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«Mi exilio no fue una idea mía, sino de Hitler», dijo este genio de la ironía llamado Billy Wilder, nacido en 1906 en Sucha, Polonia, de origen austriaco. Prácticamente ya se ha escrito todo sobre este personaje: se trata de un referente del humor, del desparpajo, de la mordacidad y la gracia mezclada con el ácido sulfúrico, la única fórmula que tiene la inteligencia de lamerse las heridas. Sólo con las frases que pronunció este cineasta con cara de perro pequinés, de pie en los cócteles con un martini en la mano, sentado en su silla de lona en los platós de la Paramount o tumbado en las hamacas al borde de las piscinas de Beverly Hills, podría escribirse medio siglo de la historia de Hollyvood, la más feliz, la más cruel. Dijo una vez: «Del mismo modo que todo el mundo odia a Estados Unidos, todo Estados Unidos odia a Hollywood. Existe el profundo prejuicio de que todos nosotros somos tipos superficiales que ganamos diez mil dólares a la semana y que no pagamos impuestos; que nos tiramos a todas las chicas; que tenemos profesores en casa que dan clases a nuestros hijos de cómo subirse a los árboles; que cada uno de nosotros tiene dieciséis criados y que todos conducimos un Maserati. Pues sí, todo esto es verdad. ¡Aunque os muráis de envidia!».

Su nombre de nacimiento era Samuel, judío por los cuatro costados. Empezó a trabajar como periodista en Viena y luego fue cronista de cabaret en Berlín, por cuyos camerinos husmeaba sin desprenderse del sombrero tirolés ni del leve bastón, dos aditamentos de su personalidad que no abandonó nunca. Su afición al cine le hizo merodear también por los estudios UFA y como gusto secreto comenzó a comprar a precios de ganga grabados y acuarelas de los expresionistas alemanes, la pintura maldita del momento, la de Otto Dix, de Schiele, de Beckmann, de Grosz, de Kirchner, y el mismo olfato que tenía para el arte, lo usó también para detectar el peligro que se avecinaba. Huyó de los nazis en 1934 con parte de la colección que pudo transportar; se fue primero a París y a continuación siguió camino a Estados Unidos en compañía de Peter Lorre, con quien compartió habitación en los primeros tiempos de Hollywood. Su madre quiso quedarse en Viena. Murió en Auschwitz.

Es de sobra conocido su trabajo como cineasta. En Hollywood escribió sesenta guiones y rodó veintiséis películas. Consiguió cinco Oscars y unas veinte nominaciones. No hay título tras el que esté Billy Wilder que no nos haya subyugado. Perdición, El crepúsculo de los dioses, Con faldas y a lo loco, El apartamento, Primera plana, Irma la Dulce, La tentación vive arriba. Contra los que confunden lo solemne con lo profundo, Wilder nunca olvidó que el cine había nacido en un barracón de feria. «Si una película consigue que un individuo olvide por dos segundos que ha aparcado mal el coche, o que no ha pagado la factura del gas o que ha tenido una discusión con su jefe, entonces el Cine ha alcanzado su objetivo». Nunca usó efectos especiales ni rodó carreras de coches, pero sabía que para el público es muy aburrido que un hombre entre en casa por la puerta; en una comedia es preferible que entre por la ventana. Ésa es la sensación que daba, que a este mundo ha venido uno a divertirse. Cuando le propuso a Barbara Stanwyick ser la protagonista de la película negra Perdición, ella en el primer momento rehusó el papel. «Es demasiado duro, tengo miedo.» «¿Miedo? ¿Es usted un ratón o una actriz?», le preguntó Wilder. «Soy una actriz.» «Entonces, haga el papel.» De toda la mitología que rodea a este genio, particularmente me fascina la relación de amor-odio que mantuvo con Marilyn Monroe y su perspicacia como coleccionista de obras de arte, dos pasiones que vienen a ser casi la misma.

«Marilyn era esa carne que creías poder tocar con sólo alargar la mano, pero al contrario de lo que pensaba todo el mundo ella no quería ser un símbolo sexual, y eso la mató. Era una mezcla de pena, amor, soledad y confusión, pero tenía un problema más grave: se enamoraba con demasiada rapidez», decía Wilder. «Marilyn no necesitaba lecciones de interpretación; lo que necesitaba era ir al colegio Omega, en Suiza, donde se imparten cursos de puntualidad superior».

En la película La tentación vive arriba, la famosa escena rodada en Lexington Avenue en que la ventilación del metro le levanta la falda hasta el cuello fue contemplada por más de veinte mil curiosos, que al ver su rostro lleno de placer sensual le gritaban palabras lascivas, algo que puso extremadamente celoso a su marido Joe DiMaggio y fue el germen de su ruptura. Pero Joe DiMaggio era un caballero y no culpó a Wilder. Lo contrario que hizo Arthur Miller, quien le acusó de haber sido el causante del aborto que sufrió Marilyn después de rodar Con faldas y a lo loco. A Wilder le preguntaron los periodistas si iba a rodar más películas con Marilyn. «Lo he discutido con mi médico, con mi psiquiatra y con mi contable y me han dicho que soy demasiado viejo y demasiado rico para someterme de nuevo a una prueba semejante.» Esta salida irónica molestó a Arthur Miller. «Señor Wilder», le escribió lleno de cólera, «doce días después del rodaje Marilyn tuvo un aborto. Ahora que tiene usted en sus manos el éxito en gran parte debido a ella y también tiene garantizados los ingresos su ataque resulta despreciable». Wilder le contestó: «Señor Miller, la verdad es que la compañía envolvió a Marilyn entre algodones. La única persona que tuvo una falta de consideración con sus compañeros fue ella desde el primer día, antes de que mostrara el menor síntoma de embarazo».

Cuando Billy Wilder gozaba todavía de una gran vitalidad y su extraordinario talento estaba en plena ebullición dejó de hacer películas porque el seguro no le cubría el riesgo a causa de la edad, pero Wilder sobrevivió dos décadas a este escarnio y todo ese tiempo lo dedicó a divertirse comprando arte, obras de Picasso, de Matisse, de Balthus, de Rothko. No quiso adquirir a ningún precio la famosa litografía del rostro de Marilyn realizada por Andy Warhol, como uno de los iconos de Norteamérica. Con haberla poseído de cerca en el plató como actriz de carne y hueso ya era bastante. Una colección de arte es como un río, decía Wilder, hay que dejarla fluir para que se renueve, de lo contrario, si se remansa, forma un estanque, se pudre y comienza a generar algas. Compraba y vendía. Dio pruebas de una sagacidad fuera de lo común a la hora de moverse entre las galerías, tanto más que en los estudios de la Paramount. Pero un día su fina nariz percibió que el globo estaba a punto de estallar. Pocos meses antes de que la crisis hundiera el mercado del arte, cuando la pintura estaba en la cresta de la especulación salvaje, en 1989, llevó toda su colección a la sala de subastas de Chistie’s. Consiguió treinta y dos millones de dólares, más dinero del que había ganado en toda su carrera de cineasta. Pasada la crisis volvió a comprar parte de esos cuadros a mitad de precio, pero sólo porque le causaba placer. Más allá de Auschwitz, a este mundo ha venido uno a divertirse y a empujar con la yema del dedo la aceituna hacia el fondo del martini mientras resumes el mundo y la existencia con una frase feliz. Fuck you. Billy Wilder murió a los noventa y cinco años de una neumonía en su casa de Bervely Hills y está enterrado en el mismo cementerio a unos pasos de las cenizas de Marilyn.