Toda la Resistencia Francesa contra los nazis se puede resumir en esta secuencia cinematográfica: un tipo solitario de pie, apoyado en su bicicleta, fuma un cigarrillo junto a los raíles del ferrocarril; lleva un periódico doblado bajo el brazo que tal vez le sirve de contraseña; pasa un tren de mercancías con un pitido desgarrado y poco después se oye una gran explosión no muy lejana; a continuación empieza a sonar la voz de Yves Montand entonando la canción de los partisanos en honor al camarada dinamitero que ha hecho saltar el convoy por los aires; el jefe de estación le guiña un ojo; el tipo monta en la bicicleta y se aleja canturreando.
La gente de mi generación, que bailó muy amarrada Las hojas muertas y tomó el primer calvados en el Barrio Latino oyendo al acordeón Bajo el cielo de París, tampoco podrá olvidar mientras viva la cara de pánico de Yves Montand cuando conducía por un camino impracticable aquel camión cargado con bidones de nitroglicerina para apagar el fuego de un pozo petrolífero en la película de Clouzot, El salario del miedo, rodada en una jungla de Centroamérica. Luego Yves Montand, que venía de los brazos amorosos de Édith Piaf, aquella gata malherida que le enseñó a cantar con un romanticismo extremadamente seductor la canción partisana Alla mattina appena alzata, o bella ciao, bella ciao, enamoraría a todos los progresistas cuando su amigo Jorge Semprún escribió para él guiones de películas, que rodó Costa-Gravas, de dictadores patibularios con gafas negras, donde se oían golpes rudos de cerrojos de celdas y muchos gritos de torturas al fondo de la galería.
Se llamaba Ivo Livi. Había nacido en 1921 en Monsummano Alto, un pueblo italiano de la Toscana, hijo de obreros antifascistas, que tuvieron que emigrar a Marsella huyendo de Mussolini. El chaval dejó la escuela a los once años, trabajó en varios oficios humildes hasta que un día apareció cantando con su amante Édith Piaf en bares nocturnos y en garitos de mala muerte. Era un flaco de piernas largas e iba de duro sentimental cuya voz parecía salir de una garganta avezada a ese anís fuerte que toman los camioneros al amanecer. Las chicas de entonces doblaban el cuello sobre el hombro de sus novios cuando bailaban sus melodías y los progresistas se alegraron al ver que se casaba con la judía Simone Signoret, hija de rojos, cuyo progenitor exilado en Londres, entró en París con De Gaulle. En 1955 Simone Signoret fue protagonista de Las diabólicas, un film de terror que no ha sido superado todavía. Yves Montand y Simone Signoret eran de los nuestros, formaban una pareja de antifascistas que se enmarcaban dentro el compromiso político, según el santoral de Sartre. No cabía imaginar ninguna manifestación antifranquista en el París de Saint-Germain sin ellos detrás de la pancarta. Los progresistas de entonces no estaban dispuestos a permitirles ninguna frivolidad.
Pero Yves Montand ya era famoso cuando se fue a Nueva York a actuar en un musical de Broadway. A Marilyn Monroe le gustaban sus canciones, sabía que venía de una familia pobre como ella, admiraba su compromiso social y sobre todo el hecho de que se pareciera físicamente a su viejo amor, Joe DiMaggio, fue la causa de que no cejara en su empeño de enamorarlo. «Junto con mi marido y Marlon Brando creo que Yves Montand es el hombre más atractivo que he conocido jamás», manifestó en un brindis la estrella. Nuestro galán estaba sentenciado. Para un progresista europeo, amante de la Nouvelle Vague, Marilyn era sólo una bomba sexual y encarnaba dentro y fuera de la pantalla a la rubia tonta, aunque en ese momento estaba casada con Arthur Miller, el primer intelectual de Norteamérica. El año 1960 rodó junto a Yves Montand El multimillonario y en la película Marilyn representaba la imagen de esa chica oxigenada de clase media que usaba prendas de nylon y cosméticos, un pastel de carne accesible a cualquiera con sólo alargar la mano, una gelatina con muelles, como la definía Jack Lemmon, que quiere pescar a un caballero adinerado europeo, indefenso frente a las armas de mujer, un hecho que sucedió dentro y fuera de la pantalla, con el escándalo de los devotos de Godard.
Su matrimonio con Miller pasaba por una etapa tormentosa. Durante el rodaje de la película las dos parejas se habían instalado en unos apartamentos contiguos y comunicados dentro de los jardines del hotel Beverly Hills en Los Angeles. Después de una bronca Miller se había largado a Irlanda para escribir el guión de Vidas rebeldes, que rodaría John Huston. Por otra parte, en abril Simone Signoret tuvo que ir a Hollywood para recibir un Oscar por su película Un lugar en la cumbre y a continuación debía volver a París para cumplir otro contrato. Yves Montad y Marilyn se quedaron solos. En este caso la tentación no vivía arriba, sino en el bungalow de al lado, separado por un mismo vestíbulo. Hay que imaginar la inminente explosión que iba a producirse entre una mujer desolada, llena de dudas, necesitada de amor y un mujeriego acostumbrado a esta clase de capturas. A la Signoret le habían dado el Oscar, pero Marilyn tenía a Yves. La escena se produjo una noche de mutuo insomnio después de una jornada de rodaje aburrido, del cual ambos se sentían avergonzados, dada la humillante inanidad de la historia. Yves Montand, en pijama, se acercó al dormitorio de Marilyn para darle las buenas noches, se sentó en el borde de la cama y entre ellos se estableció un diálogo anodino. ¿Cómo estás? ¿Tienes fiebre? Descuida, me pondré bien. Ha sido un día muy duro. Me alegro de verte. Gracias por haber venido.
Para despedirse Montand fue a darle un beso en la mejilla y Marilyn volvió el rostro y sus labios enloquecieron. Esa noche comenzó una historia de amor que duró algunos meses. Una vez más, Marilyn necesitaba enamorarse perdidamente de cualquiera y Montand, una vez satisfecho su orgullo de gallo, quiso librarse de aquella mujer que le llamaba a cualquier hora de la noche, le perseguía por los aeropuertos y estaba dispuesta a resolver una vez más su desamor vaciando tubos de pastillas.
Marilyn Monroe, que sólo en apariencia representaba a la rubia tonta, siendo una actriz superdotada, acabó por hacer mundialmente famoso a Yves Montand, como antes había hecho a Arthur Miller. Los progresistas de París perdonaron a su héroe aquel lance de frivolidad y lo mismo hizo Simone Signoret después de las lágrimas, ofendida no tanto por la infidelidad de su marido como por la humillación del escándalo publicitario. Ya se sabe lo que pasa en los rodajes. Montand se redimió purificándose con Costa-Gravas. Volvió a ser aquel tipo que cantaba O bella ciao, bella ciao, con más convicción, la canción de los partisanos de Italia, su país de origen, contra el fascismo que se reprodujo con los coroneles griegos. Varias generaciones guardan en la memoria, junto con Melina Mercuri, Simone Signoret, Édith Piaf, la imagen de este divo que encarna la mitología de la Resistencia al que hay que imaginar bajo el cielo de otoño en París con una melodía de acordeón al fondo, caminando sobre las hojas muertas de los jardines de Luxemburgo. Murió en Senlis, en 1991. Está enterrado en el cementerio de Père-Lachaise, junto a Simone Signoret, a pocos pasos de la avenida de los Combatientes Extranjeros Muertos por Francia, pero en cualquier lugar del mundo seguirá pasando un tren y en una estación perdida siempre habrá un resistente apoyado en su bicicleta con un cigarrillo en los labios.