FRAGMENTOS, GLITCHES Y BATA DE COLA

Glitch: Un glitch en el ámbito de la informática o de los videojuegos es un error que no afecta negativamente al rendimiento, jugabilidad o estabilidad del programa o juego. No se considera un error de software, sino más bien una característica no prevista.

En algunos videojuegos se pueden observar glitches visuales debido a ficheros mal codificados o dañados, que al ser leídos forman figuras o imágenes erróneas.

El brillo de los ojos no se opera.

Lola Flores

Cuando se cortan líneas de palabras, el futuro se filtra.

William S. Burroughs

No deberías tener que morir para saber qué se siente al estar en paz.

Janet Mock

Si el amor al final significa algo,
consiste en extender tu mano a lo que no se puede amar.

Quentin Crisp

 

 

Atrapada en un glitch. Tumbada boca arriba en una cama que no es la mía, en una habitación neutra, aséptica, de la que puedes asegurar que es blanca aun en semipenumbra. Estoy amarrada a la cama por las muñecas, la cabeza, la cintura y los tobillos. Camisón también blanco.

Una araña enorme o un crustáceo, no lo distingo bien porque no puedo levantar la cabeza para mirar directamente, trabaja sobre mi pelvis. Me hace daño, me clava sus patas punzantes a través de la tela blanca, me muerde con mordiscos verticales, de exomandíbula, de pinza. Tengo miedo. Mi defensa es una leve convulsión. Sudo. No puedo gritar, no puedo hacer nada. Siento mi carne abrirse entre las piernas, percibo el tacto minucioso y violento de las extremidades del bicho escarbando, el calor de la sangre empapándome. Parece que quiere entrar, ya casi no puedo verlo, he perdido cualquier ángulo de visión.

Más abajo. Más dentro. Muerde. Vacía.

 

—Todas tenéis las mismas dudas. Sensibilidad, profundidad y estética.

—Bueno, son importantes, supongo, pero es legítimo hacer las preguntas necesarias cuando una va a someterse a una cirugía tan invasiva como una vaginoplastia. De hecho es extraño que tengamos que hacer las preguntas activamente, deberíamos estar más que informadas, no es poca cosa. Me preocupan esas tres cuestiones claro, pero no son las únicas. Cuánto tardaré en curarme, qué problemas pueden surgir, a qué especialista tendré que recurrir a partir de ahora cuando necesite atención médica en mis genitales. Nadie me ha dicho nada.

—Lo importante es que lo que tienes ahora va a desaparecer y vas a sentirte completa, habrás terminado tu proceso y ya solo tienes que mantener la medicación. Lo demás lo irás viendo.

—Eh, bueno, no. La disforia no es una cuestión de sustituir piezas como si fuésemos Mr. Potato. Ni someterme a una vaginoplastia completa o deja de completar nada. Es lo que yo necesito, nada más, no es la carta de feminidad sellada, con esa nací o ya he pasado las suficientes pruebas como para habérmela ganado. Probablemente ni exista. Me inquieta qué y cómo sentiré, qué baches emocionales me encontraré, no sé, me preocupa un mundo entero, ustedes hacen esto continuamente, sabrán darme una aproximación. Esto es ciencia, no espiritismo. Necesito una conversación más larga.

—La preocupación por la líbido es un rasgo muy masculino, lo sabes, ¿no?

—Pero doctor yo no he dicho que…

—Si necesitas repetir alguno de los procesos psiquiátricos, no hay problema. Puede que no estés lista.

—No, perdón, déjelo, es que estoy nerviosa, siga contándome sobre la sensibilidad, la profundidad y la estética, por favor.

 

Atrapada en un glitch. Algo tira de mi pene hacia arriba, es agradable. Debido a la acción de los antiandrógenos las erecciones hace tiempo que dejaron de ser una respuesta habitual a los estímulos, me extraña sentir una tan obvia, tan urgente. Araño las sábanas y respiro cada vez más deprisa. Los pezones se me ponen duros. Me recorro los labios con la lengua. Estoy cerca de empezar a gemir. Duele un poco. Hay un hombre junto a mi cama. Hay poca luz pero puedo verle perfectamente. No es muy alto, tiene el pelo teñido de algún color llamativo, es delgado, me mira con malicia, me siento atraída por él, es pequeño, bien formado, suave y llamativo como un loro bonito.

Todas las sensaciones se apresuran, crecen y forman un coro de desazones. Estoy desnuda, claro.

Glitch.

El hombre está sobre mí, tiene que abrirse mucho de piernas para estar a horcajadas por la diferencia de tamaño, apoya las manos en las carnes que circundan mi cadera, me aprieta los pechos, cuando mete mi pene en su vagina nos miramos y todo en esa mirada y en esa habitación dice «qué se jodan». Empuja. Empuja muy fuerte. Me escupe. Voy a deshacerme entera. Cambia el ángulo y la posición de las manos, me sujeta las muñecas.

No puedo más. Él tampoco.

 

—Pero eso no es un coño de verdad.

—Bueno, pues no lo será, qué quieres que te diga. Pero será el mío. De todas formas qué es un coño de verdad. Fuera de la juguetería sexual o de las muñecas japonesas esas tan grimosas no sé qué quieres decir con la verdad de un coño.

—Pues uno con el que se nace. Con sus labios mayores, menores, su clítoris… Ya sabes.

—Bueno, eso que describes no es un coño, es una vulva.

—Qué más da.

—Eres tú quien se pone puntillosa con la legitimidad del chocho, cari.

—Su cérvix, su útero…

—Pero tú sabes que hay cantidad de señoras y señores con el coño diferente, que los coños no son orquídeas de invernadero con líneas perfectas y definidas. Parece mentira que te lo diga yo.

—Eso que te van a hacer a ti es un monedero.

—¿Te parece normal hablar del cuerpo de otra persona en esos términos? ¿Exactamente por qué tengo que aguantarlo?

—¿Ves? No se os puede decir nada.

—Tía, que me voy a someter a una cirugía bastante complicada y de vital importancia para mi salud mental. Es horrible decir algo así.

—Es lo que pienso.

—Bueno, pues si tiene que ser un monedero, procuraré que sea de Louis Vuitton.

 

Atrapada en un glitch. No veo el final del pasillo. Está sobreiluminado. Hay puertas cerradas a los lados. Blanco cegador. Me cuesta caminar, me duelen las articulaciones. Un sonido de líquido agitándose sale de mi cuerpo, cuando acelero el paso es más evidente, me pesa la tripa, está hipertrofiada, me cae por encima de la pelvis casi hasta la mitad del muslo, mis pies descalzos hacen un ruido húmedo contra el suelo, como de palmoteo. No sé por qué estoy recorriendo el pasillo, podría abrir alguna de las puertas laterales pero me dan miedo.

Cada vez peso más. Noto un golpe de reflujo ascendiendo por mi esófago, pero es frío, no arde. Vomito agua, no a empellones, sin arcadas, simplemente sale por mi boca como desbordándose, como una capa freática alcanzando la superficie. También chorrean mis oídos, la sensación es parecida a tenerlos taponados pero noto perfectamente el flujo de agua mojándome los hombros. Todos mis orificios expulsan agua. La piso. Me resbalo, caigo, sigo a gatas, la vista se me empaña por el líquido acumulado también en los ojos. El suelo está empapado, cada vez peso más. Me ahogo. Me ahogo.

 

—Los zapatos rojos de El mago de Oz.

—No te puedes pedir eso para Reyes, es de niñas.

—No es porque sean de niña, es que te llevan a casa cuando tienes miedo.

—Son de niña.

—Por favor, mamá, los necesito a veces.

—Que no te los puedes pedir. Que me pones mala. Mira tu hermano, un futbolín se ha pedido.

—(mamá, me gustaría decirte que a menudo el tío Manuel me lleva a su habitación y me obliga a chuparle la polla, pero todavía no sé describir muy bien esa situación, esto lo escribo desde el año 2019 y tengo las palabras exactas, pero justo en este momento, justo mientras hablamos, no puedo contártelo. Necesito los putos zapatos para escapar cuando intenta darme por el culo, no se le pone dura y me muerde los brazos. Sí, esos mordiscos por los que me regañas y me dices que deje de hacer el gilipollas. Pero es que insisto, todavía no sé decírtelo y además le tengo mucho miedo, dice que va a mataros si os lo cuento. Vamos a intentar pedir los zapatos de los cojones a los Reyes y deja de llevarme la contraria, por favor te lo pido).

 

La mañana de Reyes un futbolín y los masters del universo nos dieron los buenos días y Kansas seguía estando a tomar por culo.

 

—Tía, lo siento, no puedo seguir.

—¿Va todo bien? ¿He hecho algo que no debía? Perdona.

—No, estás siendo un encanto y me gustas mucho, pero es que no puedo.

—Me has mirado las bragas mientras lo decías.

—Ya, sí, lo siento.

—No te preocupes. Me visto y me voy enseguida.

—No hace falta que te vayas.

—Sí, sí hace falta, te incomoda lo que tengo entre las piernas y no quiero provocar ninguna situación desagradable. Además, ahora me incomoda mucho a mí también. Es mejor así.

—Pero quédate un momento, por favor, y te lo explico.

—De verdad que no hace falta, no te culpo ni nada parecido, pero esto me pone muy mal cuerpo y prefiero dejarlo como está. Gracias por haberme invitado a tu casa y por haber sido tan cariñosa conmigo. Me estaba gustando mucho.

—Siéntate a mi lado. Solo un momentito. Entiendo que te sientes fatal ahora mismo, pero yo también y te lo pido como un favor personal. Ponte aquí cerquita y dame la mano, anda.

—Deja que me vista primero, por favor.

—Claro.

—A ver, dime. Tienes la mano helada.

—Me pasa cuando me pongo nerviosa.

—No lo estés, de verdad que me voy enseguida, no quiero hacerte sentir mal en tu propia c…

—No te callas nunca, ¿verdad?

—Perdón.

—Nah, si me encanta cómo parloteas.

—Qué sonrisa más bonita tienes.

—Calla y déjame hablar. Tía, es que yo no sé qué hacer con… bueno… con…

—Un pene.

—Sí, un pene. Soy lesbiana, mucho, hasta hoy no había conocido a una chica trans en estas circunstancias y como has podido ver me da lo mismo, me he estado poniendo cachonda toda la tarde observándote y me he divertido un montón. Estaba deseando traerte a casa y follar contigo. No me ha pillado de sorpresa que tuvieras…

—Pene, cari. No muerde.

—Pene. Imaginaba que no supondría un problema. No sé. Nunca me he visto en esta situación y resulta que no puedo. No es asco ni nada parecido. Es solo que no me veo capaz de seguir. No sé explicarme mejor.

—Vale. No tengo nada que decir a eso. Gracias por tu sinceridad y ahora por favor sí que me voy.

—¿Te he molestado?

—No insistas, por favor. Me voy y ya coincidiremos otro día.

—Te he molestado.

—…

—Solo estaba siendo sincera.

—¿Te das cuenta de que estás rechazando a una compañera sexual que hace diez minutos te tenía ardiendo por una parte de su cuerpo? ¿Te imaginas decirle lo mismo a una chica con un muñón, una cicatriz o celulitis?

—No es lo mismo, tía, ni de coña.

—Pues mira, ya que abrimos la puerta de la sinceridad. No es lo mismo pero sí lo es. En el fondo sí que lo es. Me sé de puta memoria el peso simbólico que tiene esta cosa, pero llegado el momento solo es una parte del cuerpo. Otras chicas viven en perfecta sintonía con sus penes y están orgullosas de ser como son, pero yo no. El último sitio al que tienes que mirar para saber quién o cómo soy es ahí abajo, a ese colgajo pequeño y medio muerto por la medicación.

—Joder, lo estás poniendo aún peor, yo no he hablado en esos términos de tu cuerpo.

—También es verdad, perdona, soy trans, somos las folclóricas del género, todo es intensidad.

—¿Ves? Tía, si eres divertidísima y me gustas mucho, es solo que…

—Ya, que nos vamos a perder una noche de sexo guay por culpa de una cosa que nos da la misma desconfianza a las dos y que no dice nada de lo que somos. Ni de mí como mujer, ni de ti como lesbiana. Tía, si no pensaba ni quitarme las bragas.

—Me estás haciendo quedar como una cabrona y no es así.

—Perdona. Estoy nerviosa y asustada y me he expresado mal. No, no es así. No eres una cabrona. Me gustas mucho y no tienes la culpa de haber recibido una educación tránsfoba.

—Oye, que te estaba comiendo la boca hace un cuarto de hora, no soy tránsfoba.

—Si quieres te doy una medallita por haber besado a una chica trans, tía. Claro que estás siendo tránsfoba, no es culpa tuya, pero está pasando.

—No sabes lo que pasa por mi mente, no puedes decirme una cosa así y que me quede tan tranquila. Tú no sabes lo que es…

—¿Qué? ¿Ser una mujer de verdad? ¿Una lesbiana? ¿Darme de bruces con unos genitales inesperados?

—No quería decir eso.

—¿Sabes qué pasa?

—Qué.

—Que en este caso sí lo sé. Porque ese rechazo que te produce lo que tengo aquí abajo es exactamente el mismo que me produce a mí. El mismo. Un vestigio de transmisoginia interiorizada que me susurra al oído: «Solo los tíos tienen polla». Yo también he aprendido que la carta de presentación de género son los genitales. Yo también llevo un concejal de VOX en la conciencia jodiéndome la vida.

—Es que no sabría qué hacer, lo siento mucho. Me parte el corazón.

—No tienes que hacer nada, de verdad. Yo tampoco podría. Vamos a dejarlo aquí. Estamos cansadas. Ya nos llamaremos si nos apetece.

—…

—…

—¿Me das un abrazo?

—Te doy los que quieras, anda, ven.

—Qué suave eres, joder.

—Sí, me lo dicen mucho.

—¿Te puedo proponer algo?

—Si tienes un pijama de mi talla me pido cucharita grande.

—¿Cómo lo sabías?

—Porque además de trans, bisexual y gótica, soy vieja y lista.

—Gilipollas.

—Eso también.

 

Atrapada en un glitch. Mi madre bordando ropa, mi ropa. Soy pequeña y estoy envuelta en una toalla enorme. Veo el nombre que me pusieron mis padres por todas partes, está cosido en todas mis prendas. Camisetas interiores, jerseys, abrigos, pantalones, ropa interior, calcetines. Montañas de ropa con mi nombre muy visible. A mi madre le sangran los dedos. Le cuesta atravesar el material del calzado pero también lo marca, se abre las uñas haciéndolo pero está orgullosa. Sigue cosiendo. Decide poner mi nombre y mis dos apellidos en la tapicería de los sillones de casa, cose sin parar y sonríe con cariño, pasa las manitas ensangrentadas por encima de cada bordado cuando lo termina, con mucho cuidadito, tras algunas horas de trabajo paciente ha llenado de letras de hilo blanco también las cortinas. Puedo leer ese nombre por todas partes. Mi madre alarga los brazos hacia mí sonriendo, le devuelvo el abrazo. Quiero a mi madre cuando me abraza. Quiero a mi madre por lo bien que huele. Quiero a mi madre cuando me quita la toalla que me envuelve. Quiero a mi madre cuando empieza a clavarme la aguja y a pasar el hilo por mi carne infantil. La quiero cuando me cubre la espalda de hilo, de sangre y de las letras que forman ese nombre impuesto. La quiero cuando pasa la manita por encima del trabajo bien hecho.

Llevo un nombre de muerto bordado en la espalda por las amorosas manos de mi madre.

 

—¿Puedes bajar un momento la tele?

—¿Por? ¿Te aburres?

—No, es que quiero hablar contigo.

—¿Estás bien? ¿Pasa algo?

—Sí, está todo bien. Bueno, yo no estoy bien, pero no tiene nada que ver contigo, tranquilo.

—¿Te duele algo?

—Por favor, la tele.

—Sí, perdona.

—Gracias.

—Venga, qué te pasa.

—Llevo mucho tiempo con algo en la cabeza y he tomado una decisión que nos afecta.

—¿Tío, vas a dejarme así?

—Por favor, cálmate, no voy a dejarte, pero he tomado una decisión por la que posiblemente me dejes tú a mí.

—Joder, me estás asustando, ni que fueras a meterte en una secta o a cambiarte de sexo, coño.

—…

—Qué.

—Que no vas tan desencaminado. Si hasta tu inconsciente te lo acaba de decir.

—El inconsciente no existe, magufo.

—Bueno, pues la intuición, lo que sea.

—Venga no me jodas, Álex.

—Lo he sabido siempre, o casi siempre, ya no aguanto más, tengo muchísimo miedo y no puedo vivir más tiempo así.

—Así, cómo. No digas tonterías. Eres maricón, mucho, y me encanta que seas así, nos complementamos de puta madre, me mola que seas tan suave y no me molesta tu pluma, al contrario, forma parte de tu personalidad, pero eso no significa que seas una tía, por el amor de dios.

—Tío, esto no va de roles, ni de plumas, ni de suavidades. Sé que soy una mujer desde que estructuro pensamientos y si no hago algo para aplacar este autodesprecio que ya se ha hecho insoportable, voy a morirme.

—Estás confundido. Pero si ahora puedes hacer y experimentar lo que te dé la gana, por qué quieres encerrarte en el género. Si quieres travestirte, hazlo, si quieres que de vez en cuando juguemos y te trate en femenino, lo hago, no es lo que más me apetece pero vale, palante, pero no me vengas con esto ahora porque no. Es surrealista, Álex.

—No quieres escucharme. ¿Tú te crees que a estas alturas no he explorado el fetiche, la ropa y toda esa mierda? Que no es eso. Que ya no puedo más. Que me muero de pena, tío. Que necesito ayuda.

—Y esto a nuestra costa. De repente mi vida también al carajo porque te has levantado creyéndote Blancanieves en lugar de aceptar que eres un pedazo de maricón y una pasivorra.

—No me creo que hayas dicho eso.

—Ni yo que vayas en serio, joder. Me has mentido todo este tiempo.

—No te he mentido o no más de lo que me he mentido a mí. Tengo miedo de quedarme sola, por favor, ayúdame. No tengo a nadie para afrontar esto.

—A mí ya me has dejado solo. Déjame en paz. En cuanto puedas recoge tus cosas. Me voy y no quiero verte cuando vuelva.

 

Otoño de 2003, subida en la plataforma del Darkhole, suena «Temple Of Love» y cuando llega la parte de Ofra Haza las oleadas de MDMA estallan en mi pecho, mi vientre y mis riñones. Bailo como una cabrona, mis amigos no pueden seguirme el ritmo, mis amigas no pueden seguirme el ritmo, mi novio no puede seguirme el ritmo. Mis caderas se escapan al tacto de cualquiera, comprendo que lo voy a hacer, me veo como Isis, como Inanna, como Hécate, como La Veneno, como Rocío Jurado y como Madonna en la época de Blonde Ambition. Todos los años de sepultura y armario se desvanecen. Bailo como una ménade, como una puta, como una niña en su habitación, como una adolescente ensayando coreografías en el patio del instituto, como una diosa en Babilonia, como una señora en las fiestas de su pueblo, como la mujer que está explotando en ese momento, cuya onda expansiva todavía me mueve casi veinte años después. Aquella noche las mujeres que corren con lobos, las defensoras de la feminidad mesolítica y las hijas de la luna sangrante, si me hubieran visto, se hubieran retirado al rincón de pensar gilipolleces de sus cuevas. Si alguna vez la feminidad ha estado unida por un tejido místico, aquella noche me hice una bata de cola techno con él.

Y supe, por Isis, Astarte, Innana, Hécate y la madre que me parió, que no estaba equivocada, que mi vida tendría sentido, que era real y que siempre lo había sido.

 

Atrapada en un glitch. Entran de uno en uno. Hombres, mujeres y todo lo que hay en medio. Llevan enormes abanicos de plumas blancas. Todas las caras son bellísimas, apenas escucho el pitido del electrocardiograma. Rodean mi cama. Llevan maquillaje plateado, labios azul claro y tocados blancos, como en el final de All That Jazz. Mueven los abanicos al compás de mi respiración, cada vez más despacio. Me besan. De uno en uno me besan. Las bocas dicen te quiero cuando se juntan. Se les caen las lágrimas pero no se les corre el maquillaje. El dolor se amortigua. La pena se amortigua. La vida se amortigua.

Solo tengo ojos para las sonrisas tristes y llenas de amor de los ángeles que rodean mi cama. Las cuatro esquinitas, los dos costados, el cabecero, los pies, toda la cama flota en las plumas de mis ángeles plateados, de mis psicopompos. Las oraciones infantiles han funcionado todas a la vez y han estallado en este final divino. Cantan, creo, pero no les escucho. Reconozco las caras de las personas que me han querido alguna vez mientras me desvanezco. Todo es blanco, todo son plumas, sonrisas azules y miradas de plata. Ya no tengo frío, ya no tengo cuerpo, ya no tengo esa presión en el pecho incesante. Todo es belleza y arena movida por el viento. Todo es adiós al fin. Adiós, amores míos. Adiós.