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Cuando Billie Holiday, de nombre Eleonora, nació el 7 de abril de 1915, su madre tenía trece años y su padre era todavía un chaval de pantalón corto que iba dando patadas a las latas por la calle. Sucedió en Baltimore, ciudad famosa entonces por sus ratas. La madre se fue a Nueva York a fregar escaleras; el padre se enroló en una banda de jazz y desapareció. La niña fue entregada a los abuelos, que vivían en una casita de madera repleta de tíos, sobrinos y primos hacinados. Eleonora a los diez años ya estaba desarrollada como mujer y tuvo que cambiar los patines y la bici por un cubo, un cepillo y algunos trapos. Aparte de este oficio heredado de la madre, la niña tenía el trabajo de resistirse cada noche a las acometidas de macho cabrío de sus primos en su cama.

En la esquina de su casa estaba el burdel que regentaba Alice Dean, donde Eleonora comenzó a hacer recados y servicios para el ama y las chicas. Iba a la tienda, subía y bajaba palanganas, ponía y retiraba la pastilla de jabón Lifebuoy, lavaba las toallas, todo por cinco centavos, pero la niña prefería no cobrar si a cambio el ama le dejaba escuchar a Louis Armstrong y a Bessie Smith en la victrola instalada en su sala de estar. Fue allí donde oyó por primera vez cantar sin palabras, sólo con sonidos del alma en la garganta que se acomodaban a su estado de ánimo. En su inicio los burdeles y el jazz eran la misma sustancia, en esos antros se codeaban blancos y negros de manera natural, algo que no sucedía en las iglesias. La niña bebió aquella música del propio manantial. Ella dijo un día: «Si hubiera oído cantar a Bessie en la casa de un pastor, no me habría importado hacerle gratis los recados».

A los diez años estaba enamorada de la actriz Billie Dove. Imitaba sus movimientos, su peinado, pero en la calle se fajaba a golpes con los niños de su edad y su padre, que la creía un marimacho por eso, comenzó a llamarla Bill. Era el nombre de su heroína. Billie. Y lo adoptó. El padre era trompetista. Durante los viajes con una orquesta de segunda iba haciendo hijos a otras mujeres por el sur y de pronto lo veían entrar por la puerta y al día siguiente desaparecía. La madre regresó de Nueva York y tomó huéspedes en casa para sobrevivir. La niña a los diez años llevaba calcetines blancos y zapatos de charol que robaba en las tiendas, por lo que la bisabuela, que había sido esclava y leía mucho la Biblia, la llamaba pecadora.

Una tarde de verano uno de los huéspedes, un cuarentón llamado Dick, cogió de la mano a la niña y se la llevó a una casa con la excusa de que allí la esperaba su madre. Era un prostíbulo. Metida en una habitación comenzó a violarla. La niña se defendió con gritos y patadas, pero una mujer le sujetó la cabeza para que no le mordiera mientras el hombre se satisfacía. Por una vecina, amante despechada del violador, la madre supo adónde habían llevado a su hija. Llamó a la policía y la niña, ensangrentada, fue conducida al cuartelillo. Allí el sargento observó el volumen de los pechos y la consistencia de las piernas y a su alrededor comenzaron las miradas obscenas y las risitas. Permaneció varios días en la cárcel. Violada, con diez años, Billie fue juzgada por un tribunal junto con su agresor. A él le condenaron a cinco años; ella fue encerrada en un correccional católico, regido por monjas robustas, donde la vistieron con un uniforme blanco y azul; a continuación, según el reglamento, cambiaron su nombre por el de una santa y a partir de ese momento Billie se llamaría Teresa.

Cuando una chica se portaba mal las monjas la vestían de rojo y prohibían a las demás que le dirigieran la palabra. Hay que pensar que durante los años que estuvo Billie enclaustrada en aquella institución el color del diablo era el que más veces lució aquella niña rebelde. Fue por Pascua cuando usó por primera vez el vestido rojo y así se presentó ante su madre, que fue a visitarla llevándole dos pollos fritos, una docena de huevos duros y algunas golosinas. La monja capitana condenó a la cría a presenciar cómo las compañeras devoraban su comida sin que ella pudiera siquiera alargar la mano, y luego la encerró durante toda una noche en una habitación a oscuras donde estaba el cadáver de una chiquilla que se había partido el cuello al caerse de un columpio.

Al salir del correccional, cosa que consiguió bajo amenaza de suicidio, Billie abandonó Baltimore y se propuso no cesar de caminar hasta llegar a Harlem. Sólo tenía trece años y estaba muy desarrollada. Había perdido la virginidad con un negro trompetista en el suelo de la casa de su abuela, que la dejó sangrando y dolorida, de modo que odiaba el sexo, pero ya sabía en qué clase de perro mundo había caído. Llegó a la estación de Pensilvania de Nueva York sin equipaje, salvo un cesto con un pollo que devoraba sentada en los bancos de la calle. Se encontró con su madre y comenzó de nuevo a fregar suelos, esta vez en casa de una señora alta, gruesa y holgazana, que le gritaba y la llamaba negra con un tono despectivo. Fue la primera vez que oyó esa palabra como un insulto. La niña le estampó un jarrón en la cabeza. «Tiene que haber algo mejor que esto», se dijo. Sabía que nunca podría ser una buena criada.

Su madre la llevó a una casa lujosa de pisos en la calle 141 de Harlem cuya dueña se llamaba Florence Williams. No en vano había vaciado palanganas y lavado toallas en casa de Alice Dean, por eso supo enseguida que aquello era un prostíbulo. Comenzó a trabajar a 20 dólares, cinco para la dueña, preferentemente con blancos, de ésos con mujer e hijos que tienen que volver pronto a casa, nunca con negros desde que uno de ellos, un garañón inmenso, de esos que te dicen: «¿Te gusta, nena?», mientras te destrozan, la dejó varios meses fuera de combate. Un día le negó sus favores al rey del Harlem, un tipo duro llamado Big Blue Rainier, amigo de la policía. ¿De modo que una negra no quiere acostarse con un negro? El tipo la denunció por ser menor de edad y Billie fue a parar otra vez a la cárcel.

A los quince años iba un día por la calle 133 llena de antros de música, dispuesta a cualquier trabajo con tal de conseguir cincuenta pavos que le exigían a su madre para evitar que le echaran el colchón por la ventana. Entró en el garito Pod’s and Jerry’s, un local de swing, y pidió cantar. Mandó al pianista que tocara Trav’lin’ All Alone. Al sonar aquella garganta se hizo un silencio en el que hubiera podido oírse un alfiler si caía en el suelo. En ese local las chicas tenían que recoger con los genitales las propinas que los clientes dejaban en las mesas. Billie Holiday se negó a pasar por esa humillación. Un caballero le dio los dólares en la mano y debido a su orgullo las compañeras comenzaron a llamarla duquesa o Lady Day. Aunque una de las golfas del cabaré dijo que Billie cantaba como si le apretaran los zapatos, la verdad es que cantó la primera canción con la voz de una gata herida y humillada en su constante rebeldía de saltar por todos los tejados. El dolor continuaría hasta el final de su vida. La leyenda de esta reina del swing no había hecho más que empezar.