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Aníbal a raya

La Sociedad Fabiana toma su nombre del soldado romano y del político Quinto Fabio Máximo Verrucoso. Tal vez parezca un patrón poco apropiado para una sociedad de intelectuales socialistas. Nacido en una de las familias más aristocráticas de la antigua Roma, a Fabio no se lo conocía por su simpatía hacia los pobres. Lo que inspiró a los fundadores de la sociedad en la década de 1880 fue su táctica en la guerra contra Aníbal.

Durante esa guerra, Roma estuvo al borde del desastre gracias a una serie de generales impulsivos y sin experiencia que se empeñaban en enfrentarse directamente a los cartagineses, con terribles consecuencias. La batalla de Cannas el año 216 a.C. fue la peor: nuestras mejores estimaciones sugieren que murieron unos 50.000 soldados romanos (de manera que lo convertía en un baño de sangre a la escala de Gettysburg o del primer día de la batalla de la Somme). Cuando Fabio asumió el mando, adoptó una estrategia diferente. En lugar de enfrentarse a Aníbal en una batalla campal, se decantó por un inteligente juego de espera, hostigando al enemigo con una guerra de guerrillas, y arrasando la tierra de Italia (quemando las cosechas, las casas y los escondites); la estrategia era desgastar a Aníbal y privarlo a él y a su enorme ejército de comida. De ahí su último apodo, Cunctator, el «retardador».

Este era exactamente el juego de espera que estos victorianos socialistas «fabianos» pretendían jugar contra el capitalismo: nada tan impulsivo (o incómodo) como una revolución, sino un proceso gradual de contrición, hasta que hubiera llegado el tiempo exacto para el cambio. Tal y como Frank Podmore (a quien se le ocurrió la idea del nombre «fabiano») escribió: «Hay que esperar para el momento correcto, tal y como Fabio hizo con suma paciencia cuando batalló contra Aníbal».

Muchas más personas en la década de 1880 conocerían el nombre de Fabio Máximo. Sin embargo, ni siquiera entonces alcanzaría la fama popular de Aníbal, que tan cerca había estado de conseguir derrotar el invencible poder de Roma, y que se sacó de la manga el famoso, aunque inútil, truco de hacer que sus elefantes cruzaran los Alpes nevados. Tal y como Robert Garland observa, en un buen capítulo de «Afterlife» en su estudio de Aníbal, las tácticas militares cartaginesas, especialmente en Cannas, siempre han intrigado a los generales modernos (aunque George Washington sí optó por un plan fabiano al principio de la guerra de Independencia americana). Y ha sido Aníbal y no Fabio quien se ha convertido en el tema de novelas, óperas y películas. De hecho, la mitología decimonónica de Fabio a menudo lo convertía en un indeciso temeroso más que en un estratega sofisticado. Cunctator podría significar «tortuga» o «desidioso» tanto como un «astuto retardador».

Exactamente esta faceta de Fabio se satirizó en el Pall Mall Gazette (el precedente del London Evening Standard) justo después de que se pusiera en marcha la Sociedad Fabiana. ¿Por qué demonios un grupo de socialistas iba a adoptar el nombre del «dilatorio» Fabio? «¿Es posible que el verdadero nombre de la sociedad sea el Club de las Catilinarias, en referencia al revolucionario Catilina, y que el término Fabiano sea un simple eufemismo humorístico, un apodo irónico, adoptado para no alarmar al público británico?» Unos cuantos días después, un «fabiano» anónimo escribió para explicar que no se trataba de ningún chiste: «una acción bien pensada» era el nombre del juego, algo que no tenía nada que ver con la desidia.

En la antigua Roma también existía una ambivalencia similar en torno a los logros de Fabio. Por un lado, en el siglo II a.C., el poeta romano Ennio, en su gran poema épico sobre la historia de Roma (del que ahora solo perviven fragmentos y citas), le concedía el mérito, solo a él, de salvar la ciudad de Aníbal: «un único hombre nos devolvió el estado jugando al retraso (cunctando)». No obstante, para otros está muy claro que el Cunctator era un lento, que enfocaba las cosas con una tranquilidad que decididamente contrastaba con las ideas romanas de valentía, virtud y excelencia militar.

En el relato de Livio de la segunda guerra púnica, en la parte que le dedica en su historia de Roma en 142 libros desde su fundación (Ab Urbe Condita), escrita al final del siglo I a.C., encontramos un debate cuidadosamente guionizado sobre estrategias el año 204, entre el anciano Fabio y Escipión el Africano, la estrella militar en auge. Escipión planea perseguir a Aníbal (que, en ese momento, se batía en retirada), y derrotarlo de una vez por todas en su hogar del norte de África; Fabio, predeciblemente, aboga por la precaución. Ambos hombres despliegan una serie de precedentes históricos para justificar su procedimiento. Uno de los más obvios es la desastrosa expedición de Atenas en Sicilia en medio de la guerra del Peloponeso, bien conocida por el relato de Tucídides (véase el capítulo 3). Si Escipión aquí desempeña el papel de Alcibíades en ese primer conflicto, Livio deja bastante claro que Fabio podría verse como el romano Nicias, viejo, supersticioso, extremadamente cauteloso y francamente no a la altura del trabajo. De hecho, Escipión consiguió triunfar cuando Alcibíades no lo hizo. No cabe duda alguna de que derrotó a Aníbal en la batalla de Zama en el norte de África en el año 202, un año después de la muerte de Fabio. Fue una victoria debida a la velocidad y al talento militar, donde no cabía el retraso, en palabras de Garland, «una aniquilación total».

Si la figura de Fabio Máximo «Cunctator» se ha desvanecido del imaginario popular, ya sea como héroe o como un hombre de reflejos lentos, se debe en parte al destino que corrió la propia Historia de Livio. Durante buena parte del siglo XX, no gozó de la atención de los estudios filológicos; y aunque las maravillosas historias del antiguo valor romano que incluía («La historia de Cincinato dejando el arado», «Horacio Cocles deteniendo el avance del ejército enemigo en el puente» y otras como esas) lo convirtieron en un relato favorito del siglo XIX, ahora no tiene un público tan amplio, al contrario que Herodoto, Tucídides o Tácito.

Mi opinión es que incluso los clasicistas más profesionales no han leído íntegramente el relato más detallado de la carrera y la política de Fabio en los diez libros de Livio (libros 21-30) que cubren la guerra contra Aníbal. Probablemente, no sea nada sorprendente. Aunque es cierto que hay algunos momentos memorables, como el libro 21 en el que cruza los Alpes, con sus elefantes, la nieve y la famosa, aunque seguramente apócrifa, historia sobre Aníbal abriéndose paso entre algunas rocas que se interponían en su camino calentándolas y después vertiendo vinagre sobre ellas (un procedimiento que ha provocado todo tipo de experimentos más propios de exploradores entre los clasicistas convertidos en químicos). No obstante, la mayoría de la historia de Livio de la guerra es difícil de seguir. Tal y como D. S. Levene admite en Livy on the Hannibalic War, «hacer un seguimiento de la historia parece increíblemente difícil». Hay muchos escenarios de guerra (no solo en Italia y en Sicilia sino también en Hispania y, más tarde, en África y en Oriente), y resulta difícil seguir el hilo de un tiempo y un lugar a otro. Además, tal y como continúa, «nos enfrentamos a un gran grupo de cartagineses sin cara, la mayoría de los cuales parece llamarse Hano, Mago o Asdrúbal, y que luchan contra un variado reparto de romanos que tienen unos nombres más variados, pero pocos atributos destacables más». Es casi imposible entender algo de la guerra, sin una pequeña selección de libros de referencia a mano, incluido un buen atlas.

A esto hay que añadir el hecho de que, según la visión ortodoxa, Livio era en realidad un historiador bastante mediocre, tanto para los parámetros antiguos como para los modernos. No llevó a cabo ninguna investigación primaria, sino que se basó exclusivamente en historias anteriores. Eso no era algo necesariamente extraño en la Antigüedad, pero Livio fue peor que la mayoría: a menudo no comprendía completamente sus fuentes ni conseguía unirlas en una sola narración coherente. Hay ocasiones flagrantes en las que relata el mismo suceso dos veces, posiblemente porque encontró la misma historia contada ligeramente diferente en dos fuentes distintas y no se dio cuenta de que estaban describiendo lo mismo (así, tal y como Levene explica, se informa de que las ciudades de Croto y Locri cayeron en mano de los cartagineses dos veces, en dos años diferentes). Y hay signos claros de que su dominio del griego no era lo suficientemente bueno para comprender adecuadamente una de sus fuentes principales, el historiador griego Polibio, que también se ocupó de la guerra en su relato del ascenso de Roma al poder en el Mediterráneo. Ha pervivido la suficiente obra de Polibio para que seamos capaces de comparar la versión de Livio con el texto del que dependía. Y podemos llevarnos sorpresas desagradables.

Uno de los errores garrafales que se atribuyen a Livio se encuentra en su relato del cerco romano de Ambracia en Grecia en el año 189 a.C., tras el final de la guerra. Hay en marcha una complicada lucha, dentro de una serie de túneles subterráneos, excavados tanto por los romanos y los habitantes de Ambracia. En determinado momento, Livio se refiere a la lucha que se está produciendo «con puertas en el camino» (foribus positis). ¿De dónde eran esas puertas? ¿Y qué hacen en los túneles? Si volvemos al texto de Polibio, encontramos una historia significativamente diferente. Hay «escudos» en el camino. La explicación más plausible es que Livio confundió la palabra normal que quería decir «escudos romanos» (scuta en latín), y que aparecía en el original griego como (thureous) por una palabra similar (thuras) que significaba «puertas». Para ser justos con Livio, las palabras están etimológicamente relacionadas: el escudo romano tenía «forma de puerta». No obstante, sigue siendo un error básico de traducción que convierte en un sinsentido la escena de lucha que describe.

A pesar de todo esto, Levene quiere rehabilitar a Livio. Tras unirse a un creciente movimiento filológico que ve, más allá de los errores, una sofisticación literaria e histórica en la obra de Livio, se dispone a demostrar que la narración de la guerra contra Aníbal «es la obra más importante y brillante de prosa narrativa en todo el corpus superviviente de la literatura clásica». ¿Tuvo éxito en su objetivo? Hasta cierto punto, sí. La longitud o su propia verborrea son elementos que juegan en su contra.

Levene pertenece a la escuela de crítica literaria de «nunca uses un solo ejemplo si tienes cinco más que sirvan para demostrar el mismo argumento», y como con el propio Livio, en su escritura hay mucha maleza a través de la que abrirse paso. Dicho esto, consigue anotarse algunos triunfos importantes frente a la vieja escuela ortodoxa despreciativa, e, igual que Levene, de nuevo, no deberíamos ignorar esos diez libros.

Hace un trabajo excelente al retar a nuestras propias expectativas modernas de lectura y comprensión de un texto como el de Livio. Su mensaje es «deja el atlas a un lado». Los lectores antiguos de Livio no tenían al lado un mapa mientras leían ese texto, y, al fin y al cabo, tal vez no sea tan importante saber dónde estaba situada en realidad cada pequeña ciudad (los antiguos lectores tampoco lo habrían sabido). Y de una manera convincente demuestra un abanico de sutilezas literarias que a menudo pasan desapercibidas. Particularmente me gustó su demostración de que Livio construye su descripción del comportamiento del general romano Marcelo en Sicilia a partir de los discursos de Cicerón en contra de Verres, el codicioso gobernador romano de Sicilia que vivió más de cien años después. Levene correctamente argumenta que se pretende que el lector vea cómo Marcelo, a final del siglo I a.C., es un precedente del peor personaje del gobierno romano de la República tardía.

No menos impresionante es la forma en la que demuestra que Livio parece decidido a ofrecer una visión distinta de la historia y de la causalidad histórica que la que proporciona el escalofriante racionalismo de una de sus fuentes principales, Polibio. No se limita a ignorar o a no comprender a su predecesor griego; en algunos aspectos, se opone a él. Levene señala, por ejemplo, que cuando, en el relato de Livio, Aníbal da un discurso de ánimo a sus soldados asustados antes de conseguir cruzar los Alpes, Livio pone en boca de Aníbal algunas de las palabras usadas por Polibio para criticar la credulidad de sus propios predecesores. Polibio insistía en que esos historiadores sobrestimaron el peligro de las montañas y contaban historias ridículas sobre su peligro, que estaban repletas de mentiras. Así, el Aníbal de Livio dice, remitiéndose a Polibio, que hay mucha gente que tontamente imagina que los Alpes son tan altos que tocan el cielo, pero esta historia no tiene un final feliz. ¿Qué ocurrió cuando los soldados, unos capítulos después, finalmente llegaron a las montañas? En palabras de Livio, descubrieron que «las nieves se mezclaban con los cielos». Las montañas realmente llegaban hasta el cielo, y el racionalismo de Polibio «que desprestigiaba el terror por los Alpes resulta ser falso, y los rumores que aterrorizaron a sus soldados son ciertos después de todo». Como Fabio Máximo, que además de ser «lento de reflejos» albergaba también un profundo respeto a los dioses, Livio subraya la influencia de lo divino, lo irracional y el inesperadamente extraño desarrollo de la historia.

Levene es un poderoso abogado defensor de Livio, al mismo tiempo que reconoce alguno de sus fallos. No es como algunos de esos lectores modernos que señalan cada inconsistencia o repetición de Livio con énfasis artístico, o con el antiguo equivalente de la «desestabilización» posmoderna (Livio no se equivocó al repetir el mismo incidente dos veces, sino que nos pide que nos cuestionemos la naturaleza misma de una narración lineal...). Por fortuna, el Livio de Levene no es siempre hipersofisticado y se le permite cometer errores, al mismo tiempo que consigue elaborar algunos argumentos poderosamente históricos. En todo caso, sigo albergando algunas dudas. Livio fue capaz de elaborar visiones muy agudas a partir de las racionalizaciones excesivas de sus predecesores, y también pudo plantear un sutil debate sobre la causalidad histórica. Ahora bien, ¿cuánta precisión podemos esperar de la lectura de Polibio de un historiador romano que no estaba seguro de cómo se decía en griego «escudo»?

Revisión de Robert Garland, Hannibal (Bristol Classical Press, 2010); D. S. Levene, Livy on the Hannibalic War (Oxford University Press, 2010).