El primer capítulo de este libro exploró la obra de Arthur Evans en el palacio prehistórico de Cnosos, en concreto, su reconstrucción de la arquitectura, de las pinturas y, de hecho, de toda la civilización matriarcal y amante de la paz de la Creta minoica. Mencioné solo de pasada uno de los descubrimientos más importantes e intrigantes: los centenares de tabletas con inscripciones escritas en una lengua que ni siquiera el propio Evans, a pesar de todos sus esfuerzos, fue capaz de descifrar. Sin embargo, sí que se dio cuenta de que había dos tipos de tabletas: unas pocas estaban escritas en lo que él llamó «clase A» o «lineal A»; el resto (la inmensa mayoría) lo estaban en lo que él llamó «lineal B». Pensaba que ninguna de las dos era lenguaje griego, ni siquiera en una forma primitiva.
Medio siglo más tarde, Michael Ventris, un arquitecto y descifrador de códigos brillante, demostró que Evans estaba equivocado a medias. Aunque la lineal A sigue sin descifrarse, Ventris se dio cuenta, con la ayuda de John Chadwick, de la Universidad de Cambridge, de que la lineal B sí que era una versión del griego. En otras palabras, había un nexo lingüístico entre algunas de aquellas civilizaciones prehistóricas del Mediterráneo y el mundo griego que conocemos mucho mejor desde Homero en adelante. Fue el desciframiento más emocionante del siglo XX (aunque, para decepción de algunos clasicistas con esperanzas, las tabletas resultaron ser sobre todo listas burocráticas, y no poesía épica primitiva), y la teoría ganó atractivo en vez de perderlo tras la muerte de Ventris en un accidente de coche en 1956, a la edad de 34 años, pocos meses antes de la publicación de su trabajo.
Pero el desciframiento de la lineal B ya se había anunciado en 1952, no en una publicación erudita, sino en un programa de lo que entonces era BBC Third Programme (hoy día Radio 3). Se debió a los esfuerzos de una joven productora de radio de la BBC, Prudence Smith, quien mucho más tarde comentó aquella exclusiva:
Michael Ventris trabajaba con mi marido... y le conocíamos bien, y a su esposa... Se decía que estaba trabajando en las tabletas cretenses... Ja, ja, ja, menuda ocupación para un arquitecto. Pero sí que lo hacía, vaya si lo hacía.
Una noche (jamás lo olvidaré) fuimos a cenar a su nueva casa en Hampstead... y Michael no apareció. Estaba en otro cuarto... Su mujer siguió sirviendo jerez y aperitivos, pero Michael seguía y seguía sin aparecer. Y nos empezó a entrar hambre. Por fin salió con aspecto de estar completamente agotado, y nos dijo «Siento muchísimo haberos hecho esperar, pero lo he conseguido. ¡Lo he conseguido!», como si hubiera logrado montar un armario o algo así. «¡Ahora sí que sé que ese lenguaje es griego!...»
La semana siguiente, en la reunión sobre las charlas de Third Programme, me atreví a decir con cierta timidez «Conozco a quien ha descifrado las tabletas de Cnosos», «¿A qué te refieres? Son indescifrables», me dijo alguien. «No, no», insistí. «Te aseguro que lo ha conseguido. Tenemos que entrevistarlo.» Y se fiaron de mí y lo entrevistamos. Fue el primer anuncio público del desciframiento... No costó mucho convencerlo [a Ventris]. Pensó que [la radio] era el lugar adecuado.
Eso es en parte un relato de casualidad favorable y en parte otro de buen periodismo, pero también es un recordatorio de lo cerca que los «clásicos de primera línea» y los grandes descubrimientos clásicos han estado de un amplio público en Gran Bretaña. Ventris pensó que la radio era «el lugar adecuado» para dar a conocer la noticia del descifrado. También muchos otros han considerado que «el lugar adecuado» para anunciar interpretaciones radicalmente nuevas de los clásicos y para seguir con el debate del mundo clásico se encuentra fuera de la sala de conferencias o de las revistas académicas. Como ya hemos visto (capítulo 24), algunas de las revisiones más importantes de la tragedia griega se han concebido en los escenarios no con el estudio. La que probablemente es la versión más influyente de la Ilíada de los últimos cien años, la de Christopher Logue, comenzó también en Third Programme. Es más: a pesar de los brutales recortes que han sufrido las «secciones de revisiones», y el periodismo literario en general, a lo largo de la última década, todavía se pueden encontrar en los periódicos serios y en las revistas semanales debates educados y sesudos sobre libros que tratan de la Antigüedad. Uno de los predecesores más influyentes en los temas de los clásicos en Cambridge, Moses Finley, nacido en los Estados Unidos, alguien brillante y desconcertante en igual medida, «publicó» mucho más en entrevistas y charlas radiofónicas a finales de los años cincuenta y a lo largo de los sesenta de lo que jamás lo hizo en las revistas académicas.
En este contexto, me siento muy satisfecha de recordarles que cada uno de los capítulos de este libro tuvo como origen un ensayo o una reseña aparecida en una revista literaria no especializada. Es cierto que el «negocio de las reseñas» tiene sin duda una reputación un tanto contradictoria. Para empezar, está el asunto básico de la parcialidad, por no decir corrupción. Las reseñas críticas se suelen achacar a un rencor personal, y las favorables pueden parecer simples favores mutuos poco discretos. Sin embargo, también está la cuestión de cuánto importan, de qué impacto tienen o de la atención que se les presta al leerlas. La ironía es que aunque los editores continúan acosando a los críticos literarios para que reseñen sus libros, también se apresuran a tranquilizar a los nerviosos autores diciéndoles que lo que comentan los reseñadores apenas tiene efecto en el número de libros que se venden. Por decirlo de otro modo, la única persona que sin duda va a leer y a releer con total concentración lo que dicen los reseñadores es el autor del libro en cuestión. Así pues, autores, por muy doloridos que os sintáis respecto a lo que consideráis una crítica injusta, nunca escribáis para quejaros: ¡puede que llaméis la atención sobre algo en lo que nadie más se había fijado!
Pero esto es no entender por qué las reseñas siguen siendo tan importantes, y por qué las necesitamos más que nunca. Por supuesto, soy parcial. He escrito a lo largo de los últimos treinta años decenas de reseñas al año para periódicos y revistas de toda clase, y durante los últimos veinte años he sido la editora de temas clásicos del Times Literary Supplement, donde elegía los libros que se debían reseñar y por qué reseñadores y revisaba los artículos cuando llegaban. ¿Acaso esto es ser el centro de un pequeño universo de corrupción literaria? A mí me parece que no. Por si sirve de algo, una de mis reglas básicas es no enviarle un libro a ningún reseñador si estoy bastante segura de que sé lo que va a decir. Y si el reseñador conoce al autor, como puede acabar ocurriendo en un grupo tan relativamente estrecho como es el de los estudiosos de los clásicos, debo tener la confianza de que se sentirá capaz de escribir una reseña favorable o desfavorable dependiendo de lo que se encuentre (no les envío libros a aquellos que solo son capaces de hacer comentarios amables). Pero lo cierto es que no resulta difícil ser justo. De hecho, probablemente es más fácil ser justo que ser un corrupto de éxito.
Entonces, ¿para qué sirven las reseñas? Estoy segura de que en este sentido existen grandes diferencias entre las obras de ficción y las que no lo son, pero en mi campo de trabajo tienen una función vital como un mecanismo básico de control de calidad. Admito que no es perfecto, pero es lo mejor que podemos conseguir. Si el latín que aparece es incorrecto, o la mitología o las fechas están equivocadas, alguien tiene que decirlo (y no solo en una reseña erudita que aparece en una revista académica cinco años después de la publicación del libro).
Pero hay algo que es más importante e interesante que eso (porque, ¿quién querría leer una lista de erratas glorificadas?): las reseñas son una parte crucial del continuo debate que hace que merezca la pena escribir y publicar un libro, y son el modo de iniciar una conversación que resulte interesante a una audiencia mucho más amplia. Para mí, parte de la diversión de escribir reseñas en las revistas literarias ha sido reflexionar sobre algunas de las contribuciones más especializadas a mi tema, intentar captar el núcleo del argumento y luego mostrar por qué es importante, interesante o controvertido, más allá de las paredes de la biblioteca y de la sala de lectura (creo que hasta el propio autor se sintió un poco sorprendido al ver su comentario técnico sobre Tucídides reseñado en las páginas del New York Review of Books (capítulo 3), pero intenté mostrar que provocaba la aparición de grandes preguntas sobre cómo comprendemos y cómo malinterpretamos, cómo citamos bien y mal a Tucídides incluso hoy día.
Espero haberlo hecho con toda la valentía y la franqueza que se merece. Cuando hablo de los libros, no contengo los golpes, pero tengo una regla de oro: nunca escribo en una reseña lo que no sería capaz de decirle a la cara al autor. «Si no puedes decirlo, no lo escribas» debería ser, desde mi punto de vista, la máxima inquebrantable de un reseñador. De hecho, al repasar los capítulos de este libro, me he dado cuenta de que a veces sí que se lo he dicho a los propios autores. Después de más de una década, de forma esporádica, de debates y de desacuerdos en seminarios y en las conferencias, Peter Wiseman (capítulos 6 y 10) no se habría sentido sorprendido de ver que le respondía con una mezcla de admiración y de desaliento ante sus reconstrucciones imaginativas del teatro y la historia primitivas romanas.
Por supuesto, que yo tenga o no razón ya es otro asunto, pero al editar las reseñas para este nuevo libro he descubierto que no he cambiado mucho de opinión (aunque creo, al mirar en retrospectiva, que quizá mostré demasiado entusiasmo sobre las diferentes «bocas» de la sacerdotisa délfica del capítulo 2). Espero que encuentren un nuevo motivo de lectura con este libro, y que traiga tanto nuevos como antiguos personajes a la conversación sobre los clásicos. Espero, tal y como lo expresó Ventris refiriéndose a un descubrimiento mucho más importante del que yo haré jamás, que este sea el «lugar adecuado» para ellos.