Éste es el caso de una mujer muy bella, que fue modelo, musa, fotógrafa y reportera de guerra, cuyo espléndido cuerpo no cesó de ser devorado por algunos hombres privilegiados de su tiempo mientras a su vez ella los destruía con su inocencia diabólica. Desde que a los ocho años fuera violada por un amigo de su familia, Lee Miller no logró distinguir el sexo del amor, pese a que sus padres la llevaran a un psiquiatra para que se lo explicara. De aquella violación salió con una gonorrea severa y los gritos de la niña, cuando la madre la curaba con irrigaciones dolorosas, llegaban a la calle por la ventana del cuarto de baño. Después fue una de esas adolescentes que tampoco consiguen explicarse por qué la belleza de la carne femenina se convierte a veces en un infierno en el que se abrasaban los vecinos de escalera, los tenderos del barrio y los profesores en el aula, y también su propio padre, fotógrafo aficionado, que la sorbió desnuda con su cámara en todas las posiciones imaginables sin detenerse en los límites del incesto. En efecto, Lee Miller fue una gran reportera de guerra, entre todas las de su oficio la que más de cerca desafió a los hierros en el desembarco de Normandía, y si lo hizo con un desparpajo suicida fue, tal vez, porque su cuerpo había sido desde niña su primer campo de batalla.
Había nacido en Poughkeepsie, Nueva York, en 1907, y con todo el esplendor juvenil de sus dieciocho años, después de ser expulsada del colegio y con un cuaderno de poemas en el bolsillo, esta rubia norteamericana realizó un primer viaje a París dispuesta a no perderse ninguna sensación. Desde el primer momento supo que en el futuro aquel lugar sería su verdadera patria. De vuelta a casa, primero fue modelo de la revista Vogue en Nueva York, en cuyas calles la había descubierto el fotógrafo Edward Steichen, quien, después de poseerla, le enseñó las primeras artes con la cámara. Pero fue en 1929 cuando Lee Miller, de regreso a París, cayó como un artefacto explosivo en medio de la dorada bohemia de Montparnasse y en esta primera descubierta fue pasando de unos brazos a otros bajo múltiples sábanas hasta que el fotógrafo norteamericano Man Ray capturó a esta salvaje y la hizo suya a cambio de enseñarle todos los últimos secretos de la fotografía. El cuerpo de Lee Miller se convirtió en un objeto de creación para la cámara de Man Ray. El artista lo desmembró en diversas partes y cada una de ellas se convirtió en un icono. Los labios de Lee Miller, un ojo, sus piernas, su espalda, sus glúteos, su cuello, su torso, su rostro, captados por separado, al sacarlos de contexto, según la teoría estética de Duchamp, se convirtieron en objetos encontrados, en ready-mades, un concepto que cambió la forma del arte de todo el siglo XX hasta nuestros días. Pero al tiempo que el cuerpo de Lee Miller se desestructuraba, su alma adquiría una esencia perversa para el galante que tratara de explorarla más adentro de la carne. Jean Cocteau, que la admiraba y no la deseaba, la convirtió en estatua. Del lecho de Man Ray pasó al de Picasso y no hubo artista que la mereciera que no la probara a cambio de ser muy pronto abandonado.
En el París de entreguerras, aparte de aristócratas rusos que servían de acicalados porteros en los cabarets, siempre se paseaba por La Coupole algún príncipe árabe cazador de corzas. En este caso se llamaba Aziz Eloui Bey y era egipcio, y sus orejas eran dos fuentes inagotables de monedas de oro. Lee Miller fue una de sus capturas y ella le siguió hasta El Cairo excitada por el exotismo en boga, pero en Egipto no había más que momias. Se aburría. Atada por el matrimonio con el árabe, Lee Miller sólo tenía el desierto como escapatoria para dar pábulo a su imaginación, pero desde la infinita arena recordaba las fiestas de París, los viajes a la isla de Santa Margarita o a Antibes, donde era la reina de la tropa dorada que formaban Picabia, el coleccionista, pintor y crítico de arte Roland Penrose, el propio Picasso que la había inmortalizado en sus cuadros. Linos y franelas blancas bajo los pinos, sillones donde se extasiaban juntos los cuerpos desnudos de bailarinas, escritores, pintores, entre el alcohol y las drogas mórficas cuando la cota más alta de la fascinación consistía en saber estar ebrio en los límites de la vanguardia y no despeñarse. En uno de sus encuentros en la Costa Azul, el esteta inglés Roland Penrose y Lee Miller se hicieron amantes y se establecieron en Inglaterra, donde vivieron una larga pasión secreta. El millonario egipcio quedó en la retaguardia de esta nueva batalla.
Ahora Lee Miller mandaba sus primeros trabajos como fotógrafa a la revista Vogue, y en medio de una vida enloquecida llegó la guerra.
Lee Miller comenzó a fotografiar los bombardeos de Londres y aunque seguía siendo amante de Penrose, muy pronto compartió el lecho con el periodista David Scherman, de la revista Life, con el que se embarcó en una aventura detrás de los carros de combate de los Aliados que la llevarían de nuevo a París.
El mito de Lee Miller se establece cuando logra trascender toda la sofisticada frivolidad de su tiempo en París, no exenta de perversiones, y se convierte en la testigo más arriesgada de la barbarie de su tiempo. Mientras sus amigos escurrieron el bulto en medio del terror nazi, Lee Miller, con unos pantalones recios, una chupa de cuero duro y una cámara al hombro, en compañía de David Scherman, olvidando los días de rosas en que su cuerpo era adorado, se empotra su rubia cabellera bajo un casco de acero para ser la primera en pisar los cadáveres de la playa de Omaha, en llegar al París liberado donde la recibió Picasso sin reconocerla en un primer momento cubierta de barro, en fotografiar el campo de concentración de Dachau, el Berlín en llamas, las guaridas de la Gestapo, los hospitales de sangre, los cadáveres amontonados. Luego la pareja llega hasta los confines de la Europa soviética, hasta que Penrose, muerto de celos, la reclama. Lee vuelve a Londres. Se divorcia del millonario egipcio y se casa con el coleccionista, pintor y crítico inglés. La cabalgada salvaje entre la belleza y el arrojo había terminado y su vida se difumina en medio de las fiestas compartidas con las nuevas amantes de Penrose hasta que por una ironía del destino queda embarazada a los treinta y nueve años. Le nace un hijo. Se dedica a la vida familiar. Mete en un cajón miles de negativos, se olvida de su pasado, de los días de París y de los campos de exterminio. Comienza su etapa de maestra de cocina en su granja de Sussex. Inventa platos. Lava las espinacas en la lavadora, delante del fogón cocina un pescado azul en honor a Miró con una tapa de retrete en la cabeza para protegerse de la grasa. Son vestigios del surrealismo que su marido Roland había importado a Inglaterra. En 1977, a los setenta años, Lee Miller murió de cáncer. Entre sus enseres olvidados, su hijo Anthony encontró una caja olvidada con miles de negativos.
El mito de Lee Miller consiste en que su cuerpo bellísimo y troceado, sus labios, su ojo, sus piernas, dispuestos por la cámara de Man Ray como la propuesta de una forma nueva de mirar el arte, junto con la rueda de bicicleta sobre un taburete, el molinillo de chocolate, el urinario-fuente, el portabotellas de Marcel Duchamp contemplados fuera de su lugar con una mirada nueva, no retiniana sino mental, pusieron la estética patas arriba y a ellos se debe, más que a Matisse y a Picasso, la revolución del siglo XX.