Arnaldo Momigliano escribió (con una atípica falta de curiosidad) que «los romanos se tomaron con calma la idea de que [...] tenían un fratricidio en la fundación ritual de su ciudad». No obstante, Wiseman reserva sus ataques más intensos para aquellos de sus predecesores que, en realidad, intentaron comprender la historia de Remo y su muerte. Buena parte de la primera mitad del libro se ocupa de la demolición, primero de las teorías comparativas de los indoeuropeístas (para quienes Remo es el primer gemelo cósmico, característico de los mitos de creación en la mayoría de culturas indoeuropeas), y después continúa con una elegante exposición de las deficiencias de casi cualquier otra explicación que se ha dado. La ingeniosa idea de Hermann Strasburger, por ejemplo, de que la historia de Remo y Rómulo es tan poco favorecedora para los romanos (la violación de las mujeres sabinas es el siguiente episodio problemático de la historia) que solo pudo ser invención de los enemigos de Roma, no consigue explicar por qué los propios romanos asumieron la historia con tanto entusiasmo.
La idea de Theodor Mommsen de que los gemelos fundadores representan en cierto modo la institución del consulado romano (siempre una magistratura dual) no consigue explicar el asesinato de uno de los gemelos; el objetivo del consulado, al fin y al cabo, era que ambos cónsules gobernaran juntos, no que uno rápidamente se deshiciera del otro, para gobernar Roma a solas.
Wiseman insiste en que es imposible comprender el mito sin entender cómo, cuándo y por qué se inventó. Y así empieza su propia y elaborada reconstrucción. En primer lugar, revisa todas las referencias que tenemos de la leyenda, visuales y literarias, y concluye que (al contrario que Rómulo), Remo no apareció hasta el siglo III a.C., cientos de años después de la fundación de la ciudad: nuestro familiar soniquete del dúo de Rómulo y Remo, en su origen, era solo Rómulo. Este argumento por sí solo entraña dificultades. Por ejemplo, implica descartar la prueba de un famoso espejo grabado de Bolsena del siglo IV: este espejo pinta una escena en la que cualquiera reconocería a los niños como Rómulo y Remo amamantados por la loba, pero que Wiseman (para defender la idea de la apariencia posterior de Remo) debe convertir en una ilustración de las oscuras deidades llamadas «Lares Praestites».
5. El llamado «Espejo Bolsena». En su reverso aparece grabado lo que puede ser una imagen temprana de la loba y los gemelos.
No obstante, todavía hay más dificultades que resolver. Wiseman vuelve a la idea de Mommsen de la dualidad política, pero centrándose no en la dualidad del propio consulado, sino en la forma de compartirlo entre patricios y plebeyos (a finales del siglo IV, se produjo el final del llamado «conflicto de las órdenes» y la completa apertura de la magistraturas —anteriormente restringidas a los patricios aristócratas— al resto de los ciudadanos, incluidos los plebeyos). Remo, entonces, se inventó para representar el principio plebeyo en la política romana. Su nombre, que deriva de la palabra latina de «retraso», indica que los plebeyos tuvieron que esperar mucho para conseguir su parte de poder. Su historia se desarrolló en una serie de obras (ahora perdidas, pero cuya existencia Wiseman reconstruye con sumo celo) que se presentaron a finales del siglo IV y principios del III. La idea de su asesinato estaba de algún modo (y me temo que no consigo comprender exactamente cómo) conectada con un sacrificio humano a principios del siglo III, que acompañó la construcción del nuevo templo romano de la Victoria.
Este es un argumento inmensamente divertido, incluso seductor. Wiseman es muy conocido por su influyente trabajo, en el que reafirmaba la importancia del mito y la cultura romana (frente a la griega, que era más conocida); y en su libro Remus consigue comunicar su propia emoción en esa empresa. Es uno de los libros mejor escritos, comprometidos y provocadores de la historia antigua que se han publicado en los últimos cincuenta años; en muchos aspectos es simplemente brillante. Al mismo tiempo, buena parte de él está más cerca de la fantasía que de la historia. Toda una serie de obras romanas perdidas están fraguadas a partir de prácticamente ninguna prueba en absoluto, y después se convirtieron en importantes portavoces de la transmisión del mito. (Por ejemplo, no veo nada que haga pensar que su «representación en dos actos en el extremo del Circo Máximo delante del templo de Mercurio, con el dios saliendo de su propio templo y escoltando a Lara, o la Mater Larum, al inframundo a través de la cercana arboleda de la Bona Dea» sea algo más que una completa invención de Wiseman.) El sacrificio humano a principios del siglo III se deduce a partir de algunas referencias literarias a una crisis religiosa, más una inexplicada (y posiblemente bastante inocente) tumba bajo los cimientos del templo de la Victoria. La lista podría seguir y seguir.
Entonces, ¿qué ha ido mal? Wiseman reconoce un buen argumento cuando ve uno; y repetidamente admite lo peligrosas que son sus propias reconstrucciones («Ahora será obvio que mi argumento en esta parte es incluso más tenue y especulativo de lo usual»). Entonces, ¿por qué lo hace? Una gran parte de la respuesta reside en su comprensión de la naturaleza del mito. Él no ve el mito (como seguramente uno debería, particularmente en Roma) como un proceso, un complejo conjunto de formas culturalmente específicas de concebir el mundo y su historia; lo ve como una historia (o historias), con un momento identificable de invención, congelado en la ocasión de la primera vez que se contó.
Esto lo conduce a una búsqueda incansable de los orígenes; y ello le permite ocultar de sí mismo, sin duda, tanto como de sus lectores, que la única ocasión en la que claramente podemos ver que el mito de Remo y Rómulo es importante en Roma no es en el turbio siglo III a.C. en absoluto, sino en el muy diferente, y mucho mejor documentado, período del Imperio temprano, tres siglos después. La historia de Rómulo fue una cuestión particularmente candente bajo el reinado del primer emperador Augusto: cuando tuvo que elegir un título imperial, al parecer, consideró adoptar el nombre de Rómulo, pero lo rechazó debido a sus connotaciones fratricidas; el poeta Horacio, por su parte, escribe de la guerra civil romana como si fuera un inevitable legado de los gemelos fundadores de Roma. Tácito, también, más de un siglo después, refleja una actitud similar cuando relata la reacción pública al asesinato de Nerón de su joven hermano Británico: se decía que los hermanos eran enemigos tradicionales; dos reyes no caben en un solo palacio. Remo y Rómulo, en otras palabras, se presentaron como un paradigma de monarquía imperial de sus tensiones dinásticas.
Otros libros han optado por examinar con detalle especialmente los debates de la época de Augusto sobre Rómulo y otros de los primeros reyes de Roma. Ninguno de ellos tiene el brío o el conocimiento del Remus de Wiseman; todos ellos diseccionan, con diferentes grados de éxito, las complejidades de estas tempranas historias imperiales míticas. El libro de Matthew Fox, Roman Historical Myths, estudia a cada escritor de la época de Augusto de forma individual, para intentar mostrar en cada caso que el período de los primeros reyes de Roma no fue (como algunos estudios modernos han estado cerca de sugerir) simplemente una metáfora política útil mediante la cual los escritores podían comentar el régimen imperial, es decir, criticar a Rómulo era una opción más segura que criticar al propio Augusto. Fox arguye contundentemente (aunque ocasionalmente de forma demasiado rebuscada) que deberíamos pensar más cuidadosamente sobre qué creían los romanos que hacían cuando volvían a contar la historia/mito de su propia ciudad, y dónde colocaban el límite entre la verdad mítica y la histórica, o entre la historia mítica y la contemporánea.
Gary Miles, por el contrario, en su libro Livy: Reconstructing early Rome, se concentra en solo uno de los relatos históricos de los orígenes de Roma, un objetivo lo suficientemente prometedor e, incluso ahora, es un texto que no siempre recibe la atención que se merece. De hecho, Miles ofrece una serie de observaciones bastante modernas sobre cómo los romanos se cuestionaban su propia identidad cultural, que entremezcla con algunas (no siempre necesarias) listas que parecen una parodia de la antropología estructural (para ilustrar, por ejemplo, cómo la «rusticidad», «marginalidad» y el «igualitarismo» que en Livio caracterizaban la cooperación de Rómulo y Remo contrastan con el «urbanismo», la «centralidad» y el «autoritarismo» que demostró Rómulo cuando gobernó por su cuenta).
Un estudio mucho más interesante de un texto individual es el de Carole Newlands, Playing with Time, que se centra en los Fastos de Ovidio, un poema extraordinario sobre el calendario romano, que vuelve a contar muchos de los mitos de la Roma regia para explicar el origen de los muchos festivales religiosos de la ciudad. En los Fastos, Rómulo solo aparece una vez bajo una luz positiva, cuando el asesinato de Remo no se atribuye al nuevo rey en persona, sino a uno de sus peligrosos secuaces. No obstante, como Newlands señala rápidamente, el narrador, al principio de esa parte, pide inspiración al dios Quirino, que era el propio Rómulo divinizado. Ovidio lo expresa, en otras palabras, en un tono explícitamente sesgado, e incluso bromea sobre el propio intento de Rómulo de echar la culpa a otra persona.
Nada de todo ello recae en el ámbito de Wiseman. Lo que a él le interesa es el origen del mito, y también lo que llama «la otra Roma»: la pequeña ciudad-Estado antes de convertirse en la capital multicultural de un imperio mundial, y antes de la era de la literatura que ha pervivido y que ha definido su carácter en la filología moderna. Esos son también los intereses de T. J. Cornell en Los orígenes de Roma c. 1000-264 a. C. Italia y Roma de la Edad del Bronce a las guerras púnicas (Crítica, 1999). En muchos aspectos, este libro es tan importante como el de Wiseman, puesto que es el principal estudio histórico de la Roma temprana que integra los resultados de la reciente e intensa actividad arqueológica en el centro de Italia (y que, debe decirse, a menudo ha mejorado las interpretaciones de los propios excavadores). Casi está obligado a convertirse en un libro de texto canónico, y con pleno derecho. No obstante, escribir la «historia» de una cultura de la que prácticamente no conservamos fuentes contemporáneas entraña sus propios riesgos; y cuanto más atrás se remonte uno en el tiempo, más se acrecientan esos riesgos.
Cornell está convencido (debe estarlo) de la idea de que realmente podemos saber algo sobre los primeros tiempos de Roma; de que las historias del inicio de la ciudad escritas por romanos que vivieron siglos después se basan en «información real», es decir, pruebas documentales que aún perviven, o al menos en los primeros historiadores que tenían pruebas que más tarde se perdieron. Este compromiso inevitablemente lo obliga a la credulidad, a veces, a una escala alarmante. Un caso en cuestión es la fiabilidad, o no, de los llamados Fasti consulares (que llevan el mismo título en latín que el poema de Ovidio, pero aquí se refieren a la lista de cónsules que se remontan a la fundación misma de la República, tras el fin de la monarquía). Si esta lista, como la conocían de forma canónica los romanos del siglo I a.C., es una guía precisa de los magistrados principales de la ciudad que se remonta hasta el siglo VI, entonces podemos considerarla un marco narrativo sólido de la historia de Roma, incluso en un período temprano.
Por supuesto, con casi toda certeza no es así. Wiseman (que admite ser escéptico en este punto, por el bien de su propia argumentación) afirma, con gran seguridad, que detrás de la aparentemente lista clara que tenemos se esconde un intento de arreglar, maquillar y racionalizar la información de los propios romanos antiguos. Podría haber añadido que cualquier documento que los filólogos modernos hayan trabajado y arreglado con tanta intensidad recibió probablemente (y es una buena regla de tres) la misma atención entusiasta de sus colegas romanos: la típica creación de un historiador antiguo. Cornell, por su parte, afirma que no puede encontrar ninguna buena razón para no creer en su alta precisión y en el marco cronológico que ofrece.
Los problemas de Cornell empeoran todavía más cuando nos remontamos a Rómulo y a los seis reyes que, según el mito, lo sucedieron. Parece bastante claro al inicio que la historia de la fundación de Rómulo es «una leyenda, y no se puede considerar una narración histórica». Sin embargo, no tardamos mucho en descubrir que «aunque Rómulo es un personaje legendario, se puede demostrar que las instituciones que le atribuimos a él se remontan al primer período de la monarquía», cosa que se acerca mucho a reinstaurar un «personaje» regio, aunque no siga necesariamente el modelo de Livio. Cuando llega al cuarto y al quinto rey, la personalidad casi se da por segura: «Anco Marcio (641-617 a.C.) y L. Tarquinio Prisco (616-578 a.C.) son más redondos, y quizá más históricos que sus predecesores». Unas páginas después, el problema pasa a ser cómo hacer que solo siete reyes encajen en los 244 años tradicionalmente asignados a sus reinados (ya sea suponiendo que, en realidad, fueron más de siete, o acortando la cronología); y el espejismo histórico se completa con un claro árbol de familia de la dinastía tarquinia (que sirve solo para demostrar que no hay nada inherentemente implausible en las relaciones que cuentan las fuentes romanas tradicionales). Aquellos de nosotros que sigan necesitando algo más para saber que cada uno de estos reyes no es una ficción romana tardía (que sería mucho más interesante ya puestos) anhelarán en este punto la inspirada fantasía de alguien como Wiseman.
No obstante, ¿importa algo de toda esta especulación para entender bien la prehistoria romana? Matthew Fox, en la introducción de Roman Historical Myths, se atreve a plantearse la cuestión de «por qué el discurso del período regio romano debería, en sí mismo, ser interesante en la década de 1990, consciente, tal vez, de que un gran número de historiadores (Moses Finley el más ruidoso de ellos) han considerado que decididamente carece de interés. Es una gran virtud de Cornell y (especialmente) de Wiseman conseguir convencer al lector de que, realmente, podría ser interesante y tener alguna importancia; y en el caso de Wiseman, parece casi haberse convencido a sí mismo también. Característicamente, una de sus partes se inicia con la frase: «La época de 1970 empezó con muy malos augurios para Remo». Esto podría o no ser un chiste, elegante ironía o sinceridad ingenua. No obstante, sea cual sea la opción que tome, es típico del enfoque irónico de Wiseman con su tema; típico de este libro salvaje y maravilloso.
Revisión de T. P. Wiseman, Remus, A Roman Myth (Cambridge University Press, 1995); Matthew Fox, Roman Historical Myths: the Regal Period in Augustan literature (Clarendon Press, 1996); Gary B. Miles, Livy, Reconstructing early Rome (Cornell University Press, 1995); Carole E. Newlands, Playing with Time, Ovid and the Fasti (Cornell University Press, 1995); T. J. Cornell, The Beginnings of Rome, Italy and Rome from the Bronze Age to the Punic Wars, c 1000-264 BC (Routledge, 1995).