Marco Tulio Cicerón fue asesinado el 7 de diciembre del año 43 a.C.: el orador más famoso de Roma, defensor ocasional de la libertad republicana y crítico implacable de la autocracia. Finalmente, acabaron con él los lacayos de Marco Antonio, uno de los miembros del triunvirato que gobernaba Roma y principal víctima de su deslumbrante y última invectiva: más de una docena de discursos llamados Filípicas, en honor a los ataques casi igual de desagradables que Demóstenes había dedicado a Filipo de Macedonia, tres siglos antes. La persecución había degenerado en un elaborado y, ocasionalmente cómico, juego del escondite, puesto que Cicerón pasaba su tiempo resguardándose en su villa a la espera de la inevitable llamada en la puerta y haciendo veloces escapadas junto al mar. Finalmente, sus asesinos lo cogieron en su litera de camino a la costa, le rebanaron la garganta y le enviaron su cabeza y sus manos a Antonio y a su mujer Fulvia, como prueba de la hazaña que habían realizado. Cuando el terrible paquete llegó, Antonio ordenó que los restos fueran expuestos en el Foro, clavados en el lugar en el que Cicerón había pronunciado muchos de sus devastadores discursos; pero antes, Fulvia puso la cabeza en su regazo y, según cuenta la historia, le abrió la boca, le sacó la lengua y se la atravesó una y otra vez con un alfiler que se había desprendido del pelo.
La decapitación, y la parafernalia que se desplegaba con ella, era en cierto modo un peligro que iba con el cargo para las figuras políticas de primera línea en Roma, durante los cien años de guerra civil que condujeron al asesinato de Julio César. Se decía que la cabeza del propio abuelo de Antonio había adornado la mesa de Gayo Mario en una de las matanzas de principios del siglo I a.C. A un primo de Cicerón le cortaron la cabeza («que aún seguía viva y respirando», en palabras de Cicerón), y se la entregaron al dictador Sila. Y en un giro incluso más barroco, la cabeza del desdichado general Marco Craso, cuya derrota ante los partos el año 53 a.C. se contaba entre los peores desastres militares romanos, acabó como parte del decorado en una representación de las Bacantes de Eurípides en la corte de los partos. Algunos romanos establecieron una incómoda conexión entre el característico estilo de busto, con la cabeza y los hombros, que decoraba sus ancestrales mansiones, y el destino final de bastantes de sus habitantes. El retrato colosal de la cabeza de Pompeyo el Grande, que se transportó en su procesión triunfal por Roma en el año 61 a.C., con el tiempo se tomó como un presagio de su muerte, pues fue decapitado en las costas de Egipto en septiembre del año 49, recogieron su cabeza y la «encurtieron» (tal y como Anthony Everitt explica con crudeza en su biografía de Cicerón), para poder presentársela a Julio César cuando llegó a Alejandría unos meses después.
La historia de la violencia de Fulvia contra la cabeza cortada de Cicerón tiene implicaciones más allá del sadismo rutinario de la vida política romana. Había estado casada con dos de los enemigos acérrimos de Cicerón (primero con el irritantemente carismático Publio Clodio, que había desterrado a Cicerón temporalmente solo para acabar asesinado por uno de los secuaces de Cicerón; y después con Antonio) y ahora tenía la posibilidad de llevar a cabo su propia venganza femenina. Al rasgar su lengua con el alfiler, estaba atacando la mismísima facultad que definía el papel de los hombres en el proceso político, y el poder de Cicerón en particular. Al mismo tiempo, estaba transformando un objeto inocente, un adorno femenino, en un arma devastadora.
El horror puro del asesinato y mutilación de Cicerón contribuyó a darle un estatus místico en la literatura y cultura romanas posteriores. Su muerte fue un tema popular entre los escolares romanos que practicaban el arte de la oratoria, y para los oradores célebres que realizaban actuaciones tras la cena. A los oradores en ciernes se les requería elaborar discursos para aconsejar a personajes famosos del mito y la historia, o posicionarse ante famosos crímenes del pasado: «defender a Rómulo del cargo de asesinato de Remo»; «dar consejo a Agamenón sobre si sacrificar o no a Ifigenia»; «¿debería Alejandro Magno entrar en Babilonia a pesar de los malos augurios?». Dos de los ejercicios más populares, repetidos en innumerables escuelas romanas y en cenas, consistían en dar consejo a Cicerón sobre la cuestión de si debía o no pedir el perdón de Antonio para salvar su vida; y qué debería hacer, si Antonio se ofrecía a indultarlo siempre y cuando quemara todos sus escritos. En la política cultural del Imperio romano estas cuestiones se juzgaban sin problemas, y se hablaba con seguridad de uno de los más brillantes, aunque fracasado representante del viejo orden republicano, frente al hombre que, según la opinión general, era la cara visible e inaceptable de la autocracia; además, sopesaban el valor de la literatura frente a la fuerza bruta del poder que decidía sobre la vida y la muerte. Había cierto encanto, también, en el hecho de que las críticas romanas creían de forma casi universal que Cicerón había tenido una muerte ejemplar. Por muchas acusaciones de egoísmo, vacilación o cobardía que pudieran oscurecer otros aspectos de su vida, todo el mundo reconocía que en esta ocasión se comportaba espléndidamente: tras sacar el cuello desnudo de la litera, con tranquilidad pidió (como los héroes han seguido haciendo desde entonces) que el asesino hiciera un trabajo limpio).
Los juicios sobre el resto de logros de Cicerón, tanto en política como en escritura, han fluctuado extremadamente. Algunos historiadores lo han visto como un defensor hábil de los valores políticos tradicionales, conforme Roma se hundía cada vez más en la guerra civil, y, al final, como un dictador. Otros, por su parte, lo han acusado de enfrentarse a los problemas revolucionarios que amenazaban al Estado romano con sentencias vacías («paz con dignidad», «armonía de los órdenes sociales»). En el siglo XIX, tras reflexionar sobre los constantes cambios de lealtad de Cicerón (que acabó como una marioneta de los autócratas que afirmaba aborrecer), Theodor Mommsen lo consideró «un ególatra de miras cortas». La biografía de Everitt, Cicerón (Edhasa, 2007), por el contrario, lo describe como un pragmático sensible y alaba su «inteligente y flexible conservadurismo». Para los eruditos de la Ilustración, sus tratados filosóficos eran un modelo de racionalidad. En una fábula extraordinaria que cuenta Voltaire, una embajada romana enviada a la corte imperial de China se gana la admiración del escéptico emperador solo después de leerle una traducción del diálogo de Cicerón Sobre la adivinación (que cuidadosamente disecciona la práctica de los augurios, oráculos y la adivinación); además, su tratado sobre la obligación, el De Officiis, era el manual de ética de muchos de los caballeros ingleses del siglo XVII. No obstante, esta admiración no sobrevivió al auge del filohelenismo intelectual; y en buena parte de los siglos XIX y XX, la filosofía de Cicerón, los seis volúmenes modernos que tenemos, no se consideró nada más que una recopilación fusilada de la primera filosofía griega, cuyo único valor, si es que lo tenía, residía en las pistas que ofrecía del material griego perdido de la Antigüedad. Incluso Everitt, que da a Cicerón el beneficio de la duda siempre que lo considera posible, solo puede alabarlo aquí como un «divulgador de genio», carente de originalidad, pero un «compilador» maduro.
Existe, no obstante, un incidente en la carrera de Cicerón que siempre ha atraído más debate que cualquier otro: su aplastamiento de la llamada «conjuración de Catilina» durante su consulado el año 63 a.C. Para Cicerón, este fue su mejor momento. Más adelante en su vida, rara vez perdía la oportunidad de recordar al pueblo romano que en el 63 había salvado él solo al Estado de la destrucción. E intentó inmortalizar su hazaña en un poema épico de tres volúmenes, titulado Sobre el consulado, del que solo sobreviven fragmentos, y ahora es famoso por una línea a menudo considerada una de las peores obras de mala poesía latina que han sobrevivido a las épocas oscuras («o fortunatam natam me consule romam», un soniquete en un tono como «Roma nació como una ciudad con suertecilla, cuando como cónsul escribí esta cancioncilla»). No es ninguna sorpresa que, desde la Antigüedad hasta ahora, otros hayan tenido diferentes visiones sobre cuánta gratitud debía exactamente el pueblo de Roma a Cicerón.
Lucio Sergio Catilina era un joven aristócrata y, como muchos de sus colegas, estaba profundamente endeudado, así como frustrado por no conseguir ganar las elecciones a los cargos políticos, como consideraba que era su derecho. A través de diversas fuentes clandestinas, Cicerón se enteró de que para finales del verano del 63, Catilina estaba tramando un alzamiento revolucionario en el que pensaba arrasar la ciudad y, para gran horror de los romanos conservadores, cancelar todas las deudas. Como cónsul, informó al Senado, que declaró el estado de emergencia. A principios de noviembre, armado con más detalles horrorosos y, según él afirmaba, tras acabar de librarse de un asesinato, Cicerón denunció a Catilina en el Senado y efectivamente lo echó de la ciudad con sus defensores a Etruria. Se envió una legión a acabar con ellos, y Catilina murió en la batalla a principios del año siguiente; los restantes conspiradores en Roma estaban rodeados y, después de una acalorada discusión en el Senado, se los ejecutó sin juicio bajo un decreto de poderes de emergencia. Triunfal, Cicerón gritó una sola famosa palabra a la muchedumbre que esperaba en el Foro Romano: vixere («vivieron», es decir, «están muertos»).
El destino de estos prisioneros enseguida se volvió una causa célebre. Uno de los debates políticos más duros del siglo I a.C. se centró (como a menudo ha ocurrido en otros regímenes políticos) en la naturaleza del decreto de poderes de emergencia. ¿En qué circunstancias declaras el estado de emergencia? ¿Qué se consigue exactamente con la ley marcial? ¿Una prevención de un acto terrorista o, en términos romanos, un decreto final del Senado para permitir a las autoridades del Estado hacer lo que deben? ¿Hasta qué punto es tan siquiera legítimo que un gobierno constitucional suspenda los derechos constitucionales de su pueblo?
En este caso, las ejecuciones contravenían el derecho fundamental de los ciudadanos romanos a tener un juicio justo (como el propio Julio César había reconocido, cuando, con un característico giro imaginativo, había argumentado en el Senado a favor de una sentencia de por vida sin precedente alguno). Por toda su oratoria demagógica, por toda su confianza en los poderes de emergencia, el trato que dio Cicerón a los conspiradores estaba destinado a acabar con él; tal y como ocurrió cuatro años después, cuando Publio Clodio lo desterró temporalmente bajo el cargo de haber sentenciado a muerte a ciudadanos romanos sin un juicio previo. Mientras Cicerón languidecía en el norte de Grecia, Clodio empujó la navaja un poco más: derribó la casa de Cicerón en Roma y la sustituyó por un altar a la diosa de la libertad.
Hay otra cuestión que pone en duda cómo manejó Cicerón la conspiración de Catilina. Muchos historiadores modernos, y sin duda unos cuantos escépticos de su época, se han preguntado hasta qué punto Catilina era una amenaza para el Estado. Cicerón era un político hecho a sí mismo. No tenía vínculos con la aristocracia y solo ocupaba un lugar precario en la jerarquía superior de la élite romana, entre aquellas familias que afirmaban ser descendientes directos de la época de Rómulo (o, en el caso de Julio César, se remontaba a Eneas y a la propia diosa Venus). Para asegurarse su puesto, necesitaba anotarse un tanto durante su año como cónsul. Una sobresaliente victoria militar contra un amenazante enemigo bárbaro habría sido mejor: a falta de eso (y como Cicerón no era soldado), necesitaba «salvar el Estado» de algún modo. Ahora resulta difícil no sospechar que la conjuración de Catilina no pudo encontrarse en algún punto medio entre «una tormenta en un vaso de agua» y un «producto de la imaginación de Cicerón». Catilina en sí mismo podría haber sido un radical clarividente (la cancelación de deudas podría haber sido justo lo que Roma necesitaba en el año 63 a.C.); también podría haber sido un terrorista sin principios. No podemos estar seguros. Sin embargo, cabe la posibilidad de que la violencia fuera fruto de un cónsul que buscaba pelea y su propia gloria. La conjuración, en otras palabras, es el principal ejemplo del dilema clásico: ¿de verdad había monstruos bajo la cama, o fue todo una invención conservadora?
No solo a los historiadores les ha parecido intrigante la historia de Cicerón y Catilina. Durante al menos cuatrocientos años dramaturgos, novelistas, poetas y cinematógrafos han explorado las ambigüedades de la conjuración de Catilina, desde sagas heroicas de un noble hombre de Estado que salva su país de la ruina a tragedias románticas de un visionario incomprendido destruido por fuerzas reaccionarias. El libro de Ben Jonson Catiline, escrito solo unos años después de la Conspiración de la Pólvora, retrata a su antihéroe en tonos espeluznantes, acusándolo de violación, incesto y asesinato: en Underworld de Jonson, Caronte tiene que pedir un navío entero para poder cruzar con las víctimas de Catilina la laguna Estigia. No obstante, su Cicerón resulta ser un aburrido apático, hasta tal punto que, al principio de su actuación, una buena parte del público se fue durante su interminable denuncia de Catilina ante el Senado (la respuesta burlona de Catilina, «un deslenguado insolente», debió de recordar el horrible ataque de Fulvia a las lenguas de Cicerón). En un contraste completo, en el Catilina de Ibsen, su primera obra, publicada bajo seudónimo en 1850, no aparece Cicerón en ningún momento de la obra: ni sale en el escenario ni apenas se menciona su nombre. En lugar de eso, justo después de los alborotos revolucionarios de 1848, Ibsen retrata a Catilina como a un líder carismático que desafía desesperadamente la corrupción del mundo en el que vive, hasta que finalmente muere en un grotesco pacto de suicidio con su mujer noble. El siglo XX ofreció todavía más versiones de la historia, desde la historia inventada de W. G. Hardy en la que Catilina tenía una aventura con la hermana de Publio Clodio (en Turn Back the River, 1938), hasta la obra de Steven Saylor con su protagonista homoerótico (en El enigma Catilina, Planeta, 2006). Y después Francis Ford Coppola se planteó hacer la película Megalopolis, aunque el proyecto nunca llegó a realizarse. Ahora bien, según la publicidad, la idea era combinar una visión utópica de un Nueva York futurista con los temas de la conjuración de Catilina, pero desconocemos cómo se iba a hacer.
Lo que mantiene la historia de Cicerón y Catilina más viva que muchos otros episodios es el simple hecho de que los textos de las denuncias de Cicerón han pervivido hasta nosotros. Por supuesto, Cicerón los habría editado antes de ponerlos en circulación, para atar los cabos sueltos e insertar esas brillantes sentencias que podrían habérsele olvidado en su día. Del mismo modo, en el discurso ahora conocido como Primera Catilinaria (el primer discurso «contra Catilina»), se han conservado, tanto como podríamos haber esperado, las palabras exactas que usó Cicerón en el Senado, cuando expulsó a Catilina de Roma en noviembre del 63. Han tenido una vida posterior casi tan curiosa como la propia conjuración, particularmente la frase inicial: «Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?» («Hasta cuándo piensas abusar, Catilina, de nuestra paciencia»). Probablemente esta es la cita latina mejor conocida después de la de Virgilio «Arma virumque cano...» («Canto a las armas y al hombre»); y que sigue usándose ampliamente, parodiada y adaptada de un modo que indique un sentido claro de su significado original.
Su fama se remonta a la Antigüedad. Los escolares entre cuyos ejercicios se incluía aconsejar a Cicerón pedir o no el perdón a Antonio, sin duda habrían estudiado a este clásico de la oratoria romana al dedillo; probablemente se la sabrían de memoria. También lo hacía la élite de los escolares occidentales desde el Renacimiento hasta mediados del siglo XX. De ahí que, de nuevo, la popularidad del dicho «o tempora, o mores», que aparece un poco después en el primer párrafo del mismo discurso («¡En qué época vivimos!», suele ser una traducción común, aunque literalmente significa «¡Oh tiempos! ¡Oh costumbres!»). Más sorprendente resulta la actualidad de la línea inicial todavía hoy tanto en latín como en traducciones de idiomas modernos, cuando solo un puñado de estudiantes pueden haber estudiado cuidadosamente la oratoria de Cicerón. Puede tener algo que ver con el hecho de que, desde el siglo XVIII, los primeros párrafos de Primera Catilinaria se han usado regularmente como texto de prueba para ejemplos de composiciones tipográficas (y ahora de páginas web). Tal vez eso haya servido para mantener esas palabras en algún punto del inconsciente colectivo, pero difícilmente puede ser la explicación completa de su popularidad.
De África a América, la frustración política puede seguir enmarcándose convenientemente en términos de Cicerón, basta con poner el nombre de tu propio enemigo en lugar del de «Catilina». En 2012, los manifestantes húngaros alzaban pancartas en las que se leía «Quousque tandem» contra el partido del gobierno FIDESZ, pero este es solo el ejemplo más reciente. «Jusqu’à quand Kabila abuserezvous de notre patience?», preguntaba un miembro de la oposición al nuevo presidente del Congo en 2001. En agosto de 1999, el diario El País se preguntaba en un editorial «¿Hasta cuándo, José María Aznar, abusarás de nuestra paciencia?», donde criticaba al primer ministro español por su falta de voluntad de llevar a juicio a Pinochet. «Quousque tandem abutere CrUesP patientia nostra?», cantaban los huelguistas de las universidades del Estado de Brasil, no mucho después, a su Consejo de Rectores (CrUesP).
Al margen de la política, la frase también ha podido adaptarse a una serie variada de enemigos y circunstancias. En un famoso ataque, Camille Paglia sustituyó el nombre de Catilina por el de Michel Foucault. Y en los últimos días de la segunda guerra mundial, un amante desconsolado (Walter Prude), separado por sus obligaciones militares de su nueva mujer (Agnes de Mille, coreógrafa de Rodeo, Oklahoma! y Los caballeros las prefieren rubias), escribió: «¡Hasta cuándo, oh Hitler, abusarás de nuestra vida sexual!».
La ironía que se encuentra en todo este asunto es que la política dinámica que servía de contexto para la sentencia original ha cambiado extremadamente. Cicerón triunfó al conseguir que sus escritos entraran en el lenguaje político del mundo moderno. No obstante, las palabras que empezaron su andadura como una amenaza pronunciada por el portavoz del orden establecido contra el disidente se usan ahora universalmente casi a la inversa: como un desafío del disidente al orden establecido. Catilina debe de estar riéndose desde la tumba.
El hecho de que buena parte de la obra de Cicerón haya sobrevivido, no solo sus discursos y filosofía, sino también sus tratados retóricos y cientos de cartas personales también, lo convierten en un sujeto perfecto para un biógrafo. Y, de hecho, a lo largo de los últimos dos milenios, ha habido intentos innumerables de escribir la historia de su vida, entera o en parte. El propio Cicerón intentó (sin éxito) encargar a un historiador bien conocido un relato de su consulado, su exilio y su regreso triunfal. Justo después de la muerte de Cicerón, Salustio escribió una monografía todavía influyente sobre la Conjuración de Catilina, que usa el incidente como un ejemplar del declive moral de Roma en la República tardía. Sin duda, más del gusto de Cicerón habría sido la biografía elaborada más o menos en la misma época por su antiguo esclavo y secretario, Tiro, junto a un volumen anexo con los chistes de Cicerón. Ninguno de estos textos se ha conservado; pero con casi total seguridad están detrás de la biografía del siglo II de Plutarco, que sí ha llegado hasta nosotros (y que incluye un gran número de chistes). Los autores modernos han asumido el reto, con un ritmo reciente, solo en inglés, de una nueva biografía cada cinco años; cada intento afirma aportar un ángulo nuevo, una razón plausible para sumarse a una tradición biográfica que podría parecer ya suficientemente abundante.
El objetivo de Everitt es explícitamente la «rehabilitación», una reacción a lo que ve como una infravaloración continua de la perspicacia de la política de Cicerón: quizá no fuera tan inteligente como Julio César, pero «tenía unos objetivos claros y estuvo muy cerca de conseguirlos, pero tuvo mala suerte». A pesar de algunos errores garrafales con el latín (¿por qué molestarse en usar palabras latinas, si tú o tus editores no las citan bien?), resulta ser una historia seria, contada, en ocasiones, con un entusiasmo cautivador por el tema y con buen ojo por el detalle más picante de la vida de la República tardía. Al mismo tiempo, como la mayoría de las biografías modernas de Cicerón, también es consistentemente decepcionante. El enfoque convencional de Everitt de «remontarse a las fuentes antiguas» lo deja repetidamente a merced de las hipótesis biográficas y culturales de la única biografía antigua que ha pervivido en la tradición; de ahí su alegre afirmación, en la línea de Plutarco, de que, cuando Cicerón nació, su madre «apenas sufrió durante el parto», un eufemismo de la tradición antigua para hablar del nacimiento de un niño extraordinario. Del mismo modo, tiene que enfrentarse a los huecos temporales e intentar rellenar lo que no se encuentra en los testimonios antiguos, o sobreinterpreta a la desesperada las propias palabras de Cicerón. Sus cartas desde el exilio, por ejemplo, se usan para indicar que estaba sufriendo una «crisis mental»; y de su gran número de propiedades se nos obliga a concluir que «Cicerón disfrutaba mucho de comprar casas» (como si se pasara los días repasando continuamente las páginas de venta de propiedades en el periódico local). El resultado, casi inevitablemente, es un conjunto de retazos de textos antiguos, cosidos juntos, con el hilo del sentido común, cierto trabajo de intuición y una gran fantasía.
Es una oportunidad perdida. Lo que estábamos esperando no era otra biografía «ortodoxa» de Cicerón; de ese tipo ya tenemos más que suficientes. Mucho más necesaria sería una biografía que intentara explorar la forma en la que la historia de su vida se hubiera reconstruido a lo largo de los últimos dos años: cómo hemos aprendido a leer a Cicerón a través de Jonson, Voltaire, Ibsen y el resto; qué tipo de aportación sigue haciendo todavía, y por qué es un desmedido conservador del siglo I a.C. y son pegadizas sus consignas oratorias. En resumen, ¿por qué sigue Cicerón entre nosotros en el siglo XXI? ¿Y en qué término? Quousque tandem?
Revisión de Anthony Everitt, Cicero: A Turbulent Life (John Murray, 2001).