En la pared de una casa ahora en ruinas en el centro de la ciudad siciliana de Enna, hay una notable placa conmemorativa. En una losa de mármol cuidadosamente grabada, colocada por el Consejo local en 1960, se lee: «En este mismo lugar se alzaba la casa en la que se alojó Marco Tulio Cicerón, defensor de Enna y de toda Sicilia frente al saqueador de templos, Gayo Licinio Verres, gobernador romano de la isla. La ciudad de Enna, todavía consciente de sus servicios veinte siglos después, puso esta placa en su recuerdo». Dejando aparte los elementos fantasiosos (no tenemos ni idea en absoluto de dónde se alojó Cicerón cuando visitó Enna), es un testimonio vívido del imperecedero recuerdo del caso de un tribunal romano que tuvo lugar el año 70 a.C. y en memoria a Cicerón como defensor de la provincia de Sicilia contra las depredaciones de su gobernador sin escrúpulos.
Cicerón era, entonces, un político prometedor que pretendía hacerse un nombre. Así que había aceptado el caso de un grupo de sicilianos que querían acusar a su gobernador de «extorsión». Era una estrategia arriesgada. Verres tenía muchos mejores contactos que Cicerón y, aun así, estaba seguro de conseguir una condena por extorsión en las provincias. Los gobernadores romanos esperaban volver a casa considerablemente más ricos de sus puestos en el extranjero, y los jurados de Roma (en el año 70 a.C. compuesto en su integridad por senadores) casi inevitablemente siempre se decantaban del lado del gobernador. Para que un proceso tuviera éxito, debía haber pruebas de que se hubieran cometido crímenes realmente horribles y/o algún tipo de ventaja política importante para dar un veredicto de culpabilidad. No obstante, Cicerón desempeñó el papel combinado de abogado de la acusación y de detective aficionado, se fue a Sicilia y reunió a testigos y suficientes pruebas documentales de los desmanes de Verres. El caso que expuso en su acusación se recoge en los discursos conservados que llevan el nombre de Contra Verres.
6. ¿Una sombra de su antigua gloria? El lugar de Enna en el que se supone que se alojó Cicerón mientras investigaba el caso contra Verres.
Estos documentos datan de la época del crimen de Verres. Un discurso se concentra en su mala distribución del suplemento del maíz; otro expone los beneficios que consiguió cuando supervisaba la construcción del edificio del templo de Cástor, en el Foro Romano (intentó conseguir un gran pago del contratista basándose en que las columnas no eran del todo verticales). Sin embargo, las partes más escabrosas y memorables de la denuncia de Cicerón tienen que ver con el reinado de terror que instauró en Sicilia. El destino de Gavio, de la ciudad siciliana de Consa, que fue azotado, torturado y crucificado por ser un espía, a pesar de que era un ciudadano romano y, por tanto, estaba legalmente protegido de un trato semejante, ha permanecido como un poderoso símbolo político. Gavio murió con las palabras «Civis romanus sum» («Soy ciudadano romano») en los labios, un dicho que más tarde adoptó lord Palmerston cuando envió un barco cañonero en apoyo del ciudadano británico Don Pacifico, que en 1847 había sufrido el ataque de una muchedumbre antisemita en Atenas. De nuevo, volvió a usarse en 1963. En este caso fue John F. Kennedy en Berlín: «Hace dos mil años, las palabras que con más orgullo se podían pronunciar eran “Civis romanus sum”. Hoy, en el mundo de la libertad, el lema que se pronuncia con más orgullo es “Ich bin ein berliner”». Kennedy, probablemente, no sabía qué le ocurrió a Gavio.
Hay otro discurso completo, en el que se centra la obra de Margaret Miles Art as Plunder, dedicado a detallar la expropiación que Verres estaba llevando a cabo de las famosas obras de arte de la provincia. Tal y como indica la placa conmemorativa, algunas de ellas provenían de templos sagrados. De hecho, su robo más atroz, según Cicerón, fue el de varias imágenes venerables, incluida una estatua de culto de Ceres: «Esa estatua de Ceres, la más antigua y sagrada de todas, el origen de todos los cultos de la diosa en todas las razas y pueblos, fue robada por Gayo Verres de su propio templo y hogar». No obstante, la propiedad privada no estaba a salvo de sus rapaces manos. Gayo Heyo, un «exitoso hombre de negocios» de Mesana, guardaba algunas raras obras de arte (incluidas ciertas estatuas de Praxíteles, Policleto y Mirón) en un santuario en su casa. Verres no tardó en obligarlo a vendérselas por un precio irrisorio. En general, para cualquier habitante de Sicilia con obras de valor en su hogar, el gobernador era un invitado a cenar peligroso. Era muy probable que se fuera con todo tu oro, tu plata, tus cubiertos o tu extraño bronce corintio, en su carruaje.
Estos discursos contra Verres son los únicos acusatorios que han sobrevivido del antiguo tribunal romano (hablar en defensa de alguien normalmente se consideraba un acto más honorable). Ahora contamos con seis discursos separados (más uno de una vista preliminar), o casi un cuarto de toda la oratoria de Cicerón que ha llegado hasta nosotros. Parece que debió de ser un caso largo, pero no lo fue. Verres decidió poner pies en polvorosa después de escuchar las pruebas presentadas en el primer discurso (una acción que normalmente se ha interpretado como una admisión de su culpabilidad). Pasó el resto de sus días en el exilio en Marsella, al parecer todavía con su colección de arte; casi treinta años después, fue ejecutado por orden de Marco Antonio, pues se negó a entregarle sus bronces corintios favoritos, o eso dice la anécdota sospechosamente pertinente, contada por Plinio el Viejo. Tras su huida de Roma, se condenó a Verres in absentia, y Cicerón hizo circular una versión, sin duda embellecida, del único discurso que realmente había dado, y de los cinco que no había usado. No solo resultaron ser un éxito en la escuela romana y en el entrenamiento de los jóvenes oradores, sino que también convirtieron el conflicto entre Cicerón y Verres en una historia ejemplar del derecho frente al poder, y del lema de la justicia que triunfa sobre la violencia y la corrupción. Y así se sigue creyendo en Enna.
Los hechos del caso, por supuesto, no son tan simples. Como siempre, solo tenemos la versión de Cicerón. Nadie sugeriría en serio que Verres era una víctima completamente inocente de alguna vendetta por parte de Cicerón y los sicilianos. No obstante, es difícil saber si su conducta era mucho peor que la de otros gobernadores de su tiempo; y también es difícil saber hasta qué punto Cicerón se ensañó en el caso para labrarse un nombre. Recientes estudios han expuesto buena parte de las confusiones tácticas en el relato de Cicerón del abuso de Verres en el tema del suministro de cereales. Además, aunque su huida del primer discurso de Cicerón ante el tribunal bien pudo ser un indicio de la culpa de Verres, hombres inocentes (o relativamente inocentes) también se habían ido. A veces, simplemente estaban hartos.
Miles no alberga dudas serias de que Verres era culpable en mayor o menor medida de los cargos que se le imputaban, pero en su estudio sobre su saqueo de obras de arte sí que señala algunos puntos conflictivos que subyacen en la invectiva de Cicerón. En términos generales, podemos detectar un cambio en el mundo antiguo sobre la concepción que tenían del arte, que pasó de ser algo esencialmente público o religioso a un objeto de coleccionistas y expertos. A finales del siglo II y principios del siglo I a.C., Italia estaba en un momento particularmente delicado en esa transición, puesto que los romanos cada vez estaban más en contacto con las tradiciones artísticas del mundo griego, y las obras de arte fluían a Roma del oriente del Mediterráneo como premios de la conquista. El papel del arte griego dentro de las tradiciones «nativas» de la cultura romana fue objeto de arduos debates, igual que la legitimidad de la propiedad privada de las artes lujosas y hasta qué punto era apropiado que una élite romana se aficionara a ser una «amante del arte».
En el marco de estos debates, casi todo el mundo era un objetivo potencial. Gayo Mummio, que destruyó la ciudad de Corinto en el año 146 a.C., fue objeto de escarnio por su ignorancia de lo artístico. Una anécdota cruel cuenta cómo, cuando los tesoros de Corinto se cargaban en barcos para su transporte a Roma, Mummio avisó a los marineros de que si dañaban algo tendrían que sustituirlo. Aunque era un apasionado admirador del arte griego, podía considerarse igual de culpable, como Cicerón deja claro en su ataque a Verres. No solo se lo podía culpar de los crímenes que había cometido al adquirir todas esas estatuas y antigüedades, sino de su propia avaricia, de su deseo por el arte. Cicerón, por su parte, cuando discute las famosas estatuas que poseía Heyo de Mesana, finge no ser capaz siquiera de recordar quiénes eran esos artistas de renombre («... el escultor... ¿quién era? ¿Quién dijeron que era? Ah, sí, gracias, Policleto...»). Tanto si esto era un intento de distanciarse de las pasiones artísticas de Verres, o (como Miles sugiere menos plausiblemente) un intento de ridiculizar los aires de «conocedor» que Verres se daba sobre el tema, ilustra los peligros que suponía para los romanos involucrarse —o no hacerlo— con el arte y su adquisición.
Hay, no obstante, otros grandes dilemas en cuestión que Miles no siempre trata. Para empezar, el refutado límite entre el patrón cultivado y el coleccionista obsesivo y codicioso es casi universal. Este asunto aparece muy bien ilustrado en el retrato de Carole Paul de la exposición de la colección de pinturas y antigüedades en la Roma del siglo XVIII. Al discutir la formación de la colección dedica un breve apartado al Scipione Borghese del siglo XVII, un «distinguido... patrón de las artes», «un gran mecenas». Solo en el siguiente párrafo, nos enteramos de que «Scipione era también un notable, y remarcable —y despiadado— coleccionista, dispuesto a rebajarse a la confiscación y al robo para conseguir pinturas, e incluso hacía apresar a los artistas cuando no lo complacían». Misma persona, mismas costumbres: todo dependía de en qué lado de la clientela de Scipione te encontrarás.
Podemos encontrar ambigüedades muy similares en la antigua Roma. En el cuarto libro de su colección de poesía, las Silvas, publicado a mediados de la década del 90 d.C., Estacio alaba a un tal Novius Vindex, un experto en arte que recientemente ha adquirido una estatuilla de Hércules de Lisipo, que una vez perteneció a Alejandro Magno. Miles hace hincapié en la diferencia del tono de este poema respecto al tratamiento que da Cicerón al coleccionismo de arte de Verres. «Al contrario que Verres —observa ella—,Vindex colecciona arte honestamente [...] no para perseguir sus ambiciones y una carrera en la vida pública.» Para ella, hay una «diferencia antitética en el carácter de ambos hombres», y temporal también. Ciento setenta años después del caso contra Verres, el papel de coleccionista de arte en Roma era positivo. Y así era, desde luego, pero también es más importante que conocemos a Verres por su enemigo y a Novius Vindex por su amigo. Si Verres hubiera tenido a un poeta a su merced, es muy posible que también hubiera elevado la cultura de su patrón hasta los cielos.
Resultaba todavía más crucial que la transferencia, la extracción o el robo de objetos de arte siempre implicaba una dinámica más complicada que la que podría sugerir el simple modelo de saqueador y víctima. Sin duda, este es el caso de la colección de obras de arte de Heyo, que Verres le arrebató. Debemos preguntarnos cómo un «hombre de negocios» siciliano consiguió adquirir estatuas de Praxíteles, Policleto y Mirón. Cicerón recalca que las heredó «de sus ancestros»; pero esa afirmación, por sí sola, solo consigue desviar la pregunta, no responderla. Lo poco que sabemos de Heyo sugiere que había estado haciendo negocios en la isla de Delos, un gran centro comercial del Mediterráneo y la capital del antiguo mercado de esclavos. Es posible, aunque en mi opinión también improbable, que fuera una especie de «marchante de arte». Es muy posible que comprara estas bellas estatuas con los beneficios del antiguo tráfico humano. Podría ser que las circunstancias en las que Heyo obtuvo estas obras de arte no fueran tan diferentes de aquellas en las que Verres las consiguió.
También es cierto que Verres compró y no simplemente robó estas famosas estatuas. Es cierto que Cicerón hace hincapié en que el precio era absurdamente bajo, e incluso aunque hubiera intercambio de dinero, una venta con coerción seguía siendo coerción de todos modos, es decir, otra modalidad de robo, pero inevitablemente las circunstancias precisas del cambio de posesión son imposibles de reconstruir ahora. (Igual que es imposible conocer, según la opinión de Paul, si Camillo Borghese vendió por propia voluntad parte de su colección a Napoleón; las obras no se le devolvieron, ni tampoco otras obras confiscadas de arte italiano, tras la derrota de Napoleón); el mero hecho de que el vendedor más tarde se queje de que lo obligaran a aceptar el trato no significa necesariamente que no estuviera conforme con la transacción en ese momento.
Ahora solemos imaginar que la mayoría de las obras griegas de arte «originales» que acabaron en Roma fueron el resultado de coerción y explotación. En algunos casos, ciertamente fue así. En las procesiones triunfales en Roma a menudo abundaban obras de arte, fruto de la victoria romana, pero, a menos que se adopte la posición extrema de que cualquier venta entre el poder imperial y sus territorios conquistados era siempre fruto de la coacción, debió de haber algunas ocasiones en las que los griegos venderían con sumo agrado, o en las que incluso eran quienes dirigían la transacción. El templo de Apolo Sosiano en Roma se reacondicionó al final del siglo I a.C. con una escultura antigua que en otra época, a principios del siglo V a.C., había adornado un templo en Grecia recién instalado en su pedestal. (Los fragmentos que conservamos, ahora en el museo Centrale Montemartini de Roma, no dejan ninguna duda en absoluto sobre la fecha y el lugar general donde se encontraron, aunque las sugerencias de dónde provenía cada cosa exactamente no son más que hipótesis.). Esto pudo ser el resultado de la brutal rapacidad romana, pero también pudo ser un trato más conspirativo que ese. Tal vez, incluso fuera un trato dirigido por los propietarios originales griegos, para intentar sacar algún provecho de alguna vieja escultura que pensaban sustituir de todos modos, y los romanos eran personas crédulas dispuestas a comprar.
A una escala más doméstica, ¿cómo, en Pompeya, el friso de terracota que originalmente decoraba un templo de la ciudad acabó en el muro del jardín de la rica «casa del brazalete dorado»? Es fácil suponer que Cicerón habría vituperado al propietario por usar esculturas sagradas para adornar su propiedad privada, como hizo con Verres. Y quizá Cicerón tenía razón, o tal vez las autoridades del templo animaron al propietario a comprarlas, a alto precio. O incluso tal vez las rescató del equivalente antiguo a un vertedero de basuras.
La antigua idea del saqueo cultural como «violación» es más útil aquí de lo que podríamos imaginar. Igual que pocas agresiones sexuales son ataques violentos en abadías oscuras por asaltantes desconocidos, también en la práctica relativamente pocas discusiones sobre propiedad cultural empiezan robando tesoros artísticos a punta de pistola. En cualquier caso, esos son los casos más fáciles de resolver. La mayoría de las violaciones son algún tipo de violación durante una cita, donde lo que se debate es la intención, los malentendidos, los recuerdos encontrados y el borroso límite entre coacción, aceptación y acuerdo. Resulta muy difícil establecer la culpa o la inocencia; a eso se debe, en parte, el bajo índice de condenas. Desde Verres a lord Elgin y mucho después, las disputas sobre el saqueo cultural normalmente encajan en el modelo de violación durante una cita. (¿Quién dio permiso? ¿Realmente el propietario aceptó? Y demás cuestiones.) Esa es la razón por la que son tan difíciles de resolver.
A Miles le interesa poner en relación el tema del ataque de Cicerón contra Verres con los debates modernos sobre la propiedad cultural. Le impresiona particularmente el énfasis que Cicerón hace en la conducta de Escipión Emiliano tras la caída de Cartago el año 146 a.C. Bajo la tutela de Escipión, todas esas obras de arte que los cartagineses habían saqueado de Sicilia fueron devueltas a sus hogares originales en un gesto sin precedentes de repatriación artística, que contrastaba extremadamente con Mummio, quien, el mismo año, había ordenado que todas las obras de arte corintias se enviaran a Roma. Los motivos de Escipión han sido, por supuesto, causa de debate. ¿Era la acción virtuosa de un hombre culto o un intento egoísta de asegurarse el apoyo de Sicilia? ¿Y hasta qué punto el repetido énfasis que Cicerón puso en esta acción está relacionado con la presencia de uno de los descendientes de Escipión en el jurado? No obstante, a Miles sobre todo le interesa vincular este acto de repatriación con la decisión, siglos después, de enviar buena parte de las obras de arte de las que Napoleón se apoderó a su hogar original (la campaña de repatriación en la que Camillo Borghese salió perdiendo, porque sus obras, técnicamente, habían sido compradas y no saqueadas).
El peculiar héroe de la última parte del libro es el duque de Wellington, que fue fundamental para conseguir devolver las obras artísticas saqueadas por Napoleón a Italia y a otros sitios (a pesar de que muchos en Inglaterra habrían preferido ver el Laocoonte y otras piezas de valor incalculable decorando un museo inglés). Esto suponía un reto importante para la doctrina tradicional de que el arte era un espolio de guerra legítimo, y proclamaría la idea moderna de que la propiedad cultural es una «categoría especial que debería protegerse».
De nuevo, todo esto es más complicado de lo que Miles parece reconocer. Lo más importante es que la repatriación nunca restaura el statu quo ante: siempre es otro estadio en la historia del objeto de arte transportado. Es bien conocido que, aunque los mármoles de Elgin fueron devueltos, no regresaron al lugar de los que se los habían llevado, sino al muy diferente contexto de un nuevo museo. Menos conocidas son algunas de las consecuencias radicales de la repatriación del botín de Napoleón. Es cierto, muchas de las obras volvieron a su país de origen, pero no siempre acabaron en sus hogares originales. Entre quienes perdieron en el proceso no solo se incluía la familia Borghese, sino también las pequeñas iglesias de Italia, que de hecho no recuperaron sus amados altares, puesto que normalmente se «devolvían» a las cada vez más importantes colecciones de los museos italianos, como la Academia de Venecia o la del Vaticano de Roma. Este acto de repatriación fue, en otras palabras, un paso crucial por el que pasaron de ser objetos sagrados a ser objetos de museo.
Podemos intentar regular el movimiento de la propiedad cultural, pero, lícito o ilícito, no podemos detenerlo. Tampoco querríamos hacerlo por completo (la idea de un mundo en el que el arte estuviera destinado a permanecer en el lugar en el que se hizo es una terrible pesadilla). Una cosa es segura: las persecuciones criminales en esta área suelen tener una importancia más simbólica que práctica, tal y como la gente de la antigua Sicilia descubrió. Tal vez, Cicerón ganó ese caso, y en la época moderna los ciudadanos pueden haber decidido honrar al hombre que defendió a sus ancestros con tanto ahínco contra los saqueos de su gobernador; pero lo cierto es que no recuperaron sus estatuas. Verres las disfrutó hasta su muerte.
Revisión de Margaret M. Miles, Art as Plunder: The ancient origins of debate about cultural property (Cambridge University Press, 2008); Carole Paul, The Borghese Collections and the Display of Art in the Age of the Grand Tour (Ashgate, 2008).